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BIBLIOGRAFÍA 14 страница



Los tratados cristianos adoptaban una mirada similar a la de Ovidio en muchos temas —a Clemente también le disgustaban las mujeres emperifolladas y los hombres excesivamente arreglados— pero en ellos el tono era muy distinto. Todo quedaba establecido, desde cómo tratar los cabellos de la cabeza (que no debían teñirse, depilarse o rizarse artificialmente, pues todo son «artilugios que sirven para engañar») hasta las suelas de los pies (que debían calzarse con sandalias sencillas). El maquillaje se aborrecía como síntoma de un alma enferma.[520] Las copas de oro, plata y enjoyadas se vituperaban, al igual que las sábanas moradas; «artículos todos que denotan un lujo de mal gusto; preponderancia que conlleva envidia y molicie».[521] Llevar joyas de oro se censuraba como una terrible costumbre con la que las mujeres «adulteran los dones de Dios por su total carencia de gusto, rivalizando con el arte del maligno». También lo era llevar telas transparentes («delata un temperamento sin vigor»).[522] El odio destinado a las mujeres, con todo, era poca cosa comparado con la desaprobación reservada a los hombres que se depilaban. ¿No había dicho Dios que «hasta los pelos de vuestra cabeza están contados»? Pues bien, resolvió Clemente, con un ágil juego de piernas bíblico: «De ningún modo debe arrancarse contra la voluntad de Dios lo que está numerado por su voluntad».[523]

Ovidio había dado su opinión de la manera en que un conocedor advierte a un novicio. En los escritos de Ovidio, si te pones el vestido equivocado o bebes demasiado en una comida, sufres las consecuencias en esta vida: no consigues al hombre que quieres o la gente piensa que eres una zafia. En los escritos de los nuevos textos cristianos, no era el gusto de ningún hombre —ni siquiera de un experto— lo que importaba. Era el gusto de Dios. «El hombre es la medida de todas las cosas», había dicho Protágoras. Ya no. Ahora lo era Dios, y él no solo pesaba y medía al hombre, sino que, si lo encontraba en falta, le castigaría.

Los predicadores cristianos no expresaban nada parecido a la incertidumbre de Horacio acerca de lo que traería el mañana. Por el contrario, sabían precisamente lo que vendría, muerte y juicio. Seguido del cielo para unos pocos afortunados y del infierno para todos los demás. Por lo tanto, uno debía ser perpetuamente consciente de los peligros que amenazaban la próxima vida, y constantemente vigilante de su comportamiento en esta. Comer, beber y hacer el amor era, advertían los predicadores, lo último que se debía hacer. Festejar en esta vida no serviría para conseguir la felicidad eterna en la próxima. «Muy comodón eres, querido mío —advierte el erudito cristiano Jerónimo—, si pretendes gozar aquí con el siglo, y después reinar con Cristo».[524]


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AQUELLOS QUE ABANDONEN EL CAMINO DE DIOS

Entonces valdrá la pena escuchar a los actores trágicos, más francos en su propia catástrofe; luego valdrá la pena mirar a los actores cómicos, sus miembros más ágiles en el fuego; luego valdrá la pena ver al auriga, completamente rojo en su ardiente rueda; luego valdrá la pena observar a los atletas, no en sus gimnasios, sino agitándose en llamas.

TERTULIANO, reflexiones sobre los placeres del Día del Juicio, De Spectaculis, 30.5

