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BIBLIOGRAFÍA 16 страница



Ya fuera de la casa, en la calle, el azul oscuro de la noche egipcia debió de parecer casi luz en comparación. Los monjes partieron de vuelta al río y, en la ribera del Nilo, hicieron añicos las estatuas y tiraron los fragmentos al caudal. Las aguas se arremolinaron y se tragaron los restos del paganismo de Gesio sin dejar rastro. Habían vaciado un nido de Satanás.

Más tarde, cuando se criticó a Shenute por entrar en la casa de otro hombre, se mostró completamente intransigente: «No existe el delito —declaró—, para quienes verdaderamente tienen a Jesús.»[604]

Tal vez a Shenute no le importaran las leyes del imperio. Las de su monasterio, en cambio, debían obedecerse en todo momento. Y había muchas. Más de quinientas reglas restringían cada aspecto de las vidas de los monjes de Shenute desde el momento en que se levantaban, justo antes del amanecer, hasta el momento en que se iban a dormir, con todo lo que hacían entretanto. Había reglas sobre la vestimenta de los monjes, lo que comían (muy poco, sobre todo pan), cuándo comían (muy de vez en cuando), cuándo rezaban (sin parar), cómo rezaban (en voz alta), cómo colocaban las manos cuando rezaban (enfáticamente y, por alguna razón, no cerca de las costillas), cómo dormían (solos y sin deseo erótico), cómo se lavaban (muy de vez en cuando y sin mirar los cuerpos de los demás o el propio), si se afeitaban o no (absolutamente no, excepto con permiso, puesto que «maldito sea todo aquel que se afeite») e incluso dónde defecaban. Como explicaba una regla (que quizá suscite más preguntas que respuestas): si alguien necesita «defecar en un tarro o una vasija o cualquier otro recipiente [...] le preguntará al varón de mayor edad».[605]

Una vez en el interior del monasterio, la vida del monje dejaba de pertenecerle. Sin duda, sus propiedades ya no eran suyas. Debía renunciar incluso a la ropa y dejarla fuera, para que los monjes fueran iguales «en todas las cosas y el deseo no pudiera encontrar lugar entre gentes ingenuas». El monasterio en sí, con todo, no solo deseaba posesiones, sino que las exigía categóricamente; una condición para entrar era que cada monje y cada monja le transfirieran todas sus posesiones terrenales, por escrito, en los tres meses posteriores a su entrada. Si no lo hacían, también por esto quedarían, según afirmaban las reglas, «malditos».[606]

Las tierras de estos sencillos monjes, por supuesto, empezaron a extenderse. Pronto, las propiedades del monasterio no solo estuvieron ocupadas por los edificios de los monjes, sino por palmerales, huertos con árboles frutales y verduras, animales de granja, tierras... El monasterio controlaba también las mentes o, al menos, eso intentaba. Desde el momento en que se despertaban, los monjes del monasterio de Shenute rara vez descansaban; sus días estaban ocupados por un régimen severo de trabajo físico y oración. Con menos frecuencia aún permanecían en silencio. No fuera a ser que sus mentes vagaran por caminos impíos mientras hacían su trabajo tejiendo cestas tediosamente; se alentaba a salmodiar constantemente plegarias o pasajes de las escrituras o cualquier otra cosa. Del mismo modo que tejer encadenaba las manos e impedía pecar, la salmodia encadenaba las mentes dispersas. Se ha dicho que durante los momentos de trabajo, el monasterio sonaba como un enjambre de abejas en pleno vuelo.[607]

¿Por qué la gente se sumaba a esta forma de vida tan poco atractiva? Es posible que al entrar no conocieran del todo el grado de austeridad. A los monjes que se incorporaban al monasterio de Shenute no se les mostraba un extenso contrato en la puerta ni se les leían sus derechos a la llegada. La disciplina monástica era más bien una religión revelada; el alcance completo de las normas del Monasterio Blanco solo se explicaba a cada nuevo monje poco a poco, una vez ya estaba dentro. Esto tal vez fuera menos maquiavélico de lo que parece; escuchar todas las reglas de una vez habría requerido una noche entera. Sin embargo, cuando los monjes se daban plenamente cuenta de las características de su nueva vida, tal vez —privados como estaban de su dinero, su tierra y hasta su ropa— no tuvieran la posibilidad de marcharse. Cuando un monje se entregaba a su nuevo dueño monástico debía obedecerlo o enfrentarse a las consecuencias. Muchas de las reglas empezaban con la fórmula «Malditos sean...». Malditos eran aquellos que no entregaban todas sus posesiones al monasterio; malditos eran quienes se afeitaban sin que se les hubiera ordenado; malditos eran quienes miraban a otro monje con deseo. Si un monje comía, por ejemplo, el fruto prohibido del pepino en el momento equivocado, entonces, le informaba la ley, «está pecando». Al menos sesenta de las reglas estaban dedicadas a las faltas de carácter sexual. Mirar con deseo la desnudez del prójimo mientras este se lavaba estaba mal, como lo estaba mirar «con sentimiento deseoso» la propia desnudez; aquellos que se sentaban «cerca del vecino con un deseo sucio en su corazón» también quedaban «malditos».[608]

