Хелпикс

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Notas a pie de página 5 страница



 

En mi caso, esperé desde mediados de noviembre hasta finales de marzo antes de recibir respuesta. Para entonces estaba tan absorto en otra cosa que casi se me habí a olvidado que les habí a mandado el manuscrito. Me alegré de que lo aceptaran, desde luego, estaba satisfecho de que mis esfuerzos hubieran dado un resultado concreto, pero no puedo decir que aquello significara mucho para mí.

 

Eran buenas noticias para Hector Mann, quizá, buena cosa para cazadores de antigü edades cinematográ ficas y aficionados a bigotes negros pero ahora que ya tení a esa experiencia en mi haber, rara vez volví a a pensar en ello. Y en las pocas ocasiones en que lo hací a, me parecí a que el libro lo habí a escrito otra persona.

 

A mediados de febrero, recibí una carta de un antiguo compañ ero de estudios, Alex Kronenberg, que ahora era profesor en Columbia. Lo habí a visto por ú ltima vez en el funeral de Helen y los niñ os, y aunque no habí amos hablado desde entonces, seguí a considerá ndolo un amigo de verdad. (Su carta de pé same habí a sido un modelo de elocuencia y compasió n, la mejor de todas las que me enviaron) Empezaba esta ú ltima disculpá ndose por no haberse puesto antes en contacto conmigo. Habí a pensado mucho en mí, decí a, y se habí a enterado por radio macuto de que no estaba en Hampton, de que habí a pedido la excedencia para pasar una temporada en Nueva York. Lamentaba que no lo hubiera llamado entonces. De haber sabido que estaba en la ciudad, le habrí a dado una inmensa alegrí a verme.

 

É sas fueron sus palabras textuales —una inmensa alegrí a—, una expresió n tí pica de Alex. En cualquier caso, añ adí a en el siguiente pá rrafo, la Universidad de Columbia le habí a encargado hací a poco que editara una nueva colecció n, la Biblioteca de Clá sicos Mundiales. Un licenciado de la promoció n de 1927 de la Escuela Té cnica de Ingenieros de Columbia, que atendí a por el incongruente nombre de Dexter Feinbaum, les habí a legado cuatro millones y medio de dó lares para que pusieran en marcha la colecció n.

 

La idea consistí a en reunir indiscutibles obras maestras de la literatura universal con arreglo a una selecció n uniforme. Se incluirí a todo desde Meister Eckhart a Fernando Pessoa, y siempre que las traducciones existentes se considerasen inadecuadas, se encargarí an versiones nuevas.

 

Es una empresa de locos, escribí a Alex , pero me han puesto al frente de ella, nombrá ndome directo literario, y pese al ré gimen de horas extraordinarias (ya no duermo má s), debo admitir que estoy disfrutando mucho. En su testamento, Feinbaum elaboró una lista de los primeros cien libros que querí a publicados. Se hizo rico fabricando revestimientos de aluminio, pero su gusto literario era impecable. Una de las obras incluidas en su lista es Mé moires d’outre-tombe, de Chateaubriand. Todaví a no he leí do la maldita cosa, nada menos que dos mil pá ginas, pero recuerdo lo que me dijiste una noche en 1971, en el campas de Yale —debí a de ser cerca de aquella pequeñ a plaza que estaba justo frente al Beineke—, y te lo voy a repetir ahora. «Esta», me dijiste (enseñ á ndome el primer volumen de la edició n francesa y agitá ndolo en el aire), «es la mejor autobiografí a jamá s escrita. » No sé si todaví a sigues pensando lo mismo, pero probablemente no tengo que decirte que desde la publicació n del libro en 1848 só lo se han hecho dos traducciones. Una en 1849 y otra en 1902. Ya es hora de que se haga otra, ¿ no te parece? No tengo idea de si te sigue interesando la traducció n de libros, pero en caso de que así sea, me encantarí a que nos hicieras é sta.

 

Para entonces yo ya tení a telé fono. No es que esperase que me llamara alguien, pero pensé que debí a ponerlo por si ocurrí a algo. No habí a vecinos por allá arriba, y si se me derrumbaba el tejado o se prendí a fuego a la casa, querí a estar en condiciones de pedir ayuda. Aqué lla fue una de mis pocas concesiones a la realidad, un reconocimiento indirecto de que a fin de cuentas yo no era la ú nica persona en el mundo. Normalmente, habrí a contestado a Alex por carta, pero dio la casualidad de que cuando abrí la carta aquella tarde estaba en la cocina, y tení a el telé fono allí mismo, justo en la encimera, a medio metro de mano. Alex se habí a mudado hací a poco, y debajo de la firma habí a escrito su nueva direcció n y su nú mero de ahora. Era demasiado tentador no aprovechar todo eso a la vez, así que cogí el aparato y marqué.