Las llamas de la condenación empezaron a rozar la vida cotidiana de Roma. En una literatura que desarrollaba una nueva tendencia sádica, los escritores cristianos precisaron con detalles gráficos lo que esperaba a quienes no cumplieran los edictos de este Dios que todo lo veía.[525] Los castigos para los pecadores eran, de acuerdo con los textos cristianos, atroces. El Apocalipsis de Pedro, que aunque ahora es considerado apócrifo durante un tiempo fue muy leído en Roma, se deleitaba contando en sucesivos y nauseabundos versos lo que sucedía en el infierno. En él, se conduce al lector por un safari infernal en el que los castigos para varias fechorías se señalan con placer. Este infierno es un lugar terrible, las penas son sombríamente coherentes. Los blasfemos, por ejemplo, se encuentran suspendidos por sus lenguas o «se mordían sus propios labios».[526] A los adúlteros se los cuelga por los pies, un castigo que no suena tan mal, hasta que uno se da cuenta de que en estos textos «pies» es un eufemismo de «testículos».[527] Los que confiaban en sus riquezas giran en un espetón junto al fuego.[528] Ni siquiera los niños se escapan. Al borde de un lago lleno del «desagüe y la hediondez» de los que allí sufrían tormento están los bebés que «habían nacido antes de tiempo», un delito sin culpable, podría pensarse, pero no aquí. Esos bebés llorarán solos por toda la eternidad.[529]

La mirada censora de los esbirros de Dios fue entonces mucho más allá de la apariencia personal. El teatro se aborrecía como un depósito de inmundicia blasfema. El Imperio romano nunca había confiado completamente en el teatro; las obras se consideraban tan inmorales que no fue hasta el siglo I a. C. cuando se construyó un teatro de piedra en la capital, lo que permitió que este dudoso arte tuviera un hogar permanente.

Pero al mismo tiempo, había sido aceptable que los intelectuales elogiaran el drama con sincera admiración y que los ciudadanos ordinarios lo disfrutaran. El orador Libanio celebraba, con un placer carente de toda vergüenza, el hecho de que su ciudad natal, Antioquía, resonara con «competiciones de flauta, lira y voz y los muchos placeres del escenario».[530] La belleza de los bailarines, sostenía en una obra que los defendía contra antiguas calumnias, incluso mejoraba el alma; un hombre sería «más amable con su esposa y sus esclavos cuando toma la cena después de esa visión».[531] A Plinio el Joven no le gustaban los actores, sobre todo aquellos que aparecían de repente, después de las cenas, y empezaban a aburrirle con recitales; con todo, aconsejaba moderación a cualquiera que se quejara de ellos. «Seamos, pues, tolerantes con las diversiones de los demás, para que ellos lo sean con las nuestras.» Haz el favor, escribió, de «desarrugar un poco el entrecejo.»[532]

Los pastores cristianos, fervorosos y controladores como eran, se permitieron disentir. Fruncir el entrecejo era una de las pocas cosas que la nueva retórica permitía sin restricciones. El teatro, decían de manera intimidatoria a sus congregaciones, era basura. Basura pecaminosa y demoníaca. Lo que los griegos habían considerado civilizado —incluso civilizatorio—, los predicadores cristianos lo despreciaban como una «depravación», una «deformidad», una «peste» y una «locura obscena».[533]

Sin duda, en los escenarios romanos había muchas cosas que podían molestar a los castos. Las farsas estaban llenas de insinuaciones sexuales; durante el festival romano de la diosa Flora, los cortesanos reales salían al escenario y actuaban desnudos, para gran placer de la audiencia.[534] En el siglo IV, una nueva moda de teatros acuáticos llegó a Antioquía. En piscinas centelleantes bajo el sol oriental, la gente se reunía para ver los cuerpos refulgentes de las ninfas mientras chapoteaban y —la palabra es casi imposible de evitar— retozaban ante las ansiosas miradas del público.

Los predicadores cristianos se mostraron horrorizados. Todo lo relacionado con el teatro, decían, procedía del diablo; era una repugnante idolatría pergeñada por demonios «para que la raza humana dé la espalda al Señor y se vuelque en su glorificación». El teatro era un lugar de lujuria y ebriedad, una «ciudadela de todas las prácticas viles».[535] Las abominaciones que tenían lugar en el escenario, a su vez, eran una «corrupción sin ley» diseñada para contaminar los oídos y los ojos del público.[536] El teatro se interponía entre lo humano y lo divino. ¿Cómo podía uno adorar a Dios con las mismas manos con las que acababa de aplaudir a un actor? No se podía. Si el Señor estaba mirando, no debía siquiera correrse ese riesgo. En una pequeña e instructiva parábola, un escritor cristiano señalaba que una mujer que se había atrevido a asistir al teatro moriría repentinamente cinco días después.

