Хелпикс

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Notas a pie de página 7 страница



 

No habí a manera de confirmar esa sospecha, pero no tení a sentido que Hector hubiera mentido en eso. Polonia no le convení a mucho, y si habí a decidido inventarse unos antecedentes falsos, ¿ para qué iba a molestarse en mencionar siquiera ese paí s? Fue un error, una falta de atenció n, y en cuanto Barker se da cuenta del descuido, Hector intenta arreglar las cosas. Si acaba de revelarse como demasiado extranjero, ahora contrarrestará el fallo insistiendo en sus credenciales norteamericanas. Se sitú a en Nueva York, ciudad de emigrantes, y luego remacha el clavo trasladá ndose al interior, Y ahí es donde entra en escena Sandusky, Ohio, Se saca el nombre de la manga, recordá ndolo de una reseñ a publicada seis meses antes, y se lo suelta al confiado B. T. Barker. Eso sirve muy bien a sus propó sitos. Desví a del tema al periodista, que, en lugar de hacerle preguntas sobre Polonia, se retrepa en el asiento y se pone a recordar con Hector los campos de alfalfa del Medio Oeste.

 

Stanislav está situada un poco al sur del rí o Dniester, a medio camino entre Lvov y Czernowitz, en la provincia de Galitzia. Si é sa es su tierra natal, entonces sobran motivos para suponer que era judí o. El hecho de que en esa regió n abundaban las colonias judí as no fue suficiente para convencerme, pero asociando la població n judí a a la circunstancia de que su familia se marchara de la zona, el argumento resulta bastante convincente. En esa parte del mundo los ú nicos que emigraban eran judí os, y empezando con los pogromos rusos del decenio de 1880, centenares de miles de inmigrantes que hablaban yí dish se dispersaron por Europa occidental y Estados Unidos. Muchos de ellos tambié n se dirigieron a Sudamé rica. Só lo en Argentina, la població n judí a pasó de seis mil a má s de cien mil entre el cambio de siglo y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Sin duda alguna, Hector y su familia contribuyeron a engrosar las estadí sticas. Porque si no lo hicieron, serí a casi imposible que hubieran acabado en Argentina.

 

En aquel momento de la historia, las ú nicas personas que viajaban de Stanislav a Buenos Aires eran judí os.

 

Estaba orgulloso de mi pequeñ o descubrimiento, pero eso no querí a decir que le atribuyera gran importancia. Si Hector ocultaba efectivamente algo, y si ese algo resultaba ser la religió n en la que se habí a criado, entonces todo lo que yo habí a descubierto serí a la forma má s pedestre de hipocresí a social. En aquellas fechas no era un delito ser judí o en Hollywood. Era simplemente algo de lo que se preferí a no hablar. Para entonces Jolson ya habí a realizado El cantor de jazz, y los cines y teatros de Broadway se llenaban de pú blico que pagaba para ver a Eddie Cantor y Fanny Brice, para escuchar a Irving Berlin y a los Gershwin, para aplaudir a los Hermanos Marx. Ser judí o pudo haber sido una carga para Hector. Quizá le molestara ese hecho, e incluso lo avergonzara, pero me resultaba difí cil imaginar que lo hubieran asesinado por eso. Siempre hay algú n faná tico por ahí suelto con suficiente odio en el pecho para matar judí os, desde luego, pero quien hace eso quiere que su crimen se conozca, desea utilizarlo como ejemplo para asustar a otros, y cualquiera que pudiese haber sido el destino de Hector, una cosa era cierta, y es que nunca se habí a hallado su cadá ver.

