Хелпикс

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Notas a pie de página 2 страница



 

Esos eran obstá culos, y por eso no nos resultaba fá cil verlas, pero tambié n aliviaban a las imá genes de la carga de la representació n. Se poní an entre nosotros y la pelí cula, y por tanto ya no tení amos que fingir que está bamos contemplando el mundo real. La pantalla plana era el mundo, y existí a en dos dimensiones. La tercera dimensió n estaba en nuestra cabeza.

 

Nada me impedí a hacer las maletas y marcharme al dí a siguiente. No trabajaba aquel semestre, y el siguiente no empezaba hasta mediados de enero. Era libre de hacer lo que quisiera, libre de ir a donde se me antojara, y, en realidad, si me hací a falta má s tiempo podrí a seguir despué s de enero, despué s de septiembre, despué s de todos los eneros y septiembres que me diera la gana. Esas eran las ironí as de mi absurda y triste vida. En el momento en que Helen y los niñ os murieron, me hice rico. En primer lugar, por la pó liza del seguro de vida que Helen y yo contratamos poco despué s de que empezara a trabajar en Hampton — así se quedan tranquilos, dijo el agente para convencernos—, y como estaba vinculado al seguro mé dico de la facultad y no costaba mucho, habí amos estado pagando una pequeñ a cantidad todos los meses sin molestarnos en pensar en ello. Cuando se estrelló el avió n ni siquiera me acordé del seguro, pero un mes despué s se presentó un hombre en casa y me entregó un cheque por valor de varios cientos de miles de dó lares. Poco tiempo despué s, las lí neas aé reas llegaron a un arreglo con las familias de las ví ctimas, y como yo habí a perdido a tres personas en el accidente, acabé ganando el premio gordo al perdedor, el gran premio de consolació n por accidente con resultado de muerte y caso de fuerza mayor imprevisible. A Helen y a mí siempre nos habí a costado arreglá rnoslas con mi salario de profesor y los honorarios que ella percibí a de cuando en cuando por escribir artí culos. Y, en cualquier momento, con mil dó lares má s las cosas habrí an sido completamente distintas para nosotros. Ahora disponí a de esos mil dó lares elevados a la ené sima potencia, pero no significaban nada para mí. Cuando recibí los cheques, envié la mitad a los padres de Helen, pero ellos me lo devolvieron a vuelta de correo, agradecié ndome el gesto pero asegurá ndome que no lo querí an. Compré columpios para el patio de recreo del colegio de Todd, doné a la guarderí a de Marco libros por un valor de dos mil dó lares y un moderno cajó n de arena, y convencí a mi hermana y a su marido, profesor de mú sica en Baltimore, para que aceptaran una sustancial ayuda en metá lico del Fondo Zimmer de Defunciones. Si en mi familia hubiera habido má s gente a la que dar dinero, se lo habrí a dado, pero mis padres ya no viví an, y aparte de Deborah no tení a má s hermanos. En cambio me deshice de otro buen montó n creando una beca de investigació n en la Universidad de Hampton con el nombre de Helen: la Beca de Viaje Helen Markham. La idea era muy sencilla. Todos los añ os se concederí a una beca en metá lico al estudiante que se licenciara en Letras summa cum laude. El dinero tení a que gastarse en un viaje, pero aparte de eso no habí a reglas, ni condiciones ni requisitos que cumplir.

 

Designarí a al ganador una comisió n alternante de profesores de diversos departamentos (historia, filosofí a, inglé s y lenguas extranjeras), y con tal de que la beca Markham se utilizase para financiar un viaje al extranjero, el becario podí a hacer con el dinero lo que considerase má s conveniente, sin tener que dar cuentas a nadie. Para ponerlo en marcha hizo falta un enorme desembolso, pero por elevada que fuese la suma (el equivalente a cuatro añ os de salario), apenas hizo mella en mis haberes, e incluso despué s de haber desembolsado esas diversas cantidades de las diferentes formas que me habí an parecido razonables, aú n seguí a poseyendo tanto dinero que no sabí a qué hacer con é l. Era una situació n grotesca, un nauseabundo exceso de riqueza, ganada a cambio de unas cuantas vidas humanas. De no haber sido por un sú bito cambio de planes, probablemente habrí a seguido regalando dinero hasta quedarme sin nada. Pero una frí a noche de principios de noviembre, se me ocurrió que yo tambié n podrí a viajar un poco, y si no hubiese contado con medios para pagarlo, nunca habrí a podido llevar a cabo un plan tan impulsivo. Hasta entonces, el dinero no habí a sido otra cosa que un tormento para mí. Ahora lo veí a como un remedio, un bá lsamo para prevenir el derrumbamiento mental definitivo. El ré gimen de vivir en hoteles y comer en restaurantes me iba a salir caro, pero por una vez no tendrí a que preocuparme de si podí a permitirme hacer lo que me apetecí a. Por desesperado e infeliz que me sintiese, tambié n era un hombre libre, y como tení a una fortuna en el bolsillo, podí a dictar las condiciones de esa libertad segú n me conviniera.

