Хелпикс

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Notas a pie de página 9 страница



 

Si ahora no habí a un agujero en ese crá neo, só lo se debí a a que era un imbé cil y a la vez un tipo afortunado, porque por primera vez en mi vida la suerte habí a triunfado sobre mi propia estupidez. Me habí a faltado un pelo para matarme. Una serie de accidentes me habí a robado la vida para luego devolvé rmela, y en ese intervalo, en el minú sculo vací o entre esos dos momentos, mi vida se habí a convertido en otra vida diferente.

 

Cuando Alma volvió a levantar al fin la cabeza, seguí a teniendo las mejillas bañ adas en lá grimas. Se le habí a corrido el maquillaje, dejá ndole un zigzag de lí neas negras por el centro del antojo, y tení a un aspecto tan desastrado, estaba tan deshecha por la catá strofe que habí a desencadenado sobre sí misma, que casi sentí compasió n de ella.

 

Ve a lavarte, le dije. Tienes un aspecto horroroso.

 

Me conmovió que no dijera nada. Era una mujer que creí a en las palabras, que confiaba en su capacidad para salir de apuros mediante la palabra, pero cuando le di aquella orden, se levantó en silencio del sofá para hacer lo que acababa de decirle. Só lo el má s tenue esbozo de sonrisa, un leve encogimiento de hombros. Cuando me dio la espalda para encaminarse al cuarto de bañ o, comprendí el alcance de su derrota, lo avergonzada que se sentí a por lo que habí a hecho. Inexplicablemente, cuando la vi salir de la habitació n algo se enterneció en mi interior. En cierto modo eso me hizo cambiar de actitud, y en aquel primer destello de simpatí a y camaraderí a tomé de pronto una decisió n, enteramente inesperada. En la medida en que tales cosas puedan determinarse, creo que aquella decisió n constituyó el arranque de la historia que ahora estoy tratando de contar.

 

Mientras estaba en el bañ o, me dirigí a la cocina a buscar un sitio para ocultar el revó lver. Tras abrir y cerrar los armarios de encima de la pila, y hurgar luego en diversos cajones y cajas de aluminio, me decidí a ponerlo en la nevera, dentro del congelador. Era mi primera experiencia con un arma, y no sabí a si serí a capaz de descargarla sin causar má s problemas, por lo que la dejé en el congelador tal como estaba, con balas y todo, bien metida bajo una bolsa de trozos de pollo y un paquete de raviolis. Só lo querí a quitarla de la vista. Despué s de cerrar la puerta, sin embargo, me di cuenta de que no me corrí a prisa librarme de ella. No es que tuviera planes para utilizar de nuevo el revó lver, pero me gustaba la idea de tenerlo cerca, y hasta que encontrara un sitio mejor para guardarlo, se quedarí a en el congelador. Cada vez que abriera la puerta, recordarí a lo que me habí a pasado aquella noche. Serí a mi panteó n particular, un monumento a mi roce con la muerte.

 

Ya llevaba mucho tiempo en el bañ o. Habí a dejado de llover y, en vez de quedarme esperando a que saliera, decidí arreglar el desorden de la camioneta y sacar la compra.

 

Tardé algo menos de diez minutos. Cuando terminé de colocar las provisiones, Alma seguí a en el cuarto de bañ o.

 

Me acerqué a escuchar a la puerta, empezando a sentir ciertas punzadas de inquietud, preguntá ndome si no se habrí a metido allí para cometer alguna estú pida imprudencia. Cuando salí de casa, el agua del lavabo estaba corriendo. Al pasar frente al bañ o, los grifos estaban abiertos a tope, y entre el ruido del agua alcancé a oí r sus sollozos.

 

Ahora los grifos estaban cerrados y no se oí a nada, lo que podí a significar que su acceso de llanto habí a concluido y que se estaba cepillando el pelo y maquillá ndose tranquilamente. Y tambié n que estuviera tendida en el suelo, frí a y encogida, con veinte pastillas de Xanax en el estó mago.

