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BIBLIOGRAFÍA 11 страницаMejor, escribió Basilio, evitar por completo las obras peligrosas. «Y como, al coger la flor del rosal, evitamos las espinas, así también en tales obras, tras recolectar cuanto es útil, guardémonos de lo nocivo.»[388] Como explicaba Basilio, esa censura eclesiástica no era intolerante; era una forma de amor. Así como Agustín defendía golpear a los herejes con varas como forma de cuidado paternal, Basilio defendía la eliminación de grandes partes del canon clásico como un acto de «gran cuidado» para asegurar que el alma se mantuviera a salvo. A veces, el proceso de corrección podía ser más intrusivo, y se pedía a los escribas que denunciaran las obras sospechosas a las autoridades para censurarlas. En Alejandría, Cirilo llevaba a cabo registros en las casas en busca de las obras del odiado emperador pagano Juliano el Apóstata.[389] La influencia del ensayo de Basilio en la educación occidental fue profunda. Se leyó, releyó y copió fervientemente durante siglos. Tendría efecto en lo que se leía, estudiaba y, de manera crucial, en lo que se preservaba en las escuelas de Bizancio.[390] Y en lo que no. Era tan importante que fue —de forma un tanto irónica— una de las primeras obras traducidas del griego durante el Renacimiento. Los jesuitas la incluyeron en su programa de estudio, la ratio studiorum, por lo que tuvo una gran influencia en la educación jesuita en todo el mundo.[391] Las generaciones posteriores presentarían a Basilio como un intelectual liberal. Una edición del siglo XX de su ensayo describía la actitud de Basilio frente a la literatura pagana como «la de un amigo comprensivo, no ciego a sus peores cualidades, pero en ningún caso condenando el todo».[392] Otra edición del siglo XX de A los jóvenes explica que «no es la angustiada regañina de un eclesiástico fanático, inquieto por la supremacía de las Sagradas Escrituras. Más bien, es la teoría educativa de un hombre culto».[393] Eso no tiene ningún sentido. Supremacía era precisamente lo que quería Basilio, y la logró. Por mucho que se endulcen las palabras, por muy seductores que sean los símiles, aquello era censura. Basilio no era el único. La corrección del canon clásico continuaría durante más de un milenio. Si se abre una edición de 1875 del poeta latino Marcial, muchos de sus poemas más explícitos no están traducidos al inglés sino al italiano; evidentemente, considerado un idioma apto para la desviación sexual.[394] En otros casos, los poemas se omitían por completo o se glosaban en griego, un idioma que no solo parecía erudito y respetable, sino que tenía la ventaja de ser entendido por aún menos gente que el latín. Los primeros versos de «Carmen 16», de Catulo, causaron problemas, como ha señalado el académico Walter Kendrick, hasta bien entrado el siglo XX; se eliminaron por completo en una edición de 1904 de sus Poemas reunidos de la editorial Cambridge University Press. El poema se describía como un mero «fragmento», evitando así discretamente el sonrojo (o quizá el interés) de los lectores.[395] En la edición de Penguin de 1966, el primer verso, con la misma discreción, se ha dejado en el latín original. «Pedicabo et irrumabo», declara, de manera percursiva pero impenetrable.[396] «Carmen 16» tendría que esperar casi hasta finales del siglo XX para que su traducción reflejara correctamente su contenido, aunque tal es la riqueza de la jerga sexual en latín que fueron necesarias cinco palabras en inglés para traducir el verbo latino «irrumabo».[397] En esta nueva era cristiana, siempre vigilante, el tono de lo que se escribía empezó a cambiar. La literatura politeísta había discutido y ridiculizado cualquier asunto, cuestiones que iban desde si la humanidad puede tener libre albedrío en un universo atómico o la credulidad excesiva de los cristianos hasta el uso de la orina para limpiarse los dientes (un proceso que se consideraba eficaz pero repugnante). Con el cristianismo, cambió la consideración de lo que merecía la pena anotar en las páginas de un pergamino. A diferencia de los siglos anteriores a Constantino, los siglos posteriores no produjeron sátiras escandalosas ni una poesía amorosa abiertamente franca. Los gigantes de la literatura de los siglos IV y V fueron, en cambio, san Agustín, san Jerónimo y san Juan Crisóstomo. Todos son cristianos. Ninguno se confunde fácilmente con Catulo. Los escritos de Juan Crisóstomo ofrecen una valiosa muestra del tono de esta nueva literatura. «Que no haya fornicación», declaró en uno de tantos encendidos discursos sobre el tema de la lascivia.