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BIBLIOGRAFÍA 17 страница



Desde que cruzó el mar color vino, a Damascio la vida le había ido bien, sorprendentemente bien, dados los tumultos que había dejado atrás. En Alejandría, la tortura, el asesinato y la destrucción a manos de los cristianos afectaron a la vida intelectual de la ciudad. Después del asesinato de Hipatia, el número de filósofos y la calidad de lo que se enseñaba en Alejandría, como era de esperar, descendieron con rapidez. En los escritos de los autores alejandrinos se percibe un claro tono de depresión, casi de desesperación. Muchos, como Damascio, se habían ido.

En la Atenas del siglo V, la iglesia era mucho menos poderosa y considerablemente menos agresiva. Pero los intelectuales sentían su presión. Los filósofos paganos que se oponían de manera flagrante al cristianismo pagaban la discrepancia. La ciudad estaba repleta de informantes y los funcionarios municipales les prestaban oídos. Uno de los predecesores de Damascio había exasperado tanto a las autoridades que había tenido que huir con sus propiedades, escapando con vida por poco. Otro filósofo irritó tanto a los cristianos de la ciudad con sus contumaces costumbres «paganas» que tuvo que irse un año al exilio para alejarse de los «hombres que parecen buitres» que vigilaban Atenas. En un acto que difícilmente podría haber sido más simbólico de sus intenciones intelectuales, los cristianos construyeron una basílica en mitad de lo que en el pasado había sido una biblioteca. La Atenas que había sido tan discutidora, tan gloriosa y contumazmente argumentadora, estaba siendo silenciada. Era un mundo cada vez más tenso y cansado. Era, como otro autor amigo de Damascio escribió, «un tiempo de tiranía y crisis».[642]

El tejido de la ciudad también había cambiado. Los festivales paganos ya no se celebraban, los templos habían cerrado y, como en Alejandría, el perfil de la ciudad se había profanado, mediante la retirada de la gran escultura de Atenea de Fidias. Incluso las refinadas tradiciones filosóficas de la ciudad se habían degradado, aunque tanto por culpa de filósofos incompetentes como por lo que hicieran los cristianos. Cuando Damascio y su maestro llegaron a la ciudad a finales del siglo V, se sintieron completamente abrumados por aquella realidad. «Hoy en día —observó Isidoro— la filosofía no se halla en el filo de la navaja sino verdaderamente al borde de la extrema vejez.»[643] Damascio «nunca había oído que la filosofía fuera tan despreciada en Atenas» como lo era entonces.[644] Una señal de lo poco hospitalario que se había vuelto el imperio para los no cristianos era el que, a pesar de esta situación, Atenas pareciera el lugar más hospitalario al que huir.

Pero Damascio consiguió darle la vuelta a la filosofía ateniense. En las décadas posteriores a su llegada a la ciudad, llevó a las escuelas filosóficas desde la decrepitud al éxito internacional. Una vez más, la Academia estaba atrayendo a lo que un escritor antiguo llamó «la más excelsa flor de los filósofos de nuestro tiempo» para que estudiara allí.[645] Sus filósofos eran enormemente prolíficos y cultos; Damascio y sus eruditos colegas produjeron obras que se han considerado los documentos más doctos generados en el mundo antiguo.[646] Además de eso, el incansable Damascio tenía tiempo para dar lecciones densamente académicas sobre Aristóteles y Platón y escribir una serie de sutiles obras sobre filosofía metafísica; de nuevo, Platón, o las matemáticas.[647]

A pesar del éxito, Damascio no se olvidaba de lo que había visto en Alejandría y tampoco lo había perdonado. Sus escritos mostraban un desdén infatigable contra los cristianos. Había visto el poder del fanatismo cristiano en acción. Su hermano había sido víctima de sus torturas. Su maestro había sufrido el exilio. Y, en el año 529, el fanatismo era de nuevo evidente. El cristianismo había anunciado hacía mucho tiempo haber eliminado a todos los paganos de la faz de la Tierra.[648] Ahora, finalmente, se forzaría la realidad para que encajara en esa retórica triunfante.

