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BIBLIOGRAFÍA 13 страница



El falo es un elemento básico de la decoración hogareña; aparece en paredes, estatuas y en frescos, e incluso tallado en los mismísimos adoquines de la ciudad. Un bar estaba iluminado por una bonita lámpara de bronce en la forma de una pequeña figura con un enorme pene, del cual cuelgan campanas. Algunas imágenes eran asombrosamente vívidas. En las paredes de un burdel había un fresco que ahora sobrevive únicamente en una reproducción del siglo XIX. Representa a un hombre y a una mujer; él se encuentra detrás de ella y ambos están bebiendo lo que debe de ser vino en lo que parecen dos vasos de pinta. El hombre sostiene el vaso en lo alto, como si lo inspeccionara. A juzgar por sus serenas expresiones, podrían estar comentando la procedencia de sus bebidas. Con todo, es evidente que tienen la cabeza en otras cosas, puesto que él tiene una enorme erección y está penetrando a la mujer.

Pompeya fue una revelación. En ciertos sentidos, no debería haberlo sido. Para quienes quisieran y pudieran leerla, la literatura latina contenía numerosas insinuaciones de que no todos en el mundo precristiano eran tan castos como le habría gustado a san Basilio. El célebre «Carmen 16» de Catulo era una muestra obvia. Pocos podían leer el verso «Os daré por culo y me la mamaréis» y pensar que el autor era castamente puro, pero lo cierto es que pocos tenían la oportunidad de hacerlo.[477] En el momento en que se redescubrió Pompeya, el conocimiento del latín se había convertido en una habilidad cada vez más infrecuente. Por el contrario, cualquiera que tuviera ojos podía ver las imágenes que se extraían del suelo pompeyano. Nadie podía siquiera fingir que el dios Pan estuviera haciendo otra cosa que penetrar a una cabra o que la gente de aquellos frescos estuviera haciendo otra cosa que fornicar con entusiasmo. Aún más inquietante resultaba que esos cuadros no pudieran desdeñarse como las censurables costumbres de los pobres, los inmorales o los que carecían de educación, puesto que las imágenes no solo se encontraron en los burdeles; se hallaron en todas partes, incluso —en especial— en algunas de las villas más opulentas de la ciudad. Los pompeyanos no solo habían colocado imágenes de gente desnuda, sino que lo habían hecho abiertamente y sin vergüenza. Ninguna de esas imágenes trataba de ocultar sus partes con las manos u hojas de parra.

Durante siglos, la Europa cristiana había ocultado cuidadosamente la sexualidad del mundo clásico con tanta efectividad como cualquier Vesubio; raspando los pezones de las estatuas, ocultando los frescos lascivos y los poemas obscenos. Ahora, un mundo no tocado por la mano del cristianismo salía a la luz. Es concebible que hubiera cristianos en Pompeya cuando se produjo la erupción del Vesubio en el 79 d.C., pero si los hubo no se hallaban en una posición de poder y habrían sido incapaces de imponerse en la ciudad. Ningún fanático cristiano había atacado los frescos pompeyanos con martillos; ningún escuadrón de piadosos había cincelado las hermas que había en prácticamente cada esquina de la calles. La gente que aparece en esas imágenes de Pompeya no solo estaba desnuda, estaba desnuda sin ninguna clase de vergüenza. Era un mundo que, de manera casi literal, no sabía del pecado original.

Los excavadores del recinto, que no solo conocían ese pecado sino también a la Iglesia católica, se quedaron horrorizados. Algunos obreros volvieron a enterrar las obras que consideraron demasiado lascivas. Otros enterraron los objetos en silencio, y las primeras guías de viaje especularon sobre los objetos más picantes. No había ninguna ilustración de la lámpara con forma de pene en la primera colección publicada de los hallazgos. La primera guía inglesa, de sir William Gell, publicada en 1824, se olvidaba de mencionar cualquier objeto que hubiera podido fruncir las ilustradas frentes de sus lectores. Como dijo el estudioso Walter Kendrick: «Gell logró poner punto final a dos gruesos y muy ilustrados volúmenes sin dejar que ni una sola vez se colara nada indecoroso».[478]