 

Llamé. Como no contestó, volví a llamar y pregunté si estaba bien. Ya salí a, dijo, acabarí a dentro de un momento, y entonces, tras una larga pausa, con una voz que parecí a esforzarse por tomar aliento, me dijo que lo sentí a, que lamentaba toda aquella espantosa escena. Preferirí a morir antes que marcharse de mi casa sin que la hubiera perdonado, afirmó, me suplicaba que la perdonase, pero aun en el caso de que no pudiera hacerlo, se iba ya, se marchaba de todas formas y no volverí a a molestarme má s.

 

Me quedé esperando frente a la puerta. Cuando salió, tení a esos ojos borrosos e hinchados que siguen a un prolongado ataque de llanto, pero sus cabellos estaban de nuevo peinados, y los polvos y el carmí n lograban disimular el enrojecimiento del rostro. Tení a intenció n de pasar por mi lado sin detenerse, pero extendí el brazo y la detuve.

 

Son má s de las dos de la mañ ana, le dije. Los dos estamos agotados y necesitamos dormir un poco. Puedes acostarte en mi cama. Yo dormiré abajo, en el sofá.

 

Se sentí a tan avergonzada, que no tuvo valor para alzar la cabeza y mirarme de frente. No lo entiendo, declaró, dirigiendo sus palabras al suelo, y como yo no dije nada inmediatamente, lo repitió: No lo entiendo.

 

Nadie va a ningú n sitio esta noche, repuse. Yo, no; y tú, tampoco. Mañ ana ya hablaremos, pero ahora nos quedamos aquí.

 

¿ Qué significa eso?

 

Significa que Nuevo Mé xico está lejos. Mejor será que salgamos mañ ana, cuando hayamos descansado. Sé que tienes prisa; pero unas horas má s o menos nos va a dar lo mismo.

 

Creí que querí as que me marchase.

 

Así es. Pero he cambiado de idea.

 

Entonces levantó un poco la cabeza, y pude advertir lo absolutamente confusa que se sentí a. No tienes que ser amable conmigo, advirtió. No es eso lo que te pido.

 

No te apures. Estoy pensando en mí mismo, no en ti.

 

Mañ ana nos espera una dura jornada, y si no me meto en la cama ahora mismo, no podré tener los ojos abiertos. Y tengo que estar despierto para escuchar lo que vas a decirme, ¿ no es verdad?

 

No está s diciendo que quieres venirte conmigo. No puedes decir eso. No es posible que me digas eso.

 

Me parece que mañ ana no tengo otra cosa que hacer.

 

¿ Por qué no habrí a de ir?

 

No mientas. Si me mientes ahora creo que no podré resistirlo. Serí a como arrancarme de cuajo el corazó n.

 

Me llevó unos minutos convencerla de que realmente querí a ir con ella. Mi cambio de actitud era demasiado radical para que lo comprendiera, y tuve que repetí rselo varias veces antes de que consintiera en creerme. No le dije todo, desde luego. No me molesté en hablarle de vací os microscó picos en el universo ni de los poderes redentores de la locura pasajera. Habrí a sido demasiado difí cil, de manera que me limite a afirmarle que se trataba de una decisió n personal y que no tení a nada que ver con ella.

 

Los dos nos habí amos comportado mal, añ adí, y yo era tan responsable por lo que habí a sucedido como ella. Ni reproche, ni perdó n, nada de llevar un recuento de quié n hizo esto o lo otro. O palabras parecidas, argumentos que acabaran demostrá ndole que yo tení a mis propias razones para conocer a Hector y que no iba para complacer a nadie sino en mi propio interé s.

