Хелпикс

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Notas a pie de página 6 страница



 

Ninguno tuvo la falta de tacto de mencionar a Helen (los profesores universitarios son demasiado educados para eso), y por tanto se limitaban a temas supuestamente neutrales: noticias recientes, polí tica, deportes. Yo no tení a la menor idea de lo que hablaban. Hací a má s de un añ o que no leí a un perió dico, y por lo que a mí respectaba, bien podí an referirse a hechos que se hubieran producido en otro planeta.

 

La fiesta empezó con todo el mundo arremoliná ndose en la planta baja, entrando y saliendo de las habitaciones, juntá ndose durante unos minutos para luego separarse y formar otros grupos en otros cuartos. Yo fui del saló n al comedor y de la cocina al estudio, y en algú n momento Greg me abordó y me puso en la mano un whisky con soda. Lo cogí sin pensar y, como estaba inquieto y no me sentí a có modo, me lo bebí en unos veinticuatro segundos.

 

Era la primera copa que me tomaba en má s de un añ o.

 

Habí a sucumbido a las tentaciones de diversos minibares de hotel mientras me documentaba sobre Hector Mann, pero juré no volver a tomar una gota de alcohol cuando me mudé a Brooklyn y me puse a escribir. No es que me muriese especialmente de ganas por beber cuando no tení a alcohol a mano, pero era consciente de que me faltaba muy poco para caer en un grave problema. Mi comportamiento a raí z del accidente me habí a convencido de ello, y si no me hubiera armado de valor para salir de Vermont cuando lo hice, probablemente no habrí a vivido lo suficiente para asistir a la fiesta de Greg y Mary; por no hablar de estar en condiciones de preguntarme por qué coñ o habí a vuelto.

 

Cuando acabé la copa, me dirigí al bar para servirme otra, pero esta vez prescindí de la soda y só lo añ adí hielo.

 

Para la tercera, me olvidé del hielo y me lo serví seco.

 

Cuando la cena estuvo lista, los invitados se alinearon en torno a la mesa del comedor, se llenaron los platos y se dispersaron por las demá s habitaciones de la casa en busca de sillas. Acabé en el estudio, apretujado entre el brazo del sofá y Karin Mü ller, lectora de alemá n. Para entonces yo ya tení a la coordinació n un poco floja, y estando allí sentado con un plato de estofado de ternera y ensalada en precario equilibrio sobre las rodillas, me volví para coger mi copa de detrá s del sofá (donde la habí a dejado antes de sentarme), y nada má s cogerla se me escapó de la mano.

 

Un cuá druple Johnny Walker se derramó en la nuca de Karin y luego, una dé cima de segundo despué s, el vaso resonaba contra su espina dorsal. Se sobresaltó —¿ có mo no iba a sobresaltarse? —, y al hacerlo se le cayó su plato de estofado y ensalada, que no só lo chocó con el mí o haciendo que se estrellara contra el suelo, sino que aterrizó boca abajo sobre mis piernas.

 

No era precisamente una catá strofe irreparable, pero yo habí a bebido demasiado para entenderlo, y con los pantalones sú bitamente empapados de aceite de oliva y la camisa salpicada de salsa, me dio por sentirme agraviado.

 

No recuerdo lo que dije, pero fue algo insultante y cruel, una groserí a totalmente gratuita, ¡ Será patosa la bruja esta! , creo que fue. Aunque en vez de patosa quizá dije bruja imbé cil, o a lo mejor será imbé cil esta bruja patosa.

