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Notas a pie de página 3 страница
Nada de eso serí a posible sin la intervenció n de la cá mara. La intimidad del bigote parlante es creació n del objetivo. En todas las pelí culas de Hector, el á ngulo cambia en diversos momentos, y un primer plano sucede de pronto a un plano general o medio. El rostro de Hector llena la pantalla y, suprimida ya toda referencia al entorno, el bigote se convierte en el centro del mundo. Empieza a moverse, y como Hector es capaz de controlar los demá s mú sculos de la cara, el bigote parece moverse por sí solo, como un animalito dotado de conciencia y voluntad independiente. Las comisuras de los labios se curvan un poco, las aletas de la nariz se ensanchan apenas, pero mientras el bigote lleva a cabo sus grotescos virajes, el rostro permanece esencialmente quieto, y en esa inmovilidad se ve uno como en un espejo, porque en esos momentos es cuando Hector se muestra má s plena y convincentemente humano, como un reflejo de lo que somos todos cuando estamos solos con nosotros mismos. Las secuencias en primer plano está n reservadas para los pasajes crí ticos de la historia, las coyunturas de mayor tensió n o sorpresa, y nunca duran má s de cuatro o cinco segundos.
Cuando aparecen, todo lo demá s se detiene. El bigote se lanza a su soliloquio, y en esos pocos momentos preciosos la acció n da paso al pensamiento. Podemos leer lo que ocurre en la mente de Hector como si estuviera escrito con todas las letras en la pantalla, y antes de que desaparezcan, esas letras no son menos visibles que un edificio, un piano o un pastel en la cara.
En movimiento, el bigote es un instrumento para expresar lo que todo hombre piensa. En reposo, es algo má s que un adorno. Señ ala el lugar de Hector en el mundo, establece el tipo de personaje que debe representar, y define quié n es a ojos de los demá s; pero só lo pertenece a un hombre, y como se trata de un bigotito absurdamente fino y grasiento, no puede caber duda alguna de quié n es ese hombre. Es el caballero sudamericano, el latin lover, el pí caro de tez morena con sangre ardiente corriendo por sus venas. Añ á dase el pelo lacio y brillante peinado hacia atrá s y el omnipresente traje blanco, y el resultado es una inequí voca mezcla de elegancia y dinamismo. É sa es la clave de las imá genes. El sentido se comprende de una sola ojeada, y como una cosa va dando inevitablemente paso a otra en ese universo minado de bromas, donde las alcantarillas no tienen tapadera y los cigarros puros explotan, en cuanto se ve a un hombre vestido de blanco paseando por la calle ya se sabe que el traje le va a causar problemas.
Despué s del bigote, el traje es el elemento má s importante del repertorio de Hector. El bigote es el ví nculo con su fuero interno, una metonimia de impulsos, cogitaciones y tormentas mentales. El traje encarna su relació n con el mundo social, y con su brillo de bola de billar resaltando entre los grises y negros que lo rodean, atrae la mirada como un imá n. Hector lleva ese traje en todas las pelí culas, y en cada una de ellas hay al menos una situació n prolongada que gira en torno a los peligros que entrañ a mantenerlo limpio. Barro y aceite de coche, melaza y salsa de espaguetis, hollí n de la chimenea y charcos que salpican: en uno u otro momento, todo lí quido negruzco, toda sustancia oscura amenaza con manchar la prí stina dignidad del traje de Hector. Es la posesió n de la que se siente má s orgulloso, y lo lleva con ese aire atildado y cosmopolita del hombre que sale a la calle a impresionar al mundo. Se lo pone todas las mañ anas, del mismo modo que un caballero andante se reviste de su armadura, prepará ndose para las batallas que la sociedad le tenga reservadas para ese dí a, y ni una sola vez se detiene a considerar que está logrando lo contrario de lo que pretende. No se está protegiendo de los posibles tropiezos, se está convirtiendo en un objetivo, en el centro de todos los contratiempos que puedan ocurrir en un radio de cien metros en torno a su persona. El traje blanco es una señ al de la vulnerabilidad de Hector, y confiere cierto patetismo a las bromas que el mundo le gasta. Obstinado en su elegancia, aferrado a la convicció n de que el traje lo transforma en el hombre má s deseable y seductor, Hector eleva su propia vanidad a una causa con la que los espectadores pueden simpatizar. Hay que fijarse en có mo se quita motas de imaginario polvo de la chaqueta mientras llama al timbre de la casa de su novia en Doble o nada, para comprender que ya no se está viendo una demostració n de amor propio: se contemplan los tormentos derivados de la timidez.