 

Siguieron unas arduas negociaciones. Alma no podí a aceptar el ofrecimiento de mi cama. Ya me habí a causado bastantes molestias, y ademá s yo aú n estaba bajo los efectos del accidente de carretera que habí a tenido antes. Necesitaba descansar, cosa que no conseguirí a si me pasaba la noche dando vueltas y má s vueltas en el sofá. Insistí en que estarí a bien, pero ella no querí a ni oí r hablar de eso, y así estuvimos un rato, cada uno tratando de complacer al otro en una estú pida comedia de buenos modales menos de una hora despué s de arrancarle de la mano un revó lver con el que estuve a punto de dispararme un balazo en la sien. Pero estaba demasiado agotado para oponer mucha resistencia, y al final dejé que se saliera con la suya. Fui a buscar sá banas y una almohada, las puse en el sofá, y luego le enseñ é dó nde podí a apagar la luz. Eso fue todo.

 

Dijo que no le importaba hacerse la cama, y despué s de darme las gracias por sé ptima vez en los ú ltimos tres minutos, subí a mi habitació n.

 

No cabí a duda de que estaba cansado, pero una vez que me metí bajo las sá banas, me resultó difí cil conciliar el sueñ o. Tumbado de espaldas, me quedé mirando las sombras del techo, y cuando eso dejó de parecer interesante, me puse de lado y escuché los tenues ruidos que hací a Alma al moverse en el piso de abajo. Alma, la forma femenina de almus, que significa nutricio, feraz. Finalmente, la luz desapareció por debajo de mi puerta, y oí chirriar los muelles del sofá cuando ella se acomodó para pasar la noche. Despué s debí de quedarme dormido un rato, pues no recuerdo que pasara nada hasta que abrí los ojos a las tres y media. Vi la hora en el reloj elé ctrico de la mesilla, y como estaba grogui, flotando en un estado de duermevela, só lo vagamente comprendí que habí a abierto los ojos porque Alma estaba metié ndose en la cama a mi lado y estaba apoyando la cabeza en mi hombro. Me siento sola ahí abajo, explicó, no puedo dormir. Eso me pareció muy natural. Yo sabí a perfectamente lo que era no poder dormir, y antes de que estuviera lo bastante despierto para preguntarle lo que estaba haciendo en mi cama, la rodeé con los brazos y la besé en la boca.

 

Salimos al dí a siguiente poco antes de mediodí a. Alma querí a conducir, así que yo fui en el asiento del pasajero y me ocupé de las tareas de navegació n, dicié ndole por dó nde torcer y qué autopistas coger mientras ella conducí a su Dodge azul alquilado en direcció n a Boston. Aú n se veí an vestigios de la tormenta —ramas caí das, hojas hú medas pegadas al techo de los coches, el má stil de una bandera tirado en el jardí n de una casa—, pero el cielo volví a a estar claro y tuvimos sol durante todo el camino al aeropuerto.

 

Ninguno de nosotros dijo nada de lo que habí a pasado la noche anterior en mi habitació n. Eso iba en el coche con nosotros como un secreto, como algo que pertenecí a a un á mbito de cuartos estrechos y pensamientos nocturnos y no debí a sacarse a la luz del dí a. Mencioná ndolo se corrí a el riesgo de destruirlo, y por tanto apenas fuimos má s allá de una mirada furtiva de cuando en cuando, una sonrisa fugaz, una mano cautelosamente puesta en la rodilla del otro. ¿ Có mo podí a saber lo que pensaba Alma? Me alegraba de que se hubiera metido en mi cama, y me alegraba de aquellas horas que pasarnos juntos en la oscuridad. Pero se trataba de una sola noche, y no tení a la menor idea de lo que nos iba a pasar despué s.

 

La ú ltima vez que habí a ido al Aeropuerto Logan fue con Helen, Todd y Marco. La ú ltima mañ ana de su vida la pasaron en las mismas carreteras que Alma y yo recorrí amos ahora. Curva a curva, habí an hecho el mismo viaje; kiló metro a kiló metro, habí an cubierto el mismo trayecto. La carretera hasta la interestatal 91, de la 91 a la autopista de Massachusetts, de allí a la 93, de la 93 al tú nel. En cierto modo agradecí a aquella grotesca reconstrucció n. Daba la impresió n de que era una especie de castigo astutamente ideado, como si los dioses hubieran decidido que no se me permitirí a tener futuro hasta que hubiera vuelto al pasado. La justicia dictaba, por tanto, que pasara mi primera mañ ana con Alma del mismo modo que habí a pasado mi ú ltima mañ ana con Helen.