 

Cualquiera que fuese la expresió n, indicaba una có lera que jamá s debe manifestarse bajo ninguna circunstancia, y menos aú n cuando se podí a oí r en toda una habitació n llena de nerviosos y excitables profesores. Probablemente huelga decir que Karin no era ni patosa ni imbé cil; y, lejos de parecer una bruja, era una mujer de treinta y tantos añ os, atractiva y de buena figura, que daba clases sobre Goethe y Hö lderlin y siempre me habí a tratado con el mayor respeto y amabilidad. Unos momentos antes del incidente, me habí a invitado a dar una charla en una de sus clases, y yo estaba aclará ndome la garganta y prepará ndome para decirle que tendrí a que pensarlo cuando se me cayó la copa. Fue enteramente culpa mí a, y sin embargo di la vuelta de inmediato a la situació n para echá rsela a ella. Fue un arranque de mal gusto, una prueba má s de que no estaba preparado para salir de la jaula. Karin acababa de hacerme una insinuació n amistosa, emitiendo, en realidad, tí midas y discretas señ ales de que estaba disponible para conversaciones má s í ntimas sobre otra serie de temas, y yo, que no habí a tocado a una mujer en casi dos añ os, me encontré respondiendo a aquellas indirectas casi imperceptibles e imaginando, de la forma grosera y vulgar en que suele hacerlo un hombre con demasiado alcohol en las venas, el aspecto que tendrí a completamente desnuda. ¿ Fue por eso por lo que le solté aquella barbaridad? ¿ Era tan grande mi odio hacia mí mismo que tuve que castigarla por haber suscitado en mí un atisbo de excitació n sexual? ¿ O es que en mi fuero interno sabí a que ella no pretendí a nada por el estilo y que todo aquel drama insignificante era invenció n mí a, un instante de deseo provocado por la cercaní a de su perfumado y cá lido cuerpo?

 

Para empeorar las cosas, cuando ella se puso a llorar no lo sentí en absoluto. Entonces ya está bamos los dos de pie, y al ver que el labio inferior de Karin empezaba a temblar y que el rabillo de los ojos se le llenaba de lá grimas, me alegré, casi exultante por la consternació n que habí a causado. En aquel momento habí a otras seis o siete personas en el estudio, y todas se habí an vuelto a mirarnos despué s del primer grito de sorpresa de Karin. El ruido de platos contra el suelo habí a atraí do hacia el umbral a otros cuantos invitados, y cuando solté mi odiosa observació n, la oyó al menos una docena de testigos. Y despué s todo quedó en silencio. Fue un momento de estupor colectivo, y durante los segundos siguientes todo el mundo se quedó callado, sin saber qué hacer. En aquel pequeñ o y asfixiante intervalo de incertidumbre, el dolor de Karin se convirtió en rabia.

 

No tienes derecho a hablarme así, David, me dijo.

 

¿ Quié n te crees que eres?

 

Afortunadamente, Mary era una de las personas que se habí an congregado en la puerta, y antes de que las cosas empeoraran aú n má s, entró apresuradamente en el cuarto y me cogió del brazo.

 

David no lo decí a en serio, aseguró a Karin. ¿ Verdad, David? Só lo ha sido una de esas cosas que se dicen sin pensar.

 

Sentí deseos de contradecirle, de soltarle una buena ré plica para demostrarle que lo habí a dicho muy en serio, pero me contuve. Me costó toda mi capacidad de autocontrol, pero Mary se estaba tomando muchas molestias para apaciguar los á nimos, y en cierto modo yo era consciente de que lamentarí a causarle má s problemas. Aun así, no me disculpé, y tampoco traté de mostrarme agradable.

 

En vez de decir lo que querí a decir, me liberé de su mano sacudiendo el brazo, salí del estudio y crucé el saló n mientras mis antiguos colegas me miraban sin decir nada.

 

Fui derecho al piso de arriba, a la habitació n de Greg y Mary. Pensaba coger mis cosas y marcharme, pero mi anorak estaba enterrado bajo un enorme montó n de abrigos sobre la cama y no lo podí a encontrar. Tras realizar algunas excavaciones, empecé a tirar abrigos al suelo, eliminando posibilidades para simplificar la bú squeda. Justo cuando habí a completado la mitad de la operació n —má s abrigos fuera que encima de la cama—, Mary apareció en la puerta. Era una mujer menuda, de cara redonda, mejillas rubicundas y pelo muy rizado, y al verla de pie en el umbral, con las manos en jarras, comprendí inmediatamente que estaba harta de mí. Me sentí como un niñ o a punto de ser reprendido por su madre, ¿ Qué está s haciendo?, inquirió.