En este periodo, la determinación tras esta amenaza no se sintió solo en Atenas. Fue en el 529 d.C., el mismo año en que el ambiente en Atenas comenzó a empeorar, cuando san Benito destruyó el santuario dedicado a Apolo en Montecassino.[649] Pocos años más tarde, el emperador Justiniano decidió destruir el friso del hermoso templo de Isis en Filé, en Egipto; un general cristiano y sus tropas destrozaron metódicamente las caras y las manos de las imágenes demoníacas como era menester. Si se va a Filé, todavía hoy es posible ver el friso; buena parte de él está intacto, con la salvedad de que a muchas de las figuras talladas les faltan la cara y las manos.

En Atenas, el objetivo no fueron los templos sino algo mucho más intangible —y potencialmente mucho más peligroso—; la filosofía. Las agresiones anteriores a Damascio y a sus alumnos se habían llevado a cabo por lugareños entusiastas, a veces por un grupo de monjes alejandrinos violento y agresivo o, en otras ocasiones, por un funcionario local entrometido. Pero este ataque era algo nuevo. No emanaba del entusiasmo de un poder local hostil, sino que se presentaba como una ley emitida por el propio emperador. De hecho, lo que esperaba a los filósofos en el 529 d.C. no era solo una ley sino una ráfaga incoherente de agresiones legales emitidas por Justiniano. «Vuestra Gracia [...] el Glorioso e Indulgente» Justiniano, es como las leyes de esa época se referían a él. La reverencia de Justiniano, anunció el código legal del momento, brillaba «como una luz especialmente pura, como la de una estrella», además de hacer referencia al propio Justiniano como «Su Santidad [...] el Glorioso emperador».[650]

Lo que se avecinaba tenía poco de glorioso o indulgente. Y sin duda nada de santo. Aquello era el final. No se permitiría a los «malvados e impíos paganos» seguir con su «locura».[651] Cualquiera que rechazara la salvación en la próxima vida, a partir de entonces, sería condenado en esta. Una serie de imposiciones legales cayeron como martillos; cualquiera que ofreciera un sacrificio sería ejecutado; cualquiera que adorara estatuas sería ejecutado; cualquiera que estuviera bautizado pero siguiera haciendo sacrificios también sería ejecutado.[652]

Las leyes iban más allá. Aquello ya no era una mera prohibición de las demás prácticas religiosas. Era la imposición activa del cristianismo a cada pecador pagano del imperio. Los caminos hacia el error se estaban cerrando a la fuerza. Ahora todo el mundo tenía que hacerse cristiano. Cualquier persona en el imperio que no estuviera bautizada tenía que presentarse inmediatamente, acudir a las iglesias sagradas y «abandonar por completo su error pasado [y] recibir el bautismo de salvación». Los que se negaran, se verían desposeídos de todas sus propiedades, muebles e inmuebles, perderían sus derechos civiles, quedarían en la penuria y, «además», como si lo ya perdido no fuera un castigo sino solo un preámbulo, sufrirían el «castigo apropiado». Si un hombre no corría inmediatamente a las «santas iglesias» con su familia y las obligaba a bautizarse también, sufriría todo lo mencionado y, después, el exilio. La «locura» del paganismo tenía que ser erradicada de la faz de la Tierra.[653]

En un ambiente así, no era fácil que una ley destacara por ser particularmente represiva. Y aun así una lo hacía. Entre toda la rabia y toda la furia que el Gobierno estaba promulgando en ese momento, una ley se haría célebre durante los 1.500 años siguientes. Al leer esa ley y compararla con otros edictos de Justiniano, resulta casi abrumadora. Escrita bajo el típico encabezado rutinario y burocrático, ahora se conoce como la Ley 1.11.10.2. «Además —declara—, prohibimos que enseñen ninguna doctrina aquellos que se encuentran afectados por la locura de los impíos paganos [de modo que no puedan corromper] las almas de los discípulos».[654] La ley sigue, añadiendo un quisquilloso detalle o dos sobre pagos, pero en buena medida eso es todo.

Sus consecuencias fueron extraordinarias. Fue esta ley la que obligó a Damascio y a sus seguidores a abandonar Atenas. Fue esta ley la que forzó el cierre de la Academia. Fue esta la ley que llevó al estudioso inglés Edward Gibbon a sostener que todas las invasiones bárbaras habían sido menos dañinas para la filosofía ateniense que el cristianismo.[655] Los historiadores posteriores describieron las consecuencias de esta ley de manera más simple. A partir de ese momento, dijeron, una era oscura empezó a descender sobre Europa.