[398] Una mujer hermosa era, advirtió, una trampa terrible. Una lista (no exhaustiva) de otras trampas contra las que alertaba la obra de este reverenciado orador incluye la risa («a menudo da lugar a un lenguaje obsceno»), la charla («la raíz de males posteriores»), los dados («introducen en nuestra vida una infinidad de miserias»), las carreras de caballos (como lo anterior) y el teatro, que podía conducir a una amplia variedad de males entre los que se hallaban «la fornicación, la intemperancia y todo tipo de impurezas».[399] El índice de una colección de sus sermones da una idea del conjunto. En la palabra «miedo» aparecen: necesario para los hombres santos, 334; un escarmiento por la despreocupación, 347; de los verdaderos dones del Señor, 351; un castigo, 355; despierta la conciencia, 363; al mal del hombre innoble, 366; un buen hombre firme contra, 369; sin miedo a la muerte terrible del infierno, 374; al infierno provechoso... Y así hasta veinticinco referencias, antes de terminar en la hermosamente conclusiva: «purifica como un horno». Si se acude a «felicidad», el lector ansioso será recompensado con la más escasa de las ofertas. Aquí únicamente hay una referencia: solo en Dios, 460[400] Aquel era un mundo literario nuevo, y su seriedad era también novedosa. «El grado en el que esta nueva historia cristiana desplazó y sustituyó a las demás es impresionante», escribe el estudioso moderno Brent D. Shaw. «El poder de esta oratoria cristiana se debía a muchas cosas, entre ellas a una despiadada pedagogía perentoria, a una moralización intimidante del individuo y a una incesante gestión de las minucias de la vida cotidiana. Por encima de todo, era una oratoria marcada por la ausencia de humor. Era un mundo taciturno y mortalmente serio. El chiste, el comentario humorístico, las sátiras hilarantes, la burla para poner a la gente en su sitio, habían desaparecido.»[401] Y en el lugar del humor estaba el miedo. Las congregaciones cristianas se encontraron cubiertas de fuego oratorio y azufre. Por su propio bien, por supuesto. Como observó con placer Crisóstomo: «En nuestras iglesias escuchamos innumerables discursos sobre castigos eternos, sobre ríos de fuego, sobre el gusano venenoso, sobre ataduras que no se pueden romper, sobre la oscuridad exterior».[402] Pero por amenazantes que les parecieran a los predicadores cristianos las desinhibidas habladurías clásicas sobre el sexo, los abortos, la sodomía y el clítoris, había otro aspecto de la literatura clásica que presentaba una perspectiva aún más alarmante, la filosofía. El clamor competitivo de las escuelas filosóficas griegas y romanas ofrecía una panoplia de posibles creencias. Los filósofos clásicos habían sostenido, cada uno a su manera, que existían innumerables dioses, que había un dios, que no había ningún dios o, simplemente, que no se podía saber con seguridad. El filósofo Protágoras había resumido elegantemente esta actitud con respecto a los seres divinos: «No tengo medio de saber si existen o no».[403] Hasta los filósofos como Platón, cuyos escritos encajaban mejor con el pensamiento cristiano —su idea del Bien podía, con algunas contorsiones, ser constreñida en el marco cristiano— eran considerados amenazantes. Es más, Platón seguiría alarmando (esporádicamente) a la iglesia durante siglos. En el siglo XI, se insertó una nueva cláusula para la liturgia de Cuaresma, que censuraba a quienes creían en las formas platónicas. «Anatema sobre aquellos —declaraba—, que se dedican a los estudios griegos y en lugar de simplemente hacerlos parte de su educación, adoptan las doctrinas insensatas de los antiguos y las aceptan como la verdad».[404] Para muchos clérigos cristianos de línea dura, la configuración del aprendizaje académico era completamente sospechosa. En algunos sentidos, eso tenía algo de noble igualitarismo; con el cristianismo, el más humilde pescador podía tocar el rostro de Dios sin que un puñado de quisquillosos eruditos le retirara la mano. Pero también tenía un lado más agresivo y siniestro. San Pablo había dicho, de manera sucinta e influyente, que «la sabiduría de este mundo es necedad para con Dios».[405] Esa actitud persistió. Los cristianos posteriores se reían de quienes intentaban ser demasiado sofisticados en su interpretación de las escrituras. Un escritor despotricó furiosamente contra quienes «dejaron las Santas Escrituras de Dios y se ocupan de geometría [...]