 

Buscando mi chaquetó n.

 

Está en el armario de abajo. ¿ No te acuerdas?

 

Creí a que estaba aquí.

 

Está abajo. Greg lo colgó allí cuando llegaste. Tú mismo le buscaste una percha.

 

Vale, voy a buscarlo.

 

Pero Mary no estaba dispuesta a dejarme escapar tan fá cilmente. Entró en la habitació n, dio unos cuantos pasos, se agachó a recoger un abrigo y lo arrojó airadamente sobre la cama. Luego recogió otro y lo tiró tambié n hacia la cama. Siguió recogiendo abrigos y cada vez que lanzaba uno a la cama, interrumpí a a media frase lo que estaba diciendo. Los abrigos eran como signos de puntuació n —sú bitos guiones, presurosos puntos suspensivos, violentas exclamaciones—, cada uno de los cuales separaba sus palabras como un hachazo.

 

Cuando vayas abajo, me dijo, quiero que... hagas las paces con Karin... No me importa que tengas que ponerte de rodillas... para pedirle perdó n... Todo el mundo está hablando de eso... Y si ahora no haces esto por mí, David..., nunca volveré a invitarte a venir a esta casa.

 

En primer lugar yo no querí a venir, le contesté. Si no me hubieras forzado, no habrí a estado aquí para insultar a tus invitados. Y la fiesta de hoy podrí a haber sido igual de sosa y aburrida que todas las que has dado.

 

Necesitas asistencia mé dica, David... No se me olvida todo lo que has pasado..., pero la paciencia tiene un lí mite... Vete a ver a un mé dico antes de que te destroces la vida.

 

Vivo la vida que es posible para mí. Lo que no incluye asistir a las fiestas que des en tu casa.

 

Mary arrojó el ú ltimo abrigo sobre la cama, y entonces, sin motivo aparente alguno, se sentó bruscamente y rompió a llorar.

 

Escucha, gilipuertas, dijo con voz queda. Yo tambié n la querí a. Tú estabas casado con ella, de acuerdo, pero Helen era mi mejor amiga.

 

No, no lo era. Helen era mi mejor amiga. Y yo era su mejor amigo. Tú no tienes nada que ver, Mary.

 

Eso puso punto final a la conversació n. Me habí a mostrado tan duro con ella, tan terminante en mi rechazo de sus sentimientos, que no se le ocurrió nada má s que decir. Cuando salí del dormitorio, estaba sentada de espaldas a mí, sacudiendo la cabeza de un lado a otro y mirando los abrigos.

 

Dos dí as despué s de la fiesta, la Universidad de Pensilvania me envió la noticia de que querí a publicar mi libro.

 

En aquel momento llevaba casi cien pá ginas hechas de la traducció n de Chateaubriand, y un añ o despué s, cuando se publicó El silencioso mundo de Hector Mann, ya habí a acabado otras mil doscientas. Si hubiera seguido trabajando a ese ritmo, lo habrí a terminado en otros siete u ocho meses. Añ adamos a eso el tiempo necesario para las revisiones y modificaciones estilí sticas, y en menos de un añ o podrí a haber entregado a Alex la traducció n terminada.

 

Pero al final, aquel añ o só lo duró tres meses. Seguí adelante, acabando otras doscientas cincuenta pá ginas, y ya iba por el capí tulo sobre la caí da de Napoleó n en el vigé simo tercer libro (la desgracia y lo maravilloso son gemelos, nacieron a la vez), cuando, una tempestuosa y hú meda tarde de principios de verano, me encontré la carta de Frieda Spelling en el buzó n. Reconozco que al principio me quedé pasmado, pero una vez que le envié mi respuesta y reflexioné un poco sobre el asunto, logré convencerme de que se trataba de una patrañ a. Eso no implicaba que el hecho de contestar a Frieda hubiese sido un error, pero ahora que me habí a cubierto las espaldas, supuse que nuestra correspondencia terminarí a ahí.