El traje blanco convierte a Hector en un desvalido. Pone al pú blico de su parte, y en cuanto un actor logra eso, ya puede hacer lo que le dé la gana.
Era demasiado alto para hacer simplemente de payaso, demasiado atractivo para interpretar el papel de ingenuo apocado, como tantos otros có micos. Con sus expresivos ojos negros y su elegante nariz, Hector tení a aspecto de un primer actor mediocre, un personaje romá ntico y resultó n que se habí a metido por equivocació n en el plató donde se rodaba otra pelí cula. Era plenamente adulto, y la presencia misma de una persona así parecí a ser contraria a las normas establecidas de la comedia. Los actores graciosos tení an que ser bajitos, contrahechos o gordos.
Eran pillines y bufones, necios y parias, niñ os disfrazados de mayores o adultos con mentalidad infantil. No hay má s que pensar en la juvenil redondez de Arbuckle, su timidez, la sonrisa tonta en los labios pintados, feminizados. Recordad el dedo í ndice que se lleva a la boca cada vez que le mira una chica. Repasad la lista de objetos de utilerí a y vestuario que forjaron la carrera de reconocidos maestros: el vagabundo de Chaplin, con los desmadejados zapatos y la harapienta ropa; el tí mido de Lloyd, con sus gafas de montura de concha; el atontado de Keaton, de sombrero chato y facciones inertes; el imbé cil de Langdon, de piel blanca como la tiza. Todos son inadaptados sociales, y como esos personajes no pueden ni amenazarnos ni ser merecedores de envidia, les deseamos suerte para que triunfen sobre sus enemigos y conquisten el corazó n de la chica. El ú nico problema es que no saben qué hacer con la chica una vez que se quedan a solas con ella.
Con Hector nunca nos asaltan esas dudas. Cuando guiñ a el ojo a la chica, lo má s probable es que ella se lo guiñ e a su vez. Y en ese momento está claro que ninguno de los dos está pensando en boda.
La risa, sin embargo, no está ni mucho menos garantizada. Hector no es lo que pudiera llamarse un personaje encantador, y tampoco alguien que necesariamente inspire compasió n. Si logra conquistar la simpatí a del espectador es porque nunca sabe cuá ndo renunciar. Trabajador y sociable, perfecta encarnació n de l’homme moyen sensuel, no está en desacuerdo con el mundo, sino que es má s bien una ví ctima de las circunstancias, un hombre con una inagotable habilidad para atraer la mala suerte. Hector siempre tiene un plan en la cabeza, un motivo que justifica sus actos, pero siempre ocurre algo que le impide realizar su objetivo. Sus pelí culas está n erizadas de extrañ os incidentes fí sicos, descabelladas averí as mecá nicas, objetos que se niegan a comportarse como deberí an. Una persona con menos confianza en sí misma se dejarí a derrotar por esos inconvenientes, pero aparte de algú n que otro estallido de exasperació n (limitado a los monó logos del bigote), Hector nunca se queja. Hay puertas que le pillan los dedos al cerrarse de golpe, abejas que le pican en el cuello, estatuas que le caen en la punta del pie, pero una y otra vez se sobrepone a sus infortunios y continú a su camino. Se le empieza a admirar por su perseverancia, por la tranquilidad de espí ritu que se apodera de é l frente a la adversidad, pero lo que mantiene la atenció n del espectador es la forma en que se mueve. Hector es capaz de