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Notas a pie de página 8 страница
En el sur de Vermont era costumbre dejar la casa abierta, pero yo no lo hací a. Cada vez que salí a, cerraba bien con llave. Era un perseverante ritual que me negaba a romper, aunque só lo fuese a estar cinco minutos ausente. Y ahora, mientras manipulaba las llaves por segunda vez aquella noche, me di cuenta de lo estú pidas que eran tales precauciones. Me habí a quedado efectivamente fuera de casa, sin poder entrar. Tení a las llaves en la mano, pero entre las seis que colgaban del llavero no sabí a cuá l era la buena. Pasé la mano por la puerta, intentando localizar a tientas la cerradura. Una vez que la encontré, me decidí por una de las llaves al azar y me las arreglé para introducirla en el ojo de la cerradura. Entró hasta la mitad, pero se quedó atascada. Tendrí a que probar con otra, pero antes debí a sacar la primera. Eso supuso má s maniobras de lo previsto. En el ú ltimo momento, justo cuando estaba saliendo la ú ltima muesca del agujero, la llave dio una pequeñ a sacudida y el llavero se me escapó de la mano. Resonó al caer en los escalones de madera, rebotó luego Dios sabe dó nde y se perdió en la oscuridad. De esa manera, terminé el viaje igual que lo habí a empezado: arrastrá ndome a cuatro patas y blasfemando, buscando unas llaves invisibles.
No podí an haber pasado má s de unos segundos cuando se encendió una luz en el jardí n. Alcé la vista, girando instintivamente la cabeza hacia la luz y, antes de que tuviera tiempo de asustarme, antes incluso de darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, vi que habí a un coche allí —un coche que no tení a por qué estar en mi casa— y que una mujer se estaba bajando de é l. Abrió un enorme paraguas rojo, cerró de un portazo y se apagó la luz. ¿ Quiere que le ayude?, preguntó. Me puse precipitadamente en pie, y en aquel momento se encendió otra luz. La mujer me apuntaba con una linterna a la cara.
¿ Quié n coñ o es usted?, inquirí.
Usted no me conoce, contestó ella, pero conoce a la persona que me ha enviado.
Eso no me dice nada. Dí game quié n es usted, o llamo a la policí a.
Me llamo Alma Grund. Llevo esperá ndolo aquí má s de cinco horas, señ or Zimmer, y necesito hablar con usted.
¿ Y quié n es esa persona que la enví a?
Frieda Spelling. Hector no se encuentra muy bien.
Ella quiere que usted lo sepa, y me ha encargado que le dijera que no queda mucho tiempo.
Encontramos las llaves con ayuda de su linterna y, cuando abrí la puerta y entré en casa, encendí las luces del cuarto de estar. Detrá s de mí entró Alma Grund, una mujer menuda, de unos treinta y cinco o treinta y ocho añ os, vestida con una blusa de seda azul y sobrio pantaló n gris.
Pelo castañ o ni corto ni largo, tacones altos, carmí n en los labios y un amplio bolso de cuero colgado al hombro.
Cuando di la luz, vi que tení a una marca de nacimiento en el lado izquierdo de la cara. Era una mancha pú rpura del tamañ o del puñ o de un hombre, lo bastante larga y ancha como para tener cierta semejanza con un paí s imaginario: un denso borró n que, empezando en el rabillo del ojo y siguiendo hasta la mandí bula, le cubrí a má s de la mitad de la mejilla. Llevaba el pelo de tal modo que le tapaba la mitad del antojo, y mantení a la cabeza incó modamente inclinada para que no se le moviera el peinado.
Era un gesto arraigado, supongo, un há bito adquirido a lo largo de toda una vida de inhibició n, y le daba un aire ridí culo y vulnerable, el aspecto de una chica tí mida que preferí a tener la vista fija en la alfombra en vez de mirarte a los ojos.
En cualquier otro momento, probablemente habrí a estado dispuesto a hablar con ella; pero aquella noche no.
Estaba fastidiado, muy molesto por todo lo que habí a pasado ya, y lo ú nico que querí a era quitarme la ropa hú meda, darme un bañ o caliente y meterme en la cama. Habí a cerrado la puerta justo despué s de dar la luz del cuarto de estar Ahora la volví a abrir y le pedí corté smente que se marchara.
Deme só lo cinco minutos, pidió ella. Se lo explicaré todo.
No me gusta que la gente se presente en mi casa sin que la inviten, repuse yo, y no me gusta que nadie se me eche encima en plena noche. No querrá que la haga salir por la fuerza, ¿ verdad?
