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BIBLIOGRAFÍA 15 страница



Los ciudadanos pudientes competían para colmar de dinero a sus ciudades, pavimentar sus calles, levantar los escenarios de piedra de los teatros y cubrir las cabezas de los dioses en templos aún más grandiosos. «Filantropía» es el término que en tiempos posteriores se daría a ese comportamiento. En el Imperio romano las palabras no eran tan ambiguas; como anunciaban francamente las placas en esos edificios, sus benefactores los habían pagado por su philotimia, su «amor al honor». Las grandes piedras de un teatro o un acueducto, con el propio nombre grabado, eran un monumento mucho más impresionante que cualquier lápida y, sin duda, mucho más útiles socialmente.

No resulta sorprendente pues, que muchos hombres urbanos y sofisticados consideraran que esta nueva clase de individuos que rehuían la vida civilizada era incomprensible y enteramente repelente. Para el orador griego Libanio, los monjes eran locos, «esos que suelen llenar con su presencia las cuevas» y que después «aseguran reunirse en los montes con el creador de todas las cosas».[564] Sus ayunos eran ficción, decía. Esos hombres no se morían de hambre; no es que no comieran, simplemente no cultivaban ni compraban su comida. Cuando nadie miraba, decía, se colaban en los templos de los odiados paganos, robaban los pecaminosos sacrificios y se los comían. Lejos de ser ascéticos, eran modelos de sobriedad «cuya moderación se limita a sus mantos».[565] Sus ataques despiadados y crueles a los templos, propios de matones, no se hacían por devoción, decía Libanio. Se cometían por pura avaricia. «Esos que dicen hacerles la guerra a los templos [...] se dedican a robarles», porque después de saquear no solo los santuarios sino también las casas de los campesinos del lugar «se alejan cual atacantes que llevan consigo los despojos de los vencidos en un asedio».[566]

Es posible que hubiera algo más que un ligero esnobismo en ese desdén, puesto que muchos de los que partían a las colinas eran pobres y analfabetos. Algunos eran incluso esclavos, para enfado de sus superiores cristianos. Más tarde, Nietzsche y Engels identificarían el cristianismo y sus valores con los esclavos y la moralidad de los esclavos; pero si esto es verdad, nadie se lo había dicho a los cristianos más poderosos de aquella época. Estos no querían tener nada que ver con ideas tan peligrosamente revolucionarias como la emancipación de los esclavos. Lejos de alentar la huida de los eslavos cristianos, los clérigos de mayor rango tomaban medidas enérgicas contra cualquiera que intentara escapar de su vínculo mortal desapareciendo en el desierto para servir de una manera más celestial. Cuando un obispo recomendó a los esclavos que abandonaran a sus dueños y se convirtieran en ascéticos, la Iglesia se quedó conmocionada y rápidamente lo excomulgó. «Nunca permitiremos tal cosa, aquello que causa tristeza a los amos a quienes pertenecen los esclavos y que es una influencia perturbadora», afirmaban los Cánones apostólicos.[567] El reino celestial intercedió para echar una mano. En el siglo IV apareció san Teodoro, un santo cuya especialidad era encontrar a los esclavos desaparecidos. Si dormías sobre la tumba de san Teodoro, se decía, este se te aparecía en sueños y te mostraba dónde se escondía tu recalcitrante esclavo.

Los monjes necesitaban estar en el desierto porque sabían que allí era donde pululaban y se reunían los demonios. Allí, donde la ciudad se extinguía y empezaban los espacios solitarios, era donde los subalternos de Satanás descendían en picado, reptaban y atacaban. Un monje lejos del desierto, había dicho Antonio, era como un pez fuera del agua.[568] La batalla de los monjes contra Satanás no era una guerra sin cuartel sino un duelo, de modo que los monjes rehuían la molesta compañía de los demás. «No veré a nadie este año», decidió uno.[569] Esas resoluciones no siempre eran fáciles de cumplir. En la infinita soledad de la vida del desierto los monjes flaqueaban, luchaban y jadeaban. La soledad roía como el hambre. Las guaridas en el desierto podían asustar a esos hombres mucho más que cualquier tierra virgen. Se decía que un monje había llorado de manera tan continuada que sus lágrimas, como un río, habían abierto un hueco en su pecho. Prueba de su virtud, decían admirados los demás monjes. La mente moderna habría llegado a una conclusión más clínica (aunque anacrónica), muchos de esos hombres debían estar profundamente deprimidos.