 

Nueve dí as despué s, volví a tener noticias suyas. Esta vez habí a escrito una hoja entera, y como encabezamiento llevaba un membrete en relieve azul con su nombre y direcció n. Pensé en lo fá cil que era encargar papel de correspondencia con membrete falso, pero ¿ por qué se molestarí a alguien en hacerse pasar por una persona de la que yo no habí a oí do hablar jamá s? El nombre de Frieda Spelling no significaba nada para mí. Bien podrí a haber sido la mujer de Hector Mann, pero lo mismo era una loca que viví a sola en mitad del desierto; aunque, desde luego, ya no tení a sentido negar su existencia.

 

Querido profesor, escribí a. Sus dudas son perfectamente comprensibles, y no me sorprende en absoluto que se muestre reacio a creerme. La ú nica manera de saber la verdad es aceptar la invitació n que le hací a en mí anterior carta. Coja un avió n, venga a Tierra del Sueñ o y conozca a Hector. Si le dijera que escribió y dirigió una serie de pelí culas despué s de salir de Hollywood en 1929 —y que está dispuesto a proyectarlas aquí en el rancho, para usted—, quizá le interesarí a venir. Hector tiene casi noventa añ os y su estado de salud no es muy bueno. Su testamento me ordena destruir las pelí culas y los negativos a las veinticuatro horas de su muerte, y no sé cuá nto tiempo durará. Le ruego que se ponga pronto en contacto conmigo. A la espera de su respuesta, reciba un cordial saludo, Frieda Spelling (Sra. de Hector Mann).

 

Una vez má s, dominé el entusiasmo. Mi respuesta fue concisa, formal, incluso un tanto descorté s, quizá, pero antes de comprometerme a nada tení a que saber si era digna de confianza. Quiero creerla, escribí , pero necesito pruebas. Si espera que yo vaya a Nuevo Mé xico, he de tener la seguridad de que sus afirmaciones son ciertas y de que, efectivamente, Hector Mann vive aú n. En cuanto mis dudas se hayan resuelto, iré al rancho. Pero le advierto que no viajaré en avió n, Cordialmente, D. Z.

 

No cabí a duda de que volverí a a escribir, a menos que la hubiese asustado. En ese caso, admitirí a tá citamente que me habí a engañ ado y ahí se acabarí a la historia. Yo no creí a que fuese así, pero con independencia de lo que Frieda estuviese tramando, no tardarí a mucho en averiguar la verdad. El tono de su segunda carta habí a sido urgente, casi suplicante, y si en realidad era quien decí a ser, no iba a perder el tiempo escribié ndome otra vez. El silencio significarí a que su impostura habrí a quedado al descubierto, pero si contestaba —y yo confiaba plenamente en ello—, no tardarí a mucho en recibir su carta. La ú ltima habí a tardado nueve dí as en llegar. Si todo iba bien (sin retrasos ni meteduras de pata en correos), me figuraba que la siguiente tardarí a todaví a menos.

 

