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BIBLIOGRAFÍA 12 страница



Como ha subrayado Dirk Rohmann, Agustín decía que las obras que se oponían a la doctrina cristiana no tenían lugar en la sociedad cristiana y tuvo poca paciencia con buena parte de la filosofía griega. Los griegos, decía Agustín con desdén, «no tienen motivo alguno para hacer apología de su sabiduría».[434] Los autores de la Iglesia eran más grandes y más del pasado. Además, escribió con desaprobación, los filósofos antiguos estaban en desacuerdo constantemente. Rohmann ha llamado la atención sobre un pasaje en el que Agustín se queja de que ningún senado o poder de «la ciudad impía se preocupó de seleccionar estas casi innumerables disensiones de los filósofos, de probar y admitir unas y rechazar y reprobar las otras».[435] Que los filósofos se mostraran en un clamoroso desacuerdo entre sí había sido un axioma para los griegos; así era precisamente como se hacían progresos intelectuales, mediante la argumentación y la competición. Para Agustín esa sola idea era un anatema. Juan Crisóstomo fue aún más lejos. Describió la filosofía pagana como una locura, la madre de los males y una enfermedad.[436]

La literatura clásica estaba llena de elementos erróneos y demoníacos y fue presa de repetidos y crueles ataques por parte de los Padres de la Iglesia. El ateísmo, la ciencia y la filosofía eran sus objetivos. La idea de que la humanidad podía explicarlo todo por medio de la ciencia era, como ha mostrado Rohmann, desdeñada como una locura. «¡Alejaos de todo libro pagano!» advertían crudamente a los cristianos las Constituciones Apostólicas. «¿Qué tenéis que ver con discursos, leyes o falsos profetas extranjeros que subvierten la fe de lo inestable?» Si se desea leer sobre la historia, continúa, «acude a los Libros de los Reyes; si filosofía y poesía, tienes los Profetas, el Libro de Job y los Proverbios, en los que encontraréis una sagacidad más profunda que en todos los poetas y filósofos paganos porque esta es la voz del Señor [...]. Por lo tanto, ¡manteneos siempre alejados de todos esos libros extraños y diabólicos!»[437]

Las obras neoplatónicas —estudiadas por el filósofo Damascio— irritaron a los cristianos durante siglos. Desde un punto de vista moderno, el neoplatonismo era sin duda una escuela filosófica extraña. Sí, Damascio y sus colegas, los filósofos atenienses, estudiaban el Timeo de Platón y la Física de Aristóteles, y algunos de estos filósofos eran algo muy parecido a lo que hoy llamamos científicos. Un colega de Damascio, un excelente matemático, fue un temprano experimentalista y dedicó gran parte de su tiempo a tratar de comprender las propiedades de los distintos tintes.[438] Pero otros neoplatónicos pasaban de la matemática y la física al reino de la metafísica, mezclando la astronomía con la astrología y la filosofía con la teúrgia.

El propio Damascio representa —desde una perspectiva actual— esa rara combinación. Por un lado, es un científico racional muy competente, un experto en matemáticas que aleja a la escuela de sus tendencias más ritualistas y la encamina hacia la filosofía seria. Por otro lado, es un hombre que relata con cariño cuentos fantásticos en los que cabezas humanas del tamaño de un guisante rugen con la fuerza de mil hombres.[439] Para los cristianos, este efluvio de elementos sobrenaturales era suficiente para contaminar el conjunto de su obra. Platón, observaría con desdén más tarde Edward Gibbon, se habría sonrojado al reconocer a esos hombres.[440] Quizá para los cristianos lo peor de todo era que estos filósofos se aventuraban en la profecía, un arte particularmente odiado por unos emperadores que temían que pudiera utilizarse para predecir a sus sucesores y, por lo tanto, sembrar la disidencia. El cristianismo asimilaría más tarde parte de esta filosofía, pero también se volvió contra ella con violencia.