. Entre algunos de ellos se estudia afanosamente la geometría de Euclides y se admira a Aristóteles y a Teofrasto, porque Galeno quizás hasta es adorado por algunos».[406] Según los cristianos, no debía reverenciarse a Galeno, solo Dios lo merecía. El gnosticismo, un movimiento extremadamente intelectual del siglo II (la palabra «gnóstico» procede de la palabra griega para «conocimiento») que más tarde se declaró herético, tampoco ayudó. Los herejes eran intelectuales, por lo cual los intelectuales eran, si no heréticos, sin duda sospechosos. Así funcionaba el silogismo. La simplicidad intelectual o, por decirlo de una manera menos halagadora, la ignorancia, era ampliamente celebrada. La biografía de san Antonio deja constancia con aprobación de que «no quiso aprender las letras, porque quería estar lejos de la compañía de otros niños». La educación y los juegos estúpidos se colocan aquí en la misma categoría, y ambos se oponen a la santidad. En lugar de esto, descubrimos, Antonio «deseaba ardientemente a Dios».[407] Que esto no fuera del todo cierto —las cartas de Antonio revelan a un pensador mucho más cuidadoso de lo que su biografía da a entender— no importaba demasiado; apelaba a un poderoso ideal. No es necesario leer, abandona los libros y el pan y te ganarás el favor de Dios. Hasta los intelectuales eran vulnerables a esta bonita imagen; fue saber de cómo el simple e iletrado Antonio había inspirado a muchos a volverse hacia Cristo lo que llevó a Agustín a golpearse en la cabeza, arrancarse el pelo y preguntarse: «¿Qué es lo que nos pasa?».[408] La ignorancia era poder. Algunos cristianos, decidiendo de manera evidente que el proyecto de asimilación era imposible, se limitaron a cerrar los libros de Homero y Platón y no volvieron a abrirlos nunca más. Un autor cristiano vendió todos sus libros de literatura y filosofía tras convertirse; la pobreza era una virtud y los libros eran caros. Además, el verdadero cristiano ya no necesitaba la filosofía, pues tenía a Dios. Como dijo el orador cristiano Tertuliano: «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?». Y continuaba: «¿Qué concordia existe entre la Academia y la Iglesia? [...]. ¡Fuera todos los intentos de crear un cristianismo veteado de composición estoica, platónica y dialéctica! ¡No queremos [...] inquisición después de disfrutar el Evangelio! Con nuestra fe, no deseamos más creencia».[409] No eran necesarios el conocimiento, la filosofía de los estoicos o la de los platónicos, ni de hecho ninguna otra. Uno tenía fe y con eso bastaba. Con todo, de este exuberante analfabetismo surgió un problema. Aunque se lograra penetrar las puertas del paraíso sin educación ninguna, penetrar las puertas de las casas de campo de la élite de Roma requería un poco más de sofisticación. Los romanos y los griegos cultos como Celso y Porfirio habían contemplado durante mucho tiempo la literatura del cristianismo con el más completo desdén, y escritores como Agustín y Jerónimo lo sabían. Parte del problema era la Biblia, no solo lo que decía sino la manera en la que lo decía. Hoy, revestido con el resplandeciente inglés de la versión del rey Jaime, es difícil imaginar que el lenguaje de la Biblia causara alguna vez problemas. En el siglo IV carecía de esa grandeza antigua. Los evangelios de la vieja Biblia en latín estaban escritos en demótico, repleto de solecismos gramaticales y la clase de palabras que irritaban a los oídos instruidos.[410] La pérdida de significado era algo insignificante; el equivalente antiguo a decir «lavabo» en lugar de «baño». Pero la pérdida de estatus era intolerable. Si esa era la palabra de Dios, entonces Dios parecía hablar con un estilo evidentemente vulgar. Y esta sociedad tenía una sensibilidad refinada para el estilo. Agustín creció sabiendo que los errores gramaticales eran peor vistos que los errores morales y que uno podía ser más despreciado por decir «ser umano» que por ser la clase de persona que juzgaba a otra por su acento.[411] En latín, la pronunciación de las haches, como en la Inglaterra victoriana (o, ciertamente, en la Gran Bretaña moderna), eran una revelación involuntaria de la clase a la que se pertenecía, y la capacidad de saber dónde colocarlas delataba a un caballero. Catulo, de clase alta, se mofó sin piedad de un hombre que, ansioso por parecer más aristocrático de lo que era, siempre las colocaba en el sitio equivocado.