 

Desde el dí a que firmó con Kaleidoscope hasta la fecha de su desaparició n, la carrera de Hector duró diecisiete meses en total. Por breve que fuera ese periodo, alcanzó cierro grado de reconocimiento y, a principios de 1928, su nombre ya empegaba a figurar en las cró nicas sociales de Hollywood. En el curso de mis viajes yo habí a conseguido recuperar unos veinte documentos de ese tipo en diversos archivos microfilmados. Tuvieron que escapá rseme muchos otros, por no hablar de los que se habí an destruido, pero por escasas e insuficientes que fueran, tales menciones demostraban que Hector no era de los que se quedan en casa despué s de anochecer. Se le veí a en restaurantes y clubs nocturnos, en fiestas y estrenos cinematográ ficos, y casi siempre que aparecí a impreso, su nombre iba acompañ ado de una alusió n a su fascinante magnetismo, su mirada arrebatadora o su rostro de deslumbrante atractivo. Eso era especialmente cierto cuando el artí culo lo firmaba una mujer, pero tambié n los hombres sucumbí an a sus encantos. Uno de ellos, que escribí a con el nombre de Gordon Fly[3] (su columna se titulaba La mosca en la pared), llegó a afirmar que Hector estaba desperdiciando sus dotes de actor con la comedia y que deberí a dedicarse al drama. Con ese perfil, afirmaba Fly, es un agravio al sentido de la armoní a esté tica ver có mo el elegante Señ or Mann[4] arriesga la nariz golpeá ndose una y otra vez con paredes y farolas. El pú blico estarí a mejor servido si dejara esos peligrosos nú meros para dedicarse a besar a mujeres bonitas. Seguro que hay muchas actrices jó venes en la ciudad que estarí an dispuestas a aceptar ese papel. Mis fuentes me aseguran que Irene Flowers ya ha realizado varias audiciones, pero segú n parece el apuesto hidalgo ha echado el ojo a Constance Hart, la mismí sima chica Vigor y Vitalidad, siempre tan popular. Esperamos con impaciencia los resultados de esas pruebas cinematográ ficas.

 

Sin embargo, la mayor parte del tiempo Hector no recibí a de los periodistas má s que una atenció n breve y superficial. Todaví a no daba para un artí culo extenso, no era má s que un prometedor recié n llegado entre otros muchos, y al menos en la mitad de las reseñ as que pude consultar aparecí a ú nicamente su nombre: normalmente junto a alguna mujer, que tampoco era má s que un nombre.

 

Se vio a Hector Mann en compañ í a de Sylvia Noonan en el Feathered Nest. Hector Mann salió anoche a la pista de baile del Gibraltar Club con Mildred Swain. Hector Mann se rió mucho con Alice Dwyers, degustó unas ostras con Polly McCracken, hizo manitas con Dolores Saint John, entró discretamente en un tugurio clandestino con Fiona Maar. En total conté los nombres de ocho mujeres diferentes, pero ¿ quié n sabe con cuá ntas má s salió aquel añ o?

 

Mi informació n se limitaba a los artí culos que habí a logrado encontrar, y esas ocho bien podrí an haber sido veinte, o quizá má s.

 

Cuando se publicó la noticia de la desaparició n de Hector el siguiente mes de enero, poca atenció n se prestó a su vida amorosa. Seymour Hunt se habí a ahorcado en su habitació n justo tres dí as antes, y en vez de tratar de encontrar pruebas de algú n amargo idilio o de una secreta aventura amorosa, la policí a centró sus esfuerzos en las tormentosas relaciones de Hector con el corrupto banquero de Cincinnati. Probablemente resultaba demasiado tentador no establecer una conexió n entre ambos escá ndalos. Tras la detenció n de Hunt, Hector habí a declarado, segú n decí an, que se alegraba de ver que los norteamericanos aú n tení an sentido de la justicia. Una fuente anó nima, descrita como uno de sus amigos í ntimos, informó de que Hector, en presencia de media docena de personas, habí a afirmado lo siguiente: Ese individuo es un sinvergü enza. Me ha estafado miles de dó lares y ha intentado destruir mi carrera. Me alegro de que lo hayan metido en la cá rcel. Tiene lo que se merece, y no me inspira ninguna lá stima. En la prensa empezaron a circular rumores de que Hector habí a sido uno de los que delataron a Hunt a las autoridades. Los partidarios de esa teorí a afirmaban que ahora que Hunt estaba muerto, sus socios habí an eliminado a Hector con objeto de evitar que se filtraran má s revelaciones al pú blico. Algunas versiones llegaban incluso a sugerir que la muerte de Hunt no habí a sido un suicidio, sino un asesinato arreglado para que pareciese un suicidio: el primer paso de una minuciosa confabulació n tramada por sus amigos de los bajos fondos para borrar el rastro de sus crí menes.