Nótese esto último: «con un deseo sucio en su corazón». No se había cometido ningún pecado. La mera intención de pecar era ahora un pecado en sí mismo. En el monasterio de Shenute hasta los pensamientos se vigilaban. «¿Ocultárase alguno, dice Jehová, en escondrijos que yo no lo vea?», había preguntado el Señor.[609] En el Monasterio Blanco, al menos, la respuesta era un resonante no. Como recordaba constantemente esta nueva generación de intransigentes pastores cristianos a sus congregaciones, con discursos fieros e intimidantes, no había ningún lugar en el que ocultarse de los ojos del Señor, que todo lo veían.

Shenute llevaba a cabo frecuentes investigaciones verbales y registros físicos de quienes estaban a su cargo. Cada año se abría un periodo de cuatro semanas para el reconocimiento público de los monjes. Durante este tiempo, todos los monjes se reunían y «escudriñamos nuestras palabras y hechos» en público. Lo que se acompañaba de frecuentes inspecciones físicas durante las cuales un responsable registraba la celda de cada monje. Como ordenaban con precisión las reglas monásticas: «Doce veces al año, una vez al mes, el varón de mayor edad entrará en todas las casas de la congregación e inspeccionará todas las celdas en su interior». El hombre mira a la cara, Dios ve tu alma. Shenute mira en tu habitación.[610]

Está claro que Shenute tenía aterrorizados a sus monjes. Shenute estaba resuelto a que los monjes que vivían entre los muros de su monasterio —cientos, tal vez miles— fueran como uno solo; tenían que trabajar al mismo tiempo, rezar al mismo tiempo, descansar al mismo tiempo. Había un tiempo para despertarse, un tiempo para rezar, un tiempo para comer, un tiempo para dormir... Un tiempo para ser obediente. Los monjes debían moverse con una mente, como un solo cuerpo; como un enjambre en vez de como una serie de individuos. El pronombre posesivo estaba prohibido; no se podía decir «mi pan», puesto que todas las cosas pertenecían a todo el mundo y a nadie. Todos debían obedecer al instante cuando repiqueteaba la campana monástica de madera, y pobre del que no lo hiciera. La campana sonaba dos veces; la primera indicaba que los monjes debían interrumpir lo que estuvieran haciendo y hacer una pausa; la segunda, que debían pasar a la siguiente actividad. En una ocasión, uno de los monjes de Shenute estaba metiendo leña en el horno de la panadería del monasterio cuando sonó el primer tañido de la campana. Obedientemente, el monje esperó, con la mano en el calor, hasta que la campana sonó de nuevo, momento en el que finalmente retiró su mano deshecha.[611]

No solo los monjes eran objeto de la ira de Shenute. Este podía descargar la justiciera furia de Dios sobre cualquiera que creyera que lo merecía, incluidos los demonios. Una tarde, un burócrata debía inspeccionar el Monasterio Blanco, posiblemente para investigar la terrible violencia disciplinaria que, se rumoreaba, se imponía a los monjes en pecado. Shenute vio que esa persona entraba en el monasterio sin llamar. De acuerdo con la leyenda, el funcionario agarró después a Shenute. Este se resistió y al final sometió al visitante inmovilizándolo entre sus muslos. Shenute se había dado cuenta de que no se trataba de un funcionario o un ángel; era un demonio. En otra versión, la figura es el propio Satanás y la destreza luchadora de Shenute resulta aún más atlética; la anécdota concluye con el demonio en el suelo, derribado por Shenute, que le pone un pie sobre la cabeza.[612]

La intensidad religiosa no era nueva. En Grecia y Roma hubo quienes llevaron la religión al extremo y se pasaron la vida humillados y abrumados por el miedo a los dioses. Pero en general, el fervor religioso había sido una pasión privada y se había mantenido dentro de los confines de la ley. Pero a medida que el cristianismo se hacía con el control, la religiosidad empezó a convertirse en una obligación pública y, con orgullo justiciero, a ponerse por encima de la ley. Algunos de los pensadores más importantes de la época aprobaban ese comportamiento. Si era necesario, había que hacerse odioso. Nada había de frenar —ni siquiera ante la posibilidad de dañar a los demás— el servicio al Señor. A fin de cuentas, no existía delito para quienes tenían a Jesús.

