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Notas a pie de página 1 страница



 

 

 Paul Auster
 

 

 El libro de las ilusiones
 

 

 

El hombre no tiene una sola y ú nica vida, sino muchas, enlazadas unas con otras, y é sa es la causa de su desgracia.

 CHATEAUBRIAND

 

 
 1
 

 

 

Todo el mundo creí a que estaba muerto. Cuando se publicó mi libro sobre sus pelí culas, en 1988, hací a casi sesenta añ os que no se tení an noticias de Hector Mann.

 

Salvo un puñ ado de historiadores y aficionados al cine mudo, pocos parecí an conocer siquiera su existencia. Doble o nada, la ú ltima de las doce comedias breves que realizó a finales de la é poca muda, se estrenó el 23 de noviembre de 1928. Dos meses despué s, sin despedirse de amigos ni conocidos, sin dejar una nota ni informar a nadie de sus planes, salió de la casa que tení a alquilada en North Orange Drive y no se le volvió a ver má s. Su De-Soto azul seguí a aparcado en el garaje; el contrato de arrendamiento no vencí a hasta tres meses despué s; el alquiler estaba pagado en su totalidad. Habí a comida en la cocina, whisky en el mueble bar, y no faltaba ni una sola prenda de ropa en los cajones de su habitació n. Segú n Los Angeles Herald Express del 18 de enero de 1929, era como si hubiese salido a dar un paseo y fuese a volver en cualquier momento. Pero no volvió, y a partir de entonces fue como si a Hector Mann se lo hubiese tragado la tierra.

 

A raí z de su desaparició n, circuló durante varios añ os toda suerte de historias y rumores sobre lo que le habí a ocurrido, pero ninguna de aquellas conjeturas llevó nunca a parte alguna. Las má s verosí miles —que se habí a suicidado o habí a sido ví ctima de alguna fechorí a— no se podí an ni demostrar ni descartar, ya que nunca apareció el cadá ver.

 

Otras explicaciones sobre el destino de Hector eran má s imaginativas, daban má s cabida a la esperanza, estaban má s a tono con las implicaciones romá nticas de un caso así. Una de ellas afirmaba que habí a vuelto a su Argentina natal y dirigí a ahora un pequeñ o circo de provincias.

 

Otra, que se habí a hecho miembro del partido comunista y se dedicaba con nombre supuesto a organizar a los obreros de las centrales lecheras de Utica, en Nueva York. Y otra má s, que con la Depresió n se habí a convertido en un vagabundo del ferrocarril. Si Hector hubiese sido una estrella má s importante, sin duda las historias habrí an persistido. Vivo aú n en las cosas que se decí an de é l, poco a poco se habrí a transformado en una de esas figuras simbó licas que habitan en las zonas recó nditas de la memoria colectiva, en una representació n de la juventud, la esperanza y los diabó licos reveses de la fortuna. Pero nada de eso ocurrió, porque el caso es que Hector estaba só lo empezando a causar impresió n en Hollywood cuando su carrera se truncó. Llegó demasiado tarde para aprovechar sus dotes plenamente, y no permaneció mucho tiempo para dejar una huella perdurable de su personalidad y de lo que era capaz de hacer. Pasaron unos añ os má s, y el pú blico fue dejando de pensar en é l. Hacia 1932 o 1933, Hector pertenecí a a un universo extinto, y si habí a dejado algú n rastro, só lo era en forma de nota a pie de pá gina de un libro ignorado que ya nadie se molestaba en leer. Ahora las pelí culas eran habladas, y las espasmó dicas comedias del pasado estaban olvidadas. No má s payasos, ni pantomimas, ni chicas guapas bailando descaradamente al son de orquestas silenciosas. Só lo hací a unos añ os que se habí an extinguido, pero ya parecí an prehistó ricas, como las criaturas que deambulaban por el mundo cuando la humanidad aú n viví a en las cavernas.