No descendió de inmediato. Como la mayoría de los «puntos de inflexión» en la historia, en realidad se trató más bien de un declive. La noche no cayó de repente; el mundo no se fundió en negro al instante. Como mucho, se oscureció un poco, en un lugar en concreto. Las consecuencias inmediatas de la ley fueron menos dramáticas que el lenguaje en el que estaba escrita. Durante un tiempo, Damascio y sus colegas filósofos siguieron enseñando y su escuela continuó funcionando. Casi sin duda siguieron dando conferencias; ciertamente, continuaron escribiendo libros. Y es imposible imaginar que los filósofos dejaran de discutir entre ellos sobre las minucias de la interpretación neoplatónica.

Poco más se sabe de este periodo, pero contamos con una posibilidad prometedora. Parece que podríamos conocer con precisión el edificio que ocuparon estos hombres, los últimos filósofos de la Academia, los últimos verdaderos filósofos de Atenas, durante sus últimos meses y días en la ciudad.[656] En los años setenta del siglo pasado, unas excavaciones en el ágora ateniense sacaron a la luz una casa envidiablemente elegante. Hoy, la mansión de estilo romano se conoce con el discreto nombre de Casa C, que no hace justicia a su belleza. Desde fuera, es cierto, la casa era modesta. Ubicada en una calle estrecha, muy cerca de la plaza principal del ágora, no mostraba al mundo exterior más que una pared anodina y bastante aburrida. Solo la longitud del muro, unos impresionantes cuarenta y tantos metros, y su ubicación, a la sombra de la acrópolis, podían haber insinuado discretamente algo más. Al cruzar la puerta que había en ese muro, abandonando la luz de una tarde ateniense para pasar a un oscuro vestíbulo, se entraba en otro mundo. Después del ruido y la suciedad de las calles atenienses, se encontraba un patio fresco y sombreado cuyos laterales recorría una columnata. Las paredes y los suelos eran de piedra, fríos al tacto incluso en el día más caluroso, y de algún lugar situado detrás del patio procedía el sonido del agua, tan seductor en ese tiempo caluroso. Más notable aún que todo esto, sin embargo, eran las obras de arte.

Se puede decir mucho a partir de las obras de arte que la gente escoge para su casa. Las doce estatuas que se han recuperado de la Casa C no eran la colección de un aficionado ignorante. No es solo su maestría lo que impresiona, aunque es extraordinaria; las líneas delicadas de la boca de esta mujer, el mohín rollizo en esa estatua de la diosa Némesis, el realismo que transmite cada pelo de las cejas de ese emperador... Lo que también impresiona de esas estatuas es su edad. Se trataba de piezas viejas —antiguas— incluso cuando los filósofos vivían allí; en los días de Damascio, una de ellas tenía ochocientos años de antigüedad.[657] Una de las obras más interesantes era un gran relieve tallado, grande pero delicado, que mostraba a los dioses Hermes, Apolo y Pan, y a un grupo de ninfas, todos ellos contemplados por un Zeus barbado. Esta colección de arte era una delicia ecléctica, de anticuario, que habría impresionado a los visitantes de cualquier siglo. A principios del siglo VI, cuando más allá de las paredes de la Casa C las obras de arte religiosas de la ciudad se habían destrozado, atacado y mutilado despiadadamente, debía resultar asombrosa.

Si se seguía caminando, dejando atrás las estatuas, por las franjas ligeramente oscuras de las sombras arrojadas por las columnas de piedra, el sonido del agua se volvía aún más fuerte. En un mundo en el que el agua canalizada era una rareza cara, aquella era una casa en la que la riqueza, casi literalmente, goteaba. Si se bajaban unos cuantos escalones, bajo los generosos arcos, al refulgir del sol ateniense, se encontraban una gran piscina semicircular y un santuario. Debió de ser un lugar delicioso en el que detenerse una tarde de implacable calor ateniense. Como Plinio el Joven, deleitándose con la visión de las aguas cristalinas en un santuario junto al dios del río, allí una podría haber reverenciado no solo a la divinidad, sino a la belleza.

Es perfectamente posible que la Casa C fuera el lugar en el que Damascio y sus eruditos colegas pasaron sus últimos años en Atenas. Habría sido perfecta para ellos. Todo lo que podían haber necesitado estaba ahí, desde las salas de conferencias para impartir clases, hasta los santuarios donde adorar a los viejos dioses, y un gran comedor —decorado con escenas protagonizadas por esos dioses— en el que Damascio podía organizar las cenas que la tradición requería.

