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BIBLIOGRAFÍA 9 страница



Al igual que el martirio, esta santa e importante tarea no requería conocimientos o habilidades especiales. Si bien se podían requerir meses de esfuerzo, años de experiencia y siglos de conocimiento acumulado para construir un templo griego, hacía falta poco más que fanatismo y paciencia para destruirlo. Al final del siglo IV, cuando las leyes contra los paganos estaban alcanzando su momento más agresivo, se dijo que el obispo Marcelo había destruido el vasto y aún muy popular templo de Zeus en Apamea con sus oraciones y la ayuda de un hombre que «no era constructor, ni albañil, ni artesano de ninguna clase». Hoy, Marcelo es adorado como un santo en la Iglesia ortodoxa.[309]

Pero incluso los relatos cristianos presentan con frecuencia a estos destructores como chapuceros incompetentes. Marcelo lanzó numerosos intentos fallidos de ataque contra ese antiguo templo, antes de lograr que se viniera abajo (resultó que un «negro demonio» había estado frustrando su propósito).[310] Los esfuerzos de san Martín en Francia también estuvieron al borde del desastre. Mientras quemaba un templo antiguo, su triunfo casi se le vuelve en contra cuando, en mitad del incendio, las llamas crecieron, escaparon a su control y casi incendian la casa adyacente; Martín apenas logró impedir este desastre de relaciones públicas trepando al tejado de la casa e interponiéndose en el camino de las llamas que se abalanzaban sobre él.[311] Tal incompetencia encaja con algunas pruebas arqueológicas. Una parte del friso del Partenón, por ejemplo, pudo salvarse porque estaba muy alta y la pendiente bajo el templo era tan inclinada que resultaba difícil ver las figuras ofensivas.

Hoy en día, las historias de ese periodo, si mencionan tal destrucción, dudan en condenarla abiertamente. La edición de 1965 de The Penguin Dictionary of Saints registra con poco más que una divertida indulgencia que Martín de Tours «no era averso a la destrucción forzosa de los santuarios paganos».[312] En la historiografía moderna, quienes llevan a cabo y alientan los ataques rara vez son descritos como violentos, crueles o desalmados: son simplemente «fervorosos», «píos», «entusiastas» o, en el peor de los casos, «excesivamente vehementes». Como afirma el académico John Pollini: «Los estudios modernos, influidos por un sesgo cultural judeocristiano», con frecuencia han pasado por alto o minusvalorado estos ataques, e incluso, en ocasiones, «han presentado la profanación cristiana desde un punto de vista positivo».[313] La importancia de los ataques queda reducida, tanto de manera implícita, por la poca atención que se les presta, como incluso, en ocasiones, de manera explícita. No deberíamos exagerar la importancia de estos acontecimientos, ha sostenido un influyente estudioso; no deberíamos «amplificarlos excesivamente», puesto que esas profanaciones «pueden haber sido la obra de una minoría resuelta, llevada a cabo con rapidez».[314]

Quizá las actuaciones se llevaron a cabo con rapidez. Pero los efectos de esos actos fueron profundos y duraderos. De hecho, así es como los cristianos querían que fuese; esa era la intención. Una y otra vez, se afirma que la destrucción violenta de un templo provocó la conversión casi instantánea de los lugareños. En Alejandría, después de la destrucción del templo de Serapis, muchos, «habiendo condenado este error y percatándose de su maldad, abrazaron la fe de Cristo y la verdadera religión». Según esta fuente cristiana, los alejandrinos se convirtieron porque se les habían abierto los ojos. Es fácil hacer otra lectura de su conversión; estaban aterrorizados. En Gaza, después de ver cómo una estatua se hacía pedazos ante la aparición de una cruz, se dijo que treinta y dos hombres y siete mujeres se convirtieron al instante.[315] Cuando Marcelo destruyó el gran templo de Zeus en Apamea, este cayó con un estruendo tan fuerte que todos los habitantes de la ciudad echaron a correr. Por supuesto, «en cuanto la multitud oyó el vuelo del demonio hostil, rompieron a cantar un himno de alabanza al Señor».[316]