Castigar violentamente a un pecador, azotarlo, golpearlo o hacerle sangrar, no era dañarlo sino ayudarlo, porque se le salvaba de peores castigos que estaban por venir. A Shenute le preocupaba ofender a Dios si no pegaba a los monjes que estaban a su cuidado. Los castigos utilizados contra los cristianos en pecado, incluso en tiempos de Agustín, iban desde la confiscación de la propiedad hasta impedirles la entrada en la iglesia, golpearlos y azotarlos con varas. Es mejor, decía Agustín, «amar con severidad que engañar con suavidad».[613] No era crueldad. ¿Acaso el pastor no hacía volver al rebaño a las ovejas que se extraviaban con su bastón?[614] La iglesia, escribió, «persigue en el espíritu del amor».[615]

Era violencia sagrada. Puede que Jesús hubiera dicho a sus seguidores que, cuando un agresor los golpease en la mejilla derecha, le ofrecieran la izquierda, pero sus seguidores de los siglos IV y V eran menos indulgentes. Como explicó Juan Crisóstomo, si un cristiano oye a alguien blasfemar, entonces, lejos de ofrecer su mejilla, debe «acercarse a él y reprenderlo, y, si fuera necesario, infligir golpes, y no evitar hacerlo. Golpéalo en la cara, en la boca; santifica tu mano con el golpe». El asesinato cometido en nombre de Dios, sostenía un escritor, no era un crimen sino, en realidad, «una plegaria».[616]

Algunos de los métodos de control de Crisóstomo y Shenute se verían reflejados, alrededor de un siglo más tarde, por razones muy parecidas, en la ley imperial. Cuando el emperador Justiniano llegó al poder en el 527 d.C., se dispuso a reformar la moral de sus súbditos con un celo y una dureza legal sin precedentes. Tenía un buen incentivo; si no los castigaba, creía firmemente, Dios lo castigaría a él.

Los funcionarios civiles se veían ahora obligados a imponer leyes sobre lo que sucedía en las casas privadas. Los representantes de la iglesia se veían presionados a actuar como espías de facto. Los emperadores siempre habían utilizado informantes, «delatores». En aquel momento, se pusieron al servicio de la Iglesia. Se exigía a hombres de todos los rangos que se convirtieran en informantes. Debían notificar cualquier quebranto de la ley. Los obispos debían convertirse en espías del emperador e informar sobre sus colegas. Si se negaban o no cumplían sus obligaciones, se los consideraría responsables. Los clérigos debían informar, entre otros, sobre los actores, las actrices y, como revelaba una modesta ley, las prostitutas «que visten hábitos monásticos».[617] Los castigos podían ser terribles. Si una cuidadora ayudaba e instigaba la aventura amorosa de una joven a su cargo, el castigo consistiría en verterle plomo derretido por la garganta. La corrección era primordial. Justiniano, como dejó escrito el cronista Procopio, estaba resuelto a «cerrar todos los caminos que conducen al error».[618]

Una parte de esta violencia «sagrada» alarmó incluso a la Iglesia. En el norte de África, cuando comenzaba el siglo V, los circunceliones se hicieron famosos no solo por sus suicidios sino por los crueles ataques que llevaban a cabo contra quienes no compartían sus particulares creencias cristianas. Un obispo se encontraba junto al altar cuando de repente se vio rodeado y apaleado por unos hombres con garrotes. Después, los atacantes destruyeron el altar, lo golpearon con los restos y, por último, lo apuñalaron en la entrepierna. A otro sacerdote lo sacaron a rastras de su casa y, cuando los circunceliones lo tuvieron fuera, le sacaron un ojo. Como en las torturas hechas a medida que esperaban a los pecadores en el infierno, donde se colgaba a los blasfemos de la lengua, concurría una macabra pertinencia en estos ataques. Se arrancaban los ojos de los pecadores porque quienes no podían ver la verdadera religión ya estaban «ciegos». A otro obispo lo atraparon, le cortaron las manos y también la lengua, porque había predicado falsedades.[619]