 

La mitad de las pelí culas se encontraban lo bastante cerca de mi casa para que pudiera ir en coche. Rochester estaba a unas seis horas hacia el oeste, y Nueva York y Washington quedaban en lí nea recta hacia el sur: má s o menos cinco horas para hacer la primera etapa del viaje y otras cinco para la segunda. Decidí empezar por Rochester. Ya se acercaba el invierno, y cuanto má s postergara el viaje, mayores riesgos habí a de encontrarme con tormentas y carreteras cubiertas de hielo, o de quedarme empantanado con el coche en alguna de esas inclemencias del norte. A la mañ ana siguiente llamé a la Eastman House para informarme de có mo podí a ver las pelí culas de su colecció n. No tení a ni idea de los trá mites necesarios para esas cosas, y como no querí a parecer demasiado ignorante cuando me presenté por telé fono, añ adí que era profesor en la Universidad de Hampton. Confiaba en impresionarlos lo suficiente para que me tomaran por una persona seria, y no por un maniá tico que les llamaba por las buenas, como ocurrí a en realidad. Ah, dijo la mujer que me contestó al telé fono, ¿ es que está escribiendo algo sobre Hector Mann? Su tono daba a entender que só lo cabí a una respuesta posible, y tras una breve pausa musité las palabras que ella esperaba oí r. Sí, contesté, eso es, exactamente. Estoy escribiendo un libro sobre é l, y necesito ver las pelí culas para documentarme.

 

Así fue como arrancó el proyecto. Fue una suerte que se pusiera en marcha tan pronto, porque cuando vi las pelí culas de Rochester (El Jockey Club y El fisgó n) comprendí que no estaba perdiendo el tiempo, Hector era realmente un có mico tan eficaz y consumado como cabí a esperar, y si las otras diez pelí culas estaban a la misma altura que aquellas dos, entonces valí a la pena escribir un libro sobre é l, se merecí a un redescubrimiento. Desde el primer momento, por tanto, no me limité a ver las pelí culas de Hechor, sino que las estudié. De no haber sido por la conversació n con aquella mujer de Rochester, nunca se me habrí a ocurrido acometer esa empresa. En principio, mi plan habí a sido mucho má s simple, y dudo de que me hubiera tenido ocupado má s allá de navidades o de primeros de añ o. De todas formas, no terminé de ver las pelí culas de Hector hasta mediados de febrero. La idea habí a sido ver una vez cada pelí cula. Ahora las veí a muchas veces, y en vez de estar só lo unas horas en las diversas filmotecas, permanecí a en ellas dí as y dí as, pasando las pelí culas en mesas de montaje y moviolas, viendo a Hé ctor mañ ana y tarde sin parar, rebobinando las secuencias hacia delante y hacia atrá s hasta que ya no podí a mantener los ojos abiertos. Tomaba notas, consultaba libros y escribí a comentarios exhaustivos, detallando los planos, los á ngulos de la cá mara y las posiciones de la iluminació n, analizando todos los aspectos de cada escena, hasta sus elementos má s perifé ricos, y nunca me marchaba de un sitio hasta haberlo agotado, hasta que habí a pasado las secuencias tantas veces como para saberme de memoria todos y cada uno de los fotogramas.

 

No me pregunté si valí a la pena hacer todo aquello.