Alzó entonces la cabeza para mirarme, sorprendida por mi vehemencia, asustada por el trasfondo de rabia que habí a en mi voz. Creí que querí a ver a Hector, alegó ella, y al pronunciar esas palabras dio unos pasos hacia delante, apartá ndose de las inmediaciones de la puerta por si se me ocurrí a llevar a cabo mi amenaza. Cuando se volvió para mirarme de nuevo, só lo le vi el perfil derecho. Desde ese á ngulo tení a un aspecto completamente diferente, y vi que tení a un rostro ovalado, de rasgos finos y piel muy suave. En una palabra, no carecí a de atractivo; quizá fuese hasta bonita. Tení a los ojos azul oscuro, y habí a en ellos una inteligencia rá pida y nerviosa que me recordaba un poco a Helen.
Ya no me interesa lo que Frieda Spelling tenga que decirme, repliqué. Me ha tenido esperando demasiado tiempo, y me ha costado mucho trabajo superarlo. Y ahora no voy a caer en lo mismo. Demasiadas esperanzas. Demasiada decepció n. No tengo aguante para tanto. Por lo que a mí respecta, esta historia se ha acabado.
Antes de que pudiera contestarme, concluí mi pequeñ a arenga con unas agresivas palabras de despedida. Voy a darme un bañ o, anuncié. Cuando termine, espero que se haya marchado de aquí. Y cierre la puerta al salir, por favor.
Le di la espalda y eché a andar hacia la escalera, resuelto a no hacerle caso y a lavarme las manos en todo aquel asunto. Cuando iba por la mitad de la escalera, oí que decí a: Ha escrito usted un libro esplé ndido, señ or Zimmer. Tiene derecho a conocer toda la historia. Y yo necesito su ayuda. Si no me escucha hasta el final, van a suceder cosas horribles. Só lo escú cheme cinco minutos.
Eso es todo lo que le pido.
Estaba exponiendo sus argumentos de la manera má s melodramá tica posible, pero yo no estaba dispuesto a dejarme ablandar. Cuando llegué al final de la escalera, me volví para dirigirme a ella desde la galerí a. No voy a concederle ni cinco segundos, le anuncié. Si quiere hablar conmigo, llá meme mañ ana. Mejor aú n, escrí bame una carta. Soy un poco torpe por telé fono. Y entonces, sin esperar su reacció n, me metí en el bañ o y cerré la puerta con cerrojo.
Me quedé en la bañ era quince o veinte minutos. Má s los tres o cuatro que tardé en secarme, otros dos que empleé en examinarme la barbilla en el espejo, y luego otros seis o siete para ponerme ropa limpia, debí de estar en el piso de arriba una media hora. No tení a prisa alguna. Sabí a que cuando volviera a bajar ella seguirí a allí, y yo todaví a estaba de un humor de perros, hirviendo de animosidad y violencia contenida. Alma Grund no me daba miedo, pero mi propia có lera me asustaba, y ya no tení a idea de lo que habí a en mi interior. Habí a tenido aquella explosió n de ira en la fiesta de los Tellefson la primavera anterior, pero me habí a mantenido oculto desde entonces, perdiendo la costumbre de hablar con extrañ os. La ú nica persona con la que sabí a có mo comportarme era conmigo mismo; pero verdaderamente yo ya no era nadie, no estaba realmente vivo. Só lo era alguien que fingí a estar vivo, un muerto que pasaba el tiempo traduciendo el libro de un muerto.
Empezó con un torrente de excusas, la cabeza alzada hacia mí desde el piso de abajo cuando volví a aparecer en la galerí a, pidié ndome que la disculpara por sus malos modales y explicando lo mucho que sentí a el haberse presentado en mi casa sin avisar. Ella no era de esas a las que les gusta merodear de noche por casa ajena, afirmó, y no habí a tenido intenció n de asustarme. Cuando llamó a mi puerta a las seis de la tarde, brillaba el sol. Supuso erró neamente que yo estarí a en casa, y si acabó esperando todo ese tiempo en el jardí n, fue só lo porque pensaba que volverí a en cualquier momento.
Al bajar la escalera y dirigirme al cuarto de estar, vi que se habí a peinado y vuelto a pintar los labios. Ahora parecí a má s tranquila —menos desaliñ ada, má s dueñ a de sí misma—, y mientras me acercaba a ella y la invitaba a sentarse, sentí que no era en absoluto tan frá gil ni estaba tan intimidada como yo creí a.