 

En mi libro no daba mucha informació n sobre la vida de Hector. El silencioso mundo de Hector Mann era un estudio de sus pelí culas, no una biografí a, y los pocos detalles que aporté sobre sus actividades al margen de la pantalla procedí an directamente de las fuentes habituales: enciclopedias de cine, Memorias, historias de los primeros tiempos de Hollywood. Escribí el libro porque querí a comunicar mi entusiasmo por la obra de Hector. Para mí, la historia de su vida tení a un interé s secundario, y en vez de conjeturar sobre lo que pudo o no pasarle, me limité estrictamente a analizar su filmografí a. Teniendo en cuenta que nació en 1900, y dado que no se le habí a vuelto a ver desde 1929, jamá s se me habrí a ocurrido sugerir que aú n viví a. Los muertos no andan por ahí saliendo de la tumba, y en mi opinió n, só lo un muerto podrí a haberse mantenido oculto tanto tiempo.

 

El pasado mes de marzo hizo once añ os que se publicó el libro en las Ediciones de la Universidad de Pensilvania. Tres meses despué s, justo cuando empezaban a salir las primeras crí ticas en las revistas cinematográ ficas y en las publicaciones especializadas, me encontré una carta en el buzó n. El sobre era má s grande y má s cuadrado que los que solí a haber en las tiendas, y como era de un papel grueso y caro, lo primero que se me ocurrió fue que podrí a contener una invitació n de boda o el anuncio de algú n nacimiento. Mi nombre y direcció n estaban escritos en la parte central con unos rasgos elegantes y ondulados.

 

Si la letra no parecí a de un calí grafo profesional, sin duda era de alguien que creí a en las virtudes de escribir con distinció n, de una persona educada en la antigua escuela de la etiqueta y el decoro social. El matasellos era de Albuquerque, Nuevo Mé xico, pero el remite de la solapa posterior indicaba que la carta se habí a escrito en otro sitio: suponiendo que tal sitio existiese y aceptando que el nombre de la ciudad fuese real. Una debajo de otra, las dos lí neas decí an lo siguiente: Rancho Piedra Azul; Tierra del Sueñ o, Nuevo Mé xico, Quizá sonriera al leer aquellas palabras, pero ya no me acuerdo. No habí a nombre, y cuando abrí el sobre para leer el mensaje de la tarjeta que contení a, percibí un leve olor a perfume, un ligerí simo efluvio a esencia de espliego.

 

Querido profesor Zimmer, decí a la nota. Hector ha leí do su libro y le gustarí a conocerlo, ¿ Le apetecerí a venir a visitarnos? Atentamente, Frieda Spelling (Sra. de Hector Mann).

 

La leí seis o siete veces. Luego la dejé, fui al otro extremo de la habitació n y regresé. Cuando volví a coger la misiva, no estaba seguro de que aquellas palabras continuaran allí. Ni de que, en caso de que así fuera, siguieran siendo las mismas. Las leí de nuevo otras seis o siete veces, y entonces, aun sin estar seguro de nada, lo consideré una broma pesada. Un momento despué s me sentí lleno de dudas, y al instante siguiente empecé a dudar de aquellas dudas. Pensar en algo suponí a pensar en su contrario, y en cuanto esta ú ltima idea destruí a la primera surgí a una tercera que aniquilaba la segunda. Como no se me ocurrió otra cosa que hacer, cogí el coche y me dirigí a la oficina de correos. Todas las direcciones de Estados Unidos estaban registradas en la guí a de có digos postales, y si Tierra del Sueñ o no figuraba en ella, podí a tirar la carta y olvidarme de todo el asunto. Pero sí vení a. La encontré en la pá gina 1933 del volumen primero, en la lí nea entre Tierra Amarilla y Tijeras, una ciudad como Dios manda, con su oficina de correos y su có digo de cinco dí gitos. Eso no hací a que la carta fuese auté ntica, desde luego, pero al menos le daba cierto aire de credibilidad, y cuando volví a casa ya sabí a que tení a que contestar. Una carta como aqué lla no podí a pasarse por alto. Una vez leí da, estaba claro que si no se molestaba uno en contestar, no dejarí a de pensar en ella durante el resto de la vida.

 

No guardé copia de la contestació n, pero recuerdo que la escribí a mano y traté de hacerla lo má s breve posible, limitá ndome a decir só lo unas cuantas palabras. Sin pensarlo dos veces, adopté el seco y crí ptico estilo de la carta que acababa de recibir. Así me sentí a en una situació n menos comprometida, con menos posibilidades de que me tomara por bobo la persona que me habí a gastado la broma; si es que, en realidad, se trataba de una broma. Palabra má s, palabra menos, mi contestació n decí a algo así: Estimada Frieda Spelling: Claro que me gustarí a conocer a Hector Mann, Pero ¿ có mo puedo estar seguro de que aú n vive? Que yo sepa, hace má s de medio siglo que nadie lo ha visto. ¿ Podrí a darme má s detalles, por favor? La saluda atentamente, David Zimmer.