Los no cristianos cultos se oponían a la violencia. Libanio, que pasaría a la historia como el último de los grandes «oradores paganos», protestó de manera vehemente. La Iglesia podía declarar que estaba consiguiendo muchos conversos por medio de estos ataques, pero se trataba, dijo Libanio, de un disparate: «No te pase desapercibido que se refieren a conversos aparentes, no de convicción. Pues no han abandonado sus propias creencias, aunque digan que sí». En cuyo caso, proseguía, «¿en qué ha progresado su posición, si la conversión de estos es solo palabra, pero le falta la práctica? No cabe duda de que en cuestiones como estas hay que servirse de la persuasión, no de la fuerza».[317] Algunos de los más importantes oradores del mundo antiguo dieron un paso adelante para defender la larga tradición imperial de pluralismo religioso y, sí, también de tolerancia.(10)[318] Otro orador llamado Temistio reprodujo los argumentos de Libanio en un discurso pronunciado en el 364 d.C. La gente, dijo, siempre había adorado a distintos dioses, y no había nada de malo en ello. Al contrario, la ley divina establece «que el alma de cada cual sea libre para elegir el camino que crea mejor para practicar su piedad. Y esta ley jamás podrán violarla confiscaciones ni suplicios ni torturas: podrán disponer del cuerpo y acaso darle muerte, pero el alma partirá llevándose consigo, conforme a la ley, su libertad de pensamiento, aunque la lengua hubiera sufrido violencia».[319]

Los cristianos no estaban de acuerdo y se enorgullecían de las conversiones que tenían lugar tras una demostración de fuerza. En Cartago, dos funcionarios imperiales destruyeron los templos de los «falsos dioses» y rompieron sus estatuas. Según los cristianos, este pequeño estallido de brutalidad tuvo un agradable efecto vigorizante entre los pobladores. Como señaló Agustín con satisfacción, «desde entonces hasta el presente, en un espacio de casi treinta años, ¿quién no echa de ver cómo se ha aumentado el culto del nombre de Cristo, sobre todo desde que se hicieron cristianos muchos de aquellos que eran apartados de la fe [...]?».[320] En la Galia, después de contemplar en silencio cómo san Martín pulverizaba su antiguo templo, se dice que los aldeanos «se dieron cuenta de que la voluntad divina los había dejado sin palabra y aterrorizados para evitar que se resistieran al obispo, y como resultado casi todos ellos se convirtieron a Jesús». San Martín, alentado, se puso a destruir otro templo en otra aldea. Sus buenos esfuerzos ejercieron un efecto doblemente beneficioso sobre los no creyentes de la Galia, «porque en aquellos lugares donde había destruido los santuarios paganos, inmediatamente construyó iglesias o monasterios».[321] Es muy probable que utilizase las mismas piedras. Se podría descartar la hagiografía de Martín como pura ficción, pero la arqueología da crédito a su objetivo general, la Galia empezó a cristianizarse cada vez más alrededor de la época del episcopado de Martín.

Destruir templos, destrozar estatuas, aterrorizar a ciudadanos. Todo dista mucho de la pacífica ficción de la historia de los Siete Durmientes. Para comprender lo que realmente sucedió en este periodo, imaginemos por un momento una historia paralela, una historia a la que la arqueología de Éfeso puede añadir un pequeño hecho concreto. Imaginemos por un momento que había otro durmiente, un octavo hombre que, como los cristianos, se sumió en un estupor divino aquel día del 250 d.C. Imaginemos que también él se hubiera despertado, quizá un siglo más tarde, y que también él entrara a pie en la ciudad que en el pasado hubo conocido.

Casi de inmediato, este adorador de los antiguos dioses, como Malco, se habría dado cuenta de que algo fundamental había cambiado. Si hubiera entrado por una de las grandes puertas de la ciudad, no se habría percatado simplemente de la cruz triunfante. Casi sin duda habría visto que el elegante relieve del lateral de la puerta había sido violentamente mutilado. Al seguir caminando, más cosas le habrían hecho sentir incómodo; las puertas de los templos, algunos de los cuales se habían fundado mil años antes, estaban desguarnecidas y destrozadas; habían desaparecido muchas de las estatuas que en el pasado estaban colocadas en los nichos de los templos. Si, después, nuestro durmiente hubiera realizado una visita a los baños de la ciudad, situados en el puerto, se habría percatado de más profanaciones; en una calle, una imagen de Artemisa había sido desfigurada; en los baños, el nombre de la misma diosa se había borrado del pedestal en el que una vez estuvo. En todas partes, habría visto numerosas figuras atacadas con saña. Ni siquiera una estatua del propio emperador Augusto había salido indemne y, con la nariz arrancada, tenía ahora una cruz cristiana en la frente.