 

Esa versió n era la que relacionaba los hechos con el mundo del hampa. En los Estados Unidos del decenio de 1920, tal enfoque debí a de parecer bastante verosí mil, pero sin un cadá ver que respaldara la hipó tesis la investigació n policial empezó a zozobrar. La prensa siguió manipulando el asunto durante un par de semanas, publicando historias sobre las prá cticas comerciales de Hunt y el ascenso del elemento delictivo en la industria cinematográ fica, pero cuando no pudo establecerse relació n concreta alguna entre la desaparició n de Hector y la muerte de su antiguo productor, los periodistas empezaron a buscar otros motivos y explicaciones. Todo el mundo estaba intrigado por la proximidad de ambos sucesos, pero desde el punto de vista de la ló gica no tení a mucho fundamento suponer que uno de ellos fuera la causa del otro. De la contigü idad de los hechos no se inferí a necesariamente relació n alguna, aunque su cercaní a en el tiempo sugiriese otra cosa.

 

Ahora bien, cuando empezaron a seguirse otras lí neas de investigació n, resultó que muchas de las pistas ya se habí an enfriado. Dolores Saint John, mencionada en varios artí culos anteriores como la prometida de Hector, se marchó discretamente de la ciudad para volver a casa de sus padres, en Kansas. Pasó un mes entero antes de que los periodistas la encontraran, y cuando lo consiguieron, Dolores se negó a hablar con ellos, alegando que estaba demasiado afligida por la desaparició n de Hector para hacer declaraciones. Só lo formuló una observació n: Estoy deshecha. Despué s de lo cual no volvió a saberse má s de ella.

 

Actriz joven y atractiva que habí a trabajado en media docena de pelí culas (incluidas El utilero y Don Nadie, en las que hací a el papel de hija del sheriff y mujer de Hector, respectivamente), abandonó impulsivamente la carrera y desapareció del mundo del espectá culo.

 

Jules Blaustein, el có mico que habí a trabajado con Hector en las doce pelí culas de Kaleidoscope, contó a un periodista de Variety que Hector y é l habí an estado colaborando en una serie de guiones para comedias sonoras, y que su socio literario habí a hecho gala de un excelente á nimo. Lo habí a visto todos los dí as desde mediados de diciembre y, a diferencia de todos a quienes hicieron entrevistas acerca de Hector, hablaba de é l en tiempo presente. Es cierto que con Hunt las cosas acabaron de manera bastante desagradable, reconocí a Blaustein, pero Hector no fue el ú nico que recibió un trato injusto en Kaleidoscope. A todos nos dieron un buen palo, y aunque é l se llevó la peor parte, no es de los que guardan rencor a nadie. Tiene todo el futuro por delante, y en cuanto su contrato con Kaleidoscope se acabó, empezó a pensar en otras cosas. Conmigo ha trabajado mucho, con mayor ahí nco del que nunca le he visto, y la mente le bullí a de ideas nuevas. Cuando lo perdí de vista, ya tení amos casi acabado nuestro primer guió n —una comedia divertidí sima, titulada Punto y raya— y está bamos a punto de firmar un contrato con Harry Cohn en Columbia. El rodaje debí a empezar en marzo. Hector iba a dirigir e interpretar un papel mudo, pequeñ o pero muy có mico, y si a usted le parece que esa actitud es propia de alguien que está pensando en suicidarse entonces es que no conoce en absoluto a Hector. Es absurdo pensar que fuera a quitarse la vida. A lo mejor se la quitó alguien, pero eso supondrí a que tení a enemigos, y desde que lo conozco nunca he visto que le cayera gordo a nadie. Es todo un señ or, y me gusta trabajar con é l.