 

Todos queremos creer en lo imposible, supongo, convencernos de que pueden ocurrir milagros. Considerando que yo era el autor del ú nico libro jamá s escrito sobre Hector Mann, quizá fuera ló gico que alguien pensara que me iba a poner a dar saltos ante la posibilidad de que aú n viviera. Pero yo no estaba de humor para dar saltos. O al menos no creí a estarlo. Mi libro habí a nacido de una gran pesadumbre, y aunque ahora todo habí a quedado atrá s, el dolor no habí a desaparecido. Escribir sobre la comedia no habí a sido má s que un pretexto, una especie de extrañ a medicina que me tragué todos los dí as durante má s de un añ o para ver si por casualidad aliviaba el padecimiento que me consumí a. En cierto modo, así fue. Pero Frieda Spelling (o quienquiera que se hiciese llamar Frieda Spelling) no podí a saberlo. Era imposible que supiera que el siete de junio de 1985, apenas una semana antes de nuestro dé cimo aniversario de boda, mi mujer y mis dos hijos habí an muerto en un accidente de avió n. Habrí a visto, quizá, que el libro estaba dedicado a ellos (A Helen, Todd y Marco: in memoriam), pero esos nombres no le habrí an dicho nada, y aunque hubiese adivinado la importancia que tení an para el autor, no habrí a sabido que, para é l, aquellos nombres representaban todo lo que tení a algú n sentido en la vida; ni que cuando Helen murió a los treinta y seis añ os, Todd a los siete y Marco a los cuatro, prá cticamente é l tambié n habí a muerto con ellos.

 

Se dirigí an a Milwaukee, a ver a los padres de Helen.

 

Yo me habí a quedado en Vermont para corregir exá menes y entregar las calificaciones finales del semestre que acababa de concluir. Era mi trabajo —profesor de literatura comparada en la Universidad de Hampton, Vermont—, y no me quedaba otro remedio que hacerlo. Normalmente, todos habrí amos ido juntos hací a el veinticuatro o veinticinco, pero acababan de operar al padre de Helen de un tumor en la pierna y en opinió n de la familia ella y los niñ os debí an salir cuanto antes para allá, lo que supuso unas complejas negociaciones de ú ltima hora con el colegio de Todd para que le permitieran faltar las dos ú ltimas semanas del segundo curso. La directora se mostraba reacia, aunque comprensiva, y al final acabó cediendo. É sa era una de las cosas que no dejaba de pensar despué s del accidente. Con que nos hubiera denegado la autorizació n, Todd se habrí a visto obligado a quedarse conmigo en casa, y no estarí a muerto. Así al menos se habrí a salvado uno. Al menos uno se habrí a evitado aquella caí da de diez kiló metros desde lo alto del cielo, y yo no me habrí a quedado solo en una casa en la que debí an vivir cuatro personas. Habí a má s cosas, desde luego, no dejaba de atormentarme pensando en otras posibilidades, y era como si nunca me cansase de explorar los mismos callejones sin salida Todo formaba parte de lo mismo, cada eslabó n de la cadena de causa y efecto era un elemento fundamental del horror: desde el cá ncer que mi suegro tení a en la pierna pasando por el tiempo que hací a en el Medio Oeste aquella semana, hasta el nú mero de telé fono de la agencia de viajes donde habí amos reservado los billetes. Lo peor de todo era mi insistencia en llevarlos en coche a Boston para que cogieran allí un vuelo directo. No querí a que salieran de Burlington. Eso suponí a ir a Nueva York en un avió n de hé lice de dieciocho asientos para enlazar con un vuelo a Milwaukee, y le dije a Helen que no me gustaban aquellos aviones pequeñ os. Eran muy peligrosos, le advertí, y no podí a soportar la idea de que fuesen en uno de ellos sin mí. Así que, para evitarme preocupaciones, no lo hicieron. Cogieron uno má s grande, y lo má s terrible es la prisa con la que los llevé. Habí a mucho trá fico aquella mañ ana, y cuando finalmente llegamos a Springfield y salimos a la autopista de Massachusetts, tuve que pisar a fondo y superar con creces el lí mite de velocidad para llegar a tiempo a Logan.