Y, si nuestro imaginario durmiente hubiera seguido andando, se habría topado con una última imagen que le habría señalado el origen de toda esa destrucción. Porque allí, justo en el centro de la ciudad de Éfeso, había una gran cruz de madera. Si hubiera echado un vistazo a la base, habría visto unas grandes letras griegas mal talladas. Allí, bajo la cruz, se leía una inscripción hecha por un hombre de la ciudad llamado Demeas, que con enfáticas mayúsculas anunciaba: «Habiendo destruido una artera imagen de la demoníaca Artemisa, Demeas puso esta señal de la verdad, honrando tanto a Dios, el ahuyentador de ídolos, como a la cruz, símbolo victorioso e inmortal de Cristo».[322]

A finales del siglo IV, el orador Libanio observó qué ocurría y lo describió desesperado. Él y otros adoradores de los antiguos dioses veían, sus templos «en ruinas, sus rituales prohibidos, sus altares derribados, sus sacrificios suprimidos, sus sacerdotes expulsados y sus propiedades divididas entre un puñado de granujas».[323]

Son palabras conmovedoras y transmiten una imagen impactante. Pero en las historias cristianas, los hombres como Libanio apenas existen. La voces de los adoradores de los antiguos dioses aparecen rara vez o nunca. Pero estaban ahí. Algunas, como la de Libanio, han llegado hasta nosotros. Muchas otras voces debieron expresar sentimientos parecidos. Se cree que cuando Constantino llegó al trono, un 10 por ciento del imperio, como mucho, era cristiano. Esto no significa que los demás fueran fervientes adoradores de Isis o de Júpiter; la popularidad de los diferentes dioses aumentaba y descendía con el tiempo, y el espectro de la creencia clásica iba del firme creyente al completo escéptico. Pero lo que es seguro es que alrededor del 90 por ciento no era cristiano. Al final de ese primer y tumultuoso siglo de gobierno cristiano, las estimaciones sugieren que estas cifras se habían invertido; entre un 70 y un 90 por ciento del imperio era entonces cristiano.[324] Una ley de la época declaraba, de manera completamente falsa, que ya no quedaban más «paganos». Ninguno. La agresividad de esa afirmación es extraordinaria. Los cristianos estaban decretando el fin de la existencia de los malvados «paganos». En las presuntuosas palabras de un relato triunfalista: «La fe pagana, hecha dominante durante tantos años, mediante tantos dolores, tanto gasto de riqueza, tantos hechos de armas, ha desaparecido de la tierra.»[325]

No era cierto. Sin embargo, está claro que había tenido lugar un giro asombroso. Decenas de millones de personas se habían convertido —o decían haberse convertido— a una nueva y extraña religión en menos de una centuria. Las religiones que habían perdurado siglos morían con una rapidez extraordinaria. ¿Y si alguno de estos millones no se convertía por amor a Cristo, sino por miedo a quienes hacían cumplir su palabra? No importaba, sostenían los predicadores cristianos. Mejor tener miedo en esta vida que arder en la siguiente.

Los adoradores de los antiguos dioses imploraban elocuentemente tolerancia a la élite cristiana. Una de las peticiones más famosas fue suscitada por una disputa acerca de un altar. El Altar de la Victoria había permanecido en el Senado de Roma durante siglos, y durante siglos los senadores romanos habían realizado ofrendas en él antes de las reuniones del Senado. Se trataba de una costumbre antigua que se remontaba a Augusto y era muy respetada. Pero los cristianos empezaron a considerar cada vez más intolerable tener que compartir el Senado con ídolos y respirar lo que ellos consideraban un demoníaco humo contaminante. Después de décadas de vacilaciones en un sentido y el contrario, en el 382 d.C., el emperador cristiano Graciano ordenó que se retirara el altar.

Los senadores de Roma —en todo caso, los que todavía adoraban a los antiguos dioses— estaban consternados. No se trataba solo de una ruptura total con la tradición, era un grave insulto a los dioses. El brillante orador Símaco escribió una apelación. En primer lugar, rogó al emperador que permitiera la diferencia religiosa entre sus súbditos. Haciéndose eco de Herodoto, Celso, Temistio y muchos otros predecesores, señaló que «cada uno tiene sus propias costumbres, sus propios ritos» y que la humanidad no está capacitada para juzgar cuál de ellos es mejor, «cuando todo razonamiento está velado». No pide ninguna restricción al cristianismo. «No se puede llegar por un solo camino a un secreto tan grande», dice. Se puede despachar esto como un mero acto de pragmatismo y habilidad política, y es verdad que Símaco no estaba en posición de pedir más. Pero eso sería demasiado cínico; independientemente de si el politeísmo grecorromano era en verdad «tolerante», no hay duda de que las formas antiguas eran liberales y generosas. Los hombres como Símaco no querían cambiar esa costumbre. O, como dijo este a sus intolerantes gobernadores cristianos: «Ahora exponemos ruegos, no controversias».[326]