 

El telé fono sonó cuatro veces al otro lado de la lí nea, y luego se puso en marcha un contestador automá tico.

 

Inesperadamente, el mensaje lo decí a un niñ o. Al cabo de tres o cuatro palabras reconocí la voz del hijo de Alex. Jacob debí a de tener unos diez añ os por entonces, porque era má s o menos añ o y medio mayor que Todd; o mejor dicho, añ o y medio mayor de lo que Todd habrí a sido en caso de que hubiera seguido viviendo. El niñ o dijo: Estamos al final de la novena. Las bases está n ocupadas y hay dos jugadores eliminados. El marcador está cuatro a tres, mi equipo va perdiendo, y yo bateo. Si doy bola, ganamos el partido. Ahí viene el lanzamiento. Bateo. Es pelota rasa.

 

Suelto el bate y echo a correr. El segunda base recoge la bola rasa, lanza a la primera y quedo eliminado. Sí, tí os, eso es; estoy eliminado. Jacob está fuera. Lo mismo que mi padre, Alex; mi madre, Barbara; y mi hermana, Julie.

 

Ahora mismo toda la familia está fuera. Por favor, dejad un mensaje despué s del pitido y os llamaremos en cuanto recorramos las bases y volvamos a casa.

 

No era má s que una simpleza encantadora, pero me descompuso. Cuando el pitido anunció el fin del mensaje, no se me ocurrió nada que decir, y en vez de dejar que la cinta siguiera corriendo en silencio, colgué. Nunca me habí a gustado hablar a esas má quinas. Me poní an nervioso, hací an que me sintiera incó modo, pero el escuchar a Jacob fue como una sacudida que me dejó hecho polvo, en un estado pró ximo a la desesperació n. Su voz irradiaba demasiada felicidad, y entre las palabras resonaban demasiadas risas. Todd tambié n habí a sido un niñ o inteligente y animado, pero no tení a ocho añ os y medio, sino siete, y seguirí a teniendo siete incluso cuando Jacob fuese un hombre hecho y derecho.

 

Esperé unos minutos y luego lo volví a intentar. Ahora sabí a lo que me esperaba, y cuando el mensaje se empezó a oí r por segunda vez, me aparté el telé fono de la oreja para no tener que escucharlo. Parecí a que el flujo de palabras no iba a acabar nunca, pero cuando el pitido lo cortó al fin, volví a ponerme el aparato en el oí do y empecé a hablar. Alex, dije, acabo de leer tu carta, y quiero comunicarte que estoy dispuesto a hacer la traducció n.

 

Considerando la extensió n del libro, no deberí as esperar una versió n definitiva hasta dentro de dos o tres añ os.

 

Aunque supongo que eso ya lo sabes. Todaví a estoy instalá ndome aquí, pero en cuanto sepa manejar el ordenador que me compré la semana pasada, pondré manos a la obra.

 

Gracias por el ofrecimiento. Andaba buscando algo que hacer, y creo que esto me gustará. Recuerdos a Barbara y los niñ os. Ya charlaremos; espero que sea pronto.

 

Me llamó aquella misma noche, tan sorprendido como satisfecho de que hubiese aceptado. Te lo dije simplemente por decir, me explicó, pero no habrí a estado bien que no te lo ofreciera a ti primero. No te imaginas lo contento que estoy.

 

Me alegro, le contesté.

 

Les diré que te enví en el contrato mañ ana. Simplemente para confirmarlo todo.

 

Lo que tú digas. El caso es que me parece que ya he dado con la traducció n del tí tulo.

 

Mé moires d’outre-tombe. Memorias de ultratumba.

 

Me resulta un poco burdo. En cierto modo es demasiado literal, y al mismo tiempo difí cil de entender.

 

¿ Y qué se te ha ocurrido?

 

Memorias de un muerto.

 

Interesante.

 

No está mal, ¿ verdad?

 

No, no está nada mal. Me gusta mucho.

 

Lo importante es que tiene sentido. Chateaubriand tardó treinta y cinco añ os en escribir ese libro, y no querí a que lo publicaran hasta cincuenta añ os despué s de su muerte. Está escrito literalmente con la voz de un muerto.

