Хелпикс

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Notas a pie de página 4 страница



 

Hector empieza a despertarse. Nos reconforta ese signo de vida, volvemos a terreno seguro. Suponemos que se ha restablecido el orden en el universo y que Hector se dedicará ahora a vengarse de Chase y a desenmascararlo por sinvergü enza. Durante los veintitantos segundos siguientes, realiza uno de sus má s sabrosos y expresivos nú meros có micos. Como quien intenta librarse de una buena resaca, se levanta del silló n, atontado y confuso, y empieza a deambular haciendo eses por el despacho. Nos reí mos. Damos cré dito a nuestros ojos y, confiados en que Hector ha vuelto a la normalidad, nos hace gracia ese espectá culo de traspié s y rodillas temblorosas por el mareo.

 

Pero entonces Hector se dirige al espejo que cuelga de la pared, y todo vuelve a cambiar. Quiere verse. Quiere peinarse y ajustarse la corbata, pero cuando mira al ó valo liso y reluciente del cristal, su cara no está allí. No tiene reflejo. Se palpa para asegurarse de que es real, para confirmar que su cuerpo es tangible, pero cuando mira de nuevo al espejo, sigue sin poder verse. Se queda perplejo, pero no le entra el pá nico. A lo mejor es el espejo, que tiene algú n defecto.

 

Sale al pasillo. En ese momento pasa una secretaria, cargada con un montó n de papeles. Hector le sonrí e, saludá ndola con la mano, pero ella parece no darse cuenta.

 

Hector se encoge de hombros. Justo entonces, dos jó venes empleados aparecen en sentido contrario. Hector les hace una mueca, gruñ e. Saca la lengua. Uno de los empleados señ ala la puerta del despacho de Hector, ¿ Todaví a no ha venido el jefe?, pregunta. No sé, contesta el otro. No lo he visto. Cuando pronuncia esas palabras, desde luego, Hector está justo delante de é l, a no má s de quince centí metros de sus narices.

 

Cambio de escena, al saló n de la casa de Hector. Su mujer deambula por la estancia, retorcié ndose las manos, llorando y enjugá ndose las lá grimas con un pañ uelo. No hay duda de que se ha enterado de la desaparició n de su marido. Entra Chase, el ignominioso C. Lester Chase, autor de la diabó lica trama para despojar a Hector de su imperio de refrescos. Pretende consolar a la pobre mujer, dá ndole palmaditas en la espalda y sacudiendo la cabeza con falsa desesperació n. Saca la misteriosa carta del bolsillo interior de la chaqueta y se la tiende a ella, explicá ndole que la ha encontrado por la mañ ana sobre el escritorio de Hector. Corte a un primerí simo plano de un extracto de la carta. Queridí sima mí a, leemos. Te ruego que me perdones. El mé dico dice que padezco una enfermedad mortal y só lo me quedan dos meses de vida. Para evitarte esa agoní a, he decidido acabar ya. No te preocupes por el negocio. Con Chase, la empresa está en buenas manos. Siempre te querré. Hector. Esos engañ os y mentiras no tardan en surtir efecto. En la siguiente toma, vemos que la carta resbala de los dedos de la mujer y cae revoloteando al suelo. Todo eso es demasiado para ella. El mundo se ha vuelto del revé s, y lo que contení a se ha roto. Menos de un segundo despué s, se desmaya.

 