Los circunceliones deambulaban por amplias áreas, destrozando propiedades, prendiendo fuego a iglesias y casas. Cuando la gente pensaba que estos «guerreros», como ellos se llamaban a sí mismos, no podían ir más lejos, idearon lo que Agustín llamó una violencia «en cuya perversidad superaron la crueldad del diablo».[620] Mezclando polvo de sosa cáustica y vinagre, crearon una solución suficientemente fuerte para quemar la piel humana y procedieron a arrojarla a los ojos de los sacerdotes, dejándolos ciegos. Ningún lugar era seguro; si sabían que un «traidor», como ellos llamaban a quienes no compartían sus creencias, estaba en casa, los circunceliones iban hasta ella, lo arrastraban fuera y después lo atacaban. Cuanto más inesperado fuera el ataque, más glorioso era el efecto.

Los festivales de los viejos dioses fueron uno de sus objetivos favoritos; los circunceliones irrumpían en ellos, derribaban las estatuas y aullaban su grito de guerra, laudes Deo, «alabemos al señor», mientras tanto. En un momento, una celebración alegre y etílica podía convertirse en un puro caos. Como tantos otros antes y después, esos hombres querían la conformidad religiosa y no se detendrían ante prácticamente nada para conseguirla. Puesto que Mateo 26:52 advertía a los cristianos, «vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que tomen espada, a espada perecerán», con una precisión casi jesuítica, ellos adoptaron el garrote como arma. Así, se podía incurrir en una violencia espantosa y evitar el pecado. Además, los garrotes eran eficientes; apaleaban hasta la muerte a tantos como pudieran antes de desvanecerse en el paisaje.[621] Los palos con los que esos hombres hacían este trabajo se convirtieron en su orgulloso emblema; los llamaban sus «israeles».

Agustín y otros podían estar conmocionados por esos actos, pero, en cierta medida, la Iglesia estaba cosechando lo que había sembrado. Pocas décadas antes, como ha señalado el académico Brent D. Shaw, los predicadores cristianos habían estado satisfechos con la violencia de los circunceliones y, de hecho, la cultivaban; en los ataques contra los templos, esos destructores independientes habían sido enormemente útiles y se los había reclutado para hacer el represivo trabajo de derruir los edificios. Educados en la violencia y la intimidación y alentados a utilizarlas, de repente el grupo se volvió, para disgusto de quienes en el pasado los habían alentado, mucho menos dócil.[622]

Si los circunceliones ignoraban la ley, entonces estaban en buena compañía. En el más alto nivel, la Iglesia estaba empezando a retar al poder del Estado. Algunos observadores romanos llevaban tiempo percatándose de la tendencia de los cristianos a considerarse por encima de la ley, y eso los irritaba. Cuando Plinio el Joven hizo juzgar a sus esclavos, los ejecutó tanto por su obstinación como por su cristianismo. A menudo los romanos habían considerado exasperante la conducta insolente de los cristianos en los tribunales. El cristiano que se había negado a responder a cualquier pregunta del tribunal —incluida la de cuál era su nombre— con otras palabras que no fueran «Soy cristiano»[623] recibió la admiración de los demás cristianos por su fortaleza. A los romanos, su comportamiento debió de parecerles testarudo e incluso infantil.

A medida que el cristianismo ganaba poder, sus desafíos fueron cada vez más osados. En el este del imperio, siniestros grupos de monjes vestidos de negro que cantaban salmos interrumpían en los tribunales. Los cristianos exigían el derecho de asilo en las iglesias; la petición se convirtió en ley.[624] En Antioquía, el miedo a los monjes era tal que un juez ni siquiera esperó a que llegaran a su tribunal; al oír el sonido de los monjes acercarse, cantando himnos, se limitó a saltar del sillón, aplazó el juicio y huyó de la ciudad. «Porque, al parecer, no era justo hacer algo justo en presencia de aquellos», dijo mientras escapaba.[625]

En Cesarea, un juez se atrevió a dictaminar contra un obispo cristiano. Agravó su crimen a ojos de la Iglesia cuando después declaró que todo el mundo, fuera cristiano o no, debía someterse al imperio de la ley. Lo lamentaría. Una muchedumbre de cristianos «excitada como un enjambre de abejas despertado por el humo» se revolvió a su alrededor, «antorcha en mano, en medio de una lluvia de piedras, con los garrotes preparados, todos corrieron y gritaron a la vez unidos en su fervor». Resultaba una técnica efectiva. Como un radiante cristiano escribió: «¿Cuál fue entonces la conducta de este juez arrogante y osado? Suplicó piedad en un lamentable estado de angustia, rebajándose ante ellos en una medida sin precedentes». Eso, concluía el cronista con satisfacción, «fue la obra del Dios de los santos, que trabaja y cambia todas las cosas para mejor».[626]