Hice lo que pude por estar tranquilo, por ceñ irme a mi tarea y adelantar las Memorias, pero fue inú til. Estaba demasiado distraí do, demasiado nervioso para prestarles la debida atenció n, y tras luchar por cumplir el cupo de pá ginas durante varios dí as seguidos, terminé por declarar una moratoria en el trabajo. A la mañ ana siguiente, muy temprano, me introduje en el armario de la habitació n de invitados y saqué mis viejos archivos con la documentació n sobre Hector, que habí a metido en cajas de cartó n al terminar el libro. Eran seis cajas en total. Cinco de ellas contení an notas, esquemas y borradores de mi manuscrito, pero la ú ltima estaba repleta de toda clase de documentos preciosos: recortes, fotos, microfilmes, fotocopias de artí culos, crí ticas de antiguas cró nicas de sociedad, hasta la ú ltima referencia impresa a Hector Mann que habí a caí do en mis manos. Hací a mucho tiempo que no miraba aquellos papeles, y como ya no tení a otra cosa que hacer sino esperar a que Frieda Spelling se pusiera de nuevo en contacto conmigo, me llevé la caja al estudio y pasé el resto de la semana rebuscando en ella. No creo que esperase descubrir algo que ya no supiera, pero el contenido de los archivos se me habí a vuelto un tanto borroso en la memoria, y tení a la impresió n de que valí a la pena echarle otra mirada. La mayor parte de la informació n que habí a recopilado no era muy fidedigna: artí culos de la prensa sensacionalista, estupideces de revistas de admiradores, fragmentos de reportajes plagados de hipé rboles, suposiciones erró neas y absolutas falsedades. Sin embargo, mientras tuviera presente que no debí a creer lo que leyese, no veí a motivo para que el ejercicio no resultase beneficioso.

 

Hector era objeto de cuatro reseñ as entre agosto de 1927 y octubre de 1928. La primera apareció en el Bulletin de Kaleidoscope, ó rgano publicitario mensual de la recié n creada compañ í a de producció n de Hunt. En esencia, era un comunicado de prensa para anunciar el contrato que habí an firmado con Hector, y como hasta el momento no era muy conocido, se encontraban en condiciones de inventar cualquier historia que sirviera a sus propó sitos. Corrí an los ú ltimos dí as del latin lover de Hollywood, el periodo inmediatamente posterior a la muerte de Valentino, cuando los extranjeros morenos y exó ticos aú n atraí an a las multitudes, y Kaleidoscope intentó capitalizar el fenó meno anunciando a Hector como Don Disparate, el seductor sudamericano con un toque có mico. Para apoyar la afirmació n, le inventaron una intrigante serie de actividades artí sticas, toda una carrera supuestamente anterior a su llegada a California: teatro de variedades en Buenos Aires, largas giras de vodevil por Argentina y Brasil, una serie de pelí culas muy taquilleras producidas en Mé xico. Presentando a Hector como una estrella indiscutible, Hunt podí a crearse buena reputació n insinuando que tení a buen ojo para el talento artí stico.

 

No era un simple recié n llegado al mundo del cine, sino un jefe de estudio inteligente y emprendedor que habí a ganado a sus competidores el derecho a traer a un artista extranjero para ofrecé rselo al pú blico norteamericano. Era fá cil que la gente se tragase esa mentira. Al fin y al cabo, nadie prestaba atenció n a lo que ocurrí a en otros paí ses, y con tantí simas posibilidades imaginativas para elegir, ¿ por qué ceñ irse a los hechos?

 

Seis meses despué s, un artí culo del nú mero de febrero de Photoplay presentaba una visió n má s sobria del pasado de Hector. Para entonces ya se habí an distribuido varias de sus pelí culas, y como el interé s por su obra crecí a en todo el paí s, sin duda iba disminuyendo la necesidad de distorsionar su vida anterior. Firmaba el artí culo una periodista de plantilla, Brigid O’Fallon, y por los comentarios que hací a en el primer pá rrafo sobre la mirada penetrante y la elá stica musculatura de Hector, enseguida se comprendí a que su ú nica intenció n era halagarlo. Encantada por su marcado acento españ ol y alabá ndolo al mismo tiempo por la soltura con que hablaba inglé s, le pregunta por qué tiene nombre alemá n. Es muy sencillo, contesta Hector. Mis padres nacen en Alemania, y yo tambié n. Todos emigramos a Argentina cuando soy niñ o. Hablo el alemá n con ellos en casa; el españ ol, en el colegio. El inglé s viene despué s, cuando estoy en Estados Unidos. Todaví a un poco verde. La señ orita O’Fallon le pregunta entonces cuá nto tiempo lleva aquí, y Hector dice que tres añ os. Eso, desde luego, contradice la informació n publicada en el Bulletin de Kaleidoscope, y cuando Hector se pone a enumerar los trabajos que ha realizado desde su llegada a California (ayudante de camarero, vendedor de aspiradoras, peó n caminero), no menciona ninguna ocupació n anterior en el mundo del espectá culo. Nada que ver con la gloriosa carrera latinoamericana, segú n la cual era un personaje muy popular.