Por desgracia, el teatro no tuvo ese efecto vigorizante en todos los espectadores y los apólogos cristianos se vieron obligados a intervenir. En las iglesias de todo el imperio se bramaba con desaprobación contra el género dramático; las tragedias eran sanguinarias, las comedias eran lascivas, ambas generaban comportamientos impíos. Los actores eran poco mejores que las putas; no, de hecho eran putas. Los cristianos con frecuencia sustituían las palabras «actor» y «bailarín» por la palabra «prostituta»; el teatro era «el templo del deseo para la prostitución».[537] Los peligros de asistir a una función se pusieron de manifiesto en otro vívido sermón de Juan Crisóstomo que, como tantos, decía más del orador que de quienes lo escuchaban. «Si alguien pone carbones en su regazo, ¿acaso no quemará sus vestidos?» Bueno, lo mismo sucede con el hombre que va a al teatro. «Incluso si no intimas con la prostituta, habrás copulado con ella por deseo y habrás cometido el pecado en tus pensamientos.»[538] A quienes iban a ver a las mujeres desnudas en los teatros acuáticos se los amenazaba con rayos reales o se les sermoneaba con rayos oratorios. En ese caso, advertía Crisóstomo, los espectadores estaban yendo «a la fuente del demonio para contemplar a las prostitutas en traje de baño y sufrir naufragio en su alma. Aquella agua es piélago de impurezas [...]. La mujer nada desnuda pero tú, viéndola, te sumerges en el abismo de las pasiones impuras».[539] La mancha de esas visiones permanecería en los ojos del espectador mucho después de que terminara la función porque, como otro preguntaba, ¿quién «puede bañarse en fango sin mancharse»?[540]

Casi cualquier clase de espectáculo, sostenían los predicadores cristianos, estaba manchado por el satanismo. Los acróbatas que contorsionaban sus cuerpos estaban al servicio del demonio, como lo estaban quienes hacían malabarismos con cuchillos o hacían piruetas. La música con la que esta gente bailaba se consideraba peligrosa, puesto que la música podía hacer que los hombres perdieran la cabeza y los hipnotizaba arrojándolos a un frenesí de locura e impiedad. ¿Para eso había creado Dios a los humanos?, se preguntaba otro predicador, en un crescendo de desaprobación. ¿Para que pudieran «practicar el canto y la música, para que hinchasen sus mejillas al soplar la flauta, participaran en el canto de canciones impuras y [...] se abandonen a movimientos torpes, a danzar y bailar, formar círculos de bailarines y, finalmente, alzando piernas y caderas, desplazarse con un trémulo movimiento de sus espaldas?».[541]

En sermones ansiosos y amenazantes se atacaba a otros pasatiempos. Se temían los espectáculos públicos tanto por el público como por el entretenimiento en sí. ¿Qué podía deslizarse en el alboroto anónimo de las masas? Los poetas eróticos romanos sabían perfectamente lo que podía suceder, y de hecho lo habían celebrado. Como había explicado alegremente Ovidio, cuando uno va a las carreras, «el Circo, que da cabida a tanta gente, ofrece muchas ventajas». Una visita al hipódromo romano estaba repleta de posibilidades para el pretendiente fogoso y sin demasiados escrúpulos. «Como suele suceder, si algo de polvo cayera por casualidad en el regazo de la joven», recomendaba Ovidio en su manual de seducción:

sacúdeselo con los dedos, y aunque no haya polvo ninguno, sacúdeselo de todas formas, como si lo hubiera; cualquier cosa te puede servir, ¿para qué crees que tienes las manos?[542]