 

Recuerdo muy poco de lo que me ocurrió aquel verano. Durante varios meses, viví en una niebla alcohó lica de dolor y lá stima de mí mismo, rara vez movié ndome de casa, apenas molestá ndome en comer, afeitarme o cambiarme de ropa. La mayorí a de mis colegas se habí an marchado hasta mediados de agosto, así que no tuve que aguantar muchas visitas, pasar por las desesperantes formalidades del duelo colectivo. Todos tení an buena intenció n, desde luego, y cuando algú n amigo pasaba a verme, siempre lo invitaba a entrar, pero sus emotivos abrazos y sus largos e incó modos silencios no serví an de mucho. Serí a mejor que me dejaran solo, pensaba, que me permitieran sobrellevar los dí as en la oscuridad de mi mente.

 

Cuando no estaba borracho o tirado en el sofá del saló n viendo la televisió n, pasaba el tiempo deambulando por la casa. Iba a las habitaciones de los niñ os y me sentaba en el suelo, rodeado de sus cosas. No era capaz de pensar directamente en ellos ni de traerlos a la memoria de manera consciente, pero cuando completaba sus rompecabezas y jugaba con sus piezas de Lego, construyendo estructuras cada vez má s complejas y elaboradas, me daba la sensació n de habitarlos de nuevo por un momento, de proseguir para ellos sus pequeñ as vidas fantasmas repitiendo los gestos que hací an cuando aú n tení an cuerpo. Me leí de cabo a rabo los libros de cuentos de Todd y le organicé los cromos de bé isbol. Clasifique los animales disecados de Marco segú n la especie, el color y la talla, cambiando de sistema cada vez que entraba en el cuarto. Así se esfumaban las horas, dí as enteros fundidos en el olvido, y cuando no podí a soportarlo má s, volví a al saló n y me poní a otra copa. En las raras noches que no perdí a el conocimiento en el sofá, me iba a dormir al cuarto de Todd. Si me acostaba en mi cama, siempre soñ aba que Helen estaba conmigo, y cada vez que intentaba tocarí a, me despertaba con una sacudida, sú bita y violenta, las manos temblorosas y los pulmones inhalando convulsivamente, con la sensació n de que habí a estado a punto de ahogarme.

 

No podí a entrar en nuestra habitació n despué s de anochecer, pero de dí a pasaba mucho tiempo allí, metido en el armario de Helen, tocando su ropa, colocando sus chaquetas y rebecas, descolgando los vestidos de las perchas y extendié ndolos en el suelo. Una vez, me disfracé con uno, y en otra ocasió n me puse ropa interior suya y me maquillé la cara con sus pinturas. Fue una experiencia profundamente satisfactoria, pero al cabo de cierta experimentació n adicional descubrí que el perfume era aú n má s eficaz que el lá piz de labios y el rí mel. Parecí a recuperarla de manera má s ví vida, evocar su presencia durante periodos má s largos. Por suerte, en marzo acababa de regalarle otro frasco de Chanel n. ° 5 para su cumpleañ os. Limitá ndome a aplicarme pequeñ as dosis dos veces al dí a, conseguí que el frasco me durase hasta finales del verano.

 

Pedí excedencia para todo el semestre, pero, en vez de marcharme o someterme a tratamiento psicoló gico, me quedé en casa y seguí hundié ndome. A finales de septiembre o primeros de octubre, me soplaba má s de media botella de whisky todas las noches. Eso mitigaba bastante mi capacidad de sentir, pero al mismo tiempo me privaba de toda sensació n de futuro, y cuando alguien no espera nada, má s le valdrí a estar muerto. Má s de una vez me contuve en medio de prolongadas fantasí as sobre pastillas para dormir y gases de monó xido de carbono. Nunca llegué a pasar a los hechos, pero siempre que recuerdo ahora aquellos dí as, veo lo cerca que estuve. Las pastillas estaban en el botiquí n, y ya habí a cogido el frasco del estante en tres o cuatro ocasiones; ya habí a tenido unas cuantas en la mano. Si la situació n se hubiera prolongado por má s tiempo, dudo que hubiese tenido fuerzas para resistir.