 

Pero no esperaron cincuenta añ os. Lo publicaron en 1848, el mismo añ o de su muerte.

 

Tuvo problemas financieros. Su carrera polí tica acabó a raí z de la Revolució n de 1830, y contrajo muchas deudas. Madame Ré camier, su amante desde hací a doce añ os —sí, esa Madame Ré camier—, le convenció para que hiciera unas cuantas lecturas de las Memorias ante un pú blico selecto en el saló n de su casa. La idea consistí a en encontrar a un editor dispuesto a pagar un anticipo a Chateaubriand, darle dinero por una obra que no verí a la luz hasta dentro de bastantes añ os. El plan fracasó, pero las reacciones ante el libro fueron extraordinariamente buenas.

 

Las Memorias se convirtieron en el libro sin leer, inacabado e iné dito má s cé lebre de la historia. Pero Chateaubriand seguí a arruinado. Así que a Madame Ré camier se le ocurrió otra idea, y é sta sí que dio resultado; bueno, má s o menos. Se creó una sociedad anó nima, y los socios compraron acciones del manuscrito. Futuros literarios, podrí amos llamar a eso, la misma operació n que hacen en Wall Street especulando con el precio de la soja y los cereales. En efecto, Chateaubriand hipotecó su autobiografí a para financiar su vejez. Le dieron un buen montó n de dinero en mano, lo que le permitió pagar a sus acreedores y una renta vitalicia garantizada. Fue un arreglo esplé ndido.

 

El ú nico problema era que Chateaubriand seguí a viviendo. La sociedad se creó cuando é l andaba por los sesenta y cinco añ os, y aguantó hasta los ochenta. Para entonces, las acciones habí an cambiado varias veces de manos, y los amigos y admiradores que invirtieron primero ya habí an muerto tiempo atrá s. Chateaubriand era propiedad de un grupo de desconocidos. Lo ú nico que les interesaba a é stos era cobrar los beneficios, y cuanto má s tiempo seguí a viviendo, má s deseos tení an de que muriera. Esos ú ltimos añ os debieron de ser muy deprimentes para é l. Un anciano de salud delicada, casi inmovilizado por la artritis, Madame Ré camier casi ciega, y todos sus amigos muertos y enterrados. Pero siguió revisando el manuscrito hasta el fin.

 

Qué historia tan agradable.

 

No muy divertida, supongo, pero puedo asegurarte que el viejo vizconde era capaz de escribir frases fabulosas.

 

Es un libro increí ble, Alex.

 

Así que me dices que no te importa pasarte dos o tres añ os de tu vida en compañ í a de un francé s bastante lú gubre, ¿ no es así?

 

Acabo de pasarme un añ o con un có mico del cine mudo, y me parece que un cambio no me sentarí a mal.

 

¿ Cine mudo? No he oí do nada de eso.

 

De uno que se llamaba Hector Mann. El otoñ o pasado acabé un libro sobre é l.

 

Has estado ocupado, entonces. Eso está bien.

 

Tení a que hacer algo. Así que me decidí por eso.

 

¿ Có mo es que nunca he oí do hablar de ese actor?

 

No es que sepa mucho de cine, pero ese nombre no me suena.

 

Nadie lo conoce. Es mi có mico particular, un bufó n que só lo actú a para mí. Durante doce o trece meses, he pasado con é l todos los dí as de la mañ ana a la noche.

 

¿ Quieres decir que estuviste con é l de verdad? ¿ O só lo es una forma de hablar?

 

Nadie ha estado con Hector Mann desde 1929. Está muerto. Tan muerto como Chateaubriand o Madame Ré camier. Tanto como ese Dexter como se llame.

 

Feinbaum.

 

Tan muerto como Dexter Feinbaum.

 

Así que te has pasado un añ o viendo pelí culas antiguas.

 

No exactamente. Me pasé tres meses viendo pelí culas antiguas, y luego me encerré en una habitació n y pasé nueve meses escribiendo sobre ellas. Probablemente sea lo má s extrañ o que he hecho en la vida. Escribí a sobre cosas que ya no podí a ver, y tení a que representá rmelas en té rminos puramente visuales. Toda la experiencia fue como una alucinació n.

 

¿ Y qué me dices de los vivos, David? ¿ Has pasado mucho tiempo con ellos?

 

El mí nimo posible.

 

Eso pensaba que dirí as.

 

El añ o pasado tuve una conversació n en Washington con un hombre llamado Singh. El doctor J. M. Singh.