 

Nos podemos pasar el dí a pensando en lo que ha pasado, pero apuesto lo que sea a que está vivo y anda por ahí, y que simplemente una noche tuvo una de esas furiosas inspiraciones suyas y se largó para estar solo durante una temporada. No hacen má s que decir que está muerto, pero no me sorprenderí a que Hector apareciera ahora mismo por esa puerta, dejara el sombrero sobre la silla y dijera: «Venga, Jules, vamos a trabajar. »

 

Columbia confirmó que estaban negociando con Hector y Blaustein un contrato de tres pelí culas que incluí a Punto y raya y otras dos comedias. Aú n no habí a nada firmado, aseguró el portavoz, pero ya que las condiciones se habí an resuelto a satisfacció n de ambas partes, el estudio estaba deseando dar la bienvenida a Hector en el seno de la familia. Las observaciones de Blaustein, asociadas a la declaració n de Columbia, rebaten la idea de que la carrera de Hector se encontraba en un callejó n sin salida, en la que insistí a cierta prensa sensacionalista como posible motivo de suicidio. Pero los hechos demostraban que las perspectivas de Hector distaban mucho de ser sombrí as. El desastre de Kaleidoscope no habí a quebrantado su á nimo, segú n anunciaba Los Angeles Record el 18 de febrero de 1929, y como no apareció carta ni nota alguna para apoyar la posibilidad de que Hector se hubiera quitado la vida, la teorí a del suicidio empezó a perder pie frente a una serie de azarosas conjeturas y suposiciones descabelladas: secuestros que salieron mal, accidentes extrañ os, acontecimientos sobrenaturales. Mientras, la policí a no realizaba avance alguno en el caso Hunt, y aunque afirmaban que se estaban siguiendo varias pistas prometedoras (Los Angeles Daily News, 7 de marzo de 1929), nunca señ alaron a má s sospechosos. Si habí an asesinado a Hector, no existí an pruebas suficientes para acusar a nadie del crimen. Si se trataba de un suicidio, los motivos no estaban claros para nadie. Unos cuantos cí nicos sugirieron que su desaparició n no era sino un truco publicitario, una maniobra barata orquestada por Harry Cohn en Columbia para llamar la atenció n sobre su nueva estrella, y que cabí a esperar su milagrosa reaparició n el dí a menos pensado. Aquello parecí a tener sentido, si bien de una manera un tanto disparatada, pero a medida que pasaban los dí as y Hector seguí a sin aparecer, esa teorí a demostró ser tan erró nea como todas las demá s. Cada uno tení a su propia opinió n de lo que le habí a ocurrido a Hector, pero el caso era que nadie sabí a una palabra a ciencia cierta. Y si alguien sabí a algo, no abrí a la boca.

 

El asunto apareció en primera plana durante mes y medio, pero luego el interé s empezó a decaer. No habí a nuevos descubrimientos de que informar, ni nuevas posibilidades que examinar, y al final la prensa desvió la atenció n hacia otros asuntos, A finales de primavera, Los Angeles Examiner publicó el primero de una serie de artí culos que apareció de manera intermitente a lo largo de los dos añ os siguientes en la cual siempre intervení a alguien que presuntamente habí a visto a Hector en un lugar improbable y remoto —los llamados avistamientos de Hector—, pero tales historias eran poco má s que bagatelas, pequeñ os artí culos de relleno escondidos al pie de la pá gina del horó scopo, una especie de chiste permanente para los enterados de Hollywood. Hector en Utica, Nueva York, trabajando de contratista de mano de obra. Hector en la Pampa, con su circo itinerante. Hector en los barrios bajos. En marzo de 1933 Randall Simms, el periodista que lo habí a entrevistado para Picturegoer cinco añ os antes, publicó un artí culo en el suplemento dominical del Herald-Express titulado «¿ Qué ha sido de Hector Mann? ».