«Para eso no», respondió la nueva generación de clérigos. Ir a las carreras era malgastar el tiempo «ociosamente y en el diablo». Dios no nos había dado la vida para que pudiéramos divertirnos.[543]

Los baños también se deploraban como antros de inmoralidad. Para los emperadores romanos y sus súbditos, bañarse había sido una señal de civilización. Se pensaba que los británicos, irreparablemente bárbaros, solo habían empezado a volverse civilizados cuando comenzaron a bañarse y a celebrar banquetes. Hasta el filósofo romano Cicerón, en uno de sus momentos más de «hombre del pueblo», había dicho que el ruido del gong que abría los baños era un sonido más dulce que las voces de los filósofos en sus escuelas. Los edificios en sí eran asombrosos; las catedrales del paganismo, como se los ha llamado. No es una analogía exagerada. Con frecuencia eran los edificios más imponentes de la ciudad, maravillas de genialidad arquitectónica, que requerían inmensas cantidades de dinero e impulsaban las innovaciones necesarias para satisfacer sus demandas. Los ciudadanos del imperio iban a los baños con la regularidad de quienes iban a la iglesia; de hecho, con más frecuencia, porque la mayoría iba todos los días. Una vez dentro de los grandes pasillos de esos inmensos edificios, pasaban por las salas de mármol según una rutina tan antigua como cualquier liturgia: apodyterium, tepidarium, caldarium, frigidarium...

Ir a los baños no era únicamente un acto funcional para limpiarse; lo cual tiene sentido, dado que los baños carecían de cloración, filtrado o cambio regular del agua. Algunas investigaciones modernas han llegado a la conclusión de que debieron estar absolutamente asquerosos, algo que los poetas antiguos sabían desde hacía mucho tiempo. «Zoilo —escribió Marcial—, dado que ensucias la bañera lavándote el culo, para guarrearla más, Zoilo, mete la cabeza.»[544]

Zoilo aparte, una visita a los baños era un placer para los sentidos; los escritores destilan lirismo cuando hablan de la luz que se deslizaba por las ventanas hacia las refulgentes salas de mármol. Como decía un famoso proverbio: «Los baños, el vino y Venus corrompen nuestro cuerpo, mas son la esencia de la vida».[545] En ocasiones afortunadas, si los frescos son fiables, todos los placeres podían celebrarse a la vez.

Los baños rebosaban arte; mosaicos brillantes como joyas, figuras de ninfas y nereidas e incontables estatuas de Afrodita, cuya fría piel de mármol sudaba ligeramente en el vapor. Estos edificios se parecían menos a las piscinas modernas —máquinas para hacer ejercicio, como las llamó despectivamente Iris Murdoch— y más a plazas urbanas con agua. Todo —negocios, placer, comida, bebida, orines y, en las salas más oscuras, sexo— tenía lugar en ellos. El filósofo Séneca vivió durante un tiempo encima de unos baños y describió (no del todo satisfecho) cómo se llenaban de los ruidos del «vendedor de bebidas con sus matizados sones, del salchichero, el pastelero y de todos los vendedores ambulantes que en las tabernas pregonan su mercancía con una peculiar y característica modulación». Estos sonidos competían con los gemidos de los obsesos del gimnasio, las palmadas del masajista y los gritos del delgado depilador de sobacos que anunciaba su negocio, un hombre que nunca deja de berrear «sino cuando depila los sobacos y fuerza a otro a dar gritos en su lugar».[546]

En los tiempos de Séneca, en el punto más álgido del imperio, el baño se realizaba desnudo y, por lo general, sin segregación por sexos. La gente iba a los baños a ver y a ser vista por hombres y mujeres por igual. El fiablemente indecente Marcial describe cómo los hombres se reunían y aplaudían cuando veían que se bañaba alguien particularmente bien dotado. En ocasiones, esto provocaba incomodidad. Los hombres jóvenes no iban a los baños con sus padres por miedo a una erección inesperada; parece que incluso para los liberales romanos, ver a un hijo empalmado era demasiado. La timidez adoptaba otras formas; una mujer estaba tan avergonzada por su olor corporal que cubría su desnudez con cremas depilatorias y capas de ungüento de judías. Pero de todos modos olía mal. O eso decía el grosero de Marcial.[547]