No voy a escucharla hasta que me conteste a unas preguntas, la previne. Si me doy por satisfecho con lo que usted me diga, le daré una posibilidad de hablar conmigo.
En caso contrario, le diré que se marche y que no la quiero ver nunca má s. ¿ Está claro?
¿ Quiere respuestas largas o breves?
Breves. Lo má s posible.
Dí game por dó nde empiezo, haré lo que pueda.
Lo primero que quiero saber es por qué Frieda Spelling no me ha vuelto a escribir.
Recibió su segunda carta, pero justo cuando se disponí a a contestarle, sucedió algo y ya no pudo seguir adelante.
¿ Durante todo un mes?
Hector se cayó por las escaleras. En una parte de la casa, Frieda acababa de sentarse frente a su escritorio con una pluma en la mano, y en la otra Hector se dirigí a a la escalera. Es alucinante la proximidad de esos dos acontecimientos. Frieda escribió tres palabras —Querido profesor Zimmer—, y en ese mismo momento Hector tropezó y se cayó. Se rompió la pierna por dos sitios. Tuvo varias costillas fracturadas. Y un chichó n tremendo cerca de la sien.
Vino un helicó ptero al rancho y se lo llevó a un hospital de Albuquerque. Mientras le operaban la pierna, tuvo un ataque al corazó n. Lo trasladaron al servicio de cardiologí a y entonces, justo cuando parecí a que se estaba recuperando, cogió una neumoní a. Estuvo entre la vida y la muerte durante dos semanas. Hubo tres o cuatro momentos en que creí mos que í bamos a perderlo. Sencillamente era imposible escribir, señ or Zimmer. Ocurrí an demasiadas cosas, y Frieda no podí a pensar en nada má s.
¿ Sigue en el hospital?
Ayer lo llevaron a casa. Esta mañ ana cogí el primer avió n, aterricé en Boston hacia las dos y media y alquilé un coche para venir hasta aquí. Es má s rá pido que escribir una carta, ¿ no le parece? Un dí a en vez de tres o cuatro, y hasta cinco quizá. En cinco dí as, puede que Hector haya muerto.
¿ Y por qué no me ha llamado por telé fono, simplemente?
No quise arriesgarme. Le habrí a sido muy fá cil colgarme.
¿ Y a usted qué má s le da? Esa es mi siguiente pregunta. ¿ Quié n es usted, y por qué está metida en todo esto?
Los conozco de toda la vida. Son personas muy cercanas a mí.
No irá a decirme que es su hija, ¿ verdad?
Soy hija de Charlie Grund. Quizá no recuerde ese nombre, pero estoy segura de que lo ha oí do alguna vez.
Probablemente lo haya oí do docenas de veces.
El cá mara.
Exacto. É l filmó todas las pelí culas de Hector en Kaleidoscope. Cuando Hector y Frieda decidieron volver a hacer cine, se marchó de California y se fue a vivir al rancho. Eso fue en 1940. Se casó con mi madre en 1946. Yo nací allí, y allí me crié. Es un sitio importante para mí, señ or Zimmer. Todo lo que soy se lo debo a ese lugar.
¿ Y nunca ha salido de allí?
A los quince añ os fui a un internado. Luego, a la universidad. Despué s he vivido en diversas ciudades. Nueva York, Londres, Los Angeles. He estado casada. Me divorcié, tuve varios trabajos. He hecho muchas cosas.
Pero ahora vive en el rancho.
Volví hace siete añ os. Mi madre murió y fui a casa al entierro. Despué s, decidí quedarme. Charlie murió dos añ os despué s, pero allí sigo.
¿ Y a qué se dedica?
A escribir la biografí a de Hector. Me ha costado seis añ os y medio, pero ya la tengo casi terminada.
Poco a poco, esto empieza a tener sentido.
Pues claro que tiene sentido. No habrí a recorrido tres mil quinientos kiló metros para ocultarle cosas, ¿ no cree?
Esta es la siguiente pregunta. ¿ Por qué yo? Entre todas las personas que hay en el mundo, ¿ por qué me ha escogido a mí?
Porque necesito un testigo. En ese libro hablo de cosas que nadie má s ha visto, y mis afirmaciones no tendrá n credibilidad a menos que otra persona las avale.
Pero yo no tengo que ser necesariamente esa persona.
Podrí a ser cualquiera. A su manera indirecta y cautelosa, acaba usted de decirme que esas ú ltimas pelí culas existen.