Sin embargo, finalmente se corrió la voz y el mundo se quedó estupefacto —o así se juró y perjuró— y así siguió durante décadas. Un autor del siglo XIX describió los frescos como la clase de cosa que «la policía confiscaría en cualquier país moderno».[479] Las guías de viaje de Pompeya que sí mencionaban los objetos sexuales los revestían de una rotunda desaprobación. Un visitante se sintió incómodo por su «degradación moral».[480] Una guía de los objetos más rudos, que se imprimió de manera privada, era típicamente remilgada. «Las costumbres a las que se entregaban las mujeres de la antigüedad eran disolutas y escandalosas —escribió su autor—. Los desnudos de esa época y los escritos impuros de sus autores son testigos indudables del libertinaje que prevalecía entonces en todas las clases. Era un tiempo en el que los hombres no se sonrojaban cuando hacían saber al mundo que obtenían los favores de un bello joven, un tiempo en el que las mujeres se honraban a sí mismas con el nombre de [lesbianas].» La fuerza de su desaprobación se veía un tanto socavada por el delicioso título de la guía (El Museo Real de Nápoles, con algunas descripciones de las pinturas, bronces y estatuas eróticas contenidas en el famoso Gabinete Secreto) y el hecho de que su portada anunciaba que incluía «sesenta ilustraciones a página completa».[481]

Los objetos más libidinosos se ocultaron; se consideró ilegal mostrar la cabra y se guardó en un sótano.[482] Tales objetos, con el tiempo, se reunieron en una sola colección, y en 1819 se creó el Gabinete Secreto, nombre con el que se conoció desde entonces el museo. El acceso era limitado y estaba controlado. La composición precisa de la colección varió con el tiempo; la fascinación por ella permaneció constante.[483] Como recordaba una guía de 1871, la entrada estaba «prohibida a mujeres y niños [y] solo permitida a hombres de edad madura por medio de un permiso especial del ministro de la casa real».[484] Uno apenas puede imaginar la vergüenza de hacer tal petición. El famoso historiador del arte Johann Winckelmann visitó Nápoles en un momento en el que era necesario un permiso especial «firmado por su majestad» para ver esos objetos. Decidió no molestarse: «Pensé que no era propio de mí ser el primero en pedirlo».[485] Las mujeres tuvieron prohibido el acceso al Gabinete Secreto hasta la década de 1980.[486]

Esto no solo ocurrió en Pompeya. En museos de toda Europa, las estatuas clásicas que se habían reunido durante tantos grand tours se guardaron bajo llave. Al carecer de la confianza de sus antecesores cristianos, los comisarios de museos hicieron más tarde, mediante la manipulación y el discreto almacenamiento, lo que en siglos anteriores se había hecho con cinceles. El resultado fue el mismo; la desaparición de los objetos sexualmente explícitos. En otros casos, los órganos sexuales de las estatuas se ocultaban bajo nuevas y exuberantes frondas de hojas de higuera, diseñadas por castos comisarios y colocadas luego en las estatuas clásicas desvergonzadamente desnudas. Las vívidas imágenes de las vasijas griegas se taparon. A un exuberante sátiro que sostenía una copa con su enorme erección, un horrorizado comisario le borró el falo con pintura, de tal modo que la copa quedó suspendida en el aire. Incluso las estatuas clasicistas se cubrieron. En 1857, la reina Victoria recibió como regalo una copia de yeso del David de Miguel Ángel. Se dice que cuando Victoria vio la inmensa estatua por primera vez en el Victoria and Albert Museum se quedó tan estupefacta por su desnudez que se encargó una hoja de higuera. De tal modo que a partir de entonces se tuvo preparado un molde de yeso de la hoja de medio metro de altura por si se producía una visita real, en cuyo caso se colgaba sobre la parte ofensiva con dos ganchos, evitando así los sonrojos de su británica majestad.

La vergüenza de Eva se estaba aplicando al mundo clásico. La erupción del Vesubio era vista por los píos victorianos como el justo castigo a un pueblo promiscuo. Como piadosamente afirmaba en 1871 la guía de las pinturas y estatuas eróticas de Pompeya, «gloria eterna a la religión que, cubriendo esos ídolos impuros de lodo y desplegando el código de la castidad ante nuestros ojos, ha hecho nuestras sensaciones más puras y nuestros placeres más vivos».[487] Después, quizá menos consciente del código de castidad de lo que podría haber sido, presentaba una de esas «Ilustraciones a página completa» del sátiro y la cabra.

