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Notas a pie de página 10 страница
Media hora despué s, Alma empezó a hablar. Está bamos a once mil metros de altura, sobrevolando alguna regió n desconocida de Pensilvania u Ohio, y siguió hablando sin parar hasta Albuquerque. Hubo una breve pausa cuando aterrizamos, y luego la historia prosiguió despué s de que subié ramos a su coche para emprender las dos horas y media de viaje que nos separaba de Tierra del Sueñ o.
Atravesamos el desierto por una serie de carreteras generales mientras la tarde daba paso al crepú sculo y luego al anochecer. Segú n recuerdo, no concluyó su relato hasta que llegamos a la verja del rancho; e incluso entonces no habí a acabado del todo. Estuvo hablando durante casi siete horas, pero no habí a habido tiempo para contarlo todo.
Al principio no hací a má s que saltar de una cosa a otra, yendo y viniendo entre el pasado y el presente, y tardé un tiempo en orientarme y establecer la cronologí a de los acontecimientos. Todo estaba en su libro, afirmó, todos los nombres y las fechas, todos los hechos esenciales, y no habí a necesidad de volver sobre los detalles de la vida de Hector antes de su desaparició n; no en aquella tarde del avió n, en todo caso, no cuando tení a la oportunidad de leer el libro por mí mismo en los dí as y semanas siguientes. Lo importante era lo que habí a marcado el destino de Hector como hombre oculto, los añ os que habí a pasado en el desierto escribiendo y dirigiendo pelí culas que nunca se habí an mostrado al pú blico. Esas pelí culas eran el motivo de que yo estuviese ahora viajando con ella a Nuevo Mé xico, y por interesante que quizá hubiera sido saber que el nombre de pila de Hector era Chaim Mandelbaum —y que habí a nacido en un vapor holandé s en pleno Atlá ntico—, no constituí a un dato de verdadera importancia. Daba lo mismo que su madre muriese cuando é l tení a doce añ os y que a su padre, ebanista desinteresado de la polí tica, casi lo matara de una paliza una turba antibolchevique y antisemita en la Semana Trá gica de Buenos Aires de 1919. Eso produjo la marcha de Hector a Estados Unidos, pero su padre ya llevaba algú n tiempo instá ndole a que emigrara, y la crisis de Argentina simplemente aceleró la decisió n. No tení a sentido enumerar las dos docenas de empleos que tuvo tras llegar a Nueva York, y aú n menos hablar de lo que le ocurrió cuando llegó a Hollywood en 1925. Yo sabí a bastante sobre sus primeros trabajos de figurante, constructor de decorados y a veces interprete de pequeñ os papeles en montones de pelí culas perdidas y olvidadas para que volvié ramos a detenernos en ello. Su experiencia en la industria cinematográ fica habí a terminado amargá ndole, afirmó Alma, pero aú n no estaba dispuesto a renunciar, y hasta la noche del catorce de enero de 1929, lo ú ltimo que se le podrí a haber pasado por la cabeza era que alguna vez tendrí a que marcharse de California.