Los moralistas cristianos se declararon escandalizados. En los escritos de los primeros clérigos cristianos, los baños se despreciaban como guaridas de demonios y de aquellos que llevaban una vida «indulgente, afeminada y disoluta».[548] Los edificios también eran detestables; esas estatuas, escribió otro moralista cristiano, no eran más que ídolos demoníacos, prueba de que «Satanás y sus ángeles han llenado el mundo entero».[549] Incluso los ejercicios que se realizaban fuera de los baños eran sospechosos; la lucha era despreciada como «una actividad del demonio [...] los movimientos mismos del luchador tienen algo de los de la serpiente».[550] Lo que sucedía en su interior era mucho peor. El agua parecía llevarse consigo la poca modestia que les quedaba a esos pecadores. Los predicadores cristianos decretaron que era intolerable que los hombres y las mujeres permanecieran desnudos, y que las mujeres permitieran después que «sus esclavos» manipulasen cada centímetro de su cuerpo. Un comportamiento peligroso, toda esa desnudez, puesto que «por la vista nace la pasión».[551] Las estatuas de los baños sufrían ataques particularmente crueles, ya que esos edificios eran el blanco de grupos de cristianos más partidarios de limpiar el alma que el cuerpo. A los cristianos, sus pastores les decían que podían lavarse por simple pragmatismo, siempre y cuando no lo disfrutaran demasiado. El buen cristiano, sin duda, no debía regodearse en los placeres sensuales de los baños. Algunos desafiaron esa pía suciedad; Agustín afirmaba abiertamente que bañarse era uno de los placeres de la vida. Otros adoptaron una postura más enérgica con respecto al baño. Los ascéticos celebraron el ideal de ser alouisa, un «no lavado». Como preguntó un escritor, ¿qué necesidad tenía un cristiano de lavarse? Aunque la piel se vuelva áspera y salgan escamas por la falta de limpieza, no lo necesita puesto que «¡El que se ha lavado una vez en Cristo no necesita volverse a bañar!».[552] Había tenido lugar un cambio intelectual. La suciedad fue dejando de ser algo que se encontraba en el exterior del hombre para pasar a ser algo que manchaba su alma. Un cuerpo limpio ya no era uno libre de suciedad, sino uno no manchado por la actividad sexual —y especialmente por la actividad sexual «pervertida»—, que empezaba a definirse con precisión y luego sería deplorada en unos términos nuevos, fieros y censores.

Se denunció la homosexualidad masculina y, después, se prohibió. En el siglo VI, los que, como dijo un cronista, «sufrían de lujuria homosexual» empezaron a vivir con miedo. Y con razón. Cuando un obispo llamado Alejandro fue acusado de tener una relación homosexual, él y su compañero fueron «de acuerdo con una sagrada ordenanza [...] llevados a Constantinopla y examinados y condenados por Víctor, el prefecto de la ciudad, que los castigó; torturó a Isaías severamente y lo mandó al exilio, y amputó los genitales de Alejandro y le hizo desfilar en una camilla. El emperador, inmediatamente, decretó que a quienes se descubriera incurriendo en actos homosexuales se les amputarían los genitales. En ese momento, se detuvo a muchos homosexuales, que murieron después de que se llevara a cabo dicha amputación».[553]

El sexo entre marido y mujer estaba permitido, pero los predicadores afirmaban que no debía disfrutarse. Las antiguas y alegres ceremonias nupciales, en las que la gente comía, bebía y cantaba canciones profanas sobre sexo, se condenaron sin piedad como diabólicos montones de estiércol. Proliferaron las historias llenas de admiración sobre parejas que nunca se acostaban juntas y que, en cambio, pasaban la noche vistiendo camisas de pelo.