El hambre era una de las mortificaciones más populares entre los monjes —no hacía falta ninguna herramienta especial—, pero también una de las más difíciles de soportar. Un monje ayunaba durante todo el día y después comía solo dos galletas duras. Otro vivió de los veintisiete a los treinta años comiendo raíces y hierbas salvajes, y durante los cuatro años siguientes ingirió al día doscientos gramos de pan de cebada y algunas hierbas. Con el tiempo, sintió que se le nublaba la visión y su piel se volvía «dura como la piedra lávica». Añadió un poco de aceite a su dieta, y después siguió como antes hasta los sesenta, para asombro y admiración de los demás monjes.[570] El ascetismo había existido antes, pero en estos casos iba más lejos. Otros, como rumiantes, vivían a cuatro patas, buscando comida como animales. En ciertos aspectos el hambre ayudaba; un monje famélico se veía menos acosado por los demonios de la fornicación o de la ira que uno con la barriga llena. «Un cuerpo necesitado— dijo uno—, es un caballo domado».[571] Pero los pensamientos relacionados con la comida se convertían en una obsesión para esos hombres. En su lectura del pecado original, la manzana que Eva le daba a Adán no se veía como una representación simbólica del sexo, sino como nada más y nada menos que una manzana. La jerarquía de necesidades de Maslow hecha carne de monje.[572]

Los monjes se atormentaban tanto con lo que ponían sobre sus cuerpos como con lo que introducían en ellos. Algunos decidían vestir hojas de palma entretejidas en lugar de una tela más suave. Llevar el habitual y tosco hábito de monje se consideraba, en este mundo extremo, ir «vestido con vanidad».[573] Otros, bajo el sol del desierto, torturaban su piel con ásperos cilicios. Otros vestían con un extraordinario vestido de piel (que en épocas posteriores habría tenido connotaciones diferentes) que solo dejaba a la vista la boca y la nariz. Se decía que, para complacer al Señor, la ropa de los monjes debía constituir una ofensa al esteticismo, el hábito debía ser andrajoso y no elegante, viejo en lugar de nuevo, había que llevarlo remendado y remendado y vuelto a remendar. Cualquier otra cosa era vanidad. La ropa de un monje debía ser de una manera tal que, si este tiraba el hábito fuera de la celda, en tres días nadie lo robara. El sacrificio de los monjes era incuestionable; su olor debía ser indescriptible.

Si esto parece una vida vivida al borde de la cordura es porque lo era. En el desierto, con el calor abrasador del día, la realidad titilaba, parpadeaba y se diluía.(14) Un monje vio un dragón en un lago; otro mató a un basilisco, otro vio al propio Diablo sentado en su ventana. Los demonios aparecían y después se desvanecían como el humo; los monjes que se encontraban meditando se convertían en llamas. Al contemplar cómo rezaba un monje podías ver cómo sus dedos se convertían en lámparas de fuego. Si rezabas bien, tú mismo podías convertirte en llamas. Los demonios se arremolinaban alrededor de los monjes como moscas alrededor de la comida. A uno lo acosaron las visiones de cadáveres en descomposición, que se abrían de golpe a medida que se pudrían. Solos durante semanas o meses seguidos en sus celdas, con nada más que pan pasado y duro para comer y una lámpara de aceite, los monjes vivían atormentados por visiones tentadoras de sexo, comida y juventud. Algunos perdían la cabeza, si es que en algún momento habían estado enteramente cuerdos. Cuando Apolo de Scetis, un pastor que más tarde se convertiría en monje, vio a una mujer embarazada en el campo, se dijo a sí mismo: «Quiero ver cómo está el niño en su seno». Rajó a la mujer, la abrió y vio el feto. El niño y la madre murieron.[574]

Las razones de estas prácticas peculiares son difíciles de comprender. Una teoría es que la dominación cristiana del imperio conllevó muchas ventajas; pero uno de sus grandes inconvenientes fue que se había vuelto mucho más difícil que un gobernador romano poco comprensivo convirtiera a alguien en mártir. Privados de la posibilidad de morir en un espectáculo terrible, glorioso y purificador de los pecados, estos hombres se martirizaban a sí mismos lentamente, de manera agonizante, atormentando su carne un poco más cada hora, frustrando sus deseos un poco más cada año. Estas prácticas se conocerían como «martirio blanco». Los monjes morían a diario, con la esperanza de que, un día, volverían a vivir. «Recuerda el día de tu muerte —aconsejó un monje—. Recuerda también cómo es el infierno, piensa cómo se encuentran allí las almas, en qué profundo silencio, en qué amargos gemidos, en qué temor, en qué lucha, en qué espera...» Una situación bastante terrible, pero el monje aún no había acabado; concluyó su alegre lista con «los suplicios, el fuego eterno, el gusano que no duerme nunca, el tártaro y las tinieblas, el rechinar de dientes, los terrores y los tormentos».[575]