Un añ o antes de su desaparició n, Brigid O’Fallon le hizo una entrevista para Photoplay. La periodista llegó a casa de Hector en North Orange Drive un domingo a las tres de la tarde, y a las cinco estaban los dos tirados por el suelo, rodando sobre la alfombra y buscá ndose mutuamente los pliegues y recovecos del cuerpo. Hector tení a tendencia a comportarse así con las mujeres, aseguró Alma, y aqué lla no era la primera vez que poní a sus dotes de seducció n al servicio de una rá pida y decisiva conquista. O’Fallon, una brillante cató lica de Spokane recié n licenciada en Smith, emigrada al Oeste para hacer carrera en el periodismo, só lo tení a veintitré s añ os. Daba la casualidad de que Alma tambié n se habí a licenciado en Smith, y gracias a sus amistades de allí consiguió un ejemplar del anuario de 1926. La foto de O’Fallon no llamaba mucho la atenció n. Ojos un poco juntos, observó Alma, barbilla demasiado ancha y un pelo a lo paje que no le favorecí a en nada. Pero tení a algo efervescente, una chispa de malicia o humor acechando en la mirada, un vivo impulso interior. En una fotografí a de una representació n de La tempestad, puesta en escena por el teatro universitario, aparecí a O’Fallon caracterizada de Miranda con una leve tú nica blanca y una sola flor blanca en el pelo, y Alma afirmó que estaba encantadora en aquella pose, pequeñ a y menuda, chispeante de vida y energí a: la boca abierta, un brazo extendido hacia delante, declamando unos versos. Como periodista, O’Fallon escribí a en el estilo de la é poca. Sus frases eran mordaces e incisivas, y poseí a un don para salpicar sus artí culos de ingeniosos apartes y sutiles juegos de palabras que contribuyeron a su rá pido ascenso en las filas de la revista. El artí culo sobre Hector era una excepció n, mucho má s serio y con mayor admiració n hacia el sujeto de la entrevista que cualquier otro reportaje suyo que Alma hubiera leí do.
En cuanto al marcado acento extranjero, sin embargo, no era má s que una leve exageració n. O’Fallon cargó un poco las tintas para conseguir un efecto có mico, pero así era esencialmente como Hector hablaba en aquella é poca.
Su inglé s fue mejorando con el tiempo, pero en los añ os veinte aú n parecí a que acababa de bajarse del barco. Por mucho que hubiera empezado en Hollywood con buen pie, la ví spera de su llegada no era sino un extranjero má s, perplejo, parado en el muelle, con todo lo que poseí a en el mundo metido en una maleta de cartó n.
En los meses siguientes a la entrevista, Hector siguió retozando con toda una serie de actrices jó venes y guapas.
Le gustaba que lo vieran en pú blico junto a ellas, le encantaba irse a la cama con ellas, pero ninguna de aquellas aventuras duraba mucho. O’Fallon era má s inteligente que las demá s mujeres que conocí a, y cuando Hector se cansaba de su ú ltimo juguete, invariablemente llamaba a Brigid para decirle que querí a volver a verla. Entre principios de febrero y ú ltimos de junio, fue a su apartamento un promedio de una o dos veces por semana, y hacia la mitad de ese periodo, durante la mayor parte de abril y mayo, pasaba a su lado al menos una noche de cada tres.
No cabí a duda de que se habí a encariñ ado con ella. A medida que pasaban los meses, se fue creando entre ellos una confortable intimidad, pero mientras Brigid, menos experimentada, tomaba aquello como una muestra de amor eterno, Hector nunca se engañ ó a sí mismo pensando que eran algo má s que buenos amigos. La veí a como su compañ era, como su pareja sexual, como su aliada fiel, pero eso no suponí a que tuviese intenció n de proponerle matrimonio.
Ella era periodista, y debí a saber lo que hací a Hector las noches que no dormí a en su cama. No tení a má s que abrir los perió dicos de la mañ ana para seguir sus hazañ as, para que le saltaran a la vista las insinuaciones sobre sus ú ltimos escarceos y enamoramientos. Aunque la mayorí a de las historias que leí a acerca de é l eran falsas, habí a pruebas má s que suficientes para suscitar sus celos. Pero Brigid no era celosa; o al menos no lo demostraba. Cada vez que Hector la llamaba, lo recibí a con los brazos abiertos. Ella nunca mencionaba a las otras mujeres, y como no lo acusaba ni le hací a reproche alguno ni le pedí a que cambiara de vida, el cariñ o que Hector sentí a por ella no hací a sino aumentar. É se era el plan de Brigid. Le habí a entregado su corazó n, y antes que obligarlo a tomar una decisió n prematura sobre su vida en comú n, decidió ser paciente. Tarde o temprano, Hector dejarí a de andar saliendo por ahí. Algú n dí a perderí a el interé s por correr frené ticamente detrá s de las faldas. Se aburrirí a, se olvidarí a de todo aquello, verí a la luz. Y entonces ella estarí a allí, para é l.