 

Tení a un trabajo que hacer, y lo ú nico que me importaba era seguir adelante y dedicarme a terminarlo. Sabí a que Hector só lo era una figura de segunda fila, un nombre má s en la lista de los aspirantes sin suerte, pero eso no me impedí a admirar su obra ni pasá rmelo bien en su compañ í a. Durante un añ o rodó a un ritmo de una pelí cula por mes, con un presupuesto tan reducido, tan por debajo de las cantidades necesarias para poner en escena las espectaculares acrobacias y divertidas secuencias que suelen asociarse a las comedias del cine mudo, que era un milagro que se las hubiese arreglado para producir algo, y mucho menos doce pelí culas perfectamente visibles. Segú n lo que habí a leí do, Hector empezó a trabajar en Hollywood de encargado de atrezzo, pintor de decorados, y a veces de figurante, y luego pasó a hacer papeles pequeñ os en una serie de comedias hasta que un tal Seymour Hunt le brindó la oportunidad de dirigir y protagonizar sus propias pelí culas. Hunt, banquero de Cincinnati que querí a introducirse en la industria cinematográ fica, habí a ido a California a principios de 1927 a montar su propia productora, Kaleidoscope Pictures. Personaje artero y bravucó n segú n la opinió n general, Hunt no sabí a nada de cine y mucho menos de llevar un negocio. (Kaleidoscope desapareció al cabo de añ o y medio. Hunt, acusado de malversació n de fondos y falsedad contable, se ahorcó antes de que su causa se viera en los tribunales) Escaso de financiació n, falto de personal y acosado por las continuas intromisiones de Hunt, Hector aprovechó su oportunidad a pesar de todo y trató de sacarle el mayor partido. No habí a guiones, por supuesto, ni planes establecidos de antemano. Só lo Hé ctor y un par de có micos llamados Andrew Murphy y Jules Blaustein que improvisaban sobre la marcha, a menudo filmando de noche en estudios prestados con un equipo de filmació n agotado y material de segunda mano. No podí an permitirse el lujo de destrozar una docena de coches ni de montar una estampida de ganado. No podí an demoler casas ni hacer que estallaran edificios. Nada de inundaciones, ni huracanes ni localizaciones exó ticas. Los extras estaban muy solicitados, y si una idea no daba resultado, carecí an de medios para volver a filmarla despué s de terminada la pelí cula. Todo tení a que estar listo y acabado dentro del calendario de producció n, y no habí a tiempo para las vacilaciones. Efectos có micos por encargo; tres carcajadas al minuto y, luego, introdú zcase otra moneda en el contador. Al parecer, pese a todos los inconvenientes de aquella situació n, Hector se crecí a en las limitaciones que le habí an impuesto. Su obra era de talla modesta, pero habí a en ella una intimidad que llamaba la atenció n y le obligaba a uno a reaccionar. Comprendí por qué los estudiosos del cine respetaban su obra, y tambié n por qué no le entusiasmaba enormemente a nadie. No habí a abierto nuevos caminos, y ahora que se disponí a de su filmografí a completa, era evidente que no tendrí a que revisarse la historia de la é poca. Las pelí culas de Hector constituí an pequeñ as contribuciones al arte cinematográ fico, pero no eran insignificantes, y cuanto má s las veí a, má s me gustaban por su gracia y su ingenio sutil, por el curioso y conmovedor estilo de su protagonista. Como pronto descubrí, nadie habí a visto aú n todas las pelí culas de Hector. Hací a poco tiempo que habí an aparecido las ú ltimas, y ni una sola persona se habí a tornado la molestia de recorrer todos los archivos y filmotecas repartidos por el mundo entero. Si lograba llevar mi plan a buen té rmino, yo serí a el primero.

 

Antes de marcharme de Rochester, llamé a Smits, el decano de la facultad, para decirle que querí a prorrogar la excedencia otro semestre. Al principio pareció un poco molesto, alegando que mis clases ya se habí an incluido en el programa de estudios, pero le solté una mentira, afirmando que me estaba sometiendo a tratamiento psiquiá trico, y entonces se disculpó. Fue un truco infecto, supongo, pero en aquellos momentos yo estaba luchando por mi vida, y no me encontraba con fuerzas para explicar el motivo de que ver pelí culas mudas se hubiera hecho de pronto tan importante para mí. Acabamos manteniendo una agradable charla y concluyó deseá ndome suerte, pero aun cuando ambos quisimos convencernos de que volverí a en otoñ o, creo que notó que ya me estaba escabullendo, que aquello ya habí a perdido interé s para mí.

 

Vi Escá ndalo y Fin de semana en el campo en Nueva York, y luego fui a Washington para ver La cuenta del contable y Doble o nada. Hice reservas para el resto del viaje en una agencia de Dupont Circle (en tren a California, en el Queen Elizabeth II a Europa), pero a la mañ ana siguiente, en un sú bito arranque de ciego heroí smo, cancelé los billetes y decidí ir en avió n. Era una auté ntica locura, pero ya que me habí a lanzado, no querí a perder el impulso de un principio tan prometedor. Daba igual que tuviera que hacer lo ú nico que habí a decidido no hacer nunca má s.