La cá mara la sigue en su caí da, y luego la imagen de su cuerpo tendido, inerte, se disuelve en un plano largo de Hector. Ha salido de la oficina y deambula por la calle, intentando comprender el extrañ o y terrible acontecimiento que acaba de sucederle. Para demostrar que no queda la má s remota esperanza, se detiene en un cruce muy transitado y se queda en calzoncillos. Realiza una pequeñ a danza, camina con las manos, enseñ a el trasero a los coches que pasan, y como nadie le presta la menor atenció n, vuelve a vestirse con desá nimo y se aleja arrastrando los pies. A partir de entonces, Hector parece resignarse a su destino. No se dedica a luchar contra su estado, sino má s bien a tratar de entenderlo, y en vez de buscar un medio que le vuelva visible de nuevo (enfrentá ndose a Chase, por ejemplo, o intentando encontrar un antí doto que anule los efectos del brebaje), se dedica a hacer una serie de experimentos extrañ os e impulsivos, una investigació n sobre quié n es y en lo que se ha convertido. Inesperadamente, con un rá pido movimiento de la mano, quita de golpe el sombrero a un viandante. De modo que así son las cosas, parece decirse Hector. Aunque sea invisible para todos los que le rodean, su cuerpo aú n puede relacionarse con el mundo. Se acerca otro transeú nte. Hector le pone la zancadilla y lo hace tropezar. Sí, no cabe duda de que su hipó tesis es acertada, pero eso no significa que no haga falta investigar má s. Empezando a tomarle gusto a la tarea, coge el borde del vestido de una mujer, lo levanta y le examina las piernas. Besa a otra en la mejilla, y a una tercera en los labios. Tacha las letras de una señ al de stop y, un momento despué s, un motorista se estampa contra un tranví a. Se acerca sigilosamente a dos hombres y, dá ndoles golpecitos en la espalda y patadas en las espinillas, provoca una pelea. Hay algo cruel e infantil en esas travesuras, pero tambié n resultan agradables de ver, y cada una de ellas añ ade otro elemento al creciente conjunto de pruebas. Entonces, al recoger una pelota de bé isbol perdida que corre hacia é l por la acera, Hector hace su segundo descubrimiento importante. En cuanto un hombre invisible coge algo, el objeto desaparece de la vista. No se queda flotando en el aire; se lo traga el vací o, la misma nada que envuelve al hombre, y en el momento en que entra en esa esfera embrujada, se evapora. El niñ o que ha perdido la pelota corre al sitio donde cree que debe de haber aterrizado. Las leyes de la fí sica estipulan que la pelota debe estar allí, pero no está. El niñ o no entiende nada. Al verlo, Hector deja la pelota en el suelo y se marcha. El niñ o mira al suelo y, quié n lo iba a decir, la pelota aparece allí, parada a sus pies. ¿ Qué demonios ha ocurrido? El pequeñ o episodio concluye con un primer plano del perplejo rostro del niñ o.

 

Hector dobla la esquina y sigue andando por el siguiente bulevar. Casi inmediatamente se encuentra con un espectá culo repulsivo, algo que puede hacerle hervir la sangre a cualquiera. Un señ or grueso y bien vestido está robando un ejemplar del Morning Chronicle a un vendedor de perió dicos ciego. El cliente se ha quedado sin monedas y como tiene prisa, y está demasiado apurado para cambiar un billete, se limita a coger un perió dico y largarse. Indignado, Hector echa a correr tras é l, y cuando el hombre se para en una esquina a esperar a que cambie el semá foro, le sustrae la cartera. La escena resulta a la vez divertida e inquietante. No sentimos la menor pena por la ví ctima, pero nos quedamos ató nitos por la despreocupació n con que Hector se ha tomado la justicia por su mano. Ni siquiera cuando regresa hacia el quiosco y devuelve el dinero al vendedor ciego, nos quedamos tranquilos. A raí z del robo, pasamos unos momentos creyendo que Hector va a quedarse con el dinero, y en ese pequeñ o y sombrí o intervalo comprendemos que no ha robado al hombre gordo para enmendar una injusticia, sino sencillamente porque sabí a que no iba a pasarle nada. Su generoso acto es simplemente algo que se le ocurrió despué s. Para é l ya todo es posible, y no tiene que someterse a las normas. Puede hacer el bien si así lo quiere, pero tambié n puede hacer el mal, y en ese momento no tenemos la menor idea del camino que va a tomar.

 

En casa de Hector, su mujer se ha metido en la cama.

 

En la oficina, Chase abre una caja fuerte y saca un abultado paquete de acciones. Se sienta frente al escritorio y empieza a contarlas.

 

Mientras, Hector está a punto de cometer su primer delito grave. Entra en una joyerí a y, delante de media docena de testigos que no le ven, nuestro impalpable y desconsiderado hé roe desvalija una vitrina y se llena tranquilamente los bolsillos con puñ ados de relojes, collares y sortijas. Tiene un aire a la vez divertido y resuelto, y se dedica a la tarea con una tenue pero perceptible sonrisa en la comisura de los labios. Parece un acto caprichoso realizado con total frialdad, y por las pruebas que se nos presentan ante los ojos no tenemos má s remedio que concluir que Hector está perdido.