Eso tramaba la lú cida e ingeniosa Brigid O’Fallon, y durante una temporada pareció que acabarí a atrapando a su hombre. Envuelto en sus diversas disputas con Hunt, luchando contra la fatiga y la tensió n de tener que realizar una nueva pelí cula cada mes, Hector se sentí a cada vez menos inclinado a desperdiciar la noche en clubs de jazz y bares clandestinos, a malgastar sus fuerzas en seducciones inú tiles. El apartamento de O’Fallon se convirtió en un refugio para é l, y las apacibles noches que allí pasaban juntos le ayudaban a mantener en equilibrio la cabeza y la entrepierna. Brigid poseí a un agudo sentido crí tico, y como entendí a má s que é l sobre la industria cinematográ fica, Hector respetaba mucho sus opiniones. Fue ella, en realidad, quien sugirió la prueba para que Dolores Saint John hiciera el papel de hija del sheriff en El utilero, su siguiente comedia. Brigid llevaba unos meses estudiando la carrera de Saint John, y en su opinió n aquella actriz de veintiú n añ os tení a posibilidades de convertirse en algo grande, otra Mabel Normand o Gloria Swanson, otra Norma Talmadge.
Hector siguió su consejo. Cuando Saint John entró en su despacho tres dí as despué s, ya habí a visto un par de pelí culas suyas y estaba decidido a ofrecerle el papel. Brigid tení a razó n en cuanto a las dotes interpretativas de Saint John, pero nada de lo que ella habí a dicho ni de lo que é l habí a visto en el trabajo de la actriz le habí a preparado para el irresistible efecto que le causó su presencia. Una cosa era ver la actuació n de alguien en una pelí cula muda, y otra muy distinta estrechar la mano de esa persona y mirarla a los ojos. Otras actrices quizá resultaban má s impresionantes en el celuloide, pero en la vida real de sonido y color, en el mundo de carne y hueso, de tres dimensiones, de cinco sentidos, cuatro elementos y dos sexos nunca habí a conocido a una criatura como aqué lla. No era que Saint John fuese má s bella que otras mujeres, ni tampoco que dijera nada excepcional en los veinticinco minutos que estuvieron juntos aquella tarde. Para ser enteramente francos, parecí a un poco sosa, de una inteligencia no superior a la media, pero tení a cierto aire salvaje, una energí a animal que discurrí a bajo su piel e irradiaba de sus gestos, y a Hector le resultaba imposible dejar de mirarla. Los ojos que le devolví an la mirada eran del má s pá lido azul siberiano. Tení a la piel muy blanca, y sus cabellos pelirrojos tení an un matiz oscuro, tirando a caoba. A diferencia de la mayorí a de las norteamericanas de junio de 1928, llevaba el pelo largo, en una melena que le caí a hasta los hombros. Hablaron durante un rato sobre nada en particular. Luego, sin preá mbulo alguno, Hector le dijo que el papel era suyo si lo querí a, y ella aceptó. Nunca habí a trabajado en una comedia burlesca, le dijo, y aquel desafí o le hací a mucha ilusió n. Luego se levantó de la silla, le estrechó la mano y salió del despacho. Diez minutos despué s, con la cabeza aú n llena de la ardiente imagen de su rostro, Hector decidió que Dolores Saint John era la mujer con la que iba a casarse. Era la mujer de su vida, y si al final resultaba que no le querí a, entonces no se casarí a con nadie.
Desempeñ ó há bilmente su papel en El utilero, haciendo todo lo que Hector le indicaba e incluso contribuyendo con algunas florituras de su parte, pero cuando é l trató de contratarla para su siguiente pelí cula, ella puso ciertos reparos. Le habí an ofrecido el papel principal en una pelí cula de Allan Dwan, y la oportunidad era sencillamente demasiado grande para que pudiera rechazarla.
