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BIBLIOGRAFÍA 10 страница



Alejandría no solo coleccionaba libros, sino también intelectuales. Se trataba a los estudiosos con reverencia y se les obsequiaba con maravillosas facilidades. La biblioteca y el Museion les ofrecían una existencia encantadora; había pasarelas cubiertas para pasear, jardines en los que descansar y una sala en la que dar conferencias. Casi todas las necesidades estaban cubiertas; los estudiosos recibían un estipendio de los fondos públicos, alojamiento y comidas, en un elegante comedor con el techo abovedado. De manera un tanto incongruente, es posible que también hubiera un zoo.

El objetivo de todo esto era atraer a los intelectuales del imperio. Y funcionó. Algunas de las mentes más brillantes del periodo clásico acudieron allí a escribir, leer, estudiar, aprovechar esas comidas gratis y, por supuesto, discutir. «En el populoso Egipto —escribió un ácido observador—, muchas ratas de biblioteca con vida de ermitaño son alimentadas y discuten incesantemente en el gallinero de las musas.»[345] El brillante matemático y físico Arquímedes, famoso por meterse en una bañera, advertir que el agua se movía y exclamar «¡Eureka!», había estudiado allí.[346] También lo había hecho Euclides, cuyo manual de matemáticas fue la base de la educación de esa disciplina hasta el siglo XX. Eratóstenes, que descubrió la circunferencia de la Tierra con un margen de error de tan solo ochenta kilómetros utilizando poco más que un palo y un camello, también estuvo allí, como lo estuvieron el poeta Calímaco, Aristarco de Samos, que propuso el primer modelo heliocéntrico del sistema solar, el astrónomo Hiparco, Galeno... El catálogo de los intelectuales de Alejandría es tan extraordinario como el de sus libros.

El padre de Hipatia, Teón, estudió allí. Fue un matemático de una perspicacia asombrosa, por no hablar de su longevidad; los comentarios sobre Euclides que escribió gozaban de tanta autoridad que conforman la base de las ediciones modernas de sus textos. Si se lee a Euclides hoy, en parte, se está leyendo la obra del padre de Hipatia.

Nada dura para siempre. Al salir en su paseo diario en cuadriga por Alejandría, Hipatia cruzaba una ciudad muy distinta de la que disfrutaron sus antepasados. Cuando empezaba el siglo IV, hasta el horizonte había cambiado; el gran templo de Serapis, que antes había dominado el perfil de la ciudad, había desaparecido; mientras atravesaba la ciudad debía de ver otras profanaciones, menos graves pero aun así impactantes. Después de derrumbar el Serapeo, los cristianos emprendieron una victoriosa devastación, por toda la ciudad, de sus 2.500 santuarios, templos y edificios religiosos.[347] Los bustos de Serapis que habían estado en las calles, en los nichos, en las paredes y sobre las puertas (de manera muy similar a como hoy lo hace la Virgen María en los pueblos italianos) se habían eliminado, «limpiado». Los cristianos los habían «arrancado y apartado de tal manera que no quedó rastro o mención de [Serapis] o de cualquier otro demonio en ninguna parte. En su lugar, todos pintaron la señal de la cruz del Señor en las jambas de las puertas, entradas, paredes y columnas».[348] Más tarde, con una rotundidad aún más osada, tallaron cruces.

La vida intelectual de la ciudad se había visto afectada. Los últimos restos de la biblioteca habían desaparecido, desvaneciéndose junto con el templo. Muchos de los intelectuales de Alejandría también se habían ido, huyendo a Roma o a alguna otra parte de la península Itálica, o a donde pudieran para marcharse de esa aterradora ciudad.[349]

Sin embargo, aunque se había perdido mucho, también quedaba otro tanto. Al principio del siglo V, Alejandría aún ejercía su atractivo entre los intelectuales del imperio, e Hipatia se movía en un círculo dorado. Se decía que cualquiera que quisiera estudiar filosofía viajaba largas distancias para llegar hasta ella, desde lugares tan lejanos como Roma, Libia o Siria. Algunos de los ciudadanos más ilustres de Alejandría le pedían consejo, lo que, parece, ella siempre proporcionaba con una alarmante franqueza.[350] Si alguien nuevo y notable visitaba Alejandría, una de las primeras cosas que hacía era acudir a Hipatia. Orestes, el aristocrático gobernador de Alejandría y uno de los hombres más importantes de la ciudad, se había convertido en un confidente, amigo y poderoso aliado; una alianza que, más tarde, resultaría peligrosa.[351]