 

Debí a subir a un coche para ir al aeropuerto, y tení a que superar en quince y treinta kiló metros por hora el lí mite de velocidad para no perder el avió n.

 

Los niñ os se habí an ido peleando en el asiento de atrá s, me acuerdo bien, y en un momento dado Todd se habí a armado de valor para asestar a su hermano pequeñ o un puñ etazo en el brazo. Helen se volvió en el asiento para recordarle que no estaba bien tomarla con un niñ o de cuatro añ os, y nuestro primogé nito, enfurruñ ado, se quejó de que era Marco quien habí a empezado y que, por tanto, só lo habí a recibido lo que se merecí a. Si te dan un puñ etazo, arguyó, tienes derecho a devolver el golpe. A lo cual respondí, haciendo lo que serí a la ú ltima declaració n paterna de mi vida, que nadie tení a derecho de pegar a alguien que fuese má s pequeñ o que é l. Pero Marco siempre será má s pequeñ o que yo, protestó Todd. Lo que significa que nunca podré pegarle. Bueno, repuse yo, impresionado por la ló gica de su argumentació n, a veces la vida no es justa. Era una verdadera imbecilidad y recuerdo que Helen soltó una carcajada cuando me oyó decir aquel espantoso tó pico. Era su forma de decirme que de las cuatro personas que iban en el coche aquella mañ ana, Todd era el que tení a má s cerebro. Yo estaba de acuerdo, por supuesto. Ellos eran má s inteligentes que yo, y no me cabí a la menor duda de que no les llegaba a la suela del zapato.

 

Alma conducí a bien. Mientras observaba como zigzagueaba entre el carril de la izquierda y el del centro, adelantando a todo vehí culo que se le poní a por delante, le dije que estaba muy guapa.

 

Es porque me ves el perfil bueno, repuso ella. Si estuvieras sentado aquí, probablemente no dirí as eso.

 

¿ Por eso es por lo que querí as conducir?

 

El coche está alquilado a mi nombre. Soy la ú nica que puede conducirlo.

 

Y la vanidad no tiene nada que ver con eso.

 

Esto llevará tiempo, David. No tiene sentido pasarse cuando no hay necesidad.

 

No me molesta, ¿ sabes? Ya me estoy acostumbrando.

 

No puede ser. En todo caso, todaví a no. No me has mirado lo suficiente para saber lo que sientes.

 

Dijiste que has estado casada. Segú n parece, eso no ha impedido que los hombres te encontraran atractiva.

 

Me gustan los hombres. Al cabo de un tiempo, llego a gustarles. Puede que no haya tenido tantas aventuras como algunas chicas, pero no me han faltado experiencias. Pasa el tiempo suficiente conmigo, y ni lo verá s siquiera.

 

Pero me gusta verlo. Te hace diferente, no te pareces a nadie. Eres la ú nica persona que he conocido en la vida que só lo se parece a sí misma.

 

Eso es lo que decí a mi padre. Aseguraba que era un don especial de Dios, y que me hací a má s bonita que todas las demá s chicas.

 

¿ Le creí as?

 

A veces. Otras veces me sentí a maldita. Al fin y al cabo, es algo feo, y convierte a una niñ a en ví ctima fá cil.

 

No dejaba de pensar que algú n dí a podrí a quitá rmelo, que algú n mé dico me operarí a y me dejarí a con un aspecto normal. Siempre que soñ aba conmigo por la noche, los dos lados de mi cara eran iguales. Lisos y suaves, perfectamente simé tricos. Y fue así hasta los catorce añ os, má s o menos.

 

Aprendí as a vivir con ello.

 

Puede, no sé. Pero por entonces me ocurrió algo, y empecé a pensar de otra manera. Para mí fue una gran experiencia, un momento crucial en mi vida.