Símaco quizá no quería controversias, pero precisamente los cristianos se veían a sí mismos librando una batalla. Para un cristiano, el hecho de razonar no implicaba ninguna ambigüedad; todo estaba explícitamente contado en la Biblia. Y la Biblia, en esa cuestión, era clara. Como decían las atronadoras palabras del Deuteronomio, no era tolerancia lo que se requería frente a otras religiones y sus altares. Al contrario, los fieles debían arrasarlos.[327] Ningún cristiano podía estar de acuerdo con las pequeñas objeciones relativistas de Símaco. Para un cristiano no existían visiones diferentes pero igualmente válidas. Había ángeles y había demonios. Como ha señalado el académico Ramsay MacMullen, «no se podía llegar a un pacto con el Demonio».[328] Y como dejaron claro los cristianos en mil sermones intimidantes y en un centenar de violentas leyes, los objetos asociados con otras religiones pertenecían al Señor Oscuro. «La adoración del demonio», denunció un cristiano, «consiste en rezos en los templos de ídolos, honores pagados a ídolos sin vida, el encendido de lámparas o la quema de incienso».[329] Símaco fracasó. Su petición se ignoró.

Unos veinte años más tarde, en el 408 d.C., apareció uno de los pronunciamientos más fieros hasta el momento. «Si aún queda alguna imagen en los templos y los santuarios —decía esta nueva ley—, serán reducidas a la nada [...]. Los edificios de los templos que están situados en ciudades o pueblos o fuera de las ciudades serán vindicados para uso público. Los altares se destruirán en todos los lugares.»[330]

Los viejos cultos romanos se desmoronaban. Y aunque Símaco fracasó —o quizá porque fracasó— sus palabras siguen teniendo una fuerza terrible. «Por eso os rogamos que haya paz para los dioses patrios [...]. Es razonable considerar único lo que todos honran. Contemplamos los mismos astros, el cielo es común a todos, nos rodea el mismo mundo. ¿Qué importancia tiene con qué doctrina indague cada uno la verdad?»[331]


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LOS TEMERARIOS

Porque la sabiduría de este mundo es necedad para con Dios.

Corintios I, 3:19

Los llamaban los «parabalanos», los temerarios.[332] Al principio, el nombre era un cumplido. Bajo el abrasador sol de Alejandría, en esa ciudad situada en el cruce de caminos de transitadas rutas comerciales, alguien tenía que llevarse los cuerpos de los enfermos y los débiles —por no hablar de los que solo eran desagradablemente pobres— y hacerlo rápido, para proteger a los demás.

La ciudad sabía lo devastadora que podía ser una peste. Ciento cincuenta años antes, había aparecido en Alejandría una nueva enfermedad, después se había expandido por el resto del imperio y había matado a millones. Luego, unos cien años más tarde, llegó la plaga de Justiniano. Sus síntomas eran aún más abominables; aparecían bubones, seguidos bien por el coma, por el delirio, por un dolor agonizante, por «pústulas negras tan grandes como una lenteja», por vómitos de sangre y, finalmente, por la muerte.[333] La plaga fue más devastadora que la anterior; murieron veinticinco millones de personas.

El trato con los muertos y los moribundos en una ciudad antigua resultaba, por lo tanto, un trabajo esencial que, como la mayoría de los trabajos esenciales, se despreciaba. En la Alejandría del siglo V, los hombres que se ofrecían para hacer este trabajo eran los parabalanos, unos temerarios y jóvenes cristianos lo suficientemente valientes como para ejercer de camilleros en ese mundo sin medicinas.[334] Esos hombres, en muchos sentidos, estaban en lo más bajo de la escala social; no eran ricos, ni letrados, ni siquiera sabían leer, pero tenían músculos, tenían fe y tenían la fortaleza de ser muchos.[335] Se estima que, a principios del siglo V, los parabalanos contaban con alrededor de ochocientos miembros solo en Alejandría; un ejército —y no utilizo esta palabra a la ligera— de hombres jóvenes dedicados al servicio de Dios.[336]