En esas comidas, el filósofo debió de ser una compañía agradable, aunque mordaz. A juzgar por sus escritos, está claro que tenía un ojo inmejorable para las anécdotas; la historia le debe a su pluma la anécdota de Hipatia y su compresa.[658] También está claro que no estaba dispuesto a endulzar su discurso para adaptarse a sus oyentes. Los retratos que hizo de sus colegas filósofos no escatiman defectos. Damascio desdeña a un estudioso cuya mente la mayoría consideraba perfecta, por ser solo «una inteligencia desigual».[659] Otros recibirían desaires parecidos. Con todo, hiriente o no, su compañía debió de resultar divertida y, a su modo, excitante. Un glamour ilícito debía de permear ese patio fresco y como de otro mundo, y a sus filósofos, mientras paseaban con sus desafiantes túnicas, criticando las teorías ajenas y defendiendo cosas prohibidas.

Sin duda, también hablarían sobre lo que se estaba convirtiendo rápidamente en la influencia más importante en sus vidas; el cristianismo. Como ha afirmado el estudioso moderno Alan Cameron: «En el 529, los filósofos de Atenas estaban amenazados con la destrucción de su forma de vida».[660] Aunque los cristianos estaban detrás de esta amenaza, si se busca la palabra «cristiano» en la mayoría de los escritos de los filósofos, será casi en vano. Esto no significa que no estén las pruebas de su existencia. Están ahí. La presencia opresiva de la religión se percibe de manera clara en innumerables páginas; son los cristianos quienes llevan a cabo las persecuciones, torturan a sus colegas y empujan a los filósofos al exilio. Damascio y sus eruditos compañeros odiaban la religión y a sus líderes intransigentes. Incluso el maestro de Damascio, Isidoro, conocido por su moderación y amabilidad «los consideraba absolutamente repulsivos»; le parecían «irreparablemente contaminados, y nada en absoluto podría hacer que aceptara su compañía».[661]

Pero la palabra «cristiano» no aparece. Como si fueran sílabas demasiado desagradables de pronunciar, los filósofos recurrían a elaborados circunloquios. En ocasiones, los nombres que daban estaban velados. Con una sutileza maestra, se hacía referencia al sistema de gobierno cristiano vigente, con sus torturas, asesinatos y persecuciones como «la presente situación» o «las circunstancias actuales».[662] En una ocasión los cristianos se convirtieron —quizá en referencia a esas estatuas robadas y profanadas— en «la gente que mueve lo inamovible».[663] En otros momentos, los nombres eran más directos: los cristianos eran «los buitres» o, aún más simplemente, «el tirano».[664]

Otros comentarios implicaban desdén intelectual. La literatura griega está repleta de criaturas horriblemente repugnantes, y los filósofos recurrían a ellas para transmitir el horror de la situación; empezaron a referirse a los cristianos como los «gigantes» y los «cíclopes». Estos nombres en particular parecen, a primera vista, una extraña elección. No son los monstruos más repelentes del canon griego; Homero podría haber propuesto al monstruo Escila, el comedor de hombres, como un insulto más obvio. Pero se habría perdido la intencionalidad. Los gigantes y los cíclopes de la mitología griega no son terribles porque no sean como los hombres; son terribles porque lo son. Pertenecen al asombroso valle de los monstruos griegos; a primera vista, parecen humanos civilizados, pero carecen de los atributos de la civilización. Son groseros, simples, maleducados y brutos. Son casi hombres, pero no del todo, y por eso son aún más repugnantes. Para esos filósofos, era la analogía perfecta. Cuando aquel filósofo fue apaleado hasta que la sangre le corrió por la espalda, el insulto preciso que lanzó al juez fue: «Aquí, cíclopes. Bebed el vino, ahora que habéis devorado la carne humana».[665]

Si los filósofos odiaban a los cristianos, a las autoridades cristianas, por su parte, les irritaban profundamente los filósofos. En gran medida porque lo que enseñaban contradecía de manera expresa e intolerable la doctrina cristiana. Ninguna sugerencia expresada por los filósofos de que el mundo era eterno, por ejemplo, podía tolerarse si la doctrina de la creación era digna de crédito. Además, era una época en la cual la filosofía y la teología con frecuencia se fundían en un mismo todo abominable (a los ojos cristianos).[666] Y lo que es peor, en la Academia no se estudiaba exactamente a Platón, sino el dudoso neoplatonismo, para horror de los escribas posteriores. Un texto del siglo X que preserva algunos escritos de Damascio intercala sus citas con estallidos de repulsión cristiana ante ese hombre «impío»[667] y las «maravillas imposibles, increíbles y fallidas y la locura» que él, en su «ateísmo e impiedad» creía.[668]