Una acusación de «magia» era con frecuencia el preludio de una serie de quemas. En Beirut, a principios del siglo VI, un obispo ordenó que los cristianos, acompañados de funcionarios, examinaran los libros de quienes fueran sospechosos de esta imputación. Se realizaron registros y se requisaron los libros de los sospechosos, que después se llevaron al centro de la ciudad y se quemaron en una pira. Se ordenó que acudiera una muchedumbre para contemplar cómo los cristianos encendían la hoguera enfrente de la iglesia de la Virgen María. Los engaños demoníacos y el «bárbaro y arrogante ateísmo» de esos libros se condenaron mientras «todos» veían «arder los libros mágicos y los signos demoníacos».(11)[441]

Como en el caso de la destrucción de los templos, no había nada vergonzoso en esto. Era la obra de Dios y la hagiografía cristiana celebraba su virtud. La vida de san Simeón Estilita el Joven, que vivió en el siglo VI, documenta lo que pasó cuando un importante funcionario llamado Amancio llegó a Antioquía. Su aparición era muy esperada; de camino, como prueba de su determinación cristiana, había buscado, torturado y ejecutado a un gran número de «idólatras» locales. Cuando este inquietante hombre se halló en el interior de la ciudad, san Simeón tuvo una visión. «Dios —informó Simeón—, ha tomado una decisión contra los paganos y los heterodoxos, y este líder buscará el error de la idolatría y recogerá todos sus libros y los quemará en el fuego». Después de estas palabras, el entusiasmo se adueñó de Amancio, quien sin demora «llevó a cabo una inquisición [y] descubrió que la mayoría de los principales ciudadanos de la ciudad y muchos de sus habitantes habían participado en el paganismo, el maniqueísmo, la astrología, el [epicureísmo] y otras horripilantes herejías. A estos los detuvo y encarceló, y, habiendo reunido todos sus libros, que eran muchos, los quemó en mitad del circo».[442]

¿Qué contenían en realidad los libros quemados en tales ocasiones? Sin duda algunos contenían «magia»; esas prácticas eran populares antes del cristianismo y ciertamente no desaparecieron con su llegada. Pero eso no era todo. La lista que aparece en la Vida de san Simeón se refiere con claridad a la destrucción de libros epicúreos, cuya filosofía defendía la teoría del atomismo. El «paganismo» parece haber constituido una acusación en sí mismo, y aunque se podía referir a prácticas ilegales, también podía, al mismo tiempo, referirse a casi cualquier texto en el que aparecieran los dioses. Los cristianos rara vez eran buenos cronistas de los libros que quemaban.

A veces, en los textos quedan algunas pistas. En Beirut, justo antes de la quema de libros, unos píos cristianos fueron a la casa de un hombre del que se sospechaba que poseía libros «odiosos para Dios». Los cristianos le dijeron que «querían la salvación y la recuperación de su alma», querían su «liberación». Estos cristianos entraron luego en su casa, inspeccionaron sus libros y registraron cada habitación. No se encontró nada, hasta que uno de sus esclavos lo traicionó. Se descubrieron entonces libros prohibidos en el compartimento secreto de un sillón. El propietario de la casa —claramente consciente de lo que podía implicar esa «liberación»— «cayó al suelo y nos suplicó, llorando, que no le entregáramos a la ley». Se le evitó el sometimiento a la ley, pero fue obligado a quemar sus libros. Como explica con placer nuestro cronista, Zacarías, «cuando se encendió el fuego, arrojó a él los libros de magia con sus propias manos, y agradeció a Dios que le concediera su visita y lo liberara de la esclavitud y el error de los demonios».[443] Se menciona uno de los libros requisados en la casa de Beirut; es muy posible que no tuviera nada que ver con la magia, sino que fuera una historia escrita por un historiador egipcio censurado.

La adivinación y la profecía se utilizaban con frecuencia como pretextos para atacar a la élite de una ciudad. Uno de los ataques más infames perpetrados contra libros y pensadores tuvo lugar en Antioquía. Allí, al final del siglo IV, una acusación de adivinación y traición llevó a una purga a gran escala que tuvo como objetivo a los intelectuales de la ciudad. Por puro azar, Amiano Marcelino, que no era cristiano y fue uno de los mejores historiadores de la época, estaba en la ciudad; un maravilloso golpe de suerte para los historiadores posteriores y un pésimo caso de mala suerte para el propio Amiano, que quedó horrorizado. Según su descripción, «se preparaban los potros, se traían pesos de plomo, cuerdas e instrumentos de tortura y, entre el sonido de las cadenas, comenzaban a resonar por doquier las voces horrorosas y truculentas de los que realizaban estas funestas tareas, que decían: “Apresa, encierra, ata, mata”».[444] Un noble «muy elocuente» fue uno de los primeros en ser detenido y torturado; tras él, sufrieron lo mismo un puñado de filósofos, a los que se torturó, se quemó vivos y se decapitó.[445] En ese momento, los hombres cultos que se habían sentido afortunados, se daban cuenta, como Damocles, de lo frágil que era su fortuna. Al levantar la mirada, era como si descendieran «sobre sus cabezas espadas que colgaban y que estaban atadas simplemente con crines de caballo».[446]