 

Una excelente persona, y disfruté mucho de su compañ í a.

 

Me hizo un gran favor.

 

¿ Vas a algú n mé dico ahora?

 

Por supuesto que no. Esta charla que estamos teniendo ahora es la conversació n má s larga que he mantenido con alguien desde entonces.

 

Debí as haberme llamado cuando estuviste en Nueva York.

 

No estaba en condiciones.

 

Ni siquiera has cumplido los cuarenta, David. La vida sigue, ya sabes.

 

En realidad, los cumplo el mes que viene. El dí a quince voy a dar una fiesta monumental en el Madison Square Garden, y espero que Barbara y tú podá is asistir. Me sorprende que todaví a no hayá is recibido la invitació n.

 

Lo que pasa es que todo el mundo está preocupado por ti. No quiero meterme donde no me llaman, pero cuando alguien a quien aprecias se comporta de ese modo, es difí cil quedarse de brazos cruzados viendo lo que pasa.

 

Ojalá me dejaras ayudarte.

 

Ya me has ayudado. Me has ofrecido trabajo, y te lo agradezco.

 

Eso es trabajo. Me refiero a la vida.

 

¿ Y qué diferencia hay?

 

Mira que eres testarudo, joder.

 

Cué ntame algo sobre Dexter Feinbaum. Al fin y al cabo ese individuo es mi benefactor, y no tengo ni la menor idea de quié n fue.

 

No querrá s hablar de eso ahora, ¿ verdad?

 

Como nuestro viejo amigo de la oficina de cartas no reclamadas solí a decir: preferirí a que no[1].

 

Nadie puede vivir sin los demá s, David. Sencillamente, no es posible.

 

Quizá no. Pero antes de mí no ha habido nadie como yo. A lo mejor yo soy el primero.

 

De la introducció n a Memorias de un muerto (Parí s, 14 de abril de 1846; revisada el 28 de julio):

 

Como me resulta imposible prever el instante de mi muerte, y como a mi edad los dí as concedidos a los hombres son ú nicamente momentos de gracia, o má s bien de sufrimiento, me siento obligado a ofrecer unas palabras a modo de explicació n.

 

El cuatro de septiembre cumpliré setenta y ocho añ os. Ya es hora de que deje un mundo que me está dejando rá pidamente a mí, y al que no echaré de menos...

 

La triste necesidad, que siempre me ha tenido cogido por el cuello, me ha obligado a vender mis Memorias. Nadie puede imaginarse lo que he sufrido al verme obligado a empeñ ar mi tumba, pero debo este ú ltimo sacrificio a mis solemnes promesas y a la coherencia de mis actos... Yo pensaba legarlas a Madame Chateaubriand. Ella las habrí a revelado al mundo o las habrí a eliminado, segú n su conveniencia.

 

Ahora má s que nunca, creo que esta ú ltima solució n habrí a sido preferible...

 

Las presentes Memorias se han compuesto en diferentes é pocas y en diversos paí ses. Por ese motivo ha sido necesario que añ adiera pró logos para describir lo lugares que tení a ante los ojos y los sentimientos que albergaba mi corazó n cuando retomaba el hilo de la narració n. Las formas cambiantes de mi vida se entremezclan, pues, unas con otras. A veces, en mis momentos de prosperidad, me ha ocurrido tener que hablar de mis dí as de penalidades; y en mis horas de tribulació n volver a los periodos de felicidad. La juventud entrando en la edad provecta, la gravedad de los ú ltimos añ os tiñ endo y entristeciendo los añ os de inocencia, los rayos del sol cruzá ndose y fundié ndose desde el momento de su salida hasta el instante de su ocaso, han producido en mis historias una especie de confusió n o, si se prefiere, cierta unidad misteriosa. La cuna tiene algo de la tumba; la tumba, algo de la cuna; los sufrimientos se convierten en placeres, los placeres en dolores; y ahora que acabo de concluir la lectura de estas Memorias, ya no estoy seguro de si son el producto de una mente juvenil o de una cabeza que la edad ha vuelto gris.

 

No sé si esta mixtura complacerá o desagradará al lector.

 

Nada puedo hacer para remediarlo. Es el resultado de mi cambiante fortuna, de la incoherencia de mi suerte. Sus tempestades no me han dejado a menudo má s mesa para escribir que la roca contra la cual naufragaba.