Decir que el mundo romano era ignorante del pecado original no significa decir que careciera de vergüenza. No era el caso. Existían distinciones intrincadas y muy asumidas entre lo que era una práctica sexual aceptable y lo que no. Como ha dicho el académico Paul Veyne, «de hecho, los paganos estaban paralizados por las prohibiciones».[488] Veyne exagera; había reglas, pero no parálisis. El sexo era aceptado y se esperaba que fuera placentero. Eso constituía una gran diferencia. Existían límites y, como siempre, el principal era una cuestión de privilegio. Lo que era aceptable para un hombre rico era inaceptable para uno pobre; lo que era aceptable para los hombres era inaceptable para las mujeres; las esclavas carecían casi por completo de derechos y todas eran de facto prostitutas que habitaban en las casas de los libres. Dentro del Imperio romano, la atmósfera en el este era, por lo general, más conservadora que en el oeste.

Incluso los hombres ricos tenían que cumplir determinadas reglas; la homosexualidad era algo corriente, siempre y cuando uno no adoptara el papel pasivo y «afeminado» de ser penetrado. La acusación de que un hombre pudiera haber sido penetrado era suficiente para terminar con una carrera política. Como siempre, hubo excepciones; a Julio César se lo llamó burlonamente «la reina de Bitinia» por su supuesta relación con el rey Nicomedes. Sobrevivió, pero aquello siempre fue, escribe el biógrafo Suetonio «una grave y perpetua deshonra y le dejó expuesto a los ultrajes de todos».[489] Hacer el amor con las luces encendidas era otra prohibición, aunque suene a cosa de adolescentes. Se consideraba disoluto. A los poetas romanos, como suele ocurrir con los poetas, les gustaba jugar con estas reglas; en un memorable poema, Ovidio describe cómo es hacer el amor por la tarde mientras la luz se filtra en el dormitorio por una persiana medio abierta; luz más que suficiente para ver y describir cada parte del cuerpo de su amante en uno de los poemas más eróticos que escribió jamás.[490]

Ante todo, se decía que un hombre —y estos textos eran escritos por y básicamente para hombres— debía gobernar sus necesidades sexuales en lugar de ser gobernado por ellas. Enamorarse miserablemente de una mujer era inaceptable. Los poetas que escribían que eran el «esclavo» de su mujer ponían a los tradicionalistas de los nervios. Había que mantener ciertos límites; a Ovidio se le enviaría al exilio por Carmen et error, un poema sexualmente obsceno, y por sobrepasar los límites de las severas medidas impuestas por Augusto contra la inmoralidad.[491] En el sexo, como en todo lo demás, había que seguir las palabras talladas en el templo de Delfos, «nada en exceso». Demasiado sexo volvía grosero; pero igualmente, demasiado poco —o, más bien, contar lo poco que lo practicabas— era aburrido. Un escritor advertía: «No seas ofensivo ni te muestres censor con aquellos que así se satisfacen, y no hagas menciones frecuentes al hecho de que tú no te satisfaces».[492]

De modo que el sexo debía contenerse, pero no se rechazaba. En los escritos de la élite romana, ha observado Peter Brown, era algo admitido y, como cualquier otro apetito, se gestionaba en lugar de avergonzarse de él. Las fiestas de Liberalia tenían lugar el 17 de marzo; ahora tristemente olvidadas, se trataba de un festival en el que los ciudadanos romanos celebraban la primera eyaculación de un niño. En los manuales médicos romanos, los doctores clásicos comentaban la eyaculación de manera franca y abierta, y la recomendaban por salud y para deshacerse de la semilla, que de otra manera podía provocar dolor de cabeza. Se creía que si los atletas lograban abstenerse del sexo serían más fuertes. Los orgasmos y el sexo eran incluso recomendables para la salud de la mujer.[493]

El sexo, el deseo sexual y las consecuencias del sexo se comentaban con sinceridad. Los poetas regañaban a sus amantes cuando abortaban, menos por el aborto que por poner en peligro su propia salud. Ovidio se confesó furioso con su amante Corina por intentar llevar a cabo uno apresuradamente, pero menos porque hubiera cometido ese acto como por «haber maquinado a mis espaldas una acción tan arriesgada».[494] Otras seguían métodos más laboriosos para evitar el embarazo. Cuando a Julia, la hija de Augusto, célebre por su atrevimiento y su belleza, le preguntaron cómo, pese a tener tantos amantes, todos sus hijos se parecían a su marido, respondió: «Es que yo nunca embarco a un pasajero si la nave no está llena».[495]