 

Prometí a nuevos datos sobre el caso, pero aparte de insinuar un desesperado y complejo triá ngulo amoroso en el que Hector bien podrí a estar implicado o no, se trataba esencialmente de un refrito de las historias aparecidas en 1929 en los perió dicos de Los Angeles. Un artí culo similar, escrito por un tal Dabney Strayhorn, apareció en un nú mero del Collier’s de 1941, y un libro de 1957 con el titulito de Escá ndalos y misterios de Hollywood, escrito por Frank C. Klebald, dedicaba un breve capí tulo a la desaparició n de Hector, que tras un detenido examen resultaba ser un plagio casi palabra por palabra del artí culo publicado por Strayhorn en la mencionada revista. Quizá se escribieran otros artí culos y otros libros a lo largo de los añ os, pero yo no los conocí a. Só lo contaba con el contenido de la caja, y lo que habí a dentro era todo lo que habí a podido descubrir.

 

 
 4
 

 

 

Dos semanas despué s, seguí a sin tener noticias de Frieda Spelling. Habí a imaginado llamadas en plena noche, cartas enviadas por correo urgente, telegramas, faxes, ruegos desesperados para que corriese a la cabecera de Hector, pero al cabo de catorce dí as de silencio dejé de concederle el beneficio de la duda. Volvió mi escepticismo, y poco a poco fui retrocediendo a la situació n anterior. La caja volvió al armario, y, despué s de andar alicaí do durante ocho o diez dí as, cogí el libro de Chateaubriand y me puse de nuevo a la faena. Me habí an apartado de mi propó sito durante casi un mes, pero, aparte de algunos vestigios de hastí o y decepció n, logré dejar de pensar en Tierra del Sueñ o. Hector estaba muerto otra vez. Habí a muerto en 1929, y si no, habí a muerto anteayer. No importaba cuá l de las dos muertes era real. Hector ya no era de este mundo, y jamá s tendrí a ocasió n de conocerlo.

 

Volví a encerrarme en mí mismo. El tiempo se mostraba muy variable, con alternancia de periodos buenos y malos. Uno o dos dí as de resplandeciente luminosidad, seguidos de tormentas furiosas; chaparrones torrenciales, y luego cielos de un azul cristalino; viento y calma, calor y frí o, niebla que se disolví a en claridad. En mi montañ a siempre hací a cinco grados menos que abajo, en el pueblo, pero algunas tardes podí a pasearme en camiseta y pantalones cortos. En otras ocasiones, tení a que encender la chimenea y abrigarme con tres jersé is. Acabó junio y empezó julio. Para entonces llevaba unos diez dí as trabajando sin parar, recobrando poco a poco el ritmo de antes, empezando a dar lo que consideraba el empujó n definitivo al trabajo. Poco despué s del fin de semana del Cuatro de Julio, lo dejé pronto y fui a Brattleboro a hacer la compra. Pasé unos cuarenta minutos en el Grand Union, y luego, tras cargar las bolsas en la cabina de la camioneta, decidí quedarme un poco por allí y meterme en el cine. No fue má s que un impulso, un capricho repentino que tuve en el aparcamiento, mientras el ú ltimo sol de la tarde me hací a entrecerrar los ojos. Ya habí a hecho el trabajo del dí a, y no se me ocurrí a nada que me hiciese cambiar de plan, no tení a motivos para volver corriendo a casa si no me apetecí a. Llegué al cine Latches de la calle Main justo cuando el pase de las seis estaba a punto de empezar. Compré una Coca y una bolsa de palomitas, encontré un sitio en medio de la ú ltima fila y me quedé en la butaca durante toda la proyecció n de una de las pelí culas de la serie Regreso al futuro. Resultó ser ridí cula y divertida a la vez. Cuando terminó, decidí prolongar la salida yendo a cenar al restaurante coreano de la acera de enfrente. Ya habí a estado allí una vez y, para los criterios de Vermont, se comí a bastante bien.

 

Me habí a pasado dos horas sentado en la oscuridad, y cuando salí del cine el tiempo habí a cambiado otra vez.