Y, una vez más, se produjo una quema de libros, y las hogueras con los volúmenes se utilizaron como justificación posterior de la matanza. Amiano Marcelino escribe con desagrado que «cientos de escritos y montones enormes de obras se quemaron ante los jueces, después de sacarlos de distintos hogares con la excusa de que eran ilegales. La finalidad era calmar la indignación provocada por las ejecuciones, aunque la mayor parte de lo que se quemó eran tratados de artes liberales y de derecho».[447] Muchos intelectuales empezaron a anticiparse a los perseguidores y prendieron fuego a sus libros. La destrucción fue inmensa y «en las provincias orientales fueron quemadas por sus propietarios todas las bibliotecas, ya que temían una condena similar. Tal era el terror que se había apoderado de todos».[448] Amiano no fue el único intelectual que vivió aterrado durante esas décadas. El orador Libanio quemó un gran número de sus obras. El poeta alejandrino Páladas, el escritor que había dicho de sí mismo y de otros «paganos» que se los estaba reduciendo a cenizas, quemó lo que llamó sus «preocupantes pergaminos».[449]

Hasta los cristianos de Antioquía vivieron con miedo ese invierno. Un día, en el momento álgido del terror, un joven llamado Juan caminaba por la ciudad, cerca del río, con un amigo. De repente, el amigo vio algo que flotaba en el agua. «Pensó que era un trozo de tela —recordaba Juan—, pero al acercarse vio que era un libro y bajó a cogerlo del agua [...]. Lo abrió y vio signos mágicos. En ese momento pasó un soldado. Mi amigo escondió el libro en su capa y se alejó, petrificado de miedo. Porque, ¿quién creería que habíamos encontrado ese libro en el río y lo habíamos sacado, cuando se estaba arrestando a todo el mundo, incluso al menos sospechoso? No nos atrevíamos a tirarlo por temor a ser vistos, e igualmente teníamos miedo de romperlo». Ese Juan era Juan Crisóstomo, un hombre que se convertiría en una de las figuras más importantes de la Iglesia temprana y en un santo. Pero en aquel momento, por el mero hecho de estar cerca de un libro así, se quedó petrificado.[450] Salió indemne. Pensó que Dios lo había ayudado. Muchos otros no tuvieron tanta suerte.

Así como se registraban las casas en busca de libros inaceptables, durante ese período se revisaba la literatura en busca de frases inaceptables. Un cristiano reprobador le preguntó con agresividad a san Jerónimo por qué utilizaba constantemente «ejemplos de la literatura profana, y mancillaba el candor de la Iglesia con las inmundicias de los gentiles». Jerónimo, siempre erudito, le respondió que tenía un buen precedente literario en esa práctica; san Pablo había hecho lo mismo. Además, añadió, la inmundicia de los gentiles no lo estaba conquistando; por el contrario, era él quien los conquistaba. Como David, estaba arrancando la espada de la mano del enemigo y estaba usándola para atacarle.

Jerónimo terminó su carta con una de las metáforas menos atractivas de todo el debate. ¿Acaso el Señor no había ordenado en el Deuteronomio «afeitar la cabeza y las cejas a la mujer cautiva, y cortarle todo el pelo del cuerpo y las uñas, y que solo así se la podía tomar en matrimonio»? Pues bien, dijo Jerónimo, «¿qué hay de extraño, pues, si también yo quiero convertir la sabiduría secular de esclava y cautiva en israelítica, dada la gracia de su hablar y la belleza de sus miembros; si le corto y afeito lo que en ella hay de muerto, de idolatría, de lujuria, de error y pasión, y unido a su cuerpo purificado, engendro de ella servidores del Dios Todopoderoso?».[451] Un cristiano podía disponer del prisionero derrotado, disfrutar de él, violarlo, siempre que se lo mutilara antes. Se le quitarían los ornamentos, presumiblemente para permitir al prisionero «hacer luto» por lo que había perdido, pero también como una clara humillación.

La biblioteca de Alejandría había intentado coleccionar libros sobre todos los temas, pero el cristianismo iba a ser bastante más selectivo. Tenía poco interés en copiar los escritos de los filósofos que lo contradecían, de los poetas que describían actos «pervertidos» o las revoltosas sátiras de los dioses.