Los cristianos no tendrían que soportar mucho tiempo más esas irritaciones. En el 529 la ley prohibió enseñar a los filósofos —que sufrían, como se decía, de la «locura del paganismo»—.[669]

¿Qué se dijeron los filósofos mientras caminaban por los frescos pasillos de mármol de la Casa C? ¿Qué se les pasó por la cabeza cuando supieron que, si no se presentaban inmediatamente para bautizarse, de acuerdo con la ley, se verían despojados de todos sus derechos y sus posesiones, incluida esa maravillosa villa? ¿Qué pensaron cuando oyeron que, si aceptaban el bautismo y más tarde recaían, y hacían una ofrenda en el santuario que había junto a su piscina, de acuerdo con la ley, su destino sería la ejecución?

¿Qué conversaciones mantuvieron en los meses que siguieron, mientras las nuevas leyes empezaban a tener efecto y el flujo de brillantes pupilos de esas aulas de mármol se extinguía lentamente, a medida que los honorarios dejaban de llegar y su riqueza se resentía, y a medida que las herencias en las que en el pasado habían confiado finalmente desaparecían?

Como muchas otras cosas de este periodo, es imposible saberlo. Se cree que uno de los filósofos escribió un relato de lo que sucedió después, pero si fue así se perdió. Algunos hechos, a través de la delgada red de textos supervivientes, están claros.[670] Está claro que los filósofos no se marcharon inmediatamente después de que se anunciara la infame ley. Parece ser, en cambio, que redujeron su visibilidad, lo cual no suponía una señal de cobardía, de acuerdo con su filosofía, sino de buen juicio. Casi doscientos años de agresivo cristianismo les habían enseñado el valor de esa actitud. Los filósofos, como dijo uno de ellos, debían dejar «que las bestias durmientes yazgan [y] en tales tiempos de crisis, tener cuidado en evitar los choques con las autoridades y las muestras inoportunas de franqueza».[671]

Pero las bestias durmientes no yacían. Al contrario, las «bestias» cristianas empezaron a rugir con una ferocidad creciente. Entonces comenzaron las confiscaciones. Los filósofos no podían ganar dinero, no podían trabajar, no podían practicar su religión y ahora no podían siquiera retener la propiedad que poseían. Alrededor del 532, parece que la vida se volvió intolerable para ellos. Decidieron marcharse. Atenas, la madre de la filosofía occidental, ya no era un lugar para filósofos o, en todo caso, para los filósofos que se negaban a transformar sus herramientas filosóficas para adaptarse a los dominadores cristianos.

Damascio tenía en aquel momento cerca de setenta años, pero no iba a rendirse. Había viajado miles de kilómetros para llegar hasta allí. Ahora, simplemente, tendría que viajar unos cuantos miles más. Su sentido de la obligación se lo exigía. «El deseo de hacer el bien no es suficiente —escribió—. Uno también necesita fortaleza de carácter y determinación.»[672] Sin embargo, incluso para lo que Damascio acostumbraba, el viaje que había decidido emprender era osado. Los filósofos habían oído que había un nuevo rey en Persia, el rey Cosroes. Se lo conocía por su amor a la literatura y se decía que era un gran estudioso de la filosofía. Los rumores eran seductores; había ordenado que se tradujeran libros enteros del griego al persa para poder leerlos, conocía bien las doctrinas de Platón e incluso, se murmuraba, comprendía el terriblemente difícil Timeo. Persia tenía una reputación igualmente atractiva. Era una tierra tan justamente gobernada que no se producían robos, bandolerismo ni crímenes. Era, en resumen, la tierra del rey filósofo de Platón.