Hector, que supuestamente tení a un toque má gico con las mujeres, no llegaba a parte alguna con ella. No encontraba palabras para decir lo que sentí a en inglé s, y siempre que estaba a punto de declararle sus intenciones, se volví a atrá s en el ú ltimo momento. Temí a asustarla si se expresaba mal, destruyendo sus posibilidades para siempre.
Mientras, seguí a pasando varias noches a la semana en el apartamento de Brigid, y como nunca le habí a hecho promesas, como era libre de amar a quien le diera la gana, no le dijo nada acerca de Saint John. Cuando se acabó el rodaje de El utilero a finales de junio, Saint John fue a rodar exteriores en los montes Tehachapi. Trabajó cuatro semanas en la pelí cula de Dwan, y en ese tiempo Hector le escribió sesenta y siete cartas. Lo que habí a sido incapaz de decirle en persona, encontró al fin el valor de expresarlo por escrito. Se lo repitió una y otra vez, y aun cuando se lo decí a de manera diferente cada vez que le escribí a, el mensaje era siempre el mismo. Al principio, Saint John se quedó perpleja. Luego se sintió halagada. Despué s empezó a esperar las cartas con impaciencia, y al final comprendió que no podí a vivir sin ellas. Cuando volvió a Los Angeles a principios de agosto, le dijo a Hector que la respuesta era sí. Sí, le querí a. Sí, se convertirí a en su mujer.
No fijaron fecha para la boda, pero hablaron de enero o febrero: tiempo suficiente para que Hector cumpliera el contrato con Hunt y pensara en lo que harí a despué s. Habí a llegado el momento de hablar con Brigid, pero siempre terminaba aplazá ndolo, nunca llegaba a decidirse del todo. Se quedaba trabajando hasta muy tarde con Blaustein y Murphy, le decí a, estaba en la sala de montaje, iba a localizar exteriores, no se encontraba muy bien. Entre principios de agosto y mediados de octubre, inventó docenas de excusas para no verla, pero seguí a sin decidirse a romper del todo con ella. Incluso en lo má s á lgido de su encaprichamiento con Saint John, siguió visitando a Brigid una o dos veces por semana, y cuando cruzaba el umbral del apartamento, volví a a sumirse en los có modos há bitos de siempre. Bien podrí a acusá rsele de cobardí a, desde luego, pero tambié n podí a afirmarse con la misma facilidad que era una persona que se encontraba en un conflicto. Quizá se estaba pensando mejor lo de casarse con Saint John. A lo mejor no estaba dispuesto a renunciar a O’Fallon. Tal vez se sentí a desgarrado entre las dos mujeres y creí a necesitar a ambas. El sentimiento de culpa puede hacer que alguien obre en contra de sus intereses, pero el deseo tambié n puede conducir a lo mismo, y cuando la culpa y el deseo se mezclan a partes iguales en el corazó n de un hombre, puede que ese hombre empiece a comportarse de manera extrañ a.
O’Fallon no sospechaba nada. En septiembre, cuando Hector contrató a Saint John para que desempeñ ara el papel de su mujer en Don Nadie, le felicitó por la inteligencia de su elecció n. Incluso cuando se filtraron rumores desde el estudio sobre la especial intimidad que existí a entre Hector y su protagonista femenina, Brigid no se alarmó de manera indebida. A Hector le gustaba coquetear.