[412] En este mundo aspiracional, el idioma de la Biblia era profundamente vergonzante. Agustín, plenamente consciente de ello, se dispuso a defender el registro de la Biblia; ¿qué importaba —preguntó acaloradamente— que uno utilizara una palabra equivocada o una expresión gramatical incorrecta? En cualquier caso, todo el mundo comprendía lo que se decía, independientemente de las palabras o las expresiones. ¿Qué importa, cuando estás rogando a Dios que perdone tus pecados el modo en «que suene la palabra ignoscere, perdonar, ya se pronuncie larga o breve la tercera sílaba»?[413] Dios podía perdonar esos pecados gramaticales; los aristócratas romanos, no. La simplicidad de los textos cristianos repelía a muchos que, de otro modo, quizá se habrían planteado convertirse, y avergonzaba a muchos de los que ya lo habían hecho. La conversión significaba, según la reveladora frase de Agustín, entrar en un mundo intelectual menos propio de un Platón o un Pitágoras que de un portero. Las clases altas no iban a permitir esto, y mientras permanecieran firmes contra el cristianismo, muchos por debajo de ellas también lo harían. La desdeñosa élite era, dijo Agustín, «como los muros de aquella ciudad incrédula y maldiciente».[414] El cristianismo estaba atrapado en una situación imposible. Las literaturas griega y romana eran un sumidero pecaminoso y satánico y, por lo tanto, no podían defenderse. Pero tampoco podían ignorarse por completo. Para los cristianos educados, era dolorosamente obvio que los logros intelectuales de los «locos» paganos eran inmensamente superiores a los suyos. Pese a todas las declaraciones sobre la perversidad del conocimiento pagano, pocos cristianos cultos se decidían a desdeñarlo por completo. A pesar de despreciar a quienes se preocupaban por la pronunciación correcta, Agustín nos dejó claro que él mismo sabía cómo pronunciarlo todo perfectamente. En incontables pasajes muestra, de manera implícita y explícita, sus conocimientos. Él era cristiano, pero un cristiano con un punto clásico, y desplegaba su conocimiento de lo clásico al servicio de la cristiandad. Jerónimo, el gran estudioso de la Biblia que describía el estilo de ciertos fragmentos de esta como «rudo y repelente»[415], nunca se liberó de su amor por la literatura clásica y tenía pesadillas en las que era acusado de ser un «ciceroniano, no un cristiano».[416] Y así, en parte por egoísmo, en parte por genuino interés, el cristianismo empezó a asimilar la literatura de los «infieles». Cicerón, pues, no tardó en sentarse junto a los autores de los salmos. Muchos de los que se sentían más incómodos con su conocimiento clásico fueron quienes mejor lo utilizaron. El escritor cristiano Tertuliano tal vez desdeñara el aprendizaje clásico al preguntar qué tenía que ver Atenas con Jerusalén, pero lo hizo con un elevado estilo clásico, con la metonimia «Atenas» en representación de toda la «filosofía» y esa pregunta retórica a modo de guiño. El propio Cicerón habría dado su aprobación. En todas partes, los intelectuales cristianos se esforzaban por fusionar lo clásico y lo cristiano. El obispo Ambrosio vestía los principios estoicos de Cicerón con ropajes cristianos, mientras Agustín adaptaba la oratoria romana con fines cristianos. Los términos filosóficos de los griegos —el logos de los estoicos— empezaron a abrirse camino en la filosofía cristiana.[417] No todos los intentos de asimilación tuvieron el mismo éxito. Un poeta reescribió el Evangelio según Juan con el estilo de una epopeya homérica. Otro estudioso, durante el reinado de Juliano el Apóstata —que prohibió que nadie que no creyera en los viejos dioses diese lecciones sobre obras, como las de Homero, en las que estos aparecían—, reescribió toda la historia bíblica en veinticuatro libros de hexámetros homéricos y rehízo las Epístolas y los Evangelios en forma de diálogos socráticos. Se inventaron imaginativas genealogías intelectuales para defender a los filósofos favoritos de la cristiandad. Los pensadores que llevaban tiempo muertos pero cuyos escritos resultó que presentaban ciertas semejanzas con el cristianismo fueron adoptados como ancestros involuntarios de la tradición. ¿El aire cristiano que se percibía en la obra de Platón? Ah, eso era porque había visitado Egipto y, durante su estancia, quizá leyó un ejemplar de los cinco primeros libros de la Biblia que Moisés, convenientemente, había dejado allí. En realidad, era uno de nosotros. Sócrates era un cristiano antes de Cristo.