 

No es difí cil rechazar las exageraciones del departamento de publicidad de Hunt, pero el simple hecho de que despreciaran la verdad no hací a que la historia de Photoplay fuese má s exacta o verosí mil. En el nú mero de marzo de Picturegoer, un periodista llamado Randall Simms, contando una visita que hizo a Hector en el plató de El lí o del tango, confiesa que se quedó enteramente pasmado al ver que esa má quina de hacer reí r argentina habla un inglé s impecable, con apenas un leve acento extranjero. Si no se sabe de dó nde es, se jurarí a que se ha criado en Sandusky, Ohio. La intenció n de Simms es laudatoria, pero su comentario suscita inquietantes cuestiones sobre los orí genes de Hector. Aunque se acepte que Argentina fue el paí s donde transcurrió su niñ ez, parece haberse marchado a Estados Unidos mucho antes de lo que sugiere el artí culo. En el siguiente pá rrafo, Simms cita las siguientes palabras de Hector: Fui un chico muy malo. Mis padres me echaron de casa cuando tení a diecisé is añ os, y nunca volví. Con el tiempo viajé al Norte y acabé en Estados Unidos. Desde el principio, só lo tení a una idea en la cabeza: triunfar en el cine. El hombre que pronuncia esas palabras no se parece en absoluto al que Brigid O’Fallon habí a entrevistado un mes antes. ¿ Utilizaba el marcado acento extranjero como recurso có mico, o es que Simms desfigura a propó sito la verdad, poniendo de relieve el dominio de Hector de la lengua inglesa con objeto de convencer a los productores de sus posibilidades como actor del cine sonoro para los meses y añ os siguientes? Puede que ambos se confabulasen para hacer el artí culo, o quizá hubo un tercero que sobornó a Simms; Hunt, posiblemente, quien para entonces tení a graves problemas econó micos. ¿ Acaso Hunt trataba de incrementar el valor de Hector en el mercado para traspasarlo a otra productora? Es imposible saberlo, pero cualesquiera que fuesen los motivos que impulsaron a Simms, y por mal que O’Fallon hubiese transcrito las declaraciones de Hector, ambos artí culos no concuerdan, por mucho que quiera justificarse a los periodistas.

 

La ú ltima entrevista que publicaron de Hector apareció en el nú mero de octubre de Picture Play. Por lo que dice a B. T. Barker —o al menos lo que Barker quiere hacernos creer que dijo—, parece probable que nuestro hé roe contribuyó personalmente a crear esa confusió n. Esta vez, sus padres proceden de la ciudad de Stanislav, en el extremo oriental del Imperio austrohú ngaro, y la lengua materna de Hector es el polaco, no el alemá n. Se marchan a Viena cuando é l tiene dos añ os, se quedan allí seis meses, y luego se van a Estados Unidos, donde pasan tres añ os en Nueva York y un añ o en el Medio Oeste antes de levantar el campo de nuevo e instalarse en Buenos Aires.

 