¿Qué cambió el cristianismo? En ciertos sentidos, nada. La gente del imperio, reticente a las diatribas de los clérigos, siguió yendo a los baños y al teatro, continuó disfrutando con las carreras de caballos, siguió manteniendo relaciones sexuales; una puede incluso atreverse a decir que las disfrutaban. El teatro continuó abriendo, se seguían representando obras. El fervoroso emperador cristiano Teodosio, por ejemplo, proveyó de actores a un festival de teatro. Los picantes manuales de Ovidio se copiaron y se leyeron —es presumible que con entusiasmo— durante toda la Edad Media.

Pero algunas cosas sí cambiaron. Bajo la mirada reprobadora del cristianismo, el antes amado arte de la pantomima decayó y murió. La poesía sexualmente explícita —y sexualmente alegre— dejó de escribirse públicamente. No hubo nuevos ovidios. Sin duda no hubo más catulos.[554] El deseo empezó a llamarse «lujuria» y se convirtió en algo vergonzoso que debía temerse, despreciarse, reprimirse y —si era homosexual— castigarse horriblemente. Lo que se celebraba en los días santos y los festivales también experimentó una transformación. El 17 de marzo, los ciudadanos de Roma habían celebrado la Liberalia. El 17 de marzo, la Iglesia cristiana celebraba, en cambio, el día de san Ambrosio de Alejandría, un pupilo de Orígenes, el hombre que (supuestamente) se castró a sí mismo en aras del cielo. Se redujo lo que se consideraba aceptable en términos de sexualidad. Pasarían más de mil años antes de que la civilización occidental pudiera ver la homosexualidad como algo distinto de una perversión y un delito. A lo largo y ancho del imperio se retiraron las estatuas de los baños, se mutilaron y se quemaron sus cuerpos mientras las muchedumbres abucheaban y contemplaban encantadas. Se destrozaron los pezones de una figura desnuda de Afrodita; se la decapitó y abandonó en el suelo polvoriento.

También se perdió algo más. Muchos de quienes desobedecieron a estos predicadores ferozmente moralistas, y fueron a las carreras o al teatro o a mirar a las ninfas retozando al sol, ahora lo hacían a sabiendas de que eran pecadores. Y también sabían lo que les esperaba a los pecadores en el reino que estaba por venir. Como explicó con júbilo el escritor cristiano Tertuliano, cuando llegara el momento, todos esos malhechores serían consumidos por los fuegos vengadores del Señor, y él y los demás cristianos obedientes estarían ahí, disfrutando de esa visión. ¿Qué necesidad había pues de ir al teatro o al hipódromo?, preguntaba. Porque para los fieles cristianos «otros espectáculos estaban por venir; ese día del Juicio Final, en el que la vieja edad del mundo y todas sus generaciones serían consumidas en un solo fuego».[555]


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BORRAR LA TIRANÍA DE LA ALEGRÍA

Porque el ojo de Dios ve en todo lugar las obras de los hombres y nada se le oculta, sino que conoce a los que hacen el bien.

GELASIO, Apotegmas de los padres del desierto, 6

Cualquiera que durante los siglos IV y V hubiera viajado a Alejandría y a Antioquía, las grandes ciudades del imperio oriental, los habría visto antes incluso de llegar a la propia ciudad. Al amanecer, salían de cuevas situadas en las colinas y de agujeros en el suelo, con las túnicas oscuras ondeantes, las caras demacradas y pálidas por el hambre y los ojos hundidos por la falta de sueño. Cuando los gallos empezaban a cacarear, mientras al otro lado la ciudad aún dormía, ellos se reunían en los monasterios y las colinas y «formando un coro sagrado, permanecen de pie, y levantando sus manos todos a la vez cantan los himnos sagrados».[556] Una visión impresionante, y también espeluznante; sus figuras sucias y demacradas eran una refutación viviente de la opulencia y el bullicio de la vida urbana que tenía lugar allá abajo. Era un poder nuevo en el mundo, y de una novedosa extrañeza.