Lejos de querer proteger los textos clásicos, en el seno de la Iglesia muchos fueron muy hostiles a sus «suciedades» y desearon seriamente destruirlos.[452] Algunas obras eróticas, «obscenas», dejaron de copiarse.[453] Un manuscrito bizantino de Ovidio que ha sobrevivido está desfigurado por una serie de ridículas redacciones; hasta la palabra «muchacha» parece haber sido considerada demasiado subida de tono como para permanecer en él.[454] En los siglos XVII y XVIII, los jesuitas todavía censuraban y expurgaban sus ediciones de los clásicos.[455] Ciertos abades, lejos del ideal de justicia intelectual de Umberto Eco, censuraban en ocasiones sus propias bibliotecas. En algún momento del siglo XV, se dejó una nota en un manuscrito mutilado en Viena. «Aquí, en este libro —registra—, había trece hojas que contenían obras del apóstata Juliano; el abad del monasterio [...] las leyó y se dio cuenta de que eran peligrosas, así que las arrojó al mar.»[456]

Los cristianos preservaron mucha de la literatura clásica. Pero mucha más no lo fue. Para sobrevivir, los manuscritos tenían que cuidarse y ser objeto de nuevas copias. Los manuscritos clásicos no lo fueron. Los monjes medievales, en una época en la que el pergamino era caro y el aprendizaje clásico se consideraba despreciable, cogían piedras pómez y raspaban los últimos ejemplares de las obras clásicas de arriba abajo. Rohmann ha señalado que incluso existen pruebas que sugieren que en algunos casos «alrededor del 700 d.C., se escogieron deliberadamente colecciones enteras de obras clásicas para borrarlas y escribir sobre ellas, a menudo textos que eran obra de [los padres de la Iglesia o], textos legales que criticaban o prohibían la literatura pagana».[457] Plinio, Plauto, Cicerón, Séneca, Virgilio, Ovidio, Lucano, Tito Livio y muchos, muchos más; todos fueron raspados y borrados por manos de creyentes.[458]

La prueba de los manuscritos supervivientes es clara, en algún momento, alrededor de cien años después de que el cristianismo llegara al poder, la transcripción de los textos clásicos se reduce drásticamente. Entre el 550 y el 750 d.C., los ejemplares copiados caen en picado. No se trata, para ser precisa, de un desplome absoluto de las copias; los monasterios todavía producían resmas y resmas de libros religiosos. Se hace una Biblia tras otra, un ejemplar tras otro de Agustín. Y estas obras son inmensas. No se trató de una escasez absoluta de pergamino; era una falta de interés rayana en la abierta repulsión por las ideas de un canon ahora despreciado. Los textos que sufren en este periodo son los textos de los malvados y pecaminosos paganos. De todo el siglo VI solo sobreviven «fragmentos» de dos manuscritos del poeta satírico romano Juvenal y «restos» de otros dos, uno de Plinio el Viejo y otro de Plinio el Joven; del siglo siguiente no sobrevive nada más que un único fragmento del poeta Lucano;[459] desde el principio del siglo siguiente, nada en absoluto.

Lejos de llorar la pérdida, los cristianos se regocijaban en ella. Como se jactaba Juan Crisóstomo, los escritos de «los griegos todos han desaparecido y han sido destruidos».[460] Volvió a entusiasmarse con el tema en otro sermón: «¿Dónde está Platón? ¡En ninguna parte! ¿Dónde Pablo? ¡En boca de todos!».[461] El escritor del siglo V Teodoreto de Ciro observó el declive de la literatura griega con un fervor similar: «Esas fábulas elaboradamente decoradas están completamente proscritas —se regodeaba—. ¿Quién encabeza hoy la herejía estoica? ¿Quién salvaguarda las enseñanzas de los peripatéticos?»[462] Nadie, evidentemente, pues, como observa Teodoreto en la conclusión de su homilía, «toda la tierra bajo el sol ha sido cubierta de sermones». Agustín observó con satisfacción el rápido declive de la filosofía atomista durante el primer siglo de poderío cristiano. En ese momento, dejó por escrito, la filosofía epicúrea y estoica habían quedado «enmudecidas» (la palabra es suya). Las opiniones de esos filósofos «han enmudecido ya de tal modo que [...] si ahora surge una secta del error contra la verdad, es decir, contra la Iglesia de Cristo, no osa presentarse en batalla, sino cubierta con el nombre de cristiana».[463]

Estaba teniendo lugar un lento pero devastador borrado de la literatura clásica. Es cierto que las terribles pérdidas de conocimiento que siguieron no fueron, por lo habitual, el resultado de acciones individuales y dramáticas —el incendio de una biblioteca, la furia de un abad en particular—, aunque estas también contribuyeron. Lo que aseguró la casi total destrucción de las literaturas latina y griega fue una combinación de ignorancia, miedo y estupidez. Estas armas tienen menos peso narrativo, quizá, pero cuando se utilizan sin control pueden conseguir grandes logros.