Estas historias macabras enseñaban a los monjes el valor de no ceder a sus impulsos. Una parábola particularmente vívida señalaba lo que le pasó a un monje desobediente llamado Herón. Al principio de la historia, Herón, en lugar de pasar el tiempo llorando en su celda, dedica un buen rato a recorrer los antros de la ciudad, frecuenta el teatro, las carreras y las tabernas. En este trance, su resolución se ve debilitada por comer y beber demasiado, conoce a una actriz, cae «en el fango del deseo femenino» y mantiene relaciones sexuales con ella. Este acto se lleva a cabo, como asegura la historia con satisfacción, «para su propio daño [...]. Le creció una pústula en el mismo pene y estuvo enfermo por ello seis meses, hasta que sus genitales se purificaron y se le cayeron».[576] Una lección para todos nosotros.

Carpe diem, había dicho Horacio. Come, bebe y sé feliz, porque mañana estarás muerto para toda la eternidad. Los monjes ofrecían una alternativa a esta visión; muere hoy y podrías vivir durante toda la eternidad. Era una vida que se vivía con terror a su final. «Recuerda siempre tu salida (de esta vida)» era un consejo común; no olvides el juicio eterno.[577] Cuando un hermano empezó a reír durante una comida, fue inmediatamente reprendido por otro monje: «¿Qué lleva este hermano en el corazón para reír, si debería llorar más bien?».[578] ¿Cómo podía alguien vivir adecuadamente en este nuevo y austero mundo? Hay que culparse constantemente, dijo otro monje, hay que «acusarse y reprocharse siempre».[579] Pásate todo el día sentado en tu celda, recomendaba otro, llorando por tus pecados.[580] Algo de ese aislacionismo del desierto empezó a introducirse también en la vida urbana piadosa. En los escritos de Juan Crisóstomo, el contacto con las mujeres de cualquier clase era algo temible y, si era posible, a evitar por completo. «Si nos encontramos con una mujer en el mercado», dijo Crisóstomo a su congregación, haciendo cómplices a sus oyentes con esa primera persona del plural, nos sentimos «perturbados».[581] El deseo era peligrosamente fácil de inflamar. Y no había que interactuar con las mujeres que disfrutaban como lo hubo hecho Ovidio, sino rehuirlas, despreciarlas y denigrarlas, lo que quedaba recogido en escritos que dejaban perfectamente claro que la culpa del deseo del hombre era de ellas. En este ambiente, no se elogiaba a las mujeres con amplios escotes y a la moda como bellezas, sino que se las vilipendiaba como a un «desfile de putas».[582]

Con el tiempo, la desaprobación de los clérigos se vio reforzada por la ley. Los festivales paganos, con su exuberante alegría y sus danzas, se prohibieron. El rechazo a estos había estado presente durante décadas; el propio Constantino había mostrado su desdén por los festivales de los impíos paganos llamados «religiosos» y por las ebrias y desenfrenadas fiestas en las que «bajo la apariencia de la religión, sus corazones se dedican al disfrute libertino».[583] En el 356 d.C., menos de cincuenta años después de que Constantino anunciara la concesión de «la facultad de practicar libremente la religión que cada uno desease», se instituyó la pena de muerte para quienes llevaran a cabo sacrificios.[584] En el 407, se prohibieron las alegres y antiguas ceremonias. «No se permitirá en absoluto celebrar animados banquetes en honor a los ritos sacrílegos en lugares tan fúnebres ni ninguna ceremonia solemne.» Si alguien declaraba ser un oficial a cargo de los festivales paganos sería ejecutado, decía la ley.[585] Juan Crisóstomo observó con júbilo esta decadencia. «La tradición de los antepasados se ha destruido, costumbres profundamente arraigadas se han desbaratado, la tiranía de la alegría [y] las fiestas malditas [...] se ha borrado como el humo.»[586]