 

Me han instado a que publicara en vida mí a algunas partes de estas Memorias, pero prefiero hablar desde las profundidades de mi tumba. Mi narració n irá así acompañ ada de aquellas voces que guardan en ellas algo sagrado porque salen del sepulcro. Si he sufrido lo suficiente en este mundo para convertirme en el otro en una sombra feliz, un rayo escapado de los Campos Elí seos arrojará una luz protectora sobre estas ú ltimas imá genes mí as. La vida me pesa demasiado; quizá la muerte me siente mejor.

 

Estas Memorias tienen especial importancia para mí .

 

A San Buenaventura le concedieron permiso para seguir escribiendo su libro despué s de la muerte. Yo no puedo esperar una gracia semejante, pero aunque só lo fuera eso me gustarí a resucitar a media noche para corregir las pruebas del mí o...

 

Si alguna parte de esta tarea me ha resultado má s satisfactoria que otras, es la relacionada con mi juventud: el rincó n má s oculto de mi vida. En ella he tenido que revivir un mundo ú nicamente conocido por mí, y al deambular por aquel reino desaparecido só lo encontré silencio y recuerdos.

 

De todas las personas que he conocido, ¿ cuá ntas seguirá n hoy vivas?

 

... Si acaso muriera lejos de Francia, deseo que mis restos no se trasladen a mi paí s natal hasta que hayan pasado cincuenta añ os de su primera inhumació n. Que a mi cuerpo se le evite una autopsia sacrí lega; que nadie hurgue en mi cerebro sin vida ni en mi corazó n extinto para descubrir el misterio de mi ser. La muerte no revela los secretos de la vida. La imagen de un cadá ver viajando por correo me llena de horror, pero unos huesos secos y pulverizados se transportan fá cilmente. Estará n menos fatigados en ese viaje final que cuando yo los arrastraba por este mundo, agobiados por la carga de mis penas. [2]

 

Empecé a trabajar en esas pá ginas a la mañ ana siguiente de mi conversació n con Alex. Pude hacerlo porque disponí a de un ejemplar del libro (en la edició n en dos volú menes de La Plé iade, a cargo de Levaillant y Moulinier, completa, con variantes, notas y apé ndices) que habí a tenido en las manos tres dí as antes de recibir la carta de Alex. A principios de aquella semana, habí a terminado de montar las librerí as. Me habí a pasado varias horas todos los dí as sacando los libros de las cajas y colocá ndolos en los estantes, y en medio de esa aburrida operació n me encontré en un momento dado con Chateaubriand. Hací a añ os que no echaba una mirada a las Memorias, pero aquella mañ ana, en el caos de mi sala de estar de Vermont, rodeado de cajas vací as y torres de libros sin clasificar, movido por un impulso las volví a abrir. Mis ojos cayeron inmediatamente en un breve pasaje del primer volumen. En é l, Chateaubriand habla de una excursió n a Versalles en compañ í a de un poeta bretó n en junio de 1789. Era menos de un mes antes de la toma de la Bastilla, y a media visita vieron pasar a Marí a Antonieta con sus dos hijos. Mirá ndome con una sonrisa, me saludó con la misma gracia con que lo habí a hecho el dí a de mi presentació n. Jamá s olvidaré aquella mirada suya, que pronto dejarí a de existir. Cuando Marí a Antonieta sonreí a, los contornos de su boca eran tan ní tidos que (¡ horrible pensamiento! ) el recuerdo de su sonrisa me permitió reconocer la mandí bula de aquella hija de reyes cuando se descubrió la cabeza de la infortunada mujer en las exhumaciones de 1815.

 

Era una imagen truculenta, impresionante, y seguí pensando en ella despué s de cerrar el libro y colocarlo en el estante. La cabeza cercenada de Marí a Antonieta, desenterrada entre una fosa de restos humanos. En tres frases breves, Chateaubriand abarca veintisé is añ os. Va de la carne al hueso, de una vida chispeante a una muerte anó nima, y en el abismo que se abre entre ambas yace la experiencia de toda una generació n, los implí citos añ os de terror, brutalidad y locura. El pasaje me dejó anonadado, conmovido como no lo habí a estado en añ o y medio por influjo de palabra alguna. Y entonces, só lo tres dí as despué s de mi encuentro accidental con aquellas frases, recibí la carta de Alex en la que me pedí a que tradujera el libro.