Se preservó mucho, pero mucho, mucho más se destruyó. Se ha estimado que menos de un diez por ciento de toda la literatura clásica ha sobrevivido hasta la era moderna.[464] En el caso del latín, la cifra es aún peor, se estima que solo se conserva un uno por ciento de toda la literatura latina.[465] Si esto era «preservación» —como con frecuencia se ha afirmado—, entonces se llevó a cabo con asombrosa incompetencia. Si fue censura, resultó ser brillantemente efectiva.

El mundo clásico, vivaz y deliberador, estaba, de manera literal, borrándose.


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CARPE DIEM

La que destaque por su bello rostro, deberá acostarse boca arriba; las que están contentas de sus espaldas, míreselas por la espalda [...]. La que es pequeña, que monte a caballo.

OVIDIO aconseja sobre las posiciones para hacer el amor, Ars Amatoria, 3

Imperium sine fine, «Imperio sin fin».[466] Ese, había dicho el poeta, había sido el objetivo de Roma cuando su ambición la llevó a expandirse en todas direcciones hacia nuevos países, nuevos continentes y nuevos mundos. Pero el cristianismo que lo había conquistado, según sus predicadores, no era menos ambicioso. A medida que el primer siglo de dominio cristiano en el mundo se acercaba a su fin y comenzaba el siglo V, los efectos de esta conquista eran evidentes. En la península Itálica, Galia, Grecia, Hispania, Siria y Egipto, los templos que habían permanecido en pie durante siglos estaban cayendo, cerrando, desmoronándose. Las zarzas estaban empezando a crecer sobre las ruinas sin uso, mientras los rostros mutilados de los dioses miraban en silencio.

Toda una forma de vida estaba muriendo. En el mundo antiguo, los escritores que se habían opuesto a la religión cristiana se esforzaron por expresar sus sentimientos con palabras. En un desolador epigrama, Páladas se preguntaba: «¿Acaso no hemos muerto y solamente nos parece estar viviendo, griegos [...]? ¿O existimos nosotros cuando ha muerto la vida?».[467] Estaban barriendo su antigua sociedad. Se estaba erigiendo el símbolo de la cruz, según la resonante frase de Gibbon, sobre las ruinas del Capitolio de Roma.[468]

Pero, según algunos de los predicadores más famosos del momento, ni siquiera esto era suficiente para satisfacer al Dios cristiano. Aunque los cristianos se hubieran hecho con el control de los lugares más importantes y de los templos, su Dios, decían a sus congregaciones, quería más. No se contentaba únicamente con edificios. Tampoco estaba satisfecho con la simple apariencia de piedad. Quizá se pudiera engañar a los viejos dioses romanos con una mera pose de obediencia a sus ritos —solo «toca» el incienso, como imploraban los gobernadores romanos a los cristianos—, pero este dios no se dejaba timar tan fácilmente. Él no quería que se cumplieran los ritos, no deseaba templos ni piedras. Quería almas. Quería —exigía— los corazones y las mentes de todas y cada una de las personas del imperio.

Estos clérigos avisaban que Dios sabría si no las tenía. Como los pastores del siglo IV empezaron a advertir a sus congregaciones, la mirada omnipresente de Dios te sigue a todas partes. No solo te ve en la iglesia, también te observa al cruzar las puertas de la iglesia, al salir a la calle, al caminar por el mercado o al sentarte en el hipódromo o en el teatro. Su mirada también te sigue hasta tu casa e incluso hasta el interior de tu dormitorio, y no dudes de que también observaba qué haces allí. Pero eso no es todo. Este nuevo dios ve el interior de tu alma. «El hombre mira el rostro, pero Dios en el corazón», bramó Cipriano, el obispo de Cartago. «Nada de lo hecho permanece oculto a Dios.»[469] En todo el imperio, se advertía a las congregaciones de que no había huida posible: «Nada, ya sea hecho o solo deseado, puede escapar al conocimiento de Dios [o a su], castigo eterno de fuego».[470]