Eran leyes más fáciles de redactar que de imponer. ¿Cómo podían saber los cristianos lo que sucedía tras las puertas cerradas? Crisóstomo encontró una solución; los miembros de las congregaciones cristianas debían espiarse mutuamente. Observarían a sus compañeros de congregación en busca de pecadores —y por «pecadores» se refería a aquellos que osaran ir al teatro— y, cuando los encontraran, los marginarían, los rehuirían y los denunciarían. Nada debía estar fuera del alcance de la mirada del buen informante cristiano, ni siquiera las casas privadas. «Seamos entrometidos y busquemos a aquellos que pecan», recomendó en un sermón que incitaba a los cristianos a perseguir a quienes se desviaban del verdadero ritual de la fe. «Incluso si tenemos que entrar en el hogar del pecador, no retrocedamos ante él.»[587]

Para que nadie en su congregación se sintiera incómodo con estas intrusiones, les aseguraba una y otra vez que el fin de lo que hacían no era dañar a los demás, sino ayudarles.[588] Se consideraría culpables a quienes se negasen a actuar como informantes, tanto en este mundo como en el próximo. Otra vívida analogía de Crisóstomo puso punto final a esta cuestión. En una casa, «si uno de los criados es sorprendido robando plata u oro, el ladrón no es el único castigado, también lo son sus cómplices y cualquiera que no lo haya denunciado». Del mismo modo, si un cristiano veía a otro yendo al teatro (o, como él decía, «saliendo hacia el lugar del diablo») y no decía nada, sería castigado por Dios, y por el propio Crisóstomo. Eso le causaría dolor, decía, pero «no perdonaría a nadie los castigos más severos».[589]

Porque volverte contra tus semejantes, acosarlos y perseguirlos de semejante manera no era hacerles daño. No, reiteraba Crisóstomo, era «salvarlos». Alejar a un alma del pecado era lo más importante que un cristiano podía hacer, mejor que ayunar o incluso que alimentar a los pobres. En fiera prosa, Crisóstomo alentó a su congregación; una puede imaginarse esos famosos y refulgentes ojos brillar mientras decía: «Tomemos a nuestras esposas, hijos y familias y emprendamos esta caza. Arranquemos de las trampas del diablo a quienes este mantiene cautivos a su voluntad».[590]


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CRUELDAD MISERICORDIOSA

No es crueldad lo que es piedad para con Dios.

SAN JERÓNIMO, Carta 109.32

Parecía muy sencillo, dar al César lo que es del César. Dar a Dios lo que es de Dios. A medida que el siglo IV llegaba a su fin y empezaba el V, se añadieron salvedades y surgieron complicaciones. ¿Y si, preguntaron algunos de los predicadores más poderosos, Dios y el César exigían lo mismo? Bueno, decían los grandes pensadores del primer siglo cristiano, en ese caso Dios tenía prioridad. Como dijo Agustín, si la ley de Dios difería de la ley romana, entonces la ciudad del Dios y sus habitantes estaban obligados a «disentir y volverse odiosos para aquellos que piensen diferente».[591] Todo —el hombre, la ley, incluso la burocracia— debía ahora dar preferencia a Dios. O, más bien, a su Iglesia. Y si esto provocaba algunos momentos delicados en la tierra, que así fuera, puesto que el mayor mal que podía hacerse, sostenía otro agresivo clérigo cristiano, no era desobedecer la ley sino desobedecer a Dios. «Es mejor ser privado del imperio, que volverse culpable de impiedad.»[592]

Uno de quienes impusieron la ley de Dios con más fiereza fue el célebre monje egipcio —ahora santo— Shenute.

Una noche, a principios del siglo V, pocas horas después de que se hubiera puesto el sol abrasador del desierto, se produjo un pequeño revuelo en el exterior del monasterio de Shenute en Egipto. Normalmente, a esa hora todo estaba en silencio y los cientos de monjes que habitaban en el interior de las paredes del Monasterio Blanco estaban dormidos, disfrutando del breve descanso litúrgico entre las últimas plegarias y el tañido de la campana de madera que los sacaba de la cama justo antes del amanecer.