 

Sale de la tienda. Inexplicablemente, lo primero que hace es ir derecho a un cubo de basura que hay al borde de la acera. Mete bien el brazo entre los desperdicios y saca una bolsa de papel. Está claro que é l mismo la ha metido allí, pero aunque está llena de algo, no sabemos lo que es. Cuando vuelve frente a la joyerí a, abre la bolsa y empieza a esparcir una sustancia pulverizada por la acera, nos quedamos completamente perplejos. Podrí a ser tierra, podrí a ser ceniza, podrí a ser pó lvora; pero, sea lo que sea, no tiene sentido que Hector lo esté echando por el suelo.

 

En cuestió n de segundos, una fina lí nea oscura se extiende desde la entrada de la joyerí a hasta el bordillo de la acera. Cuando termina, Hector se adentra en la calzada.

 

Sorteando coches, esquivando tranví as, dando saltos que alternativamente le libran del peligro y lo ponen en apuros, sigue vaciando la bolsa a medida que cruza la calle, como un campesino enloquecido que pretendiera plantar una hilera de semillas. La lí nea cruza ahora la avenida.

 

Cuando Hector se sube al bordillo de la acera de enfrente y sigue extendiendo la lí nea, caemos de pronto en la cuenta. Está dejando un rastro. Todaví a no sabemos adonde llevará, pero cuando abre el portal del edificio que tiene delante y desaparece por el umbral, sospechamos que estamos a punto de ser ví ctimas de otra jugarreta. El portal se cierra tras é l, y el á ngulo cambia bruscamente.

 

Vemos un plano general del edificio donde Hector acaba de entrar: la sede de la Fizzy Pop Beverage.

 

A partir de entonces se acelera la acció n. En una agitació n de rá pidas secuencias expositivas, el gerente de la joyerí a descubre que le han robado, sale corriendo a la acera, para a un policí a, y entonces, con gestos precipitados, dictados por el pá nico, explica lo que ha pasado. El policí a baja la vista, advierte la lí nea negra en la acera y la sigue luego con los ojos hasta el edificio de la Fizzy Pop, al otro lado de la calle. Parece una pista, dice. Veamos adonde lleva, sugiere el gerente, y ambos echan a andar hacia el edificio.

 

Plano de Hector. Ahora va por un pasillo, dando con mucho esmero los ú ltimos toques a su rastro. Llega a la puerta de un despacho y, mientras vací a los ú ltimos granos de polvo en la parte exterior del umbral, la cá mara se inclina hacia arriba para mostrarnos el letrero escrito en el dintel: C. LESTER CHASE, VICEPRESIDENTE. Justo entonces, con Hector aú n en cuclillas, la puerta se abre de golpe y sale el propio Chase. Hector logra retroceder en el ú ltimo segundo —antes de que Chase tropiece con é l—, y entonces, cuando la puerta empieza a cerrarse, se introduce por la abertura y entra en el despacho andando como un pato. Incluso cuando el melodrama se acerca a su punto culminante, Hector sigue acumulando las situaciones có micas. Solo en el despacho, ve las acciones esparcidas sobre la mesa de Chase. Las recoge, iguala los bordes con aire meticuloso y se las guarda en la chaqueta. Luego, con una serie de rá pidos y entrecortados movimientos, se va metiendo las manos en los bolsillos para sacar las joyas, dejando sobre el cartapacio de Chase un cú mulo de artí culos robados. En cuanto el ú ltimo anillo pasa a engrosar la colecció n, vuelve Chase, frotá ndose las manos y con aspecto de estar sumamente satisfecho consigo mismo.

 

Hector retrocede. Ya ha terminado su tarea, y lo ú nico que le queda es observar lo que se le viene encima a su enemigo.