 

Así se me presentaban las cosas cuando Hector Mann apareció inesperadamente en mi vida. Yo no tení a idea de quié n era, nunca me habí a encontrado con una alusió n a su nombre, pero una noche, poco antes de que empezara el invierno, cuando los á rboles se habí an quedado finalmente desnudos y las primeras nieves amenazaban con caer, por casualidad vi en la televisió n un fragmento de una de sus pelí culas antiguas, y me hizo reí r. Eso quizá no parezca importante, pero era la primera vez que me reí a de algo desde junio, y cuando noté que aquel inesperado espasmo me subí a por el pecho y cascabeleaba en mis pulmones, comprendí que aú n no habí a tocado fondo, que en cierto modo todaví a deseaba seguir viviendo. De principio a fin, no pudo haber durado má s de unos segundos.

 

Como risa, no fue especialmente estentó rea ni sostenida, pero me pilló de sorpresa, y como no le opuse resistencia ni tampoco me sentí avergonzado de mí mismo por haber olvidado mi desgracia durante aquellos breves momentos en que Hector Mann apareció en pantalla, me vi obligado a concluir que dentro de mí habí a algo que anteriormente no habí a imaginado, algo distinto de la pura y simple muerte. No estoy hablando de intuiciones vagas ni de una paté tica nostalgia de lo que habrí a podido ser. Realicé un descubrimiento empí rico que llevaba consigo todo el peso de una prueba matemá tica. Si conservaba la capacidad de reí r, es que no estaba completamente insensibilizado. Significaba que el muro que habí a puesto entre el mundo y yo no era lo bastante grueso para impedir que algo se filtrase.

 

Debí an de ser las diez un poco pasadas. Yo estaba, como de costumbre, tirado en el sofá, con un vaso de whisky en una mano y el mando a distancia en la otra, cambiando mecá nicamente de canal. Di con un programa que acababa de empezar unos minutos antes, pero no tardé mucho en adivinar que se trataba de un documental sobre có micos del cine mudo. Allí estaban todas las caras conocidas —Chaplin, Keaton, Lloyd—, pero tambié n habí a unas secuencias raras de artistas de los que nunca habí a oí do hablar, personajes menos conocidos como John Bunny, Larry Semon, Lupino Lane y Raymond Griffith.

 

Seguí los gags con una especie de deliberado distanciamiento, sin hacerles mucho caso, pero lo bastante atento como para no cambiar y poner otra cosa. Hector Mann no apareció hasta el final del programa, y só lo en un breve fragmento: una secuencia de dos minutos de La cuenta del contable, ambientada en un banco y con Hector en el papel de diligente auxiliar administrativo. No me explico por qué me atrajo tanto, pero allí lo tení a, con su traje blanco propio de climas tropicales y su fino bigote negro, de pie frente a una mesa, contando montones de dinero con tan febril eficiencia, trabajando con tan vertiginosa rapidez y frené tica concentració n, que me resultaba imposible apartar los ojos de é l. En el piso de arriba, unos obreros colocaban tablones nuevos en el suelo del despacho del director del banco. Al otro lado de la estancia habí a una guapa secretaria, sentada frente a su escritorio, limá ndose las uñ as detrá s de una enorme má quina de escribir. Al principio, parecí a que nada podí a distraer a Hector e impedir que concluyera su tarea en un tiempo ré cord. Pero entonces, muy despacio, empezó a caerle un hilillo de serrí n en la chaqueta, y unos instantes despué s reparaba por fin en la chica. Un elemento se habí a convertido de pronto en tres, y a partir de entonces la acció n empezó a saltar de uno a otro en un ritmo triangular de trabajo, vanidad y concupiscencia: la lucha por seguir contando el dinero, el esfuerzo por proteger su querido traje y el impulso de encontrarse con la mirada de la muchacha. De cuando en cuando, Hector torcí a el bigote con consternació n, como marcando el desarrollo de la escena con un leve gruñ ido o un aparte mascullado. No era cuestió n de astracanadas y anarquí a sino má s bien de cará cter y ritmo, una mezcla bien compuesta de objetos, cuerpos y mentalidades. Cada vez que Hector perdí a el hilo de la cuenta, tení a que volver a empezar desde el principio, lo que ú nicamente le inducí a a trabajar el doble de rá pido que antes. Siempre que alzaba la cabeza hacia el techo para ver de dó nde vení a el polvo, lo hací a una fracció n de segundo despué s de que los obreros habí an tapado el hueco con otro tabló n, Y cuando lanzaba una mirada a la chica, ella miraba en otra direcció n. Pero, en medio de todo eso, Hector se las arreglaba para guardar la compostura, negá ndose a que aquellas insignificantes frustraciones desbarataran su propó sito o hiciera mella en la buena opinió n que tení a de sí mismo. Quizá no fuese el fragmento de comedia má s extraordinario que habí a visto en la vida, pero tiró de mí hasta que me vi completamente metido en é l, y cuando Hector torció el bigote por segunda o tercera vez, yo me estaba riendo, soltando, en realidad, una sonora carcajada.