 

Era una de esas mutaciones bruscas: se formaban gruesas nubes, caí a la temperatura por debajo de los diez grados, empezaba a soplar el viento. Tras una jornada lí mpida y reluciente, aú n deberí a haber luz a aquella hora, pero el sol habí a desaparecido poco antes del crepú sculo, y el largo dí a de verano se habí a convertido en una noche hú meda y frí a. Ya estaba lloviendo cuando crucé la calle y entré en el restaurante, y en cuanto me senté a una mesa de la parte de delante y pedí la cena, observé có mo iba cobrando fuerza la tormenta. Una bolsa de papel se alzó del suelo y fue volando hasta el escaparate de la tienda Sam’s Army-Navy; una lata de gaseosa vací a rodó estrepitosamente por la calle hacia el rí o; proyectiles de lluvia acribillaron la acera. Empecé con una fuente de kimchi, regá ndolo con un trago de cerveza a cada par de bocados. Era un sabor fuerte que quemaba la lengua, y cuando acometí el plato principal seguí mojando la carne en la salsa picante, lo que supuso un continuo trasiego de cerveza. Debí de beberme unas tres cervezas en total, quizá cuatro, y cuando pagué la cuenta estaba un poco má s achispado de lo conveniente. Con sobrado equilibrio para caminar en lí nea recta, supongo, lo bastante lú cido para que se me ocurrieran ideas interesantes sobre la traducció n, pero quizá no lo suficientemente despejado para conducir.

 

Aunque no voy a echar la culpa a la cerveza de lo que ocurrió. Podí a estar un poco lento de reflejos, pero tambié n intervinieron otros factores y, si se hubiera eliminado la cerveza de la ecuació n, dudo de que el resultado hubiese sido diferente. La lluvia seguí a cayendo con fuerza cuando salí del restaurante, y como tuve que correr varios centenares de metros hasta el aparcamiento municipal, terminé calado hasta los huesos. El hecho de que no pudiera sacar las llaves de los pantalones mojados no facilitó mucho las cosas, y menos aú n el que se me cayeran en un charco cuando ya habí a conseguido tenerlas en la mano, lo que supuso perder má s tiempo para agacharme y buscarlas a oscuras. Cuando finalmente me puse en pie y subí a la camioneta, estaba tan empapado como si me hubiera metido en la ducha con la ropa puesta. Hay que culpar a la cerveza, pero tambié n a aquella ropa mojada y a las gotas de agua que se me metí an en los ojos. Una y otra vez tuve que quitar una mano del volante para limpiarme la frente, y si se añ ade esa distracció n a la incomodidad de un mal sistema para desempañ ar el parabrisas (lo que suponí a que cuando no me estaba enjugando la frente, utilizaba esa misma mano par limpiar la luna empañ ada) y luego se agrava el problema rematá ndolo con unos limpiaparabrisas averiados (¿ y cuá ndo no lo está n? ), se llega a la conclusió n de que las condiciones de aquella noche no eran las má s propicias para garantizar que nadie volviera a casa sano y salvo.

 

La ironí a consistí a en que yo era consciente de todo eso. Tiritando con la ropa hú meda, deseoso de llegar y ponerme encima algo de abrigo, hice a pesar de todo un esfuerzo para conducir lo má s despacio posible. Eso es lo que me salvó, supongo, aunque al mismo tiempo pudo ser lo que causó el accidente. Si hubiera ido má s deprisa, probablemente habrí a estado má s alerta, má s atento a los caprichos de la carretera; pero al cabo de un rato dejé vagar la imaginació n y acabé sumié ndome en una de esas largas e inú tiles meditaciones que ú nicamente parecen producirse cuando uno va solo en un coche. En esta ocasió n, si no recuerdo mal, se trataba de cuantificar los actos efí meros de la vida cotidiana. ¿ Cuá nto tiempo habí a dedicado a atarme los zapatos en mis cuarenta añ os? ¿ Cuá ntas puertas habí a abierto y cerrado? ¿ Cuá ntas veces habí a estornudado? ¿ Cuá ntas horas habí a perdido buscando objetos que no encontraba? ¿ Cuá ntas veces me habí a dado con la cabeza o con la punta del pie contra algo o habí a parpadeado para quitarme una mota que se me habí a metido en el ojo? Descubrí que era un ejercicio má s bien agradable, y seguí engrosando la lista mientras avanzaba chapoteando en la oscuridad. A unos treinta kiló metros de Brattleboro, en un tramo despejado de carretera entre los pueblos de T— y West T—, a unos cuatro kiló metros y medio de la desviació n hacia el camino de tierra que me llevarí a a casa, los ojos de un animal destellaron a la luz de los faros. Un momento despué s, vi que era un perro.