cautivar a cualquiera con un solo gesto entre mil. Vivaracho y á gil, desenfadado hasta rozar la indiferencia, se abre paso en la carrera de obstá culos de la vida sin la menor muestra de torpeza ni miedo, deslumbrando al espectador con sus cabriolas y regates, sus sú bitas piruetas y convulsas pavanas, sus reacciones tardí as, triples saltos y contoneos de bailarí n de rumba. No hay má s que observar el tamborileo, la impaciencia de los dedos, los suspiros, tan há bilmente calculados, la leve inclinació n de cabeza cuando algo inesperado le llama la atenció n. Esas diminutas acrobacias caracterizan al personaje, pero tambié n se disfrutan por sí solas. Incluso cuando el papel matamoscas le sobresale bajo la suela del zapato y el niñ o de la casa acaba inmovilizá ndolo con un lazo (amarrá ndole los brazos a los costados), Hector se mueve con insó lita gracia y compostura, no dudando ni un momento de que pronto podrá salir del apuro; aunque le esté esperando el siguiente en la habitació n de al lado. Mala suerte para Hector, desde luego, pero así son las cosas. Lo que importa no es la habilidad para evitar los problemas, sino la manera en que se enfrenta uno a ellos cuando se presentan.
La mayorí a de las veces, Hector se encuentra en lo má s bajo de la escala social. Só lo está casado en dos de sus pelí culas (Casa y hogar y Don Nadie), y salvo por el detective privado que interpreta en El fisgó n y el papel de mago ambulante en Vaqueros, es un patá n contratado para realizar trabajos ingratos, modestos y mal retribuidos. Camarero en El Jockey Club, chó fer en Fin de semana en el campo, vendedor a domicilio en Peleles, profesor de baile en El lí o del tango, empleado de banca en La cuenta del contable, Hector suele presentarse como un joven que empieza a abrirse camino en la vida. Sus perspectivas distan mucho de ser prometedoras, pero nunca da la impresió n de ser un fracasado. Se comporta con demasiado orgullo para eso, y al verle trabajar, con ese aire de seguridad y competencia de quien tiene confianza en sus propios conocimientos, se comprende que es una persona destinada al é xito. En consecuencia, la mayorí a de las pelí culas de Hector termina de dos maneras; o conquista a la chica o realiza un acto de heroí smo que llama la atenció n de su jefe. Y si su jefe es demasiado burro para darse cuenta (los ricos y las personas influyentes quedan casi siempre como estú pidos), la chica verá lo que ha pasado y eso será recompensa suficiente. Siempre que debe elegirse entre el amor y el dinero, el amor tendrá la ú ltima palabra. Trabajando de camarero en El Jockey Club, por ejemplo, Hector consigue pescar a un ladró n de joyas mientras sirve varias mesas de borrachos que asisten a un banquete en honor de una campeona de aviació n, Wanda McNoon. Con la mano izquierda, deja sin sentido al ladró n con una botella de champá n; con la derecha, sirve el postre en la mesa al mismo tiempo, y como el corcho sale disparado de la botella y el jefe de camareros recibe una ducha con un litro má s o menos de Veuve Clicquot, Hector se queda sin trabajo. Pero no importa. La chispeante Wanda es testigo presencial de la hazañ a de Hector. Le pasa con disimulo su nú mero de telé fono, y en la escena final suben los dos al avió n de ella y salen volando hacia las nubes.