Si está n por descubrir otras obras de Hector, deberí a usted ponerse en contacto con un estudioso del cine y proponerle que las viera. Le hace falta una autoridad que responda por usted, alguien que tenga una reputació n en ese á mbito. Yo só lo soy un aficionado.
Puede que no sea un crí tico profesional, pero es usted un experto en las comedias de Hector Mann. Ha escrito un libro extraordinario, señ or Zimmer. Nadie va a escribir nunca nada mejor sobre esas pelí culas. Es la obra definitiva.
Hasta aquel momento, me habí a prestado toda su atenció n. Paseando de un lado a otro frente a ella, sentada en el sofá, me habí a sentido como un fiscal que interroga a un testigo de la defensa. Yo jugaba con ventaja, y ella me miraba directamente a los ojos mientras contestaba mis preguntas. Ahora, de pronto, bajó la vista para consultar su reloj y empezó a removerse en el asiento. Noté que la atmó sfera habí a cambiado.
Es tarde, declaró.
Interpreté mal su observació n, en el sentido de que empezaba a cansarse. Y me pareció absurdo, un comentario completamente ridí culo dadas las circunstancias. Esto lo ha empezado usted, le dije. No irá a dejarme ahora con un palmo de narices, ¿ verdad? Só lo estamos entrando en materia.
Es la una y media. El avió n sale de Boston a las siete y cuarto. Si nos marchamos dentro de una hora, probablemente lo alcanzaremos.
¿ De qué está usted hablando?
No pensará que he venido a Vermont só lo para charlar un rato con usted, ¿ verdad? Me lo llevo conmigo a Nuevo Mé xico. Creí a que lo habí a entendido.
Tiene que estar de broma.
Es un viaje largo. Si tiene que hacerme má s preguntas, se las contestaré con mucho gusto por el camino. Cuando lleguemos, sabrá usted tanto como yo. Se lo prometo.
Es usted demasiado inteligente para pensar que voy a hacer una cosa así. Ahora, no. En plena noche, no.
No tiene otro remedio. Veinticuatro horas despué s de la muerte de Hector, esas pelí culas será n destruidas. Y puede que haya muerto ya. Podrí a haber fallecido hoy mismo, mientras yo vení a hacia aquí. ¿ Es que no lo entiende, señ or Zimmer? Si no nos marchamos ya, a lo mejor llegamos tarde.
Se olvida de lo que le dije a Frieda en mi ú ltima carta.
No viajo en avió n. Va en contra de mi religió n.
Sin decir palabra, Alma Grund abrió el bolso y sacó un sobrecito blanco. Llevaba un logotipo azul y verde, y debajo de la figura habí a unas lí neas escritas. Desde donde yo estaba só lo podí a leer una palabra, pero era la ú nica que necesitaba para adivinar lo que habí a dentro del sobre. Farmacia.
No se me ha olvidado, repuso ella. He traí do Xanax para facilitarle las cosas. Es eso lo que suele utilizar, ¿ no?
¿ Có mo lo sabe?
Ha escrito un libro magní fico, pero eso no significa que pudié ramos confiar en usted. He tenido que hurgar un poco por ahí e informarme acerca de usted. Hice ciertas llamadas, escribí algunas cartas, leí sus otros libros. Sé por lo que ha pasado usted, y lo siento mucho; lamento enormemente lo ocurrido a su mujer y sus hijos. Debe de haber sido terrible para usted.
No tiene ningú n derecho. Es repugnante entrometerse así en la vida de una persona. ¿ Tiene usted la cara de colarse en mi casa para pedirme ayuda y luego me sale con é sas?
¿ Por qué iba a ayudarla? Me da usted ganas de vomitar.
Frieda y Hector no me habrí an dejado invitarlo sin saber quié n era usted. Tuve que hacerlo por ellos.
Eso no lo admito. No acepto ni una puta palabra de lo que acaba de decir.
Estamos en el mismo bando, señ or Zimmer. No deberí amos gritarnos el uno al otro. Debemos trabajar juntos, como amigos.
Yo no soy su amigo. No soy nada suyo. Usted es un fantasma que ha surgido de la noche, y allí es donde quiero que vuelva ahora y me deje en paz.
No puedo hacer eso. Tengo que llevarlo conmigo, y debernos marcharnos ya. Por favor, no me obligue a amenazarlo. Es una forma muy absurda de resolver la cuestió n.