Muchos intelectuales romanos y griegos habían mostrado su profundo desagrado por una deidad tan entrometida. La idea de que un ser divino estuviera observando cada movimiento de cada ser humano era, para estos observadores, no un signo de inmenso amor sino una «monstruosa» absurdidad. En sus textos, el Dios cristiano es con frecuencia descrito como un lúbrico metomentodo, alguien «molesto e inquieto», «curioso hasta la desvergüenza, pues presencia todas las acciones».[471] ¿Por qué estaba tan interesado en lo que hicieran los simples mortales? Incluso antes del cristianismo, algunos sofisticados pensadores romanos habían mostrado su desprecio por esta idea. Como había dicho Plinio el Viejo: «¿Vamos a creer o vamos a poner en duda que ese ser supremo, sea lo que fuere, asume el cuidado de los asuntos humanos y no se infecta en ese menester tan funesto y variado?».[472] ¿Acaso un dios no tenía nada mejor que hacer?

No, declararon los clérigos cristianos. No lo tenía. Su atención era una señal de su gran amor por el hombre. Como lo era su castigo. Porque no había que equivocarse, Dios no era simplemente un observador desinteresado de las almas humanas; él las juzgaría y las castigaría. Horriblemente. Una clase muy particular de miedo empezó a aparecer. Como ha señalado Peter Brown, se trata de la perpetua ansiedad de una gente que creía que no solo todos sus hechos, no solo todas sus palabras, sino además todos sus pensamientos estaban siendo observados. Un cristiano tuvo una visión en la que, de manera bastante literal, podía ver manchas en su corazón. Se dio cuenta de que estaban allí porque no había hecho las paces «enseguida» tras la discusión que había mantenido con otro cristiano.[473]

Tales eran las palabras y las amenazas de los obispos y de la élite cristiana. Pero, ¿escuchaba la gente esas diatribas? ¿Las oían la mayoría de las personas? Las palabras de los predicadores como Juan Crisóstomo y Agustín podían resonar en los oídos de quienes los escuchaban y en la literatura de la época, pero la inmensa mayoría del imperio —quizá entre el 80 y el 90 por ciento de los hombres, y un porcentaje más elevado de las mujeres— era analfabeta.[474] Esa gente, ¿asimilaba el mensaje de que ahora eran pecadores y debían redimirse? En resumen, en las concisas palabras del académico E. A. Judge: «¿qué diferencias [implicaba el que] Roma se hubiera convertido?».[475]

La respuesta breve es que no podemos estar seguros. La Antigüedad tardía ofrece una red frustrantemente débil de textos con los que abordar esta pregunta. De la pequeña parte de habitantes del imperio que estaban alfabetizados, muy pocos debían de ser escritores desenvueltos. La inmensa mayoría del imperio vivía y moría sin apenas dejar rastros que los historiadores del futuro pudieran analizar.

Enfrentados a esta incertidumbre, los estudiosos han tenido libertad para ofrecer argumentos muy distintos, y así lo han hecho. Durante siglos, su obediente respuesta fue que la expansión del cristianismo había cambiado por completo el mundo, o, más bien, el cielo. Antes de la llegada del cristianismo, Europa estaba condenada, sus religiones y muchos de sus comportamientos eran primitivos y condenables. Después del cristianismo, se salvó. En la era moderna, los estudiosos —menos propensos a ser tan obedientes con la autoridad eclesiástica— han adoptado un punto de vista más sólido, incluso iconoclasta. ¿Qué cambios supuso el cristianismo? Ninguno, fue la provocadora respuesta de A. H. M. Jones, un estudioso del siglo XX. No supuso ningún cambio. Sostuvo que, más bien, «la creencia cristiana, en todo caso, conllevó un descenso de los criterios morales de la comunidad».[476]

La verdad, como siempre, está en algún lugar entre los dos extremos. Porque sin duda, algo, ciertamente, cambió.

A mediados del siglo XVIII, algunos trabajadores estaban cavando en una colina italiana conocida con el prometedor nombre de la Civita, la ciudad. Estos obreros napolitanos empezaron a apartar la piedra lávica y la ceniza que Plinio el Joven había visto caer diecisiete siglos antes. El resultado fue un cataclismo cultural. Empezaron a aparecer imágenes de una inimaginable franqueza sexual. Incluso desde una perspectiva actual, Pompeya ofrece un espectáculo tonificante. Sea la imagen de Príapo, en la que el dios pesa su enorme falo en una báscula, los frescos de parejas haciendo el amor o la célebre estatua del dios Pan, con la boca fruncida mientras penetra a una cabra, el erotismo está en todas partes.



  

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