Siempre se encaprichaba de las actrices con quienes trabajaba, pero una vez que el rodaje terminaba y todo el mundo se iba a casa, se olvidaba rá pidamente de ellas. En este caso, sin embargo, las historias persistí an. Hector ya habí a pasado a Doble o nada, su ú ltima pelí cula para Kaleidoscope, y Gordon Fly murmuraba en su columna que estaban a punto de sonar campanas de boda para cierta sirena de larga melena y su có mico y mostachudo galá n. Estaban entonces a mediados de octubre, y O’Fallon, que hací a cinco o seis dí as que no veí a a Hector, llamó a la sala de montaje y le pidió que fuese a su apartamento aquella misma noche. Nunca le habí a pedido nada por el estilo, de manera que é l canceló sus planes de cenar con Dolores y, en cambio, fue a casa de Brigid. Y allí, enfrentado a la cuestió n cuya respuesta habí a aplazado a lo largo de los dos ú ltimos meses, acabó dicié ndole la verdad.
Hector confiaba en algo decisivo, un estallido de furia femenina que le enviara trastabillando a la calle y terminara de una vez para siempre con la historia, pero cuando le confesó la noticia Brigid se limitó a mirarlo, respiró hondo y le dijo que era imposible que estuviese enamorado de Saint John. Era imposible porque la querí a a ella.
Sí, convino Hector, la querí a y nunca dejarí a de quererla, pero el caso era que iba a casarse con Saint John. Brigid rompió a llorar entonces, pero siguió sin acusarlo de traició n, no mencionó sus propias virtudes ni gritó encolerizada por la horrible manera en que la habí a engañ ado. Se engañ aba a sí mismo, ademá s, y cuando comprendiera que nadie le querrí a jamá s como ella, volverí a otra vez.
Dolores Saint John era un objeto, afirmó, no una persona. Era un objeto luminoso y embriagador, pero bajo la piel era grosera, superficial y estú pida, y no merecí a ser su esposa. Hector habrí a debido replicar en aquel momento.
La ocasió n le exigí a lanzar alguna observació n hiriente y brutal que destruyera para siempre las esperanzas de Brigid, pero el dolor y la devoció n de aquella mujer eran emociones demasiado intensas para é l, y al verla hablar con aquellas frases breves y entrecortadas, fue incapaz de hacer algo así. Tienes razó n, contestó. Probablemente no durará má s de un añ o o dos. Pero tengo que pasar por ello. Tiene que ser mí a, y despué s todo se arreglará por sí solo.
Acabó pasando la noche en el apartamento de Brigid.
No porque pensara que les servirí a de algo, sino porque ella le rogó que se quedara por ú ltima vez, y fue incapaz de negá rselo. A la mañ ana siguiente, é l se marchó sigilosamente antes de que ella despertara y, desde aquel mismo momento, las cosas empezaron a cambiar para é l. Concluyó su contrato con Hunt, empezó a trabajar con Blaustein en Punto y raya, tomaron forma sus planes de boda.
Al cabo de dos meses y medio, seguí a sin tener noticias de Brigid. Encontraba su silencio un tanto molesto, pero lo cierto era que estaba demasiado preocupado con Saint John como para pensar demasiado en el asunto. Si Brigid habí a desaparecido, só lo podí a ser porque era una persona de palabra y demasiado orgullosa para interponerse en su camino. En el momento en que le declaró sus intenciones, ella se habí a alejado para dejarle que se hundiera o saliera a flote por sí solo. Si salí a a flote, probablemente no volverí a a verlo má s. Si se hundí a, quizá apareciese en el ú ltimo momento para intentar sacarlo del agua.
Hector debió de sentir menos cargo de conciencia al pensar así de O’Fallon, tomá ndola por una especie de ser superior que no sentí a dolor alguno cuando le clavaban puñ ales en el cuerpo, que no sangraba cuando la herí an.
Pero a falta de hechos comprobables, ¿ por qué no acomodar la realidad con el deseo? Querí a creer que le iban bien las cosas, que seguí a valerosamente con su vida. Se dio cuenta de que sus artí culos habí an dejado de aparecer en Photoplay, pero eso probablemente querí a decir que se habí a ido de la ciudad o tení a trabajo en otra parte, y de momento se negó a investigar posibilidades má s sombrí as.