 

Un narrador iba explicando la acció n, pero yo estaba demasiado absorto en la escena para escuchar todo lo que decí a. Algo sobre el misterioso mutis de Hector del mundo del cine, creo, y el hecho de que se le consideraba el ú ltimo de los có micos importantes que trabajaron el cortometraje. En el decenio de 1920, los actores graciosos má s innovadores y de mayor é xito se habí an pasado ya al largometraje, y la calidad de las pelí culas có micas breves habí a sufrido una drá stica disminució n. Hector Mann no habí a aportado novedad alguna al gé nero, afirmaba el narrador, pero se le consideraba un actor dotado de una gran vis có mica y excepcional expresió n corporal, un distinguido rezagado que podrí a haber realizado una obra importante si su carrera no se hubiera truncado bruscamente. En ese punto acabó la escena, y empecé a escuchar con mayor atenció n los comentarios del narrador. Por la pantalla desfiló una serie de fotogramas de varias docenas de actores có micos, y la voz lamentó la pé rdida de innumerables pelí culas de la é poca muda. Una vez que el sonido irrumpió en la industria cinematográ fica, se consintió que las pelí culas mudas se pudriesen en ciertos só tanos, se arrojasen al fuego y se tirasen a la basura, con lo que centenares de films habí an desaparecido para siempre. Pero no habí a que abandonar toda esperanza, añ adió la voz, De cuando en cuando aparecí an pelí culas antiguas, y en los ú ltimos añ os se habí a hecho una serie de notables hallazgos. Como en el caso de Hector Mann, añ adió el narrador. Hasta 1981, só lo se disponí a de tres pelí culas suyas en todo el mundo. Vestigios de las otras nueve yací an ocultos bajo una pila de documentos de menor importancia —informes de prensa, crí ticas contemporá neas, fotogramas de producció n, sinopsis—, pero se consideraba que las pelí culas en sí se habí an perdido. Entonces, en junio de aquel añ o, la Ciné mathè que Franç aise de Parí s recibió un paquete anó nimo. Echado al correo, al parecer, en el centro de Los Angeles, contení a una copia casi en perfecto estado de Peleles, la sé ptima de las doce pelí culas de Hector Mann. A lo largo de los tres añ os siguientes, a intervalos irregulares, se enviaron ocho paquetes semejantes a las filmotecas má s importantes del mundo: el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el British Film Institute de Londres, la Eastman House de Rochester, el American Film Institute de Washington y, de nuevo, la Ciné mathè que de Parí s. En 1984, toda la producció n de Hector Mann se encontraba dispersa entre esos seis organismos.

 

Cada paquete procedí a de una ciudad distinta, de sitios tan alejados entre sí como Cleveland y San Diego, Filadelfia y Austin, Nueva Orleans y Seattle, y como nunca hubo carta ni mensaje que acompañ ase a las pelí culas, resultaba imposible identificar al donante, ni siquiera formular una hipó tesis sobre quié n era o dó nde podrí a vivir.

 

Otro misterio se habí a añ adido a la vida y carrera del enigmá tico Hector Mann, concluyó el narrador, pero se habí a prestado un gran servicio y la comunidad cinematográ fica estaba agradecida.

 

Yo no me sentí a atraí do por misterios ni enigmas, pero mientras veí a los tí tulos de cré dito al final del programa, se me ocurrió que quizá me gustarí a ver aquellas pelí culas. Habí a doce, dispersas en seis ciudades diferentes de Europa y Estados Unidos, y verlas todas requerí a un montó n de tiempo. Al menos unas cuantas semanas, supuse, aunque a lo mejor un mes o mes y medio. En aquel momento, lo ú ltimo que podí a haber adivinado era que acabarí a escribiendo un libro sobre Hector Mann. Yo só lo buscaba algo que hacer, una ocupació n agradable que me tuviera entretenido hasta que me sintiera con fuerzas para volver al trabajo. Me habí a pasado cerca de medio añ o viendo có mo me vení a abajo, y era consciente de que, si seguí a mucho tiempo así, acabarí a pasando a mejor vida.