 

No podí a perder el ritmo, y si eso implicaba buscar una solució n farmacoló gica al problema, estaba dispuesto a ingerir tantas pastillas para dormir como fuese necesario.

 

Una empleada del American Film Institute me dio el nombre de un mé dico. Supuse que la visita no durarí a má s de cinco o diez minutos. Le dirí a que querí a unas pastillas, me extenderí a una receta y asunto concluido. Al fin y al cabo, el miedo a volar era una afecció n corriente, y no habrí a necesidad de hablar de Helen y los chicos, no harí a falta revelarle mi estado de á nimo. Lo ú nico que pretendí a era desconectar el sistema nervioso durante unas horas, y como esas cosas no se pueden comprar sin receta, su ú nico cometido serí a extenderme un papel que llevara su firma. Pero resultó que el doctor Singh era una persona muy concienzuda, y mientras se dedicaba a tomarme la tensió n arterial y a auscultarme el corazó n, me hizo las suficientes preguntas para tenerme tres cuartos de hora en su consulta. Era demasiado inteligente como para no sondearme, y poco a poco fue saliendo la verdad.

 

Todos tenemos que morirnos, señ or Zimmer, me dijo.

 

¿ Qué le hace pensar que se va a morir en un avió n? Si nos fiamos de lo que dicen las estadí sticas, tiene usted má s posibilidades de morirse sentadito en su casa.

 

No he dicho que tuviese miedo a la muerte, puntualicé, sino que me daba miedo subirme a un avió n. Que no es lo mismo.

 

Pero si el avió n no se va a estrellar, ¿ por qué se preocupa usted?

 

Porque ya no tengo confianza en mí mismo. Tengo miedo de perder los nervios, y no quiero dar un espectá culo.

 

Me parece que no le entiendo.

 

Me imagino que subo al avió n y, antes de llegar siquiera a mi asiento, me vengo abajo.

 

¿ Que se viene abajo? ¿ En qué sentido? ¿ Se refiere a venirse abajo mentalmente?

 

Sí, me vengo abajo delante de cuatrocientos desconocidos y pierdo la cabeza. Me vuelvo loco.

 

¿ Y qué se imagina que hace?

 

Depende. Unas veces grito. Otras, me pongo a dar puñ etazos a la gente en la cara. Otras, voy corriendo a la cabina de mando y trato de estrangular al piloto.

 

¿ Y nadie se lo impide?

 

Claro que sí. Se aglomeran a mi alrededor, forcejean conmigo y me tiran al suelo. Me dan una paliza de muerte.

 

¿ Cuá ndo fue la ú ltima vez que se metió usted en una pelea, señ or Zimmer?

 

No me acuerdo. De niñ o, supongo. Cuando tení a diez o doce añ os. De esas cosas que pasan en el patio del colegio. Por defenderme del mató n de la clase.

 

¿ Y por qué piensa que va a empezar a pelearse ahora?

 

Por nada. Só lo tengo ese presentimiento, eso es todo.

 

Me da la sensació n de que si algo me fastidia un poco, no voy a poder contenerme. Puede pasar cualquier cosa.

 

Pero ¿ por qué en los aviones? ¿ Por qué no tiene miedo de perder el dominio de sí mismo en tierra firme?

 

Porque los aviones son seguros. Todo el mundo lo sabe. Los aviones son seguros, rá pidos y eficaces, y una vez que está s en el aire, no puede pasarte nada. Por eso tengo miedo. No porque crea que me voy a matar..., sino porque tengo la seguridad de que no me voy a matar.

 

¿ Ha intentado suicidarse alguna vez, señ or Zimmer?

 

No.

 

¿ Lo ha pensado alguna vez?

 

Claro que lo he pensado. Si no, no serí a humano.

 

¿ A eso es a lo que ha venido? ¿ Para marcharse de aquí con la receta de una droga agradable y eficaz que le permita suicidarse despué s?

 

Lo que busco es la inconsciencia, doctor, no la muerte. Las pastillas me hará n dormir, y mientras esté inconsciente no tendré que pensar en lo que estoy haciendo. Estaré y al mismo tiempo no estaré allí, y en la medida en que no esté allí, estaré protegido.

 

¿ Protegido de qué?

 

De mí mismo. Del horror de saber que no va a pasarme nada.

 

Espera usted un vuelo tranquilo, sin incidentes. Sigo sin ver por qué tiene miedo.