No tení a la menor idea de lo que querí a decir. Yo era veinte centí metros má s alto que ella y por lo menos pesaba veinticinco kilos má s —un hombre de respetable corpulencia a punto de perder los estribos, un desconocido que podí a tener un estallido de violencia en cualquier momento—, y allí estaba ella hablá ndome de amenazas. Me quedé donde estaba, de pie tras la estufa de leñ a, observá ndola. Está bamos a tres o cuatro metros de distancia, y justo cuando se levantaba del sofá, un nuevo chaparró n se precipitó sobre el tejado, restallando en las tejas como una pedrea. Se sobresaltó ante el ruido, lanzando a su alrededor una mirada asustadiza y perpleja, y en aquel preciso momento supe lo que iba a pasar. No puedo explicar de dó nde vino aquella certidumbre, pero cualquiera que fuese la premonició n o percepció n extrasensorial que me invadió al ver aquella expresió n en sus ojos, supe que llevaba una pistola y que dentro de tres o cuatro segundos iba a meter la mano derecha en el bolso para sacarla.
Fue uno de los momentos má s sublimes y excitantes de mi vida. Me encontraba medio paso por delante de la realidad, unos centí metros má s allá de los confines de mi propio cuerpo, y cuando sucedió aquello, exactamente de la misma manera en que lo habí a previsto, sentí como si la piel se me hubiera vuelto transparente. Ya no ocupaba espacio, me fundí a en é l. Lo que me rodeaba tambié n estaba dentro de mí, y para ver el mundo só lo tení a que mirar en mi interior.
Ya empuñ aba el arma. Era un pequeñ o revó lver plateado con la culata de ná car, la mitad de grande que las pistolas de fulminantes con las que jugaba de niñ o. Cuando se volvió hacia mí levantó el brazo y, al final de aquel brazo, vi que le temblaba la mano.
No soy yo, dijo ella. Yo no hago cosas así. Pí dame que la guarde y lo haré. Pero tenemos que irnos ya.
Era la primera vez que me apuntaban con una pistola, y me maravillé de lo có modo que me sentí a y con qué naturalidad aceptaba las posibilidades del momento. Un movimiento en falso, una palabra equí voca, y podí a morir sin motivo alguno. Esa idea tendrí a que haberme aterrorizado. Deberí a haberme impulsado a salir corriendo, pero no sentí deseos de hacerlo, ninguna inclinació n de interrumpir el flujo de los acontecimientos. Una inmensa y horripilante belleza se habí a abierto ante mí, y lo ú nico que querí a era contemplarla, seguir mirando a los ojos de aquella mujer con aquella extrañ a doble cara, en aquella habitació n, escuchando la lluvia que batí a sobre nuestras cabezas como diez mil tambores encargados de ahuyentar los demonios de la noche.
Vamos, dispare, le dije. Me harí a un gran favor.
Las palabras salieron de mis labios antes de que supiera que iba a pronunciarlas. Me sonaron duras y terribles, de esas que só lo pronunciarí a una persona desquiciada, pero una vez que las oí, me di cuenta de que no tení a intenció n de retirarlas. Me gustaban. Me agradaba su brusquedad y su franqueza, con su enfoque decisivo y pragmá tico del dilema al que me enfrentaba. Pese a todo el valor que me infundieron sigo ignorando, sin embargo, su verdadero significado. ¿ Estaba pidié ndole realmente que me matara, o buscando la manera de disuadirla y evitar que lo hiciera? ¿ Querí a realmente que apretase el gatillo, o intentaba forzarle la mano y confundirla para que soltara el revó lver? En los ú ltimos once añ os me he planteado muchas veces esas preguntas, pero nunca he sido capaz de dar con una respuesta concluyente. Lo ú nico que sé es que no tení a miedo. Cuando Alma Grund sacó el revó lver y me apuntó al pecho, llegué a sentir menos miedo que fascinació n. Comprendí que las balas de aquella arma contení an una idea que nunca se me habí a ocurrido. El mundo estaba lleno de pequeñ as cavidades, aberturas sin sentido, vací os microscó picos que la mente podí a cruzar, y una vez que se estaba al otro lado de esos huecos, uno se liberaba de sí mismo, se liberaba de la vida, se liberaba de la muerte, se liberaba de todo lo que le pertenecí a. Por casualidad, yo me habí a encontrado con uno de ellos aquella noche en mi cuarto de estar. Apareció en forma de revó lver, y ahora que yo estaba dentro de aquel revó lver, me daba igual salir de é l o no. Me sentí a enteramente tranquilo y absolutamente enloquecido, totalmente preparado para aceptar lo que ofrecí a el momento. Es rara una indiferencia de tal magnitud, y como só lo puede lograrla alguien que esté dispuesto a dejar de ser lo que es, exige respeto. Inspira un temor reverente en quienes la contemplan.