El viaje no sería fácil. La mera distancia ya era desalentadora. Damascio, con todo, no era un hombre que se dejara desanimar por el miedo. «Nada humano vale tanto como una conciencia clara», había escrito en una ocasión. «Un hombre [nunca] debería dar más importancia a otra cosa que la verdad, ni al peligro de una lucha inminente ni a una tarea difícil de la que uno huye por miedo.»[673]

Y así fue que un día, probablemente alrededor de tres años después de que se emitiera la Ley 1.11.10.2, estos siete hombres, los últimos filósofos de la gran Academia, partieron de Atenas. Por segunda vez en su vida, Damascio se había visto empujado al exilio por los cristianos. Por segunda vez en su vida, tendría que hacer las maletas, empaquetar sus posesiones y sus libros como había hecho en Alejandría.[674] Había llegado a Atenas siendo un joven y un exiliado. Desde entonces, eran muchas las cosas que había conseguido. Había salvado la filosofía ateniense y había hecho de la Academia la más grande escuela filosófica del imperio. Y lo había logrado mientras caminaba de puntillas alrededor de las «bestias durmientes» de los cristianos.

No había sido suficiente. Damascio, una vez más, huía de una ciudad como un criminal. Más que eso; no como si fuera un criminal, sino siendo un criminal. Y uno que, como decía el lenguaje histérico de la ley, estaba loco, era malvado y perverso. Su hermosa casa se preparó para la deserción. En el 532, los filósofos finalmente abandonaron Atenas. La Academia cerró. La verdadera —y libre— filosofía ateniense había terminado.

El viaje no fue un éxito. Lejos de ser una sociedad de una justicia tan perfecta que en ella no se cometían crímenes, descubrieron una tierra en la que se trataba a los pobres con aún más brutalidad e inhumanidad que en su hogar. Se quedaron consternados al descubrir que los hombres persas tenían varias esposas y más estupefactos al saber que aun así cometían adulterio, una situación que parecía molestarles menos por la infidelidad que por la incompetencia. Casi más terrible que el trato a los vivos era el trato que los persas daban a los muertos; de acuerdo con la antigua costumbre zoroástrica, los cadáveres no se enterraban de inmediato, sino que se dejaban sobre la tierra para que se los comieran los perros. En la cultura griega esto era profundamente vergonzoso; la Ilíada empieza con la descripción de cómo la guerra «precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presa para los perros y para todas las aves».[675] Para Homero, esto suponía el epítome de la humillación. En Persia, era una práctica normal.

Los filósofos también quedaron decepcionados por su anfitrión, el rey Cosroes. Esperaban encontrar a un rey filósofo, pero se toparon con «un necio». Lejos de ser un hombre leído, la afamada «gran sabiduría» de Cosroes se limitaba a cierto interés por «unas ideas superficiales sobre la literatura».[676] Más que un agudo intelecto platónico, este hombre, se dijeron, era el tipo de intelectual inconsistente al que podían engañar los charlatanes. Uno de los personajes preferidos en la corte de Cosroes era un griego borracho que básicamente se pasaba los días comiendo, bebiendo y después impresionando a la gente con alguna que otra observación inteligente. Un talento peculiar, pero no uno que pudiera impresionar a los austeros filósofos de Atenas.

Damascio y sus filósofos se sintieron amargamente abatidos. Cosroes, que junto a su falta de perspicacia en asuntos filosóficos parecía tener una despreocupada ignorancia por los asuntos sociales, no pareció advertir su disgusto y, como los apreciaba, incluso los invitó a que se quedaran más tiempo. Declinaron la oferta. Reprochándose haber acudido allí, decidieron volver a casa en cuanto pudieran. Según un historiador, su sentimiento un tanto melodramático era que «lo mejor que podían hacer era cruzar enseguida la frontera del Imperio romano, donde preferían morir a quedarse con los persas por muy distinguida que fuera a ser su vida».[677]

Con todo, parece que los filósofos subestimaron a su anfitrión. Porque aunque prefirieran la muerte inmediata a permanecer en Persia, Cosroes hizo cuanto pudo para protegerlos. En el momento en que estaban abandonando la corte, el rey se encontraba, por casualidad, concluyendo un tratado de paz con el emperador Justiniano. Cosroes utilizó entonces su poder militar para arrancarle a Justiniano la garantía de que los filósofos gozarían de un regreso a casa seguro. Las palabras precisas de esta cláusula se han perdido, pero su esencia se ha preservado; el tratado exigía que «si estos hombres volvían a su patria debían vivir el resto de su vida sin ningún temor y no se les obligaría ni a tener otras creencias que las suyas ni a cambiar su religión tradicional».[678] Esta cláusula fue la única declaración de tolerancia ideológica que Justiniano firmaría jamás. Supuso, en cierto sentido, un hito liberal, y el solo hecho de que fuera necesario, una señal de lo iliberal que se había vuelto el imperio.



  

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