 

Porque lo tengo todo a mi favor. Voy a despegar y aterrizar sano y salvo, y una vez que llegue a mi destino bajaré del avió n vivito y coleando. Mejor para mí, dice usted, pero con eso no harí a sino escupir en todas mis convicciones. Insulto a los muertos, doctor. Reduzco una tragedia a una simple cuestió n de mala suerte. ¿ Me entiende ahora? Le digo a los muertos que han muerto para nada.

 

Lo comprendió. No lo dije con esas mismas palabras, pero aquel mé dico era de una inteligencia sutil y refinada, y pudo imaginarse lo demá s sin que se lo explicara todo.

 

J. M. Singh, miembro del Real Colegio de Mé dicos, residente interno del Hospital de la Universidad de Georgetown, con su preciso acento britá nico y un pelo que le empezaba prematuramente a escasear, comprendió de pronto lo que estaba intentando decirle en aquel pequeñ o cubí culo de luces fluorescentes y brillantes superficies de metal. Yo seguí a sentado en la camilla de reconocimiento, abrochá ndome la camisa y mirando al suelo (no querí a mirarlo a é l, no querí a arriesgarme a sufrir el bochorno de que se me salieran las lá grimas), y justo entonces, despué s de lo que me pareció un largo y embarazoso silencio, me puso la mano en el hombro. Lo siento, me dijo. Lo siento, de verdad.

 

Era la primera vez que alguien me tocaba desde hací a meses, y me pareció penoso, casi repulsivo, verme convertido en objeto de tanta compasió n.

 

No quiero su compasió n, doctor, le dije. Só lo quiero sus pastillas.

 

Se apartó con una ligera mueca, se fue a un rincó n y se sentó en un taburete. Cuando terminé de remeterme la camisa, vi que sacaba el talonario de recetas del bolsillo de la bata blanca.

 

Voy a extenderle la receta, anunció, pero antes de que se vaya quiero pedirle que reconsidere su decisió n. Me hago cargo de todo lo que ha tenido usted que pasar, señ or Zimmer, y no me parece bien ponerle en una situació n que pudiera causarle semejante tortura. Pero hay otras formas de viajar, ya sabe. Quizá serí a mejor que evitase los aviones, de momento.

 

Ya le he estado dando vueltas a eso, repuse, y me he decidido en contra. Es que las distancias son muy grandes. Mi siguiente parada es Berkeley, California, y despué s tengo que ir a Londres y Parí s. A la Costa Oeste se tarda tres dí as en tren. Multiplí quelo por dos para tener en cuenta el viaje de vuelta y añ ada otros diez dí as para cruzar el Atlá ntico y volver, y tendremos un mí nimo de diecisé is dí as perdidos. ¿ A qué me voy a dedicar en todo ese tiempo? ¿ A mirar por la ventanilla y hartarme de paisajes?

 

Ir má s despacio no serí a mala cosa. Servirí a para reducir un poco la tensió n.

 

Pero eso es justamente lo que necesito, tensió n. Si ahora perdiera empuje, me desmoronarí a. Saldrí a volando en cien direcciones diferentes, y nunca serí a capaz de recomponerme.

 

Habí a algo tan vehemente en la forma en que pronuncié esas palabras, tanta gravedad y enajenació n en el tono de mi voz, que el mé dico casi sonrió; o al menos, pareció contener una sonrisa. Bueno, no dejaremos que pase eso, ¿ verdad? Si está tan resuelto a volar, pues entonces adelante. Vuele usted, pero asegú rese de que sea en una sola direcció n. Y con esa sarcá stica observació n, se sacó un bolí grafo del bolsillo y garabateó una serie de indescifrables trazos en el talonario. Aquí tiene, me dijo, arrancando la hoja y tendié ndomela. Su billete para Air Xanax.

 

Nunca he oí do hablar de Xanax.

 

Es una droga eficaz, pero muy peligrosa. Siga las instrucciones de uso, señ or Zimmer, y se convertirá en un zombi, en un ser sin personalidad, en un pedazo de carne sin conciencia. Podrá volar a travé s de continentes y océ anos enteros y le garantizo que ni siquiera se enterará de que ya no sigue en tierra.