A muchos no cristianos no les parecía que fuera «para mejor». Los escritores de la élite mostraron su disgusto por este desorden. Como había observado el filósofo Celso muchos años antes, uno no debía profanar las leyes, porque si todo el mundo lo hiciera sería imposible que la ley funcionara. La clase de intimidación que los fanáticos cristianos llevaban a cabo no era, protestó otro escritor, la manera en que debían tratarse el crimen y el castigo en el Imperio romano. «No hay nadie que, cogiendo una espada, se vaya a casa del asesino y se la ponga en el cuello para tomarse la justicia por su mano en vez de acudir a un tribunal», dijo el orador Libanio. En cambio, en una sociedad civilizada «en lugar de las espadas, existen las denuncias, los procesos y los juicios». Los cristianos, escribió con desdén, parecían no tener tiempo para eso: «Solo ellos en el mundo juzgan a las personas a las que acusan y, una vez juzgadas, ellos mismos ejercen la función de verdugos».[627]

Pero los pastores cristianos eran intransigentes. Ellos, decían, rendían cuentas ante un poder superior a la simple ley terrenal. Su atención estaba puesta en el cielo. Como recordaban a sus feligreses, no era la ley de algún burócrata imperial; era la ley de Dios. Cualquier cosa que salvara un alma —aunque fuera a expensas de la ley, el orden o hasta del cuerpo de esa alma— era un acto aceptable. Atacar las casas, los cuerpos y los templos de los afligidos por el «error pagano» no era dañar a esos pecadores sino ayudarlos. Eso no era brutalidad. Era bondad, educación, reforma.

Se desplegó un rico tapiz de metáforas para cubrir lo que de otra forma habrían parecido simples agresiones. Crisóstomo hablaba de capturar con redes para describir cómo se debía conducir al pecador de vuelta al camino verdadero. Agustín utilizó el argumento del banquete descrito en Lucas. ¿Acaso el señor de la casa, cuando celebraba un festín, no le decía a su sirviente «ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa»?[628] De la misma manera, incluso a los reticentes había que obligarlos a entrar en la casa del Señor. Los argumentos iban más allá; los que castigaban a los cristianos descarriados no eran brutos. Por el contrario, Agustín dijo que eran como un médico que atendiese a un paciente enfermo. «Cuando los médicos ven que hay que cortar y cauterizar la gangrena, cierran con frecuencia bondadosamente los oídos al furioso llanto.» En la misma carta, Agustín comparaba al cristiano preocupado con alguien que tira del pelo a un niño para que deje de provocar a las serpientes y con un padre que quita una espada de las manos de un niño. «Estas cosas se hacen por previsión, no por crueldad.»[629]

En una conocida paradoja sobre el castigo, se explicaba una y otra vez que todos esos ataques físicos eran bondad. La iglesia persigue, dijo Agustín, en el espíritu del amor. Jerónimo, el estudioso bíblico y santo, coincidía con él; no era cruel defender el honor de Dios; en la Biblia, los pecadores sufren castigos que llegan hasta la muerte.[630] Crisóstomo estaba también de acuerdo; si él iba a castigar tu cuerpo terrenal, tranquilizó a quienes lo escuchaban, era solo para proteger tu cuerpo eterno, para que «pudieras ser salvado, y poder así, regocijarnos, y que Dios sea glorificado ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén».[631] Los receptores de tal salvación puede que, como es lógico, no opinaran lo mismo. Shenute salvó a uno de sus monjes con palizas tan brutales que murió por las heridas.

¿Y si las personas, poco dispuestas a regocijarse, estuvieran asustadas por el hecho de que sus vecinos las espiasen, informasen sobre ellas, las acosasen en sus casas? Bueno, el miedo también tenía sus beneficios. Mejor tener miedo que pecar. «Donde está el terror —dijo Agustín—, está la salud [...]. ¡Oh crueldad misericordiosa!»[632]

Se estaban emplazando los fundamentos intelectuales de mil años de opresión teocrática.[633]


 16

UN TIEMPO DE TIRANÍA Y CRISIS

Además, prohibimos que enseñen ninguna doctrina aquellos que se encuentran afectados por la locura de los impíos paganos.