¿Por qué no mantener relaciones sexuales? La vida era corta y una nunca sabía lo que le esperaba. Vive en el presente, proclamaban incontables mosaicos, pinturas y poemas en el viejo mundo romano. Porque, ¿quién sabe lo que traerá el mañana? En un mosaico descubierto recientemente en Antioquía se ve un esqueleto reclinado, con una copa en la mano y un ánfora de vino cerca. Encima de su cabeza, en claras letras griegas, el mosaico daba una instrucción a los comensales que lo veían desde arriba: «Sé alegre, —dice—. Disfruta de la vida».[496] El mandato de disfrutar de la vida está escrito en piedra. Uno de los poemas clásicos más famosos había plasmado este ideal en versos más elegantes: Quan minimum credula postero, confía lo menos posible en el mañana, recomendaba el poeta Horacio, y carpe diem, aprovecha el momento.[497]

Otro de los poemas romanos más célebres había sido una versión del antiguo libro de autoayuda de Ovidio sobre el arte de la seducción. «Si hay alguien entre el público que no conozca el arte de amar —anunciaba Ovidio en los primeros versos—, que lea esta obra y, cuando se haya documentado leyéndola, que ame.»[498] Ingenioso, erudito y egoísta, Ovidio se convirtió en uno de los poetas más famosos de Roma, lo que, uno sospecha, era lo que él creía merecer. «Por donde se abre el romano poderío a sus dominadas tierras —se regodeó en otro poema—, con la boca se me leerá del pueblo y a través de todos los siglos en la fama [...] viviré».[499] De manera un tanto exasperante, hasta el momento había demostrado estar en lo cierto, y parte de lo que le había granjeado su fama era el Arte de amar, un poema que, después de hacer recomendaciones sobre casi todo lo demás, encontraba un momento para aconsejar sobre determinadas posturas sexuales. «Que oprima el colchón con las rodillas doblando un poco la cabeza hacia atrás la mujer a la que haya que admirar por su largo costado.»[500] Y así continuaba.

Pero algo, lentamente, había cambiado. Poco más de dos siglos después de que Pompeya experimentara su cataclismo, la élite romana experimentó su propia convulsión cuando Constantino se convirtió. Los efectos reverberaron a lo largo del siglo IV mientras los templos se derribaban, las estatuas se destruían y se aprobaban leyes que prohibían las viejas costumbres «paganas». El número de conversos cristianos —por su voluntad o por la fuerza— aumentó rápidamente durante este periodo. Y mientas lo hacía, la literatura también empezó a cambiar. Las viejas costumbres obscenas comenzaron a desvanecerse de las páginas de poesía. El sermón y la homilía —severos, sentenciosos y con frecuencia agresivos— florecieron en su lugar. Esta literatura alternativamente amenazaba e instruía a los lectores con minucioso detalle sobre cómo comportarse en casi todos los aspectos de la vida. El cristianismo no era la única causa de esto, puesto que ya se podía detectar en la literatura un tono cada vez más moralizante. De hecho, el auge del cristianismo pudo incluso haber sido en parte un síntoma de ese moralismo. Pero el cristianismo, en todo caso, abrazó, amplificó y promulgó ese hostigamiento en una medida nunca vista.

Los autores cristianos de este periodo no estaban fascinados por la franqueza sexual que habían expresado los autores y las pinturas de Roma. Les resultaba repugnante. San Pablo ya había establecido el tono antes. Consideró que los «paganos» habían ido tan lejos que estaban más allá de toda redención posible. Debido en parte a la adoración de sus ídolos, Dios «los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de suerte que contaminaron sus cuerpos entre sí mismos».[501] No solo mantenían relaciones sexuales, peor aún, todavía mantenían relaciones homosexuales. «Pues aun sus mujeres mudaron el natural uso en el uso que es contra naturaleza. Y del mismo modo también los hombres, dejando el uso natural de las mujeres, se encendieron en sus concupiscencias los unos con los otros, cometiendo cosas nefandas hombres con hombres.»[502] Con todo, tranquilizaba san Pablo a sus lectores, estos pecadores tendrían su merecido. «¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios? No erréis, que ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones.»[503] Los siglos posteriores lo seguirían. En el siglo VI, durante el reinado del represivo emperador Justiniano, las leyes empezaron a prohibir la homosexualidad con una crueldad inédita hasta entonces.