Barker lo interrumpe para preguntarle dó nde viví an en el Medio Oeste, y Hector, con toda la calma, responde: En Sandusky, Ohio. Justo seis meses antes, Randall Simms habí a mencionado Sandusky en su artí culo del Picturegoer, no como un sitio real, sino como una metá fora, un ejemplo de ciudad norteamericana. Ahora Hector se apropia de la ciudad y la incorpora a su historia, quizá por el simple motivo de que le atrae la á spera y cadenciosa mú sica de las palabras. Sandusky, Ohio, tiene una agradable sonoridad, y el brusco y ternario ritmo sincopado se ajusta a las reglas de la mé trica con toda la fuerza y precisió n de un verso bien construido. Su padre, segú n afirma, era un ingeniero de caminos especializado en la construcció n de puentes. Su madre, la mujer má s guapa del mundo, era bailarina, cantante y pintora. Hector los adoraba a los dos, era un niñ o religioso, que se portaba muy bien (al contrario que el niñ o malo del artí culo de Simms), y hasta su trá gica muerte en un accidente de barco cuando é l tení a catorce añ os, pensaba seguir los pasos de su padre y hacerse ingeniero. La muerte repentina de sus padres lo cambió todo. Desde el momento en que se quedó hué rfano, sigue diciendo, su ú nico sueñ o era volver a Estados Unidos y empezar allí una nueva vida. Hizo falta una larga serie de milagros antes de que eso pasara, pero ahora que ha vuelto, está seguro de que é ste es el sitio donde siempre ha querido estar.

 

Puede que algunas de esas declaraciones sean ciertas, pero no muchas; quizá no lo sea ni una sola. Esa es la cuarta versió n que da de su pasado, y aunque todas tienen determinados elementos en comú n (padres que hablan alemá n o polaco, temporada en Argentina, emigració n del viejo al nuevo mundo), todo lo demá s está sujeto a variaciones. En un momento dado, se muestra prá ctico y perspicaz en la versió n que da de sí mismo; en otro momento, se vuelve asustadizo y sentimental. Frente a un periodista actú a como un provocador, pero ante otro se muestra humilde y gazmoñ o; nace rico, nace pobre; tiene marcado acento extranjero, habla sin ningú n acento. Si se suman todas esas contradicciones, no se llega a nada concreto: el retrato de un hombre con tantas personalidades e historias familiares que se ve reducido a un montó n de fragmentos, a un rompecabezas cuyas piezas ya no encajan. Cada vez que se le formula una pregunta, da una respuesta diferente. Un torrente de palabras fluye de sus labios, pero está resuelto a no decir lo mismo dos veces. Da la impresió n de que oculta algo, de que protege un secreto, pero encara sus confusiones con tal gracia y chispeante buen humor que nadie parece darse cuenta. Para la prensa es irresistible. Hace reí r a los periodistas, los divierte con pequeñ os trucos de magia, y al cabo de un tiempo dejan de insistir sobre los hechos y se rinden ante el magní fico espectá culo. Hector sigue improvisando sobre la marcha, pasando a una velocidad frené tica de los adoquinados bulevares de Viena a las eufó nicas llanuras de Ohio, y al cabo empieza uno a preguntarse si se trata de un juego de equí vocos o simplemente de un desatinado intento de combatir el aburrimiento. Puede que sus mentiras sean inocentes. Quizá no pretenda engañ ar a nadie, sino que esté buscando un medio de entretenerse. Al fin y al cabo, las entrevistas pueden resultar un trá mite aburrido. Si todo el mundo hace las mismas preguntas, a lo mejor hay que contestarlas de manera diferente, só lo para mantenerse despierto.

 

Nada era seguro, pero tras pasar por el tamiz todo ese revoltijo de recuerdos fraudulentos y ané cdotas espurias, tuve la impresió n de haber descubierto un dato de menor importancia. En las tres primeras entrevistas, Hector evita mencionar el lugar de su nacimiento. Cuando le pregunta O’Fallon, dice que Alemania; cuando le pregunta Simms, contesta que Austria; pero en ninguna de esas circunstancias facilita detalle alguno: ni pueblo, ni ciudad, ni regió n. Só lo cuando habla con Barker se abre un poco y colma las lagunas, Stanislav habí a formado parte de Austria-Hungrí a, pero tras la disolució n del imperio y el fin de la guerra pasó a integrarse en Polonia. Para los estadounidenses, Polonia es un paí s remoto, aú n má s que Alemania, y con Hector haciendo todo lo que podí a para difuminar sus orí genes extranjeros, era extrañ o que admitiese como lugar de nacimiento una ciudad con ese nombre. La ú nica razó n que podí a haber tenido para hacerlo, en mi opinió n, es que era cierto.



  

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