[418] Los estudiosos clásicos llevaban siglos leyendo a Homero de manera alegórica; ahora, los cristianos más leídos empezaron a hacer lo mismo con la Biblia, para gran disgusto de los críticos no cristianos, que sentían que aquello era una cobarde trampa intelectual. Como Celso observó con irritación, los «más moderados entre judíos y cristianos, avergonzados de estos mitos, tratan de explicarlos, como pueden, alegóricamente».[419] Algunos cristianos seguirían mostrándose recelosos con esa costumbre. Otro escritor se encolerizó con los cristianos que «se aprovecharon de las artes de los infieles» para allanar los baches de las escrituras.[420] Menos de cien años después del primer emperador cristiano, el paisaje intelectual estaba cambiando. En el siglo III, había en Roma veintiocho bibliotecas públicas y muchas privadas.[421] A finales del IV, como observó con pena el historiador Amiano Marcelino, las bibliotecas, «a manera de sepulcros, permanecen siempre cerradas».[422] ¿Fue el auge del cristianismo una causa de esto o se trata de una simple correlación? Más tarde, los emperadores cristianos se esforzarían en aumentar la alfabetización para asegurarse de que el Estado disponía de suficientes funcionarios alfabetizados. Ciertos campos de investigación empezaron a ser no solo poco recomendables sino ilegales. Como anunció una ley del 388 d.C.: «No habrá oportunidad para ningún hombre de salir al público y discutir sobre religión o comentarla o dar consejo alguno». Si alguien con «condenable audacia» lo intentaba, la ley anunciaba una amenaza que no por imprecisa resultaba menos ominosa, «será refrenado con la debida penalización y el castigo adecuado».[423] Los filósofos que querían que sus obras y carreras sobrevivieran en este mundo cristiano tenían que limitar sus enseñanzas. Las filosofías que trataban a los viejos dioses con demasiada reverencia acabaron volviéndose inaceptables. Cualquier filosofía que hiciera intentos de predecir el futuro era castigada. Cualquier teoría que afirmara que el mundo era eterno también se suprimía —puesto que contradecía la idea de la Creación—, como ha señalado el estudioso Dirk Rohmann. Los filósofos que no cortaban sus enseñanzas según los nuevos patrones permitidos por el cristianismo sufrían las consecuencias. En Atenas, algunas décadas después de la muerte de Hipatia, se obligó a un filósofo resueltamente pagano a exiliarse durante un año. Los objetivos declarados de los historiadores también empezaron a cambiar. Cuando el autor griego Heródoto, el «padre de la historia», se sentó a escribir la primera historia, declaró que su objetivo era hacer «investigaciones» —historias, en griego— sobre las relaciones entre los griegos y los persas. Lo hizo con tanta imparcialidad que fue acusado de traición, de halagar en exceso a los enemigos de los griegos y de ser un philobarbaros, un «amigo de los bárbaros», una palabra insultante y agresiva.[424] No todos los historiadores eran tan imparciales, pero la equidad era un objetivo que persistió. El último de los historiadores paganos, Amiano Marcelino, se esforzó por alcanzarla; la posteridad, escribió, debía ser «testigo justo del pasado».[425] Los historiadores cristianos adoptaban un punto de vista diferente. Como escribió el influyente escritor cristiano Eusebio —el «padre de la historiografía de la Iglesia»—, el trabajo del historiador no era registrarlo todo sino solo aquello que ejerciera un bien en los cristianos que lo leyeran. No había que dar vueltas a las verdades incómodas, como el inoportuno hecho de que muchos clérigos cristianos, en lugar de saltar a las piras de la Gran Persecución, se hubieran escabullido de ellas con una prisa indigna. «Por consiguiente —anunció cuidadosamente—, no nos hemos dejado llevar por hacer memoria [...] sino que a la historia general vamos a añadir únicamente aquello que acaso pueda aprovechar primero a nosotros mismos y luego también a nuestra posteridad».[426] Heródoto había visto la historia como una investigación. El padre de la historiografía de la Iglesia la consideró una parábola. Lo que no era «de provecho» podía fácilmente eliminarse de la vista. La estremecedora muerte de Hipatia debería haber merecido una gran atención en la historiografía del periodo. Pero fue tratada de manera superficial y oblicua, cuando aparece. En la historia, como en la vida, nadie en Alejandría recibió castigo por aquel asesinato. Se encubrió.