Pero si esa noche alguien hubiera estado observando el exterior de aquel monasterio, habría visto algo inusual. De repente, en la tranquilidad, se produjo un movimiento. La puerta de la portería se abrió y apareció un grupo de monjes. Mientras se alejaban a buen paso, la puerta se cerró de nuevo a sus espaldas, dejando encerrados al resto de monjes y en el exterior el mundo demoníaco. El pequeño grupo se alejó pendiente abajo, hacia el río. Al mirar de cerca, se habría visto que eran ocho. Al mirar aún más de cerca, casi sin duda uno de ellos habría llamado la atención. Escuálido por los constantes ayunos, su piel parecía estar demasiado pegada a los huesos. Sus ojos hundidos eran tan oscuros y profundos como agujeros en una pared de piedra; se contaba que no dormía en toda la noche hasta el amanecer, y, entonces, solo lo hacía durante un momento. La gente decía que, cuando estaba despierto, lloraba constantemente, lágrimas tan dulces como la miel surgían de sus ojos, volviéndolos negros de pena santa. Era Shenute.

Sin embargo, uno no debía confundir el llanto con la debilidad. Shenute podía llorar por los pecados de la tierra, pero caminaba con los ángeles y aniquilaba demonios. Este era el hombre que, se decía, conversaba con Juan Bautista, hablaba con Jesucristo y derribaba personalmente a los demonios. Shenute era un hombre al que respetar y al que temer. Bajo su liderazgo carismático, grandes cantidades de monjes y monjas acudieron para unirse a las tres comunidades del monasterio, llegando a ser centenares, quizá incluso miles. Una vez estaban bajo sus cuidados, esos hombres y mujeres se enfrentaban a una disciplina inflexible. Se administraban castigos físicos a quienes rompían alguna de las numerosas reglas del monasterio. Una monja que «se llevó cosas de manera furtiva» recibió veinte golpes de vara. Otra, que corrió detrás de una hermana «en amistad y con deseo carnal», quince.[593] Se añadía más dolor por el humillante método con el que se imponían esos castigos; las monjas más viejas sostenían a su descarriada hermana mientras un monje le golpeaba las plantas de los pies.

En esa noche concreta, la mirada de los ojos negros y bañados por lágrimas de Shenute no se dirigía a quienes se hallaban en el interior del monasterio, sino hacia un hombre que estaba fuera de él. En la tranquilidad de la oscuridad del desierto, Shenute y sus siete compañeros se apresuraron hacia el Nilo y lo cruzaron. Más tarde se dijo que no habían necesitado ningún bote ni marinero para hacerlo, la divina providencia los había llevado, milagrosamente, a la otra ribera. Fuera cual fuese el medio de transporte, llegaron al otro lado y desde allí se pusieron en marcha hacia la ciudad de Panópolis.

Si algún lugareño vio al grupo vestido con oscuras túnicas moverse en la oscuridad, es probable que sintiera un temeroso estremecimiento. Los monjes —anónimos, desarraigados, irrastreables— eran capaces de cometer atrocidades casi con impunidad. «Nuestros ángeles», los llamaban algunos cristianos. Y un cuerno, decían los no cristianos. No eran ángeles sino matones ignorantes y maleducados, hombres solo en apariencia que «llevaban vida de cerdos, y que abiertamente cometían y permitían innumerables crímenes indescriptibles». Como escribió Eunapio con un desagrado sardónico: «En aquellos días, todo hombre que vestía túnica negra y consentía en comportarse de manera indecorosa en público tenía el poder de un tirano, ¡a tal punto de virtud ha avanzado la raza humana!».[594] Incluso un emperador que era cristiano de todo corazón observó calladamente que «los monjes cometen muchos crímenes».[595]

Y esa noche, los monjes iban a cometer otro. Esta vez el objetivo de Shenute no era uno de sus monjes, sino uno de los malvados y ateos paganos. Un sermón furioso tras otro, Shenute había tornado su fiera prosa contra esa gente. Sus corazones eran «los nidos de los espíritus de la maldad».[596] Si se los molestaba, esa gente perversa escupía veneno.[597] La Biblia, explicaba Shenute a su congregación, decía que había que segar la vida de quienes colocaban imágenes paganas.[598] Como dijo en un sermón especialmente vigoroso, Dios quería que su gente «eliminara las abominaciones de su presencia». Los emperadores, tronaba Shenute, habían declarado que toda la Tierra debía limpiarse de perversiones. En ningún templo pagano debía quedar una piedra sobre otra.[599] En ninguno. Ni en toda la Tierra.

Esa noche, Shenute y sus siete compañeros empezarían poco a poco. Comenzarían por la casa de un solo hombre, un lugareño llamado Gesio.