 

Todo ocurre en un remolino de desconcierto y confusió n, de justicia hecha y justicia burlada. Al principio, las joyas distraen a Chase, que no se da cuenta de que las acciones han desaparecido. Pierde tiempo sin hacer nada, y cuando por fin mete la mano bajo el reluciente montó n y comprueba que las acciones no está n allí, ya es demasiado tarde. La puerta se abre de golpe, y se precipitan en el despacho el policí a y el gerente de la joyerí a. Las joyas se identifican, el delito queda resuelto y el ladró n es detenido. No importa que Chase sea inocente. El rastro ha llevado a su puerta, y lo han pillado in fraganti, con la mercancí a en la mano. Protesta, desde luego, intenta escapar por la ventana, se pone a tirar botellas de Fizzy Pop a sus captores, pero despué s de unas desenfrenadas escenas en las que intervienen una porra y una bayoneta, terminan reducié ndolo. Hector se limita a mirar con sombrí a indiferencia. Incluso cuando esposan a Chase y se lo llevan del despacho, Hector no parece alegrarse mucho de su victoria. Su plan ha funcionado a la perfecció n, pero ¿ de qué le ha servido? La jornada ya está tocando a su fin y é l sigue siendo invisible.

 

Sale otra vez a la calle y se pone a caminar sin rumbo.

 

Los bulevares del centro está n desiertos, y es como si Hector fuese la ú ltima persona que queda en la ciudad. ¿ Qué ha pasado con la multitud y la conmoció n que antes habí a a su alrededor? ¿ Dó nde está n los coches y los tranví as, el gentí o que abarrotaba las aceras? Por un momento nos preguntamos si no se ha invertido el maleficio. A lo mejor Hector ha vuelto a ser visible, pensamos, y todo lo demá s ha desaparecido. Entonces, de pronto, aparece un camió n a toda velocidad. Pasa sobre un charco y el agua salta de la calzada, salpicando todo lo que hay alrededor. Hector queda empapado, pero cuando la cá mara se pone frente a é l para mostrarnos los estragos causados en el traje, vemos que está impecable. Tendrí a que resultar un momento divertido, pero no lo es, y como Hector hace deliberadamente que no resulte divertido (una larga y compungida mirada al traje; la decepció n cuando ve que no está salpicado de barro), ese simple truco cambia el tono de la pelí cula. Al caer la noche, lo vernos volver a casa. Entra, sube la escalera que lleva a la planta alta y entra en la habitació n de sus hijos. La niñ a y el niñ o está n dormidos, cada uno en una cama. Se sienta en la de la niñ a, observa su rostro un momento y alza la mano para acariciarle la cabeza. Pero justo cuando está a punto de tocarla se detiene de pronto, dá ndose cuenta de que su contacto puede despertarla, y si abre los ojos en el cuarto a oscuras y no ve a nadie se asustará. Es una secuencia conmovedora, y Hector la interpreta con sencillez y contenció n. Ha perdido el derecho a acariciar a su propia hija, e incluso cuando le vemos titubear y finalmente retirar la mano, nos damos plenamente cuenta de la maldició n que pesa sobre é l. En ese pequeñ o gesto —la mano quieta en el aire, la palma apenas a unos centí metros de la cabeza de la niñ a—, comprendemos que lo han reducido a la nada.

 

Como un fantasma, se pone en pie y sale del dormitorio. Sigue por el pasillo, abre una puerta y entra en una habitació n. Es la suya, y ahí está su mujer, su esposa bienamada, dormida en la cama. Hector se detiene. Ella se revuelve en el lecho, cambiando bruscamente de postura y retirando las sá banas a patadas, presa de alguna horrible pesadilla. Hector se acerca a la cama y le coloca con cuidado las mantas, le ahueca la almohada y apaga la lá mpara de la mesilla de noche. Empiezan a ceder los movimientos irregulares de su mujer, que al cabo de poco duerme con un sueñ o profundo y tranquilo. Hector retrocede, le lanza un beso con los dedos y se sienta en una butaca cerca de los pies de la cama. Parece que tenga intenció n de pasar allí la noche, vigilando su sueñ o como algú n espí ritu benevolente. Aunque no pueda tocarla ni hablar con ella, es capaz de protegerla y de sentir el influjo de su presencia. Pero los hombres invisibles no son inmunes al agotamiento. Tienen cuerpos igual que todo el mundo, y han de dormir como cualquier otro mortal. Le empiezan a pesar los pá rpados. Se le caen y se le cierran, los vuelve a abrir y, aunque se remueve un par de veces para mantenerse despierto, está claro que es una batalla perdida. Un momento despué s, sucumbe.