Para san Pablo y otros predicadores cristianos, el cuerpo y sus deseos no debían celebrarse sino ser contenidos. En circunloquios tortuosos y avergonzados, Pablo se enfurecía con «el cuerpo de esta muerte».[504] Se decía que en el cielo las recompensas para una virgen eran sesenta veces mayores. Los escritores cristianos de este periodo dejaron constancia de los revuelos de su sexualidad con gran desagrado. Quizá ninguno de manera más influyente que Agustín. El sexo, pensaba él, era permisible si de la unión nacían niños, pero incluso en ese caso el acto en sí era lujurioso, malvado y «animal», mientras que las erecciones eran «indecorosas». Occidente recogería los amargos frutos de la vergüenza sexual procedentes de los indignados textos de estos dos hombres. En los primeros días de la religión, algunos cristianos fueron aún más lejos, al sostener que el sexo ya no volvería a ser necesario. Una nueva forma de creación, en forma de una gran conflagración y el renacimiento de los píos, era inminente. ¿Qué necesidad había pues de la torpe, caótica e impredecible reproducción humana? La vida eterna hacía que la reproducción resultara superflua.

Si el manual no cristiano más famoso había sido el de Ovidio, uno de los manuales más famosos escrito por un cristiano fue un tratado del siglo III del teólogo Clemente de Alejandría. Su nombre era el Paedagogus —el pedagogo— y su objetivo declarado «describir brevemente el comportamiento que debe seguir, a lo largo de toda su vida, uno que se dice cristiano».[505] Clemente añadió después algunos francos recordatorios de lo que esperaba a quienes se apartaran de sus preceptos y los de Dios: a saber, los dientes de las bestias salvajes y la ira de las serpientes. Como escribió Clemente, el Señor mismo había dicho: «Afilaré mi espada [...]; tomaré venganza de mis enemigos y daré su merecido a quienes me odian. Embriagaré con sangre mis saetas, y mi espada devorará la carne ensangrentada de los heridos». Eso no era una señal de la crueldad de Dios, sino de su amor. «Reprender —escribió para tranquilizar al lector— es signo de buena voluntad, no de odio».[506]

Clemente, en párrafos precisos y cargados de autoridad, salpimentados con frecuentes citas y no poco frecuentes amenazas contenidas en las escrituras, aconsejaba a los fieles sobre todos los aspectos de la vida cotidiana, desde lo que se les permitía comer y beber hasta lo que podían vestir y calzar; desde cómo debían peinarse hasta, incluso, lo que podían hacer en la cama. En los tres volúmenes de su guía, censuraba casi todas las actividades humanas. «Debe cortarse de raíz el placer vergonzoso», escribió.[507]

Empezaba con la comida, y lo hacía recordando que todos somos en última instancia polvo, antes de volcar su atención en ciertos platos concretos. En frases almidonadas e implacables, carentes de cualquier rastro de humor, censuraba las cenas extravagantes. Como hacía con casi todo lo que se comiera en ellas. El uso excesivo del mortero era reprochable. Los condimentos se consideraban inaceptables, como también el pan blanco («castrado») y los dulces, los pasteles de miel, los caramelos, los higos secos... Uno no debía, advertía Clemente, ser como los comilones que se hacen traer las lampreas desde Sicilia, los rodaballos desde el Ática, los tordos de Dafnes...[508] La lista continuaba.

Aun así, como ciertas novelas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, las de James Bond o Retorno a Brideshead, que aunque fueron escritas en un periodo de austeridad salivaban con detalladas descripciones de comida, la pluma abstemia de Clemente parecía detenerse un poco más de la cuenta sobre esos frutos prohibidos.(12) Clemente habría rechazado la idea; las personas que disfrutaban de una buena comida eran, escribió, nada menos que «bestias parecidas al hombre, imagen de la bestia golosa».[509] Satán merodeaba entre las golosinas. Después estaba el vino, que en opinión de Clemente era más pernicioso que la comida. Este líquido cálido, escribió, calentaría aún más los cuerpos sobrecalentados de los jóvenes añadiendo «fuego sobre fuego, por lo que se inflaman los instintos salvajes, los deseos ardientes y el ardor temperamental [...]. De ahí que [...] desborde los límites del pudor». Clemente tronaba furioso contra esos «desgraciados» cuya vida no era sino «fiesta, embriaguez, baños, vino puro [...], inercia y bebida» y, de manera algo intrigante, «orinales».[510]