 

¿ Se trataba de una coincidencia? Naturalmente que sí, pero en aquellos momentos tuve la impresió n de que el acontecimiento era obra de mi voluntad, como si la carta de Alex hubiera completado en cierto modo una idea que yo habí a sido incapaz de articular. En el pasado, yo no me contaba entre los que creen en paparruchas mí sticas de ese tipo. Pero cuando se vive como yo viví a entonces, totalmente encerrado en mí mismo y sin molestarme en lanzar la má s mí nima mirada a mi alrededor, el punto de vista empieza a cambiar. Porque el caso era que la carta de Alex estaba fechada el lunes, dí a nueve, y yo la recibí el jueves, doce: tres dí as despué s. Lo que significaba que cuando é l estaba en Nueva York escribié ndome acerca del libro, yo estaba en Vermont, con el libro en las manos.

 

No quisiera insistir en la importancia de esa coincidencia, pero entonces no podí a dejar de interpretarla como una señ al. Era como si yo hubiera pedido algo sin saberlo, y de pronto mis deseos se viesen cumplidos.

 

Así que lo preparé todo y me puse a trabajar otra vez.

 

Me olvidé de Hector Mann y pensé ú nicamente en Chateaubriand, enfrascá ndome en la monumental cró nica de una existencia que no tení a nada que ver con la mí a. Eso era lo que má s me atraí a del trabajo: la distancia, la tremenda lejaní a que me separaba de lo que estaba haciendo. Me habí a gustado acampar durante un añ o en la Norteamé rica del decenio de 1920; aú n mejor era pasar un tiempo en la Francia de los siglos XVIII y XIX. Nevaba en mi pequeñ a montañ a de Vermont, pero yo apenas me daba cuenta. Me encontraba en Saint-Malo y Parí s, en Ohio y Florida, en Inglaterra, Roma y Berlí n. Gran parte del trabajo era mecá nico, y como yo era el sirviente del texto y no su creador, me exigí a un esfuerzo de distinta especie del que habí a realizado al escribir El mundo silencioso. Traducir es un poco como echar carbó n. Se recoge con la pala y se lanza al horno. Cada trozo es una palabra, y cada palada es otra frase, y si se tiene una espalda recia y suficiente energí a para seguir con la tarea ocho o diez horas seguidas, se podrá mantener un buen fuego.

 

Con cerca de un milló n de palabras a la vista, me sentí a preparado para trabajar incansablemente el tiempo que fuese necesario, aunque el resultado fuese incendiar la casa.

 

Durante la mayor parte de aquel primer invierno, no salí a ningú n sitio. Cada diez dí as, cogí a el coche e iba a Brattleboro a comprar comida al Grand Union, pero eso era lo ú nico con que me permití a interrumpir mi marcha habitual. Brattleboro quedaba bastante lejos, pero aquellos treinta kiló metros de má s me evitaban encuentros fortuitos. La gente de Hampton solí a hacer la compra en otro Grand Union, justo al norte de la universidad, y no habí a muchas probabilidades de que alguno de ellos apareciera en Brattleboro. Pero eso no significaba que no pudiera ocurrir, y pese a todos mis cautelosos planes, me salió el tiro por la culata. Una tarde de marzo, mientras cargaba el carro con papel higié nico en el pasillo seis, me encontré de frente con Greg y Mary Tellefson. Aquello terminó en una invitació n a cenar, y aunque hice cuanto pude por librarme, Mary siguió haciendo malabarismos con las fechas hasta que me quedé sin excusas imaginarias. Doce noches despué s, cogí la camioneta y me dirigí a su casa, al extremo del campus de Hampton, a eso de un kiló metro de donde habí a vivido con Helen y los chicos.

 

Si só lo hubieran estado ellos dos no habrí a supuesto tal suplicio para mí, pero a Greg y Mary se les habí a ocurrido invitar a otras veinte personas, y yo no estaba preparado para afrontar semejante multitud. Todos se mostraban muy simpá ticos, desde luego, y la mayorí a de ellos probablemente se alegraba de verme, pero yo me sentí a cohibido, fuera de mi elemento, y cada vez que abrí a la boca para decir algo, me encontraba diciendo lo que no debí a.

 

Ya no estaba al tanto de los cotilleos de Hampton. Todos suponí an que querí a enterarme de las ú ltimas intrigas y situaciones embarazosas, los divorcios y aventuras extramaritales, los ascensos y las peleas del claustro, pero lo cierto era que todo eso me parecí a insoportablemente aburrido. Me apartaba de una conversació n, y un momento despué s me veí a rodeado por otro grupo de gente que charlaba de lo mismo pero en té rminos diferentes.



  

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