Me acuerdo de todo hasta ese momento, de todo hasta el instante en que pronuncié aquellas palabras y de algo má s, pero despué s la secuencia se vuelve borrosa. Sé que grité, golpeá ndome el pecho y conminá ndola a apretar el gatillo, pero no puedo asegurar si lo hice antes o despué s de que se echara a llorar. Tampoco recuerdo nada de lo que me dijo. Eso quiere decir que no paré de hablar, aunque las palabras fluyeran de mis labios con tal rapidez que apenas sabí a lo que estaba diciendo. Lo má s importante es que ella tení a miedo. No contaba con que se cambiaran así las tornas, y cuando aparté la vista del revó lver y volví a mirarla a los ojos, vi que no tení a valor para matarme. No era má s que fingimiento y desesperació n infantil, y en cuanto di un paso hacia ella, dejó caer el brazo. Un sonido enigmá tico se le escapó de la garganta —un aliento largo, contenido y ahogado, un ruido no identificable, a medias entre el quejido y el sollozo—, y mientras seguí a atacá ndola con mis sarcasmos e insultos provocadores, gritando que se diera prisa y acabara de una vez, supe —con absoluta certeza, má s allá de cualquier sombra de duda— que el revó lver no estaba cargado. Una vez má s, no pretendo saber de dó nde vení a aquella seguridad, pero en el instante en que vi que bajaba el brazo, comprendí que no iba a pasarme nada, y quise castigarla por eso, hacer que pagara por hacerse pasar por algo que no era.
Estoy hablando de unos segundos, toda una vida reducida a una cuestió n de segundos. Di un paso, luego otro y, de pronto, me lancé sobre ella, retorcié ndole el brazo y arrancá ndole el revó lver de la mano. Ella ya no era el á ngel de la muerte, pero yo conocí a entonces el sabor de la muerte, y en la locura de los siguientes momentos hice lo que sin duda es la cosa má s disparatada y absurda que haya hecho nunca. Só lo para demostrar algo.
Ú nicamente para hacerle saber que era má s fuerte que ella. Tras arrebatarle el revó lver, retrocedí unos pasos y me apunté a la cabeza. Estaba descargado, desde luego, pero ella no sabí a que yo lo sabí a, y querí a servirme de ese conocimiento para humillarla, para ofrecerle la imagen de un hombre que no tení a miedo a morir. Ella era quien habí a empezado todo, pero ahora iba a terminarlo yo.
Para entonces ella estaba gritando, lo recuerdo, aú n puedo oí r sus gritos y sú plicas para que no lo hiciera, pero ya nada iba a detenerme.
Esperaba oí r un chasquido, seguido quizá de un breve eco de percusió n en la recá mara vací a. Puse el dedo en torno al gatillo, dirigí a Alma Grund lo que debió de ser una grotesca y nauseabunda sonrisa, y empecé a apretar. Ay, Dios mí o, gritó. Ay, Dios mí o, no lo haga. Apreté, pero el gatillo no se movió. Volví a intentarlo, y una vez má s no pasó nada. Supuse que el gatillo se habí a atascado, pero cuando bajé el revó lver para mirarlo bien, vi al fin cuá l era el problema. Estaba puesto el seguro. El revó lver estaba cargado y tení a el seguro puesto. Se habí a olvidado de quitarlo. De no haber sido por ese error, una de aquellas balas se habrí a alojado en mi cabeza.
Se sentó en el sofá y siguió llorando con la cara entre las manos. Yo no sabí a cuá nto tiempo iba a durar aquello, pero suponí a que en cuanto se tranquilizase se pondrí a en pie y se marcharí a. ¿ Qué otra cosa podí a hacer? Yo casi me habí a saltado la tapa de los sesos por su culpa, y ahora que habí a perdido nuestra desagradable pugna de voluntades, no me cabí a en la cabeza que tuviera la cara dura de dirigirme siquiera la palabra.
Me guardé el revó lver en el bolsillo. En cuanto dejé de tocarlo, sentí que la locura empezaba a abandonar mi cuerpo. Só lo quedaba el horror: una especie de secuela tá ctil, ardiente, el recuerdo de mi mano derecha apretando el gatillo, apoyando el rí gido metal contra mi crá neo.
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