En los escritos de un predicador cristiano tras otro, quedaba claro que casi todo lo relacionado con la comida era sospechoso. Si se salía a cenar, uno podía verse afectado por la perniciosa envidia ante la casa de otro hombre, y volver a la casa propia más descontento que antes de partir. Juan Crisóstomo recomendaba evitarlo y acudir en su lugar a funerales. «¿Es mejor —tronó ante su congregación— ir donde hay llanto, lamentación, y gemidos, y angustia, y tanta tristeza, o donde se encuentran la danza, los címbalos, la risa, el lujo, la comida y la bebida?».[511] No es necesario conocer demasiado la obra de Crisóstomo para saber que la respuesta esperada a su pregunta retórica era un entusiasta «¡Sí, claro que sí!». En una casa feliz se podían envidiar el atrio bien dispuesto del vecino o su encantador comedor; en una casa de luto, dijo Crisóstomo, es más probable que se exclame: «¡No somos nada, y nuestra maldad es inexpresable!».[512]

La amplitud del manual de autoayuda de Clemente no era completamente nueva. Siglos antes, los soldados de Dios habían empezado a entrometerse en cada rincón de la vida. Ovidio había aconsejado tajantemente a sus amables lectores con un grado de detalle similar al de Clemente cuál debía ser el comportamiento en una comida, aunque sus objetivos eran bastante distintos. Como explicó:

También los banquetes, cuando las mesas están dispuestas, ofrecen una buena ocasión: ahí puedes buscar otra cosa además del vino. En ellos más de una vez el purpúreo Amor estrechó seductoramente con sus cariñosos abrazos los cuernos de Baco.[513]

Ovidio, como Clemente, dedicó su atención al tema del vino que, igualmente, creía que debía beberse con moderación. Aunque, de nuevo, por razones diferentes; si te emborrachas demasiado, advertía Ovidio, perderás a tu hombre: «Vergonzoso es una mujer caída por el suelo, embriagada por el mucho vino».[514]

También había publicado largas instrucciones sobre la apariencia y el arreglo personal. Por ejemplo, aconsejaba a los hombres cuidar su apariencia, perfumarse, asegurarse de que sus uñas estaban limpias y cortadas y estar atentos al pelo de la nariz:

Que no haya ningún pelo en los orificios de tu nariz, ni sea hediondo el aliento de tu maloliente boca, y que el semental y padre del rebaño no ofenda el olfato.[515]

Tampoco se debería, añadió, ir mucho más allá: «No se te ocurra rizarte el pelo con unas tenacillas —advirtió a los hombres—. Ni depilarte las piernas con áspera piedra pómez.» Hacerlo era, dijo, el comportamiento propio de «las jóvenes coquetas o el torpe varón, si lo hubiera, que pretenda conquistar a otro varón».[516]

Las mujeres también recibieron instrucciones estrictas de Ovidio. Su cabello no debía estar descuidado, las que tuvieran la cara redonda debían recogerse el pelo en un moño, las que tuvieran la cara alargada debían optar por una simple raya al medio. Aunque también recomendaba cierto desaliño estudiado: «Incluso a muchas les sienta bien una cabellera en desorden; a menudo podrías creer que mantiene el peinado de ayer, cuando en realidad acaba de peinarse».[517]

La ropa blanca, escribió, era adecuada para las mujeres de piel oscura, a las pálidas les hacía parecer grises, todas deberían evitar el morado y los volantes. Las mujeres también debían atender la higiene personal: los dientes debían estar limpios y sin manchas; y se les advertía bastante sobre «el olor a macho cabrío en los sobacos».[518] Se aconsejaba el maquillaje, pero con moderación: «La que no tiene de por sí tono sonrosado, se lo procura artificialmente; con artificio rellenáis los intersticios vacíos de vuestras cejas», y así continúa. El efecto debe ser natural, ya que «el mejor maquillaje sigue siendo discreto». En un comentario parecido, Ovidio fue inusualmente estricto en un punto; no debes dejar que tu pareja te vea aplicándote cosméticos:

Cuando te arreglas tú también, pensemos los demás que estás durmiendo; más hermosa te veremos después del último retoque. ¿Por qué tengo yo que saber la causa de la blancura de tu cara?

Y, sobre todo, Ovidio advertía que nunca debías dejar que tu compañero te viera lavándote los dientes: «Muchas cosas que son feas mientras se hacen, cuando ya están hechas agradan».[519]



  

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