En un mundo cada vez más dividido por límites sectarios, Hipatia mantuvo un comportamiento decididamente equidistante, tratando a no cristianos y cristianos con una igualdad meticulosa. El propio Orestes era cristiano. Personas de todas las fes se agolpaban para oír sus conferencias y acudían a su casa en tropel para oírla hablar. Los devotos se reunían a su alrededor constantemente. Quienes habían recibido sus enseñanzas llegaban a mostrar una agitación extática en sus alabanzas; eran los «afortunados» que podían sentarse a los pies de esta «hija luminosa de la razón».[352] Muchos de los pupilos de Hipatia tenían otras razones, más concretas, para considerarse afortunados; estaban entre los jóvenes más ricos y mejor educados del imperio. Cuando se encontraban lejos de Alejandría, se escribían unos a otros afectuosas cartas desde sus casas en el campo, ensalzando las virtudes de la simple vida rural con el entusiasmo de quienes nunca han tenido que llevar a cabo ni el más simple trabajo en el campo. Cuando un estudiante deseó mostrar su afecto por otro, le regaló un caballo.[353] En la última etapa de su mediana edad, Hipatia se había establecido como una de las figuras más respetadas de Alejandría. Toda la ciudad, como dijo efusivamente un admirador posterior, «la amaba de manera natural y la tenía en una excepcional estima».[354]

No era cierto. En la primavera del año 415, las relaciones entre los cristianos y los no cristianos en Alejandría eran tensas. El cielo sobre la ciudad podía estar apenas oscurecido por algunas nubes blancas en rápido movimiento, pero en sus calles el ambiente —siempre beligerante— era más inestable que nunca. Para empeorar las cosas, la ciudad tenía un nuevo obispo, Cirilo. Después del fanático Teófilo, muchos alejandrinos debieron esperar que su próximo clérigo fuera más conciliador. No lo era. Pero su linaje ya daba pistas, porque a fin de cuentas era el sobrino de Teófilo. Y, fiel al carácter familiar, era un matón. Cirilo no llevaba mucho tiempo en el poder cuando demostró ser, en todo caso, más cruel que su tío. Hasta los cristianos tenían reservas sobre ese hombre brutal y ambicioso; era, como afirmó un consejo de obispos, «un monstruo, nacido y educado para la destrucción de la Iglesia». Y pocos años después de su llegada al poder empezó la violencia.

Los judíos estuvieron entre los primeros en sufrirla. La población de judíos en Alejandría era numerosa y, de acuerdo con la leyenda, se había beneficiado de la bibliomanía de la ciudad. Ptolomeo II —o eso dice esta cautivadora historia— estaba desesperado por encontrar estudiosos que pudieran traducir para él las misteriosas pero muy respetadas escrituras judías, con el fin de añadirlas a la colección de la biblioteca. Sin embargo, ningún griego era capaz de desentrañar la letra con la que estaban escritas. De modo que Ptolomeo pidió ayuda a los líderes judíos. Estos acordaron mandarle a algunos ancianos como traductores, pero establecieron varias condiciones. A cambio, querían que se liberara a alrededor de cien mil prisioneros de guerra judíos que estaban retenidos en la ciudad. Era un número enorme. Ptolomeo se lo pensó por un tiempo y después aceptó. Él consiguió los servicios de los traductores, alrededor de setenta; los prisioneros judíos fueron liberados y la biblioteca obtuvo su traducción, que se conocería, en honor de los traductores, como la Septuaginta.[355] Pero entonces ya quedaba poco interés por las escrituras hebreas. De acuerdo con los sermones intimidatorios pronunciados por una nueva generación de intolerantes clérigos cristianos, los judíos no eran un pueblo de cuya antigua sabiduría pudiera aprenderse; eran, como los paganos, los odiados enemigos de la Iglesia. Unos años antes, el predicador Juan Crisóstomo había dicho que: «La sinagoga no es solo un burdel [...] también es una guarida de ladrones y un hospedaje para bestias salvajes [...] una morada de demonios [...] un lugar de idolatría».[356] Los escritos de san Crisóstomo serían más tarde reimpresos con entusiasmo en la Alemania nazi.