De conducta imprevisible, lleno de impulsos y deseos contradictorios, el personaje de Hector está trazado con demasiada complejidad para que nos sintamos enteramente có modos en su compañ í a. No es un personaje de repertorio ni un tipo normal, y por cada una de sus acciones que nos parezca ló gica, siempre hay otra que nos confunde y nos deja desconcertados. Hace gala de la esforzada ambició n de un inmigrante curtido, de una persona resuelta a superar todos los obstá culos y abrirse paso en la jungla norteamericana, pero la simple visió n de una mujer hermosa es suficiente para apartarlo completamente de su camino, dispersando a los cuatro vientos sus bien trazados planes. Hector tiene la misma personalidad en todas sus pelí culas, pero sus preferencias no tienen una jerarquí a fija, no hay manera de saber cuá l será su pró ximo capricho. A la vez hombre del pueblo y aristó crata, materialista y romá ntico, es un hombre de modales precisos, puntillosos, que nunca vacila en hacer grandes gestos. Entregará la ú ltima moneda que le quede a un mendigo de la calle, pero no le moverá tanto la caridad o la compasió n como la poesí a del acto mismo. Por mucho que trabaje, sea cual sea la diligencia que aplique a la realizació n de las í nfimas y a menudo absurdas tareas que le asignan, Hector transmite una sensació n de distanciamiento, como si en cierto modo se estuviera burlando de sí mismo y felicitá ndose a la vez. Parece vivir en un estado de iró nico desconcierto, participando en el mundo al tiempo que lo observa desde muy lejos. En la que quizá sea su mejor obra, El utilero, convierte esos dos puntos de vista opuestos en un principio unificado del caos. Era el noveno cortometraje de la serie, y Hector interpreta al director de escena de un pequeñ o y zarrapastroso grupo de teatro. La compañ í a recala en un pueblo llamado Wishbone Falls para representar durante tres dí as A caballo regalado no se le mira el diente, comedia de enredo del conocido dramaturgo francé s Jean-Pierre Saint-Jean de la Pierre. Cuando abren el camió n para descargar los decorados y meterlos en el teatro, descubren que han desaparecido. ¿ Qué hacer? Sin ellos no pueden representar la obra. Hay que amueblar toda una sala de estar, por no mencionar la falta de otros accesorios importantes: una pistola, un collar de diamantes y un cerdo asado. A las ocho de la tarde del dí a siguiente se levantará el teló n, y a menos que puedan crear un decorado de la nada, la compañ í a dejará de existir. El director del grupo, un presuntuoso fanfarró n con un pañ uelo al cuello y un monó culo en el ojo izquierdo, mira en la parte de atrá s del camió n, le da un soponcio y se queda como muerto. El asunto pasa a las manos de Hector. Despué s de unas breves pero incisivas observaciones de su bigote, sopesa la situació n con calma, se alisa la pechera de su inmaculado traje blanco y se dispone resueltamente a ocuparse del asunto. Durante los siguientes nueve minutos y medio, la pelí cula se convierte en una ilustració n de la famosa consigna anarquista de Proudhon: toda propiedad es un robo. En una serie de breves y frené ticos episodios, Hector corre de un lado para otro y roba la utilerí a. Vemos có mo intercepta una entrega de muebles al almacé n de una galerí a comercial y se apodera de mesas, sillas y lá mparas, que carga en su propio camió n y conduce rá pidamente al teatro. Roba cubiertos de plata, copas y un servicio completo de porcelana en la cocina de un hotel. Logra pasar a la trastienda de una carnicerí a con una falsa hoja de pedido de un restaurante de la ciudad y sale con la canal de un cerdo cargada al hombro. Por la noche, en una fiesta que dan a los actores los ciudadanos má s importantes de la localidad, le quita al sheriff el revó lver de la cartuchera. Poco despué s, abre há bilmente el pasador de un collar que lleva una mujer rechoncha de mediana edad, extasiada bajo los efectos de su encanto seductor. Nunca se muestra tan zalamero como en esta escena. Despreciable en sus simulaciones, odioso en la hipocresí a de su ardor, tambié n aparece como un bandido heroico, un idealista dispuesto a sacrificarse por el bien de la causa. Nos repelen sus tá cticas, pero al mismo tiempo rezamos para que le salga bien el robo. El espectá culo tiene que proseguir, y si Hector no logra embolsarse las alhajas, se acabó la funció n. Para complicar la intriga aú n má s, Hector acaba de ver a la guapa de la ciudad (hija del sheriff, para má s casualidad), e incluso sin interrumpir su asalto amoroso a la rolliza matrona, empieza a hacerle ojitos a escondidas a la joven belleza. Afortunadamente, Hector y su ví ctima se encuentran detrá s de una cortina de terciopelo. Está echada hasta la mitad, tapando el hueco que separa el vestí bulo del saló n, y como Hector está situado a este lado de la mujer y no al otro, puede mirar al saló n con só lo inclinar un poco la cabeza a la izquierda. Pero la mujer permanece oculta a la vista, y aun cuando Hector alcanza a ver a la chica y la chica puede ver a Hector, ella no sabe que la mujer está allí. Eso permite a Hector perseguir sus dos objetivos a la vez —la falsa y la verdadera seducció n—, y có mo juega con ambos elementos al mismo tiempo, contraponié ndolos en una sabia mezcla de planos y á ngulos de cá mara, cada uno de ellos hace que el otro resulte má s có mico de lo que habrí a sido por sí solo. É sa es la esencia del estilo de Hector.