 

Lo tení a a unos veinte o treinta metros delante de mí, una pobre bestia escuá lida y empapada que andaba dando tumbos en plena noche, y al contrario de lo que suelen hacer los perros perdidos, no circulaba por la cuneta, sino que iba trotando por el centro de la carretera, o un poco a la izquierda de la lí nea central, es decir, justo en medio de mi carril. Para no atropellarlo, di un volantazo y pisé el freno al mismo tiempo. Quizá no tení a que haber hecho eso, pero ya lo habí a hecho antes de que se me ocurriera otra cosa, y como la superficie de la carretera estaba hú meda y resbaladiza por la lluvia, las ruedas no agarraron.

 

Derrapé, pasá ndome la lí nea amarilla, y antes de que pudiera girar de nuevo al otro lado, la camioneta se estrelló contra un poste de la luz.

 

Llevaba puesto el cinturó n de seguridad, pero con la fuerza del impacto me di un golpe en el brazo izquierdo contra el volante, los comestibles salieron disparados de las bolsas, y una lata de zumo de tomate rebotó y me dio en la barbilla. El dolor que sentí en la cara me hizo ver las estrellas, y pensé que el brazo me iba a estallar, pero como aú n era capaz de flexionar los dedos y podí a abrir y cerrar la boca, deduje que no tení a ningú n hueso roto. Debí haber sentido alivio al pensar en la suerte que habí a tenido de escapar sin lesiones graves, pero no estaba de humor para dar gracias ni consolarme con la idea de que podrí a haber sido mucho peor. Aquello ya era bastante grave, y estaba furioso conmigo mismo por haber dejado la camioneta hecha polvo. Tení a un faro aplastado; el parachoques, abollado; la parte delantera, destrozada. El motor seguí a funcionando, sin embargo, pero cuando traté de dar marcha atrá s para seguir viaje, me di cuenta de que las ruedas delanteras estaban medio hundidas en el fango.

 

Me pasé veinte minutos metido en el barro y bajo la lluvia empujando la camioneta para sacarla de allí, y ya estaba demasiado mojado y exhausto para molestarme en limpiar los comestibles que se habí an desperdigado por toda la cabina. Me senté frente al volante, di marcha atrá s y salí otra vez a la carretera. Tal como descubrí má s tarde, hice el resto del viaje con un paquete de guisantes congelados clavado entre el asiento y los riñ ones.

 

Ya eran má s de las once cuando paré delante de la puerta de casa. Tiritaba, me dolí a horrorosamente la mandí bula y el brazo, y estaba de un humor de perros.

 

Lo imprevisto sucede donde menos lo esperas, como se suele decir, pero una vez que ocurre, lo ú ltimo que esperas es que vuelva a suceder. Tení a la guardia bajada, y como al salir de la camioneta aú n estaba pensando en el perro y el poste de la luz, repasando una vez má s los detalles del accidente, no vi el coche aparcado a la izquierda de la casa. El faro de la camioneta no habí a alumbrado en aquella direcció n y cuando apagué la luz y quité el contacto, todo quedó a oscuras a mi alrededor. El aguacero habí a amainado para entonces, pero seguí a lloviznando y en la casa no habí a una sola luz encendida. Pensando que estarí a de vuelta antes de que se pusiera el sol, no me habí a molestado en encender el farol que habí a sobre la puerta de entrada. El cielo estaba negro. El suelo estaba negro. Me dirigí a tientas hacia la casa, guiá ndome por la memoria y el tacto, pero no veí a absolutamente nada.



  

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