En ese momento, en Alejandría, el latente desdén por los judíos estalló en abierta violencia. Un intento cristiano de regular las representaciones de baile y de teatro —al parecer muy del gusto de la población judía de la ciudad— inició una complicada cadena de represalias que llegaron a su punto culminante con un ataque judío a algunos cristianos. Varios murieron en el ataque, y Cirilo obtuvo el pretexto que necesitaba. Reunió a una turba de parabalanos, así como a otros que eran simplemente brutos y entusiastas, y se puso en marcha. «Marchó con ira sobre las sinagogas de los judíos y tomó posesión de ellas, y las purificó y las convirtió en iglesias.» «Purificar» en esos textos es, con frecuencia, un eufemismo justificatorio de «robar». Después, los cristianos completaron su trabajo purificando a los «asesinos» judíos de sus posesiones, despojándoles de todo lo que tenían, incluidas sus casas; los expulsaron de la ciudad y los obligaron a salir al desierto.[357]

Orestes contemplaba horrorizado. Era un hombre educado que, como su buena amiga Hipatia, se negaba a vivir la vida de acuerdo con directrices sectarias, a pesar del ambiente cada vez más opresivo. El que era de manera evidente el hombre más poderoso de la ciudad, al mismo tiempo se veía incapaz de detener este alzamiento; el séquito de un gobernador no podía hacer frente a ochocientos musculosos saqueadores parabalanos. Además, Orestes sabía bien lo empecinado que podía ser Cirilo; el obispo ya había intentado que sus espías agredieran a Orestes, ordenándoles que siguieran al gobernador mientras recorría la ciudad para resolver sus asuntos y, presumiblemente, también mientras visitaba a Hipatia. Rodeado de informantes, incapaz de responder, Orestes hizo lo único que podía ante la agresión de Cirilo; escribió al emperador para quejarse de lo sucedido.

Cirilo, a su vez, fue a ver a Orestes. Si Orestes esperaba una disculpa de este hombre beligerante, debió de llevarse una decepción. Lo que recibió, en cambio, fue piedad. Cuando se aproximó al gobernador, Cirilo le tendió un ejemplar de los Evangelios, «creyendo —o eso dice la crónica— que el respeto por la religión le induciría a dejar de lado su resentimiento». Era un acto de ostentación exasperante y, de manera poco sorprendente, no sirvió para acabar con el enfrentamiento.[358]

El ambiente en la ciudad se enrareció; el número de miembros de la milicia de Cirilo se vio incrementado. Alrededor de quinientos monjes descendieron desde sus chozas y cuevas en las colinas cercanas, resueltos a luchar del lado del obispo. Sucios, ignorantes, inflexibles en su fe, allí estaban y, como admite el escritor cristiano Sócrates el Escolástico, eran hombres de «una disposición muy fiera».[359] Un día, mientras Orestes iba en su cuadriga por la ciudad, estos monjes de ropas oscuras y malolientes lo rodearon de repente. Empezaron a insultarlo, acusándole de ser un «idólatra pagano».[360] Él respondió que, por el contrario, era un cristiano bautizado. No sirvió de nada. Uno de los monjes tiró una piedra que golpeó a Orestes en la cabeza. La herida empezó a sangrar. La mayoría de su escolta, viendo lo que tenía enfrente, se dispersó, mezclándose entre la muchedumbre para huir de los monjes.

Orestes se quedó casi solo, con la vestimenta cubierta de sangre. Los monjes se acercaron aún más, creando una masa negra de gente a su alrededor. Estaba en franca minoría y, casi sin duda, asustado, pero se negó a ceder. Ayudado por algunos vecinos que corrieron a socorrerlo, consiguió escapar. Una vez más, parece que la intimidación aumentó su resolución, puesto que lo siguiente que hizo fue capturar y después torturar hasta la muerte al monje que había lanzado la piedra. Todo en este episodio debió resultar aborrecible para un ciudadano culto como Orestes; las ciudades no debían estar al dictado de los caprichos de los obispos, ni ser aterrorizadas por multitudes prestas al linchamiento. Debían estar gobernadas por la ley del Gobierno, administrada por los funcionarios imperiales. Cualquier otra cosa suponía un comportamiento salvaje. Muchos de los aristócratas de la ciudad, quizá repelidos por la violencia de los cristianos, lo apoyaron en su desafío a Cirilo. También lo hizo, de manera crucial, Hipatia.[361]