 

Al dí a siguiente por la tarde estaba en California. Menos de veinticuatro horas despué s entraba en una sala de proyecció n privada del Pacific Film Archive para ver otras dos comedias de Hector Mann. El lí o del tango resultó ser una de sus producciones má s desenfrenadas, má s efervescentes; Casa y hogar, una de las má s esmeradas. Pasé má s de dos semanas viendo esas pelí culas, volviendo todos los dí as a la sala a las diez en punto de la mañ ana, y cuando cerraron (en Navidad y Añ o Nuevo) seguí trabajando en el hotel, leyendo libros y repasando las notas para preparar la siguiente etapa del viaje. El siete de enero de 1986 me tragué otras cuantas pastillas má gicas del doctor Singh y cogí un avió n de San Francisco a Londres en vuelo directo: nueve mil kiló metros sin escala en el Catatonia Express. Esta vez era necesario aumentar la dosis, pero temiendo que no fuese suficiente, justo antes de subir al avió n me tomé otra pastilla má s. Deberí a haberme guardado mucho de no seguir las instrucciones del mé dico, pero la idea de despertarme en pleno vuelo me aterrorizaba tanto que a punto estuve de caer en el sueñ o eterno.

 

En mi pasaporte viejo hay un sello que prueba que entré en Gran Bretañ a el ocho de enero, pero no recuerdo nada del aterrizaje, de pasar por aduana ni de có mo llegué al hotel. Me desperté en una cama extrañ a el nueve de enero por la mañ ana, y ahí fue cuando mi vida empezó de nuevo. Nunca habí a perdido tan completamente la noció n de mí mismo.

 

Quedaban cuatro pelí culas —Vaqueros y Don Nadie en Londres; Peleles y El utilero, en Parí s—, y comprendí que aqué lla era mi ú nica oportunidad de verlas. En caso necesario siempre podrí a volver a los archivos americanos, pero otro viaje al British Film Institute o a la Ciné mathè que era totalmente impensable. Habí a logrado llegar a Europa, pero no tení a fuerzas para intentar lo imposible má s de una vez. Por ese motivo, acabé pasando en Londres y Parí s mucho má s tiempo del que habí a previsto: casi siete semanas en total, la mitad del invierno, agazapado en mi refugio como un animal enloquecido en su madriguera subterrá nea. Hasta aquel momento habí a sido concienzudo y minucioso, pero ahora el proyecto alcanzó otro grado de intensidad, una determinació n rayana en lo obsesivo. Mi propó sito aparente consistí a en estudiar la filmografí a de Hector Mann hasta sabé rmela al dedillo, pero lo cierto era que estaba intentando concentrarme, aprendiendo a pensar exclusivamente en una sola cosa.

 

Llevaba la vida de un monomaniaco, pero era la ú nica manera de seguir viviendo sin que terminara hecho polvo.

 

En febrero, cuando finalmente volví a Washington, combatí los efectos del Xanax durmiendo en un hotel del aeropuerto y luego, a primera hora de la mañ ana, recogí el coche en el aparcamiento de estancias largas y emprendí viaje a Nueva York. No me sentí a con fuerzas para volver a Vermont. Si iba a escribir el libro, me hací a falta un sitio donde recluirme, y de todas las ciudades del mundo Nueva York me pareció la que menos me atacarí a los nervios. Pasé cinco dí as buscando un apartamento en Manhattan, pero no encontré nada. Era en pleno apogeo de Wall Street, unos veinte meses antes de la crisis bursá til del 87, y escaseaban tanto los alquileres como los subarriendos. Al final acabé cruzando el puente a Brooklyn Heights y me quedé con lo primero que me enseñ aron: un apartamento de un dormitorio en la calle Pierrepont que habí an puesto en alquiler aquella misma mañ ana. Era caro, sombrí o y estaba mal distribuido, pero me daba con un canto en los dientes por haberlo encontrado. Compré un colchó n para el dormitorio y una mesa y una silla para el cuarto de estar, y me instalé. El contrato de arrendamiento duraba un añ o. A contar a partir del primero de marzo, dí a en que empecé a escribir el libro.

 

 
 2
 

 

 

Antes del cuerpo, está la cara, y antes de la cara está la tenue lí nea negra entre la nariz y el labio superior. El bigote —filamento agitado de ansiedades, comba de saltos metafí sicos, tré mula hebra de azoramiento— es el sismó grafo de los estados de á nimo de Hector, y no só lo hace reí r, sino que dice lo que Hector está pensando, permite realmente que el espectador acceda al mecanismo de sus pensamientos. Intervienen otros elementos —los ojos, la boca, los bandazos y traspié s sutilmente calculados—, pero el bigote es el instrumento de comunicació n, y aunque hable un lenguaje sin palabras, sus sacudidas y estremecimientos son tan claros y comprensibles como un mensaje transmitido en alfabeto Morse.



  

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