Código justiniano, 1.11.10.2

El filósofo Damascio era un hombre valiente; había que serlo para ver lo que él había visto y continuar siendo filósofo. Pero mientras caminaba por las calles de Atenas en el 529 d.C. y oía las nuevas leyes que se vociferaban en las atestadas plazas de la ciudad, hasta él debió de experimentar cierta sensación de inquietud.[634] Era un hombre que ya había conocido antes la persecución llevada a cabo por los cristianos. Habría sido un necio si no hubiera reconocido las señales de que todo comenzaba de nuevo.

De joven, Damascio había estudiado filosofía en Alejandría, la ciudad de la asesinada Hipatia.[635] No llevaba allí mucho tiempo cuando la ciudad se volvió, de nuevo, contra sus filósofos. La persecución empezó de una manera dramática. Un ataque violento a un cristiano por parte de algunos estudiantes no cristianos inició una cadena de represalias cuyo objetivo fueron los filósofos y los paganos. Los monjes cristianos, armados con hachas, entraron en una casa de la que se sospechaba que era un santuario de ídolos «demoníacos», la registraron y la demolieron.[636] La violencia se extendió y los cristianos encontraron y reunieron todas las imágenes de los viejos dioses que había en Alejandría, de las casas de baños y de los hogares. Las colocaron en una pira en el centro de la ciudad y las quemaron. Como observó con satisfacción el cronista cristiano Zacarías de Mitilene, Cristo «os ha dado la autoridad para aplastar a las serpientes y los escorpiones, y a todo poder enemigo».[637]

Para Damascio y sus colegas filósofos, sin embargo, no era más que el preludio de lo que luego pasó. Poco después, se envió a un funcionario imperial a Alejandría para investigar el paganismo. La investigación se convirtió rápidamente en una persecución. Fue entonces cuando se torturó a los filósofos, colgándolos de cuerdas; el hermano de Damascio fue apaleado con garrotes y, para gran orgullo del filósofo, guardó silencio.[638]

Los filósofos no solo sufrieron ataques en Alejandría, y no siempre los soportaron con ese sufrimiento callado. En una ocasión en que apaleaban a uno en un juzgado de Constantinopla, empezó a sangrarle la espalda. Dejó que parte de la sangre se le acumulara en la mano. Tú, salvaje, le dijo al juez: «¿Quieres devorar la carne de los hombres? Entonces necesitas algo con lo que bajarla». Le lanzó la sangre recogida al funcionario: «¡Bebe este vino!».[639]

Las persecuciones en Alejandría convertirían a Damascio en un hombre nuevo. Él nunca había tenido la intención de estudiar filosofía; hijo privilegiado de unos padres ricos de Damasco, esperaba gozar de la glamurosa vida de orador público. El simple azar lo había llevado al mundo de los filósofos, pero una vez convertido a la causa, no solo dedicó su vida a la filosofía, sino que la arriesgó por ella una y otra vez. Desarrollaría un profundo desdén por todo aquel que no hiciera lo mismo, y en sus escritos se burlaba de quienes eran proclives a escribir lo que había que hacer pero en realidad eran incapaces de hacer nada.[640] Las palabras sin hechos eran inútiles. Acción, pues. Cuando las persecuciones en Alejandría se volvieron intolerables, Damascio decidió huir. En secreto, corrió junto a su maestro, Isidoro, hacia el puerto, y se embarcó en una nave. Su destino final estaba en Grecia; Atenas, la ciudad más famosa en la historia de la filosofía occidental.

Habían pasado casi cuatro décadas desde que Damascio había huido a Atenas como un exiliado intelectual. En ese tiempo, muchas cosas habían cambiado. Cuando llegó a la ciudad era joven, ahora tenía casi setenta años. Pero seguía tan enérgico como siempre y, mientras caminaba por Atenas con su distintiva capa de filósofo —la misma capa austera que había vestido Hipatia—, muchos ciudadanos lo reconocerían. Porque este emigrado no era solo un personaje habitual en la filosofía ateniense y un autor prolífico, era además el exitoso director de una de las escuelas filosóficas de la ciudad, la Academia. Decir «una de» las escuelas es reducir la importancia de esta institución; era quizá la escuela más famosa de Atenas y, de hecho, de todo el Imperio romano. Su historia se remontaba casi mil años y dejaría un rastro lingüístico en Europa y América durante los dos mil años siguientes. Todas las academias, académies y akademies modernas le deben su nombre.[641]



  

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