Y entonces, empezaron los cuchicheos. Era culpa de Hipatia, decían los cristianos, que el gobernador se mostrara tan obstinado. Era ella, murmuraban, quien estaba interponiéndose entre Orestes y Cirilo, impidiendo que se reconciliaran. Alimentados por los parabalanos, los rumores empezaron a prender y se convirtieron en llamas. Hipatia no era solamente una mujer difícil, decían. ¿Acaso no había visto todo el mundo los símbolos y astrolabios que utilizaba en su trabajo? Los analfabetos parabalanos («hombres bestiales, realmente abominables», como les llamaría más tarde un filósofo) sabían lo que eran esos instrumentos. No eran instrumentos de las matemáticas y la filosofía, no, eran obra del diablo. Hipatia no era una filósofa, sino una criatura del infierno. Era ella quien estaba volviendo a toda la ciudad contra Dios con sus trucos y sus embrujos. Estaba volviendo atea a Alejandría. Naturalmente, parecía una mujer atractiva, pero así era como obraba el demonio. Hipatia, decían, había «engatusado a mucha gente mediante engaños satánicos».[362] Y, peor aún, había engatusado a Orestes. ¿Acaso no había este dejado de ir a la iglesia? Estaba claro, lo había «seducido con su magia».[363] No se podía permitir que siguiera así.

Un día de marzo del 415 d.C., Hipatia salió de su casa para hacer su recorrido diario por la ciudad. De repente, se encontró bloqueada por una «multitud de creyentes en Dios».[364] Le ordenaron que bajara de su cuadriga. Sabedora de lo que recientemente le había pasado a su amigo Orestes, debió de darse cuenta al bajar de que la situación era grave. No podía imaginarse, sin embargo, hasta qué punto.

En cuanto hubo puesto los pies en la calle, los parabalanos, bajo la guía de un magistrado de la Iglesia llamado Pedro —«en todos los sentidos un perfecto creyente en Jesucristo»—,[365] rodearon y retuvieron a la «mujer pagana». Después, arrastraron a la más importante matemática viva de Alejandría por las calles hasta una iglesia. Una vez dentro, le arrancaron las ropas del cuerpo y, después, utilizando como cuchillas pedazos rotos de cerámica, le arrancaron la piel. Algunos dicen que, mientras aún respiraba, le arrancaron los ojos. Una vez muerta, despedazaron su cuerpo y arrojaron lo que quedaba de la «hija luminosa de la razón» a una pira y lo quemaron.[366]


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BEBER DE LA COPA DE LOS DEMONIOS

Nosotros, si somos sensatos, sacaremos cuanto de esas obras nos sea familiar y connatural con la verdad y pasaremos por alto lo restante.

SAN BASILIO, A los jóvenes, IV

Al inicio de la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, un erudito abad medieval se dirige a un monje que acaba de llegar a su monasterio en la península Itálica. «Monasterium sine libros —declama, naturalmente, en latín— est sicut... hortus sine herbis, pratum sine floribus, arbor sine foliis.» «Un monasterio sin libros es como un jardín sin hierba, un prado sin flores, un árbol sin hojas.» El abad continúa la explicación (o, menos caritativamente, la exposición) de la vida monástica en lengua vernácula. Su orden, la benedictina, explica, «creció obedeciendo el doble mandato del trabajo y la oración, fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de una antigua doctrina expuesta al riesgo de desaparecer en incendios, saqueos y terremotos, fragua de nuevos escritos y fomento de los antiguos».[367]

Es una imagen impactante, la de la cristiandad como heredera y valiente protectora de la tradición clásica, y es la imagen que persiste. Es la cristiandad de las viejas bibliotecas monásticas, de la belleza de los manuscritos iluminados, de Beda el Venerable; la cristiandad que construyó los augustos colleges de la universidad de Oxford, cuyos nombres son una letanía de sabiduría: Corpus Christi, Jesus, Magdalen. La que abasteció las bibliotecas medievales, creó las Très riches Heures du Duc de Berry, el Libro de horas de Juana de Navarra y las suntuosas ilustraciones en oro del Salterio de Copenhage. La religión que, en el interior de los muros del Vaticano, incluso ahora, mantiene el latín como una lengua viva, traduciendo a este idioma palabras como «ordenador», «videojuego» o «heavy metal», más de un milenio después de que ese idioma debiera haber muerto de manera natural.

Y ciertamente todo esto es verdad. Lo mejor de la cristiandad hizo eso y más. Pero hay otra cara de esta historia cristiana, una cara que se encuentra a mundos de distancia de los estudiosos monjes y los cuidadosos copistas que cuenta la leyenda. Es un relato mucho menos glorioso de cómo se apaleó, torturó, interrogó y envió al exilio a ciertos filósofos, cuyas creencias fueron prohibidas; es una historia de cómo los intelectuales prendieron fuego a sus propias bibliotecas por miedo. Y es, por encima de todo, una historia que se cuenta por sus ausencias, cómo la literatura perdió la libertad; cómo determinados temas desaparecieron del debate filosófico y después empezaron a desvanecerse de las páginas de la historia. Es una historia de silencio.