 

No importaba cuá l fuese el proyecto ni lo que esperase sacar de é l. En aquellos momentos cualquier decisió n habrí a sido arbitraria, pero aquella noche habí a vislumbrado una idea, y gracias a dos minutos de pelí cula y a una breve carcajada decidí recorrer el mundo en busca de comedias mudas.

 

Yo no era aficionado al cine. Empecé a enseñ ar literatura a los veintitantos añ os, cuando realizaba el doctorado, y desde entonces mi trabajo só lo habí a tenido que ver con libros, la lengua, la palabra escrita. Habí a traducido a una serie de poetas europeos (Lorca, É luard, Leopardi, Michaux), escrito reseñ as en perió dicos y revistas, y publicado dos libros de crí tica literaria. El primero, Voces en zona de guerra, era un estudio polí tico y literario que examinaba la obra de Hamsun, Cé line y Pound en relació n con sus actividades pro fascistas durante la Segunda Guerra Mundial. El segundo, La ruta de Abisinia, era un ensayo sobre escritores que habí an dejado de escribir, una meditació n sobre el silencio. Rimbaud, Dashiell Hammett, Laura Riding, J. D. Salinger y otros: poetas y novelistas de singular brillantez que, por un motivo u otro, habí an interrumpido su actividad. Cuando Helen y los niñ os murieron, estaba pensando en escribir otro libro sobre Stendhal. No es que tuviera algo en contra del cine, pero nunca le habí a dado mucha importancia, y en los quince añ os que llevaba dando clases y escribiendo ni una sola vez sentí la necesidad de ocuparme de é l. Me gustaba igual que a todo el mundo: para mí era una distracció n, papel pintado en movimiento, una nimiedad. Por muy bellas o hipnó ticas que a veces fueran las imá genes, nunca me daban tanta satisfacció n como las palabras. Era demasiado explí cito, pensaba yo, no dejaba bastante espacio a la imaginació n del espectador, y la paradoja consistí a en que cuanto má s se acercaba el cine a simular la realidad, menos lograba representar el mundo: tanto lo que está en nosotros como a nuestro alrededor. Por eso siempre habí a preferido instintivamente los films en blanco y negro a las pelí culas en color, el cine mudo al hablado. Se trataba de un lenguaje visual, de una forma de contar historias proyectando imá genes en una pantalla de dos dimensiones. La incorporació n del sonido y del color habí a creado la ilusió n de una tercera dimensió n, pero al mismo tiempo habí a robado pureza a las imá genes. Ya no eran ellas quienes se encargaban de todo, y en vez de hacer del cine el medio hí brido perfecto, el mejor de los mundos posibles, el sonido y el color habí an debilitado el lenguaje que debí an haber realzado. Aquella noche, mientras veí a có mo Hector y los demá s có micos demostraban sus habilidades en mi saló n de Vermont, se me ocurrió que estaba contemplando un arte muerto, un gé nero absolutamente difunto que jamá s volverí a a ser practicado. Y sin embargo, pese a todos los cambios que habí an sobrevenido desde entonces, su obra resultaba tan fresca y estimulante como lo habí a sido el dí a del estreno. Aquello se debí a a que entendí an el lenguaje que utilizaban. Habí an inventado una sintaxis de la mirada, una gramá tica de ciné tica pura, y salvo por el vestuario, los coches y el anticuado mobiliario que aparecí a en segundo plano, su obra no podí a envejecer. Era pensamiento plasmado en acció n, voluntad humana expresá ndose mediante el cuerpo humano, y por tanto era para siempre. En su mayorí a, las comedias mudas no se habí an molestado en contar historias. Eran como poemas, como interpretaciones de sueñ os, como intrincadas coreografí as del espí ritu, y, al estar ya muertas, quizá a nosotros nos llegaban má s profundamente que a los espectadores de su é poca. Las veí amos al otro lado de un gran abismo de olvido, y las mismas cosas que las separaban de nosotros eran en realidad las que las hací an tan fascinantes: su silencio, su ausencia de color, su ritmo irregular, acelerado.



  

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