Nunca se conforma con una sola gracia. En cuanto se ha establecido una situació n, hay que añ adir otro toque de humor, y luego un tercero y posiblemente hasta un cuarto.
Los gags de Hector se despliegan como composiciones musicales, formando una confluencia de lí neas y voces contrastantes, y cuantas má s voces interactú an en el Conjunto, má s precario e inestable resulta el mundo. En El utilero, Hector hace cosquillas en la nuca a la mujer detrá s de la cortina, juega al cucú -trastrá s con la chica en la otra habitació n, y acaba escamoteando el collar cuando pasa un camarero y tropieza con el borde del vestido de la mujer, vertié ndole en la espalda toda una bandeja de bebidas, lo que da a Hector el tiempo preciso para desabrochar el cierre. Ha logrado lo que se proponí a; pero só lo por casualidad, salvado una vez má s por la imprevisible rebeldí a de lo material.
A la tarde siguiente se levanta el teló n, y la representació n es un é xito clamoroso. El carnicero, el dueñ o de los grandes almacenes, el sheriff y la gorda está n, sin embargo, entre el pú blico y justo cuando los actores salen a saludar y a lanzar besos a la entusiasta multitud, un agente de policí a le pone a Hector las esposas para llevá rselo a la cá rcel. Pero Hector está feliz, y no da la má s mí nima muestra de arrepentimiento. Ha salvado la funció n, y ni siquiera la amenaza de perder la libertad hace mella en su triunfo. A cualquiera que conozca las dificultades con que Hector se encontraba mientras rodaba sus pelí culas, le resulta imposible no interpretar El utilero como una pará bola de su vida, marcada por el contrato con Seymour Hunt y las batallas libradas en Kaleidoscope Pictures para realizar su obra. Cuando se lleva todas las de perder, la ú nica manera de ganar es rompiendo las reglas. Se ponen todos los medios en prá ctica, como suele decirse, y si a uno le terminan cogiendo con las manos en la masa, al menos se pierde luchando por una buena causa.
Ese jubiloso desdé n hacia las consecuencias cobra un matiz sombrí o en el undé cimo film de Hector, Don Nadie. Ya se le estaba acabando el tiempo, y debí a de saber que, una vez vencido el contrato, su carrera tocarí a a su fin. Estaba llegando el sonoro. Eran cosas de la vida, un hecho inevitable que sin duda acabarí a con todo lo realizado anteriormente, y el arte que Hector tanto se habí a esforzado en dominar dejarí a de existir. Aunque hubiese sido capaz de transformar sus ideas para adaptarse al nuevo estilo, no le habrí a servido de nada. Hector hablaba con marcado acento españ ol, y en cuanto abriera la boca, el pú blico norteamericano lo rechazarí a. En Don Nadie se permite un toque de amargura. El futuro era sombrí o, y el presente estaba empañ ado por los crecientes problemas financieros de Hunt. De un mes a otro, los estragos se extendí an a todas las actividades de Kaleidoscope. Se recortaban los presupuestos, no se pagaban los salarios y los elevados intereses de los pré stamos a corto plazo dejaban a Hunt en una continua necesidad de liquidez. Pedí a prestado a las distribuidoras con la garantí a de los futuros ingresos de taquilla, y cuando incumplió varios de esos compromisos, los cines se negaron a proyectar sus pelí culas En aquellos momentos Hector estaba realizando sus mejores obras, pero lo triste del caso era que cada vez llegaban a un pú blico má s reducido.