[427] Algunos escritores fueron muy críticos, incluso para muchos fervientes cristianos supuso un acto abominable. Pero no para todos; como más tarde escribió con admiración un obispo cristiano, una vez que se hubo destruido a la mujer satánica, todo el pueblo rodeó a Cirilo y lo aclamó, porque había «acabado con los últimos restos de idolatría en la ciudad».[428] La simulada miopía de los historiadores cristianos podía ser inmensa; como ha dicho el historiador Ramsay MacMullen, «los escritos hostiles y las opiniones contrarias no se copiaban de nuevo o se transmitían, se suprimían activamente». La Iglesia actuó como un gran y, a veces, implacable filtro de todos los materiales escritos, fueron siglos de control actuando como «una membrana permeable diferencial» que «permitió que los escritos del cristianismo pasaran pero no los de los enemigos de la cristiandad».[429] 11 PURIFICAR EL ERROR DE LOS DEMONIOS ¡Alejaos de todo libro pagano! Constituciones apostólicas, 1.6.1 En Alejandría, hacia el final del siglo V, un cronista cristiano llamado Zacarías de Mitilene entró en la casa de un hombre y vio que estaba «sudoroso y deprimido». Zacarías supo al momento qué estaba pasando; ese hombre estaba luchando contra los demonios. Sabía también de dónde procedían esos demonios; el hombre tenía en su casa algunos documentos que contenían embrujos paganos. «Si quieres deshacerte de la ansiedad —le dijo entonces al hombre— quema esos papeles.» Y eso hizo él. Cogió las obras y, delante de Zacarías, les prendió fuego. El encuentro termina cuando al hombre que se ha librado de sus «demonios» —y de una parte de su biblioteca— le leen una homilía.[430] Como deja muy claro el pío Zacarías, no cree haberle hecho ningún daño a ese hombre al obligarle a quemar sus papeles. No le ha acosado ni ha actuado con crueldad. Al contrario, lo ha salvado. Este no fue un acontecimiento aislado. Durante los años y las décadas posteriores a la conversión de Constantino, en pueblos y ciudades de todo el imperio, fervientes funcionarios «salvaban» una y otra vez las almas de los descarriados de los peligros a los que les exponían los libros. El precedente de todo esto lo había establecido con prontitud y énfasis Constantino, cuando ordenó que se quemasen las obras del herético Arrio y condenó a muerte a todo aquel que ocultara libros heréticos. Las obras sospechosas de prácticas «heréticas» o «mágicas» —significaran lo que significasen esos términos— se convertían en humo en las hogueras públicas. En Alejandría, Antioquía y Roma, las hogueras de libros ardían y los funcionarios cristianos contemplaban el espectáculo con satisfacción. Quemar libros era algo aprobado e incluso recomendado por las autoridades de la Iglesia. «Buscad los libros de los herejes [...] en todos los lugares —advertía Rábula, el obispo sirio del siglo V—, siempre que podáis, traédnoslos o quemadlos en el fuego».[431] En Egipto, alrededor de la misma época, un temible monje y santo llamado Shenute entró en la casa de un hombre sospechoso de ser pagano y se llevó todos sus libros.[432] La costumbre cristiana de quemar libros gozaría de una larga historia. Un milenio más tarde, el predicador italiano Savonarola quiso que se prohibieran las obras amorosas de los poetas latinos Catulo, Tibulo y Ovidio, mientras que otro predicador dijo que había que hacer desaparecer todos esos «libros vergonzosos [...] porque si sois cristianos estáis obligados a quemarlos».[433] Los libros habían ardido bajo el gobierno de los emperadores no cristianos; el controlador Augusto había ordenado la quema de dos mil libros de escritos proféticos y había condenado al exilio al poeta Ovidio por mal comportamiento, pero en este momento el alcance y la ambición de la quema creció. Hay pocas pruebas de que los cristianos destruyeran intencionalmente bibliotecas enteras; el daño que el cristianismo infligió a los libros se llevó a cabo de una manera más sutil —pero no menos efectiva— por medio de la censura, la hostilidad intelectual y el puro miedo. Se sostenía que la existencia de un texto sagrado así lo exigía. Antes, cuando existían escuelas filosóficas que competían entre sí, todo era igualmente válido, todo era igualmente discutible. Ahora, por primera vez, había algo correcto y algo equivocado. Ahora, estaba lo que decía la Biblia y todo lo demás. Y a partir de ese momento cualquier creencia que estuviera «equivocada» podía, en las circunstancias adecuadas, poner a alguien en un grave peligro.
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