 

Un chico se enamoró de ti.

 

No, me regalaron un libro. Para las navidades de aquel añ o, mi madre me compró una antologí a de relatos de escritores norteamericanos. Cuentos clá sicos americanos, un enorme volumen encuadernado en tela verde, y en la pá gina cuarenta y seis habí a un relato de Nathaniel Hawthorne, El antojo. ¿ Lo conoces?

 

Vagamente. Creo que no lo he leí do desde el instituto.

 

Yo lo leí todos los dí as durante seis meses. Hawthorne lo escribió para mí. Era mi historia.

 

Un cientí fico y su joven esposa. É sa es la situació n, ¿ verdad? Intenta quitarle un antojo de la cara.

 

Un antojo escarlata. Del lado izquierdo de la cara.

 

No es extrañ o que te gustara.

 

Eso es decir poco. Me obsesionó. Ese relato me devoraba viva.

 

El antojo tiene la forma de una mano, ¿ no es así?

 

Ahora empiezo a acordarme. Hawthorne dice que parece la huella de una mano apretada contra su mejilla.

 

Pero pequeñ a. Es del tamañ o de la mano de un pigmeo, la mano de una criatura.

 

La mujer só lo tiene ese pequeñ o defecto y, aparte de eso, su cara es perfecta. Es famosa por su extraordinaria belleza.

 

Georgiana. Hasta que se casa con Aylmer ni siquiera piensa que sea un defecto. Es é l quien le enseñ a a odiarlo, quien la vuelve contra sí misma y le suscita el deseo de quitá rselo. Para é l, no es só lo un defecto, no es ú nicamente algo que destruye su belleza fí sica. Es la señ al de una corrupció n oculta, una mancha en el alma de Georgiana, la marca del pecado, de la muerte y de la putrefacció n.

 

El sello de nuestra condició n mortal.

 

O simplemente de lo que consideramos humano. Eso es lo que hace tan trá gico el relato. Aylmer va a su laboratorio y se pone a hacer experimentos con elixires y pó cimas, intentando descubrir una fó rmula para borrar la pavorosa mancha, y a la ingenua Georgiana todo le parece bien. Por eso es tan tremendo. Ella desea que su marido la quiera. Eso es lo ú nico que le importa, y si la supresió n del antojo es el precio que tiene que pagar por su amor, está dispuesta a arriesgar la vida por ello.

 

Y é l acaba asesiná ndola.

 

Pero no antes de que desaparezca el antojo. Eso es muy importante. En el ú ltimo segundo, justo cuando está a punto de morir, la marca de la mejilla empieza a desvanecerse. Se está borrando, desaparece del todo, y só lo entonces, en ese preciso momento, es cuando muere la pobre Georgiana, La marca de nacimiento es ella misma. Si desaparece, ella tambié n desaparece.

 

No tienes idea del efecto que me produjo ese relato.

 

Seguí leyé ndolo, continué pensando en ello, y poco a poco empecé a verme tal como era. Los otros llevaban su humanidad dentro de ellos mismos, pero yo llevaba la mí a en la cara. É sa era la diferencia entre todos los demá s y yo misma. A mí no se me permití a ocultar quié n era.

 

Cada vez que la gente se fijaba en mí, su mirada llegaba al fondo de mi alma. No era fea —eso lo sabí a—, pero tambié n era consciente de que siempre me definirí an por la mancha pú rpura que tení a en la cara. No serví a de nada tratar de quitá rmela. Era el nú cleo central de mi vida, y desear que desapareciera habrí a sido como pedir que me mataran. Nunca tendrí a una vida feliz, normal y corriente, pero despué s de leer aquel cuento me di cuenta de que tení a algo casi igual de bueno. Sabí a lo que pensaban los demá s. Lo ú nico que debí a hacer era mirarlos, observar su reacció n cuando se fijaban en el lado izquierdo de mi cara, y sabí a si podí a tener confianza en ellos. La marca de nacimiento era la prueba de su humanidad. Medí a el valor de su alma, y si me concentraba en ello, podí a ver en su interior y saber quié nes eran. Desde los diecisé is o diecisiete añ os, era tan precisa en mis apreciaciones como un diapasó n dando el tono. Lo que no quiere decir que no me haya equivocado con la gente, pero la mayor parte de las veces daba en el clavo. Sencillamente, no podí a dejar de hacerlo.