Don Nadie es una respuesta a esa creciente frustració n. El villano de la historia se llama C. Lester Chase, y una vez que se descifran los orí genes del extrañ o y artificial nombre de ese personaje, resulta difí cil no verlo como un doble de Hunt. Si se traduce hunt al francé s, tendremos chasse (caza); si quitamos la segunda s de chasse, acabaremos con chase (persecució n). Si luego nos damos cuenta de que Seymour se lee igual que see more (ve má s), y de que Lester puede abreviarse en Les (menos), lo que convierte C. Lester en C. Les-see less (ve menos), todo salta claramente a la vista. Chase es el personaje má s malintencionado de todas las pelí culas de Hector. Su ú nico objetivo es destruir a Hector y despojarlo de su identidad, y pone su plan en prá ctica no dispará ndole un balazo en la espalda ni clavá ndole un cuchillo en el corazó n, sino dá ndole a beber una poció n má gica que le hace invisible. Eso es, efectivamente, lo que Hunt hizo con la carrera cinematográ fica de Hector. Lo hací a aparecer en pantalla y luego todo eran impedimentos para que la gente lo viera.
Hector no desaparece en Don Nadie, pero en cuanto se bebe la poció n, nadie lo vuelve a ver. Sigue ahí, frente a nuestros ojos, pero los demá s personajes de la pelí cula permanecen ciegos a su presencia. Se pone a saltar, agita los brazos, se desnuda en una esquina muy concurrida, pero nadie lo ve. Cuando grita a alguien a la cara, no se oye su voz. Es un fantasma de carne y hueso, un hombre que ha dejado de serlo. Sigue viviendo en el mundo, pero en el mundo ya no hay sitio para é l. Lo han asesinado, pero nadie tiene la cortesí a ni la amabilidad de quitarle la vida. Simplemente lo han borrado del mapa.
Es la primera y la ú nica vez que Hector se presenta como un hombre adinerado. En Don Nadie tiene todo lo que una persona puede desear: una mujer hermosa, dos hijos pequeñ os y una enorme mansió n con personal de servicio al completo. En la escena inicial, Hector está desayunando con su familia. Hay unos esplé ndidos efectos có micos que giran en torno al hecho de untar mantequilla en una tostada y una avispa que aterriza en un frasco de mermelada, pero el propó sito narrativo de la secuencia es presentarnos una estampa de felicidad. Nos está n preparando para todas las calamidades que van a ocurrir, y sin esa visió n de la vida privada de Hector (matrimonio ideal, hijos perfectos, armoní a domé stica en su forma má s idí lica), los funestos acontecimientos que se avecinan no tendrí an el mismo impacto. Dadas las circunstancias, lo que sucede a Hector nos deja anonadados. Se despide de su esposa con un beso, y en cuanto le da la espalda y sale de su casa, se mete de cabeza en una pesadilla.
Hector es fundador y presidente de una floreciente empresa de refrescos, la Fizzy Pop Beverage Corporation.
Chase es vicepresidente y consejero de la compañ í a, supuestamente su mejor amigo. Pero Chase ha contraí do enormes deudas de juego y los prestamistas le acosan para que pague lo que debe o se atenga a las consecuencias.