 

La escena se funde en negro. Cuando vuelve la imagen, ya es de dí a y la luz entra a raudales a travé s de los visillos. Plano de la mujer de Hector, que sigue durmiendo en la cama. Luego, corte a Hector, dormido en la butaca.

 

Lo vemos en una postura inconcebible, es un có mico enredo de miembros contorsionados y articulaciones dislocadas, y como no estamos preparados para el espectá culo que ofrece ese hombre dormido en forma de ocho, nos reí mos, y con la risa el tono de la pelí cula cambia de nuevo.

 

Su adorada esposa se despierta primero, y cuando abre los ojos y se incorpora, su rostro —que pasa de la alegrí a a la incredulidad y a un cauteloso optimismo— nos lo dice todo. Salta de la cama y se precipita hacia Hector. Le toca la cabeza (echada hacia atrá s sobre el brazo de la butaca) y el cuerpo de Hector parece sufrir una serie de descargas elé ctricas de alto voltaje, que le agitan de forma incontrolada brazos y piernas hasta incorporarlo finalmente en el asiento. Entonces abre los ojos. Involuntariamente, sin recordar que debe de seguir siendo invisible, sonrí e a su mujer. Se besan, y en el momento en que sus labios se juntan, Hector retrocede, confuso. ¿ Está allí de verdad?

 

¿ Se ha roto el maleficio, o só lo está soñ ando? Se toca la cara, se pasa la mano por el pecho y luego mira a su mujer a los ojos. ¿ Me ves?, le pregunta. Pues claro que te veo, dice ella y, con los ojos llenos de lá grimas, se inclina hacia é l y lo vuelve a besar. Pero Hector no está convencido. Se aparta de la butaca y se pone frente a un espejo colgado en la pared. Allí está la prueba: si logra ver su reflejo, sabrá sin duda que la pesadilla ha terminado. Damos por descontado que así será, pero lo bonito de esa escena es la lentitud de su reacció n. Durante unos segundos, no se altera la expresió n de su rostro, y cuando entorna los ojos frente al hombre que le mira fijamente desde la pared, es como si viese a un desconocido, como si contemplara el rostro de alguien que no hubiera visto en la vida. Entonces, mientras la cá mara se va acercando para encuadrarlo en primer plano, Hector empieza a sonreí r. Viniendo inmediatamente despué s de aquella escalofriante perplejidad, la sonrisa sugiere algo má s que un simple redescubrimiento de sí mismo. Ya no está mirando al Hector de antes. Ahora es otra persona, y por mucho que se parezca a la anterior, lo han concebido de nuevo, lo han vuelto del revé s y han producido un hombre nuevo. La sonrisa se ensancha, se hace má s radiante, má s satisfecha del rostro hallado en el espejo. Un cí rculo empieza a cerrarse en torno a ella, y al cabo de poco no vemos sino esos labios sonrientes, la boca y el bigote por encima. El bigote se agita unos instantes y el cí rculo se va haciendo cada vez má s y má s pequeñ o. Cuando por fin se cierra, se acaba la pelí cula, En efecto, la carrera de Hector concluye con esa sonrisa. Cumple los té rminos de su contrato realizando otra pelí cula, pero Doble o nada no puede considerarse una obra nueva. Kaleidoscope estaba por entonces a punto de la bancarrota, y no quedaba dinero suficiente para montar otra producció n de envergadura. Por eso, Hector sacó fragmentos de material sobrante de otros films y con ellos confeccionó como pudo una antologí a de situaciones có micas, batacazos e improvisadas astracanadas. Fue una ingeniosa operació n de salvamento, pero no nos enseñ a nada nuevo aparte de revelarnos la pericia de Hector como montador. Para evaluar su obra con imparcialidad, tenemos que considerar Don Nadie como su ú ltima pelí cula. Es una reflexió n sobre su propia desaparició n, y pese a toda su ambigü edad y sus sesgadas insinuaciones, pese a todas las cuestiones morales que plantea y luego se niega a responder, se trata fundamentalmente de una pelí cula sobre la angustia de la propia identidad. Hector está buscando el modo de decirnos adió s, de despedirse del mundo, y para ello debe distanciarse de sí mismo. Se vuelve invisible, y cuando la magia se disipa finalmente y se hace visible de nuevo, no reconoce su propio rostro. Observamos có mo se mira, y en esa inquietante duplicació n de perspectivas, le vemos afrontar el hecho de su propia aniquilació n. Doble o nada. Así decidió titular su siguiente pelí cula. Esa expresió n no guarda ni la má s remota relació n con nada de lo que ocurre en dieciocho minutos, en ese batiburrillo de cabriolas y proezas fí sicas. Hacen referencia a la escena del espejo de Don Nadie, y en el momento en que esa extraordinaria sonrisa se apodera del rostro de Hector, se nos ofrece un breve atisbo de lo que le reserva el futuro. Con esa sonrisa vuelve a nacer, pero ya no es el mismo, se acabó el Hector Mann que nos ha divertido y entretenido durante todo un añ o. Lo vemos transformado en alguien que ya no reconocemos, y antes de que podamos asimilar quié n podrí a ser, el nuevo Hector desaparece. Un momento despué s, por primera y ú nica vez en toda su filmografí a, la palabra FIN aparece escrita en la pantalla, y eso fue lo ú ltimo que llegó a verse de é l.