No fue hasta que ella emergió de nuevo a la superficie (echá ndole una carta por debajo de la puerta en Nochevieja) cuando comprendió lo horriblemente que se habí a equivocado. En octubre, dos semanas despué s de que la abandonara, se habí a cortado las venas en la bañ era. Si no hubiera sido porque el agua se filtró al apartamento de abajo, su casera no habrí a abierto la puerta, y no habrí an encontrado a Brigid hasta que hubiera sido demasiado tarde. La llevaron en ambulancia al hospital. Se recuperó al cabo de dos dí as, pero mentalmente estaba deshecha, le escribí a, lloraba a cada momento y manifestaba un comportamiento tan incoherente, que los mé dicos decidieron mantenerla en observació n. Lo que condujo a una estancia de dos meses en un pabelló n psiquiá trico. Estaba dispuesta a pasar allí el resto de su existencia, pero só lo porque ahora su ú nico propó sito en la vida era encontrar la forma de suicidarse, y daba igual el sitio donde la pusieran. Entonces, justo cuando se disponí a a hacer un nuevo intento, ocurrió un milagro. O mejor dicho, descubrió que ya habí a ocurrido un milagro y que hací a dos meses que viví a bajo su influjo. Cuando los mé dicos le confirmaron que se trataba de un hecho real y no de un producto de su imaginació n, ya no deseó morir. Habí a perdido la fe añ os atrá s, continuaba. No se confesaba desde el instituto, pero cuando la enfermera llegó aquella mañ ana para darle los resultados del aná lisis, sintió como si Dios hubiese puesto su boca sobre la suya y le hubiera insuflado de nuevo la vida. Estaba embarazada. Habí a ocurrido en el otoñ o, la ú ltima noche que pasaron juntos, y ahora llevaba el hijo de Hector en las entrañ as.
Cuando le dieron el alta del hospital, dejó el apartamento. Tení a ahorrado algo de dinero, pero no lo suficiente para seguir pagando el alquiler sin volver al trabajo; y eso era imposible, porque ya habí a renunciado a su empleo en la revista. Encontró una habitació n barata por ahí, proseguí a la carta, un cuarto con una cama de hierro, un crucifijo de madera en la pared y una colonia de ratones viviendo bajo el entarimado, pero no iba a decirle ni el nombre del hotel ni tampoco el de la ciudad donde se encontraba. Serí a inú til que saliera a buscarla. Se habí a registrado con nombre falso, y tratarí a de pasar inadvertida hasta que su embarazo estuviera un poco má s avanzado, cuando ya no fuera posible que é l intentara convencerla para que abortase. Habí a tomado la decisió n de que el niñ o viviese, y tanto si Hector estaba dispuesto a casarse con ella como si no, estaba resuelta a ser la madre de aquella criatura. Su carta concluí a: El destino nos ha reunido, querido mí o, y adondequiera que yo vaya, tú siempre estará s conmigo.
Luego, má s silencio. Pasaron otras dos semanas y Brigid cumplió su promesa de mantenerse oculta. Hector no mencionó a Saint John la carta de O’Fallon, pero sabí a que sus posibilidades de casarse con ella ya eran mí nimas.
No podí a pensar en su futura vida en comú n sin pensar tambié n en Brigid, sin atormentarse con imá genes de su ex amante embarazada, encerrada en un hotel de mala muerte en algú n barrio ruinoso, hundié ndose lentamente en la locura mientras su hijo iba creciendo en su seno. No querí a renunciar a Saint John. No querí a renunciar al sueñ o de acostarse con ella todas las noches y sentir aquel cuerpo suave y elé ctrico contra su piel desnuda, pero un hombre ha de ser responsable de sus actos, y si aquel niñ o debí a nacer, no podí a sustraerse a su obligació n. Hunt se suicidó el once de enero, pero Hector ya no pensaba en Hunt, y cuando oyó la noticia al dí a siguiente, no sintió nada. El pasado carecí a de importancia. Só lo el futuro contaba para é l, y el futuro se llenaba sú bitamente de interrogantes. Iba a tener que romper su compromiso con Dolores, pero era imposible hacerlo hasta que Brigid volviese a aparecer, y como no sabí a dó nde encontrarla, no podí a hacer nada, no podí a moverse del sitio donde el presente le habí a varado. A medida que pasaba el tiempo, empezó a sentirse como si le hubieran clavado los pies al suelo.