O, más precisamente, al servicio de sus representantes en la tierra, los obispos. Como ha señalado el estudioso Peter Brown, por esa época, en las ciudades de todo el imperio, los poderosos clérigos estaban empezando a reunir inmensos grupos de seguidores entre los hombres jóvenes y fuertes (en los dos sentidos de la palabra) creyentes. En Roma, quienes conformaban la feligresía del obispo eran conocidos como fossores, los cavadores que excavaban las famosas catacumbas de la ciudad. En Antioquía, eran los portadores de féretros quienes rodeaban a su patriarca. Estos hombres, en un principio, se habían reunido para hacer buenas acciones cristianas, pero podía recurrirse a ellos, como de hecho se hacía, para cosas terribles. El control que muchos obispos tenían sobre sus feligresías era firme hasta el punto de resultar inflexible. Eran los guardianes del cielo y, por tanto, podían cerrar esas puertas en la cara a quienes les disgustasen. En los siglos IV y V, los obispos controlaban de hecho las milicias de creyentes, y no tenían miedo de usarlas. En Roma, los cavadores frustraron una elección episcopal mediante una «alarmante» violencia. Como observó un prelado de una manera un tanto engreída, los obispos eran «quienes calman los altercados, y [están] ansiosos por la paz, excepto cuando se ven conmovidos por alguna ofensa contra Dios o un insulto a la Iglesia», como recoge Brown.[337]

«Excepto»; con razón Brown ha llamado la atención sobre esa palabra. La paz solo se podía obtener con la aprobación de la Iglesia. El Cordero de Dios estaba ahora flanqueado por leones. Los cavadores de Roma eran temibles, pero fueron los parabalanos de Alejandría los que se harían famosos. Si molestabas al obispo de Alejandría, como bien sabían por propia experiencia los ciudadanos, este mandaba a algunos de los ochocientos parabalanos que te hicieran una visita. Eran la bronca personificada y se reunían en grandes grupos en el exterior del ayuntamiento, el teatro y los tribunales. Su mera presencia era suficiente para atemorizar a sus oponentes y hacer que se sometieran. Se los ha descrito como «terroristas caritativos», un extraño oxímoron, pero correcto. Estos hombres, en ocasiones, realizaban buenos actos, pero también sembraban el miedo. «Terror» es la palabra utilizada en los documentos legales romanos para referirse a ellos.[338]

Un día de la primavera del 415 d.C., los parabalanos irían mucho más allá de limitarse a amenazar con violencia. Ese día, cometieron uno de los asesinatos más infames de la temprana cristiandad.[339]

Hipatia de Alejandría había nacido en la misma ciudad que los parabalanos y, sin embargo, vivía a un mundo de distancia de ellos. Mientras los parabalanos pasaban los días trabajando laboriosamente entre los sucios y los moribundos, esta intelectual aristocrática trabajaba con abstractas teorías matemáticas y astrolabios. Hipatia no solo era una filósofa; era también una brillante astrónoma y la matemática más importante de su generación. Los victorianos, que se sintieron fascinados por ella, le atribuyeron otras virtudes póstumamente. Un famoso cuadro la representa desnuda, apoyada en un altar, con su cuerpo núbil protegido por poco más que sus leonados rizos sueltos. Una novela sobre ella, obra del reverendo Charles Kingsley, autor de la novela infantil Los niños del agua, está repleta de emocionadas frases como «la más severa y mayor expresión de la belleza de la antigua Grecia» y cavilaciones sobre sus «curvados labios» y la «gloriosa elegancia y belleza de cada una de sus líneas».[340]

Esto, por desgracia, son patrañas románticas. Hipatia era, sin duda, una belleza, pero lejos de acomodarse, ella y sus sueltos rizos, en los altares, vestía siempre con el uniforme austero y discreto de la túnica de filósofo, que cubría todo su cuerpo. Estaba entregada a la vida de la mente y no a la de la carne, y se mantuvo virgen. Cualquier hombre con la osadía de intentar convencerla de que abandonara su resolución se encontraba con una respuesta inquebrantable. Se dice que uno de sus estudiantes se enamoró de ella y «al no ser capaz de controlar su pasión», le confesó sus sentimientos. Hipatia le respondió con brusquedad. «Llevó algunas de sus compresas y las arrojó delante de él, y dijo: “Tú amas esto, joven, y no hay nada hermoso al respecto”.»[341] La relación, comprensiblemente, no fue más allá.