 

 
 3
 

 

 

Escribí el libro en menos de nueve meses. El manuscrito acabó teniendo má s de trescientas pá ginas mecanografiadas, y cada una de ellas me costó una batalla. Si logré terminarlo, fue simplemente porque no hací a otra cosa. Trabajaba siete dí as a la semana, sentado a la mesa entre diez y doce horas dianas, y salvo por pequeñ as excursiones a la calle Montague a hacer acopio de comida, papel, tinta y cintas para la má quina de escribir, rara vez salí a del apartamento. No tení a telé fono, ni radio, ni televisió n, ni vida social de especie alguna. Una vez en abril y otra en agosto fui en metro a Manhattan para consultar unos libros en la biblioteca pú blica, pero aparte de eso no me moví de Brooklyn. Aunque en realidad tampoco estaba en Brooklyn. Estaba en el libro, y el libro estaba en mi cabeza, y mientras siguiera allí dentro, podrí a seguir escribié ndolo. Era como vivir en una celda acolchada, pero de todas las vidas que podí a haber llevado en aquel momento, era la ú nica que tení a algú n sentido para mí. No era capaz de relacionarme con el mundo, y sabí a que si intentaba volver a é l antes de que estuviera preparado, acabarí a hecho trizas. Así que pasaba el tiempo encerrado en mi pequeñ o apartamento, escribiendo sobre Hector Mann.

 

Era un trabajo lento, y hasta absurdo, quizá, pero requirió toda mi atenció n durante nueve meses seguidos, y como estaba demasiado ocupado para pensar en otra cosa, probablemente me salvó de volverme loco.

 

A finales de abril, escribí a Smits para pedirle que me prolongara la excedencia durante el semestre de otoñ o.

 

Seguí a estando indeciso sobre mis planes a largo plazo, le decí a, pero a menos que las cosas cambiaran radicalmente en los meses siguientes, probablemente dejarí a la enseñ anza; si no para siempre, al menos durante una buena temporada. Esperaba que me perdonase. No era que hubiese perdido el interé s. Simplemente no estaba seguro de que me sostuvieran las piernas cuando me levantara para hablar delante de los alumnos.