Al anochecer del catorce de enero, a las siete, terminó de trabajar con Blaustein. Saint John le esperaba a las ocho para cenar en su casa de Topanga Canyon. Hector tení a que haber llegado mucho antes, pero por el camino tuvo problemas con el coche y cuando finalmente cambió la rueda de su DeSoto azul, habí a perdido tres cuartos de hora. De no haber sido por el pinchazo, el acontecimiento que alteró el curso de su existencia nunca se habrí a producido, porque fue precisamente entonces, en el momento en que se agachaba en la oscuridad justo a la salida de La Cienega Boulevard para levantar con el gato la parte delantera del coche, cuando Brigid O’Fallon llamaba a la puerta de Dolores Saint John, y al terminar Hector su pequeñ a tarea y volver a sentarse frente al volante, Saint John disparó accidentalmente una bala del calibre treinta y dos en el ojo izquierdo de O’Fallon.
Eso es lo que dijo, en todo caso, y por la perpleja y horrorizada mirada con que lo recibió nada má s pasar por la puerta, Hector no vio motivo alguno para dudar de su palabra. No sabí a que la pistola estaba cargada, afirmó ella. Se la habí a dado su agente tres meses atrá s, cuando se mudó a aquella casa aislada del valle. Debí a servir para protegerla, y cuando Brigid empezó a decir toda clase de tonterí as, despotricando sobre el niñ o de Hector, las muñ ecas cortadas, los barrotes en las ventanas del manicomio y la sangre de las heridas de Cristo, Dolores se asustó y le pidió que se marchara. Pero Brigid no se iba, y unos momentos despué s acusó a Dolores de haberle robado a su hombre, amenazá ndola con absurdos ultimá tums y llamá ndole demonio, furcia asquerosa y puta barata. Só lo seis meses antes, Brigid habí a sido una amable periodista de Photoplay, de encantadora sonrisa y agudo sentido del humor, pero ahora se habí a vuelto loca, era peligrosa, iba y vení a dando tumbos por el saló n, gritando a pleno pulmó n, y Dolores ya no la soportaba un momento má s. Entonces fue cuando se acordó del revó lver. Estaba en el cajó n central del escritorio de tapa corrediza, a menos de tres metros de donde ella se encontraba, de manera que dio unos pasos y abrió el cajó n del medio. No habí a pretendido apretar el gatillo. Só lo pensaba que nada má s ver el revó lver Brigid se asustarí a lo suficiente para marcharse.
Pero cuando lo sacó del cajó n y levantó el brazo, se le disparó en la mano. No hizo mucho ruido. Só lo un pequeñ o «pum», dijo Dolores, y entonces Brigid dejó escapar un extrañ o gruñ ido y cayó al suelo.
Dolores no quiso pasar con é l al saló n (Es demasiado horrible, dijo, no puedo mirarla), de modo que fue é l solo. Brigid yací a boca abajo en la alfombra, frente al sofá.
Su cuerpo no se habí a enfriado, y le seguí a saliendo sangre de la nuca. Hector le dio la vuelta y cuando le miró la cara destrozada y vio el agujero en el sitio donde habí a tenido el ojo izquierdo, se le cortó la respiració n. No podí a mirarla y respirar al mismo tiempo. Para volver a tomar aliento, tuvo que apartar la vista, y, una vez hecho eso, le fue imposible mirarla otra vez. Ya no habí a nada en ella.
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