Todavía era noche cerrada cuando los monjes llegaron a la entrada de la casa de Gesio. Este —su nombre completo, grandiosamente romano, era Flavio Aelio Gesio— era un ciudadano romano, un prominente terrateniente y exgobernador, como lo había sido Plinio. Gesio era un envidiable miembro de la pequeña élite que gobernaba el imperio. También era, esa noche, un hombre señalado. Porque este Gesio, nada intimidado por las bravatas de Shenute, había cometido varios crímenes imperdonables. En una ocasión se le había oído decir tajantemente que «Jesús no era divino».[600] En otra, había acudido a un templo pagano que poco antes se había reducido a ruinas y, a pesar de las leyes que lo prohibían, había hecho una ofrenda sacrificial esparciendo rosas. Eso no era solo un crimen, era, quizá aún más importante, un desaire insoportable al cristiano más poderoso de la zona, Shenute.

Y por lo tanto, en esa noche oscura, Shenute iba a hacer que Gesio pagara. Los monjes se reunieron alrededor de la pesada puerta de la casa, que estaba cerrada con llave, y la abrieron. Si eso parece una simple descripción de lo que debió de ser un procedimiento complicado o al menos físicamente exigente, es porque Shenute dijo con posterioridad que había sido sencillo. No fueron los monjes quienes abrieron la puerta, aclaró, fue Dios.

Shenute y sus monjes entraron en la casa a oscuras, que, explicó más tarde Shenute, no solo estaba así por ser de noche, sino que la negrura provenía de la oscuridad del demonio. A pesar de esas dificultades logísticas, los monjes avanzaron sin titubear un segundo, atravesando el atrio y subiendo las escaleras hasta el corazón de la casa de Gesio. Una vez más, si la afirmación de que un grupo de ocho monjes logró no solo abrir una puerta cerrada con llave e irrumpir en la casa, sino también moverse por una oscuridad propia de la laguna Estigia, sin despertar a nadie o perderse, parece improbable, Shenute tenía una explicación para eso; Dios los guiaba.[601]

Su ayudante divino les echó una mano de nuevo cuando finalmente llegaron a la habitación privada de Gesio, también cerrada con llave. No fue necesario que empujaran la puerta con los hombros, o que la abrieran a la fuerza; esta «saltó» cuando Shenute la tocó, se desprendió de sus bisagras, lo que permitió a los monjes arrastrarla fácilmente. Más tarde, esta narración no convencería a todos en la ciudad. De hecho, ciertas lenguas impías dieron que hablar, al despreciar la idea de que «las puertas se abrieron por sí mismas» como «bravuconadas». Shenute se defendió airadamente: «No dijimos que se abrieran ellas solas [para nosotros] —estalló—, sino que nosotros las abrimos como el Señor ordenó». Una distinción un tanto jesuítica que quizá no sirvió de mucho para apaciguar a quienes dudaban del relato.[602]

Más tarde, Shenute hablaría con repugnancia de lo que había sucedido a continuación en la casa de Gesio. Estar en esa habitación, dijo, era como estar de nuevo en un templo pagano, en esos días oscuros previos a que los rectos emperadores hubieran ordenado que se derruyeran. Pues al cruzar la puerta, los monjes se hallaron en una habitación cuyo aire estaba cargado de incienso y donde la luz de numerosas lámparas brillaba sobre incontables superficies talladas; estaban en una sala llena de ídolos infieles. Aquí había una estatua del lujurioso parricida Zeus; allí una del padre de Zeus, Cronos; más allá estaba la engañosa Hécate...

Toda la estancia —o eso dijo él más tarde— estaba llena de deidades «lascivas y licenciosas». El incienso humeaba en pequeños altares, las lámparas, encendidas por una mano reverencial, proyectaban una luz parpadeante sobre las caras de los dioses paganos. Una visión terrible para un devoto monje cristiano. Pero es difícil no imaginar que, cuando la luz iluminó la cara de ojos huecos de Shenute, no hubiera un pequeño destello de victoria en ella. Puesto que él —consumado publicista de sí mismo— sabía bien que, aunque aquel era un momento terrible, también era maravilloso. Había sorprendido a su enemigo en un acto de adoración pagana. En la tenue luz, las oscuras figuras de los monjes avanzaron por la habitación, recogiendo las malditas estatuas, antes de salir corriendo de la casa, ayudados una vez más, por supuesto, por Dios.[603]



  

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