El mundo intelectual estaba cambiando. Unos años antes del asesinato de Hipatia, un anciano obispo cristiano llamado Basilio escribió una tensa carta a los jóvenes, aconsejándoles sobre «cómo sacar provecho de la literatura griega».[368] Era una obra enérgica y formal que pretendía enseñar a los lectores adolescentes qué autores clásicos eran material aceptable de lectura y cuáles no. Como advertía Basilio, «no debéis seguir sin más a estos hombres allí donde os guíen, como confiándoles el timón de la nave de vuestro discernimiento, sino que, aceptando cuanto de ellos es útil, sepáis también qué es preciso descartar».[369]

En opinión de Basilio, había mucho que descartar. Hoy, en un mundo en el que la palabra «clásico» sugiere algo reverenciado e incluso aburrido, es difícil entender lo alarmantes que resultaban muchas de estas obras para los cristianos. Pero el canon tenía la capacidad de horrorizarlos. Estaba repleto de pecados de toda clase. Abramos la Ilíada de Homero y puede que nuestros ojos se posen sobre un pasaje que describe cómo el dios Ares sedujo a la dorada Afrodita, y cómo luego fueron sorprendidos en flagrante delito. En Edipo rey encontraremos la afirmación de que «los asuntos divinos se pierden». Ni siquiera las obras de los autores más conservadores y augustos carecían de peligros; se puede abrir una del tediosamente virtuoso Virgilio y hallar a Dido y a Eneas en una cueva, haciendo nada que pueda considerarse bueno, durante una tormenta.[370] La idolatría, la blasfemia, la avaricia, el asesinato, la vanidad: todos los pecados estaban ahí. Eso era lo que hacía a estas obras tan placenteras y, para los cristianos, tan detestables.

No había que permitir, pues, que los cristianos imberbes se adentraran en el canon clásico sin ninguna clase de control. Era demasiado peligroso, no fuera el caso de que «por la placentera seducción de las palabras recibamos inadvertidamente cosas malas, como los que toman algo venenoso mezclado con la miel».[371] Había que ignorar a los autores clásicos, creía el obispo, cuando escribían de manera demasiado extática sobre los placeres de los grandes banquetes o cuando se recreaban en una canción lasciva. Incluso hablar en voz alta de esas obras significaba contaminarse. El célebremente erudito san Jerónimo, que era un lector inveterado, terció aconsejando contra «el adulterio, aunque solo sea el de la lengua». No había que contaminarse con la lectura de esas palabras. ¿Cómo se podría recitar esa inmundicia y después leer obras cristianas? «¿Qué hace Horacio con el salterio, Virgilio con los evangelios, Cicerón con el Apóstol?» Uno no debería, dijo, advirtiendo sobre los clímax enfáticos, «beber a la vez el cáliz de Cristo y el de los demonios».[372]

Por cada obra clásica que casaba sin problemas con la mentalidad y la moral cristianas, había otra que las irritaba de manera insoportable. «Carmen 16», del poeta Catulo, era particularmente espinoso. Este poema se inicia con el célebre y tonificante verso «Os daré por culo y me la mamaréis», que no era precisamente la clase de literatura que alegraba el corazón de Basilio.[373]

El Epigrama I.90 de Marcial no era mucho mejor: estos modestos versos atacan a una mujer por tener relaciones con otras mujeres. O, como escribió Marcial:

Te atreves a reunir dos coños gemelos entre sí

y tu monstruoso clítoris simula al hombre.[374]

Si un joven lector abre tembloroso una obra de Ovidio puede encontrarse con la explicación del poeta acerca de cómo seducir a una mujer casada durante la cena, con la escritura de mensajes secretos en el vino derramado. Y en un poema posterior, se puede descubrir una exposición de Ovidio sobre cómo hacer el amor durante la comida («¡Cuán a propósito era la forma de sus senos para apretarlos!») y una detallada descripción del cuerpo de su amante; su vientre plano bajo esos pechos, sus juveniles muslos...[375]