Esa fue la gran era del monacato. Desde que Antonio partió hacia el desierto para batallar con los demonios, muchos hombres habían seguido sus pasos para imitarlo. Eran cristianos ideales, que renunciaban por completo a todos los pecaminosos placeres de la carne. Y su manera de vivir estaba de moda; tantos habían imitado a Antonio que el desierto se describía como una ciudad.[557] Y era una ciudad bien extraña. No había en ella baños, ni banquetes ni teatros. Las costumbres de estos hombres eran célebremente ascéticas. En Siria, san Simeón Estilita («de la columna») se pasó décadas sobre una columna de piedra, hasta que se le abrieron los pies por la presión continua.[558] Otros monjes vivían en cuevas o en agujeros o en huecos o en chozas. En el siglo XVIII, un viajero que pasó por Egipto alzó la mirada hacia los precipicios que se alzaban sobre el Nilo y vio miles de celdas en la piedra. Era en esas madrigueras, pensó, donde los monjes habían llevado vidas de una inimaginable austeridad, sobreviviendo casi sin comida y bebiendo el agua que conseguían dejando caer cubos atados con cuerdas al río cuando estaba en crecida.[559]

¿Qué era un monje en esa época? En los siglos IV y V, la ahora antigua tradición del monacato estaba iniciándose y sus hábitos se estaban formando. En esta existencia rara y aún sin codificar, los monjes acudían a la sabiduría de sus famosos predecesores para saber cómo vivir. Proliferaban las colecciones de dichos de monjes. Una especie de guías de autoayuda, pero muy diferentes de las de Ovidio. ¿Qué es un monje? «Es un monje —escribió uno—, el que se hace violencia en todo.»[560] Un monje era esfuerzo, decía otro. Todo esfuerzo. ¿Cómo debía vivir un monje? «Come hierba, viste hierba, duerme en la hierba —aconsejaba otra venerada sentencia—. Desprécialo todo.»[561] Como deportistas de la austeridad, estos hombres mortificaban su carne de cien maneras durante mil días. Un monje, se decía, había permanecido de pie entre zarzas durante quince días. Otro vivió con una piedra en la boca durante tres años, para aprender a guardar silencio. Algunos, nostálgicos de las torturas que se llevaban a cabo en las persecuciones del pasado, se cubrían de cadenas y vagaban con ellas tintineando durante años.

La «ciudad» de los monjes era un rechazo vivo a la manera de vivir de los romanos. Si se puede juzgar a un imperio por sus adjetivos, el Imperio romano había sido eminentemente urbano. En latín, urbanus significa, en su sentido más básico, alguien que vive en la ciudad. Pero también mucho más que eso y, como su descendiente actual, significaba ser cultivado, cortés, ingenioso, «urbano». El término urbanitas significaba «refinamiento».[562] Los hombres del imperio estaban muy orgullosos de sus ciudades; un rico ciudadano de Antioquía sentía tal entusiasmo por la suya, que cubrió el suelo de su casa con un gran mosaico que mostraba los grandes edificios públicos de su ciudad. Un manual del siglo II para hablar en público explicaba cómo estructurar una oración fúnebre. En la lista de cuarenta y tantos puntos competentes que uno debía mencionar sobre el fallecido, el segundo (punto I.B.1) debía ser su ciudad natal. A esto había de seguir inmediatamente una mención de sus conciudadanos (punto I. B.2) y, más adelante, su «interés público». Virtudes tales como la «sabiduría» y la «moderación» se encontraban muy por debajo, en los puntos III.A.1 y III.A.2, respectivamente. La piedad iba aún más abajo, en el III.A.5[563]; una virtud de tercera división, como mucho.(13)



  

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