 

Como anoche.

 

No; como anoche, no. Eso no fue un error.

 

Casi nos matamos el uno al otro.

 

Así tení a que ser. Cuando no hay tiempo, todo se acelera. No podí amos permitirnos el lujo de presentaciones formales, apretones de mano, conversaciones discretas con una copa en la mano. Debí a haber violencia, como cuando chocan dos planetas en los confines del espacio.

 

No irá s a decirme que no estabas asustada.

 

Estaba muerta de miedo. Pero no me he metido a ciegas en esto, ¿ sabes? Tení a que estar preparada para cualquier cosa.

 

Te dijeron que estaba loco, ¿ verdad?

 

Nadie empleó nunca esa palabra. La expresió n má s fuerte que utilizaron fue depresió n nerviosa.

 

¿ Y tu diapasó n qué te dijo cuando llegaste aquí?

 

Ya conoces la respuesta a eso.

 

Tení as un miedo cerval, ¿ eh? Te di un susto de muerte.

 

No só lo eso. Tení a miedo, pero al mismo tiempo estaba entusiasmada, casi temblando de felicidad. Mientras te miraba, hubo unos momentos en que era casi como si me mirase a mí misma. Eso nunca me habí a pasado antes.

 

Te gustó.

 

Me encantó. Estaba tan en las nubes, que creí que iba a derrumbarme en cualquier momento.

 

Y ahora confí as en mí.

 

Tú no vas a fallarme. Y yo no voy a fallarte a ti. Eso lo sabemos los dos.

 

¿ Qué má s sabernos?

 

Nada. Por eso vamos juntos ahora en este coche. Porque somos iguales, y porque aparte de eso no sabemos nada má s.

 

Nos sobraron veinte minutos para coger el vuelo de las cuatro a Albuquerque. Idealmente, tení a que haberme tomado el Xanax cuando pasamos por Holyoke o Springfield, por Worcester como muy tarde, pero estaba demasiado absorto hablando con Alma para interrumpir la conversació n, y nunca veí a el momento de hacerlo. Cuando pasamos frente a las señ ales que indicaban la salida, me di cuenta de que no tení a sentido molestarme en tomá rmelo. Alma llevaba las pastillas en el bolso, pero no habí a leí do las indicaciones del prospecto. No sabí a que para que hicieran efecto habí a que tomarlas con una o dos horas de antelació n.

 

Al principio me alegré de no haber cedido. Todo lisiado tiembla ante la idea de dejar la muleta, pero si aguantaba el vuelo sin deshacerme en lá grimas ni en desvarí os frené ticos, al final quizá serí a mejor así. Esa idea me animó durante otros veinte o treinta minutos. Luego, cuando nos acercá bamos al extrarradio de Boston, comprendí que ya no se podí a hacer nada. Llevá bamos má s de tres horas de viaje, y aú n no habí amos hablado de Hector.

 

Habí a supuesto que lo harí amos en el coche, pero acabamos charlando de otras cosas; cosas de las que sin duda habí a que hablar primero, que no eran menos importantes de las que nos esperaban en Nuevo Mé xico, y antes de que me diera cuenta, casi habí amos concluido la primera etapa del viaje. Ahora no podí a hacerle una jugada y quedarme dormido. Tení a que permanecer despierto y escuchar la historia que habí a prometido contarme.

 

Nos sentamos en la zona de la puerta de embarque.

 

Alma me preguntó si querí a tomarme una pastilla, y entonces fue cuando le dije que no iba a tomar Xanax. Só lo tienes que cogerme de la mano, le dije, y no pasará nada.