Basta, dijo Basilio. Los buenos cristianos, recomendó, deberían evitar por completo las obras clásicas más obscenas. Si por casualidad tu ojo se posaba en un pasaje clásico que retrataba a hombres depravados, entonces, decía Basilio, debías «evitarlas taponando vuestros oídos».[376] El lector cristiano siempre debía, advertía el clérigo, estar en guardia contra el atrevimiento de Ovidio. «No aplaudiremos —escribió severamente—, a los poetas si representan a personajes que (...) son amantes carnales o están borrachos.»[377] No todos los escritores clásicos eran tan peligrosamente lascivos; el emperador estoico Marco Aurelio, por ejemplo, había tratado el sexo con la clase de desdén que un cristiano podía aprobar. Pero incluso su lenguaje resultaba demasiado preciso para esa fe. Así como los escritores cristianos con frecuencia recurrían a la seguridad de los nombres abstractos («lascivia», «deseo», «perversidad» y otras parecidas) para describir el demonio del deseo sexual, Marco Aurelio, con nauseabunda precisión, describía las relaciones sexuales como «la fricción de un pedazo de intestino y, después de una especie de convulsión, la expulsión de unos mocos».[378] En un prolongado símil que habría sido más propio del infiel Homero, Basilio, por lo tanto, recomendaba precaución. Los jóvenes debían leer a los clásicos de la misma manera que las abejas visitaban las flores, «y es que aquellas no van por igual a todas las flores (...), sino que toman lo que de ellas les conviene para su labor y el resto lo dejan hasta la próxima».[379]

Pero por encima de todo, consideraba que había que ignorar a los autores griegos y romanos cuando hablaban de sus dioses, «especialmente cuando se refieren a ellos diciendo que son muchos», cosa que hacían de manera constante.[380] Casi todo lo que tuviera que ver con esos dioses hacía que los lectores cristianos se revolvieran incómodos en sus asientos. No solo eran demonios, sino que su comportamiento era deplorable. A diferencia del Dios cristiano, estos dioses no experimentaban únicamente las más dignas emociones divinas como la ira, la pena y el amor. También recorrían el espectro de las más bajas, satisfaciendo todos los sentimientos, de la perversidad a los celos, pasando por la lascivia. Esos dioses eran, creía un escritor cristiano, una «completa absurdidad».[381] En lugar de ser una presencia distante y omnisciente, eran vergonzosa y desagradablemente humanos; reñían, lloraban, hacían el amor, se emborrachaban y se comportaban mal con todo el mundo, incluso —quizá sobre todo— con su propia familia.

En el panteón grecorromano, no solo había peleas entre hermanos, sino que a veces un hermano hacía cosas inmencionables con su hermana. O con cualquiera a quien consiguiera poner las manos encima. Zeus era célebre entre los autores cristianos por haber estado «vergonzosamente enamorado de su hermana».[382] De hecho, se comportaba tan mal que Basilio se sentía incapaz de reunir fuerzas para describir lo que «el que llaman Zeus» había llegado a hacer; era imposible hablar de los adulterios de Zeus «sin sonrojarse».[383] Tales cosas, escribió el apologeta cristiano Tertuliano, «no conviene [...] que las inventen hombres tan religiosos». Las comedias clásicas, en las que todo el mundo, incluidos los dioses, agitaba sus falos, eran aún peores: «¿Acaso no viola la majestad y prostituye la divinidad? ¿Y mientras, vosotros aplaudís?».[384]

La literatura clásica no solo cuestionaba la realidad de los seres divinos, sino que con frecuencia se reía de ellos. Las obras de filosofía griega y romana estaban llenas de chistes incisivos que se burlaban de la religión. En una famosa historia, el filósofo griego Diógenes se encuentra junto al muro de un templo que está cubierto de inscripciones, dejadas por los agradecidos marineros rescatados en alta mar. Dándose cuenta de que un hombre está asombrado por las inscripciones, Diógenes comenta: «Serían muchas más si también los que no se salvaron hubieran dedicado las suyas».[385] En otra historia, Diógenes está viendo cómo unos funcionarios del templo detienen a un hombre que ha robado objetos del tesoro del templo. Mirad, dice: «Los grandes ladrones han apresado al pequeño».[386] En otro relato —uno en el que el final del chiste da aún más en el clavo—, un filósofo llamado Antístenes se encuentra escuchando a un sacerdote órfico, un culto griego que creía en la vida después de la muerte. El sacerdote explica con detalle cómo los iniciados en su religión disfrutarán de grandes ventajas en el más allá. Entonces, pregunta Antístenes, ¿por qué «no te mueres»?[387]



  

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