Cuando Hector llega aquella mañ ana a la oficina y saluda a los empleados, Chase está en otro despacho hablando con dos tipos con aspecto de matones. No os preocupé is, les dice. Tendré is el dinero este fin de semana. Para entonces ya me habré hecho con el control de la empresa, y só lo las existencias valen millones. Los matones consienten en darle un poco má s de tiempo. Pero es tu ú ltima oportunidad, le advierten. Otro retraso y te encontrará s nadando con los peces en el fondo del rí o. Los hombres se marchan pisando fuerte. Chase se limpia el sudor de la frente y deja escapar un prolongado suspiro. Luego saca una carta del primer cajó n de su escritorio. La mira un momento y parece enormemente satisfecho. Con una malé vola sonrisita, la dobla y se la guarda en el bolsillo interior de la chaqueta. Indudablemente, las cosas marchan; pero no sabemos en qué direcció n.
Corte al despacho de Hector. Entra Chase con algo que parece un termo grande y pregunta a Hector si le apetece probar el nuevo sabor. ¿ Có mo se llama?, pregunta Hector. Jazzmatazz, contesta Chase, y Hector hace un signo de aprobació n con la cabeza, impresionado por el pegadizo soniquete de la palabra. Sin sospechar nada, deja que Chase le sirva una generosa muestra del nuevo brebaje. Mientras Hector coge el vaso, Chase, muy atento, le observa con un destello en la mirada, esperando que el venenoso menjunje haga su efecto. En un primer plano medio, Hector se lleva el vaso a los labios y, vacilante, toma un pequeñ o trago. Arruga la nariz con desaprobació n, pone los ojos como platos, le titila el bigote. El tono es absolutamente có mico, pero cuando, ante la insistencia de Chase, Hector se lleva el vaso a la boca para dar un segundo trago, las siniestras implicaciones de Jazzmatazz se van haciendo cada vez má s evidentes. Hector ingiere otra dosis de la bebida. Chasquea los labios, sonrí e a Chase y luego sacude la cabeza, como sugiriendo que al sabor le falta algo. Sin hacer caso de la crí tica de su jefe, Chase baja la vista y mira el reloj, abre la mano derecha y empieza a contar cinco segundos con los dedos. Hector está desconcertado. Pero, antes de que pueda decir algo, Chase llega al quinto y ú ltimo segundo, y de buenas a primeras, sin previo aviso, Hector se precipita hacia delante golpeá ndose la cabeza contra el tablero de la mesa. Suponemos que la bebida le ha dejado sin sentido, que va a permanecer un tiempo inconsciente, pero mientras Chase se queda mirá ndolo con ojos implacables y sin expresió n, Hector empieza a desaparecer. Primero los brazos, que van perdiendo intensidad hasta desvanecerse en la pantalla, luego el torso y finalmente la cabeza. Un trozo de su cuerpo va siguiendo a otro hasta que todo é l se disuelve en el aire. Chase sale del despacho y cierra la puerta. Haciendo una pausa en el corredor para saborear su triunfo, apoya la espalda en la puerta y sonrí e. Aparece un letrero que dice: Adió s, Hector. Ha sido un placer conocerte.
Chase sale de cuadro. Una vez que desaparece de escena, la cá mara se detiene unos momentos frente a la puerta, y luego, muy despacio, empieza a introducirse por el agujero de la cerradura. Es una toma encantadora, llena de misterio y expectació n, y al tiempo que la abertura se va ensanchando, llenando la pantalla cada vez má s, nuestra mirada va entrando en el despacho de Hector. Un momento despué s ya estamos dentro, y como esperamos encontrarlo vací o, nos llevamos una sorpresa ante lo que la cá mara nos revela. Vemos a Hector derrumbado sobre el escritorio. Sigue sin conocimiento, pero vuelve a ser visible, y mientras tratamos de asimilar ese sú bito y milagroso cambio só lo podemos llegar a una conclusió n. Debe de haberse pasado el efecto de la pó cima. Acabamos de ver có mo desaparecí a, y si ahora estamos en condiciones de verlo de nuevo, es que el brebaje era menos fuerte de lo que pensá bamos.
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