 

Me siento bien.

 

Me cogió la mano, y estuvimos un tiempo besuqueá ndonos delante de los demá s pasajeros. Era un puro abandono adolescente —no de mi propia adolescencia, quizá, sino de la que siempre habí a deseado—, y besar a una mujer en pú blico era una experiencia tan nueva que no tuve tiempo de pensar demasiado en el tormento que me aguardaba. Cuando embarcamos, Alma me iba frotando la mejilla para quitarme las manchas de carmí n, y apenas me di cuenta de que cruzá bamos el umbral y entrá bamos en el avió n. Recorrer el pasillo central no me supuso problema alguno, ni tampoco sentarme en mi asiento. Ni siquiera me inquieté a la hora de abrocharme el cinturó n de seguridad, y menos aú n cuando los motores rugieron a toda marcha y sentí en la piel la vibració n del aparato, í bamos en primera clase. La carta decí a que nos servirí an pollo para comer. Alma, sentada junto a la ventanilla, a mi izquierda —y por tanto otra vez con el perfil derecho hacia mí —, puso mi mano en la suya, se la llevó a los labios y la besó.

 

Mi ú nico error fue cerrar los ojos. Cuando el avió n salió de la terminal en marcha atrá s y empezó a rodar por la pista, me negué a ver có mo despegá bamos. Aqué l era el momento má s peligroso, pensé, y si era capaz de sobrevivir a la transició n entre la tierra y el aire, olvidarme sencillamente del hecho de que habí amos perdido el contacto con el suelo, me figuraba que tendrí a alguna posibilidad de salir con bien de todo lo demá s. Pero me equivoqué al querer cerrar el paso a los sentidos, fue un error aislarme de aquel hecho que se estaba produciendo en la realidad del instante. Experimentarlo habrí a sido doloroso, pero mucho peor fue distanciarme de ese dolor y ocultarme en el caparazó n de mis pensamientos. El mundo del presente habí a desaparecido. No habí a nada que ver, nada que me distrajera, que me impidiera sucumbir a mis miedos, y cuanto má s tiempo pasaba con los ojos cerrados, má s horriblemente veí a lo que mis miedos deseaban que viese.

 

Siempre habí a lamentado no haber muerto con Helen y los chicos, pero nunca habí a llegado a imaginar plenamente lo que habí an sido los ú ltimos momentos de sus vidas, antes de que el avió n se estrellara. Ahora, con los ojos cerrados, oí gritar a los niñ os, y vi có mo Helen los abrazaba, dicié ndoles que los querí a, murmurando entre los gritos de las otras ciento cuarenta y ocho personas que iban a morir que siempre los querrí a, y cuando la vi allí con los niñ os en los brazos, perdí el control y me eché a llorar. Exactamente como me habí a imaginado, me vine abajo y rompí a llorar.

 

Me llevé las manos a la cara, y durante un tiempo interminable seguí sollozando entre las manos saladas y pegajosas, incapaz de levantar la cabeza, de abrir los ojos y parar. Finalmente, sentí la mano de Alma en la nuca. No sabí a cuá nto tiempo llevaba allí, pero en un momento dado empecé a sentirla, y al cabo de poco me di cuenta de que con la otra mano me estaba acariciando el brazo, de arriba abajo, con mucha suavidad, con el movimiento suave y rí tmico de una madre que consuela a un niñ o abatido. Por extrañ o que parezca, en el momento en que tomé conciencia de esa idea, en que fui consciente de haber pensado en una madre y un niñ o, sentí que me habí a introducido en el cuerpo de Todd, mi propio hijo, y que era Helen quien me consolaba y no Alma. Aquella sensació n só lo duró unos segundos, pero fue sumamente intensa, no tanto un producto de la imaginació n como una realidad, una verdadera metamorfosis que me transformó en otro, y en el momento en que empezó a disiparse, lo peor de lo que me habí a ocurrido pasó de pronto.



  

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