 

Poco a poco me iba acostumbrando a estar sin Helen y los niñ os, pero eso no quiere decir que adelantara mucho. No sabí a quié n era, ni tampoco lo que querí a, y hasta que encontrara la manera de volver a vivir con los demá s, só lo seguirí a siendo medio humano. Mientras estuve escribiendo el libro, fui aplazando intencionadamente el momento de pensar en el futuro. Lo má s sensato habrí a sido quedarse en Nueva York, comprar algunos muebles para el apartamento que tení a alquilado y empezar allí una nueva vida, pero cuando llegó la hora de dar el paso, me decidí en contra y volví a Vermont. Me encontraba entonces a punto de concluir la revisió n, disponié ndome a mecanografiar la versió n definitiva para presentarla a los editores, cuando de pronto se me ocurrió que Nueva York era el libro, y una vez que lo terminara tendrí a que irme de allí y marcharme a otra ciudad. Vermont era probablemente el sitio menos indicado, pero era territorio conocido, y sabí a que al volver estarí a otra vez cerca de Helen, que podrí a respirar el mismo aire que habí amos respirado juntos cuando ella viví a. Esa idea me confortaba. No podí a volver a la vieja casa de Hampton, pero no faltarí an má s casas en otras ciudades, y mientras permaneciera aproximadamente por aquella zona podrí a continuar con mi delirante y solitaria vida sin tener que volver la espalda al pasado. Todaví a no estaba preparado para abandonarlo.

 

Só lo habí a transcurrido añ o y medio, y querí a seguir guardando luto. Lo ú nico que necesitaba era otro proyecto en que trabajar, otro mar donde ahogarme.

 

Acabé comprando una casa en la ciudad de West T—, a unos cuarenta kiló metros al sur de Hampton. Era una casita ridí cula, una especie de chalé de montañ a prefabricado, con moqueta de pared a pared y una chimenea elé ctrica, pero su fealdad era tan extrema que rayaba en lo precioso. No tení a encanto ni cará cter, ni detalles amorosamente trabajados, nada que indujera a pensar que alguna vez podrí a convertirse en un hogar. Era un hospital para muertos vivientes, parada obligada de afligidos, y habitar en aquel interior anodino e impersonal equivalí a a comprender que el mundo era una ilusió n que habí a que reinventar cada dí a. Pese a todos sus fallos de concepció n, sin embargo, las dimensiones de la casa me parecieron ideales. No era tan grande para que uno se sintiera perdido en ella, ni tan pequeñ a para tener la sensació n de estar encerrado. Tení a una cocina con claraboyas en el techo; un saló n a un nivel má s bajo con un ventanal y dos paredes vací as lo bastante altas para poner estanterí as donde colocar mis libros; una galerí a sobre el saló n y tres habitaciones de proporciones idé nticas: una para dormir, otra para trabajar y otra para almacenar las cosas que ya no era capaz de mirar pero que no me decidí a a tirar. Por su forma y dimensiones era ideal para alguien que quisiera vivir solo, con la ventaja añ adida de estar completamente aislada. Situada hacia la mitad de la ladera de una montañ a y rodeada de espesos bosques de abedules, abetos y arces, só lo era accesible por un camino de tierra. Si no me apetecí a ver a nadie, no tení a por qué hacerlo. Y lo má s importante, nadie tendrí a que verme a mí.

 

Me mudé justo despué s del primero de añ o, en 1987, y durante las seis semanas siguientes me dediqué a cosas prá cticas: montar librerí as, instalar una estufa de leñ a, vender el coche y sustituirlo por una camioneta con tracció n a las cuatro ruedas. Cuando nevaba, la montañ a se volví a traicionera, y como se pasaba nevando casi todo el tiempo, me hací a falta un vehí culo que me permitiera bajar y subir sin que cada viaje se convirtiera en una aventura. Contraté a un fontanero y a un electricista para que arreglaran cañ erí as y cables, pinté paredes, apilé leñ a para todo el invierno y compré un ordenador, una radio y un aparato que era a la vez, telé fono y fax. Mientras, El silencioso mundo de Hector Mann iba abrié ndose paso poco a poco entre los tortuosos canales de las editoriales universitarias. A diferencia de otros libros, las obras de erudició n no se publican ni se rechazan segú n el criterio de un solo responsable de la editorial. Se enví an copias del manuscrito a diversos especialistas en la materia de que se trate, y no se toma una decisió n hasta que é stos hayan leí do la propuesta y enviado sus respectivos informes. Por ese trabajo se pagan unos honorarios mí nimos (unos doscientos dó lares, en el mejor de los casos), y como los especialistas suelen ser profesores que se dedican a dar clase y a escribir sus propios libros, el proceso a veces se alarga demasiado.



  

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