A principios del siglo V d.C., Hipatia se había convertido en una especie de celebridad local. Alejandría era una ciudad que, durante cientos de años, había estado a los pies de sus intelectuales. Casi tan pronto existió una ciudad en ese lugar, hubo una biblioteca, y, en cuanto hubo una biblioteca, se empezaron a acumular historias sobre ella, y en especial sobre su fundación. Según una de estas crónicas, Ptolomeo II, el gobernante de Alejandría, había escrito una carta a todos los reyes y gobernantes de la tierra, rogándoles que le mandaran las obras literarias de toda clase de autores «poetas o prosistas, rétores y sofistas, médicos y adivinos, historiadores y todos los demás».[342] No solo en griego, sino en todos los idiomas. También se buscaron y reclutaron expertos de todas las naciones para que ejercieran como traductores. «A cada grupo [de sabios] le fueron confiados sus textos respectivos, y así se preparó de todos ellos una traducción al griego.»[343]

Nada iba a quedar excluido de esta ambiciosa nueva colección, ni siquiera la religión. De hecho, menos que nada la religión. Alejandro creía que para gobernar a la gente había antes que entenderla, y ¿cómo podías esperar comprender a un pueblo a menos que supieras a qué adoraban? Comprende eso y comprenderás sus almas; comprende el alma de una nación y serás capaz de controlarla. Con los textos religiosos se hicieron inmensos esfuerzos; se tradujeron dos millones de versos que se decía eran obra del profeta iraní Zaratustra. La primera traducción de la Biblia hebrea al griego, según cuenta la leyenda, se hizo allí en el siglo III a.C.

Era tanto una conquista intelectual como una investigación académica y, en ocasiones, podía resultar invasiva. Si hubieras atracado en el hermoso puerto de la ciudad en el siglo III d.C., habrían subido a tu barco los funcionarios del rey Ptolomeo III Evergetes. Estos habrían llevado a cabo un rápido registro de la nave, pero no en busca de mercancías de contrabando, sino de algo que allí era considerado mucho más valioso: libros. Si los encontraban, se confiscaban, se bajaban del barco y se copiaban. Las copias —los bibliotecarios eran plenamente conscientes de la falibilidad de los escribas y preferían los originales— se llevaban después de vuelta a los barcos y los originales se etiquetaban como «de los barcos» y se enviaban a la biblioteca.

Se escribió al Gobierno ateniense y se pidieron los ejemplares oficiales de las grandes tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, que se consideraban las copias más rigurosas entre las existentes. Los atenienses, naturalmente, se negaron. Ptolomeo III les insistió. Pagaría un gran depósito, dijo, quince talentos, como prueba de su buena fe. Al final, convenció a los atenienses y estos mandaron sus tragedias. El desleal Ptolomeo hizo magníficas copias, con los mejores materiales de escritura, y después las mandó de vuelta al otro lado del mar. Atenas se quedó el dinero y las bonitas copias nuevas, pero Alejandría consiguió los mejores ejemplares.

Era una biblioteca de extraordinarias ambición y tamaño. El número de pergaminos que contenía es discutido, pero las estimaciones de la colección, que dan una idea de su alcance, son increíbles. Una considera que las propiedades de la biblioteca llegaban a unos inverosímiles 700.000 volúmenes en el siglo I a.C. Es probablemente absurdo, pero quizá hubiera hasta 500.000 pergaminos en el siglo III d.C. Sin duda, había tantos que por primera vez hubo que inventar un sistema de clasificación de los pergaminos para tenerlos todos localizados.

Fue con mucho la mayor biblioteca que el mundo había visto jamás y que vería en siglos. Las famosas bibliotecas monásticas posteriores palidecían en comparación; las primeras normalmente tenían alrededor de veinte libros, y hasta las bibliotecas más grandes del siglo XII contenían no más de unos quinientos, además, como es natural, esas colecciones estaban muy centradas en los textos cristianos. Hizo falta todo un milenio para que otra colección se acercara a lo que Alejandría había conseguido en términos de cantidad, aunque pasó aún mucho más tiempo antes de que cualquier otra biblioteca demostrara la misma insaciabilidad intelectual. En 1338, la biblioteca de la Sorbona de París, la más rica del mundo cristiano, en teoría ofrecía al préstamo 1.728 obras, 300 de las cuales, como señalaron los registros, ya se habían perdido.[344]



  

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