Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





BIBLIOGRAFÍA 8 страница




 8

CÓMO DESTRUIR A UN DEMONIO

Demolió completamente el templo perteneciente a la falsa religión y redujo a polvo todos los altares y estatuas.

Vida de San Martín, 14.6

Las páginas de la historia pueden pasar por alto esta destrucción, pero la piedra es menos olvidadiza. Quien visite la Sala 18 en el British Museum de Londres se encontrará frente a los mármoles del Partenón, sacados de Grecia por lord Elgin en el siglo XIX. Estas estatuas asombrosamente realistas se encuentran hoy en un estado lamentable; muchas están mutiladas o carecen de extremidades. Con frecuencia se asume que fue culpa de los torpes trabajadores de lord Elgin o de las batallas que tuvieron lugar durante la ocupación otomana. Y, de hecho, en parte fue así, pero no del todo. Mucha de esta destrucción fue obra de los fanáticos cristianos que asaltaron el templo con herramientas toscas, atacaron a los dioses «demoníacos» y mutilaron algunas de las mejores estatuas que Grecia había producido jamás.[268]

El frontón oriental está particularmente dañado. Manos, pies, hasta miembros enteros han desaparecido, casi sin duda arrancados por cristianos que intentaban incapacitar a los demonios que había en el interior. La inmensa mayoría de los dioses están decapitados; de nuevo, casi sin duda por obra de los cristianos. Las grandes figuras centrales del frontón, que deberían mostrar el nacimiento de Atenea, eran las más sagradas, de modo que también las más demoníacas para los cristianos. Por tanto, resultaron las peor paradas; es probable que fueran arrancadas del frontón y hechas añicos en el suelo, y que sus restos fragmentados se molieran y se utilizaran como mortero para una iglesia cristiana.

Otros objetos de museos y excavaciones arqueológicas de distintas partes del mundo cuentan la misma historia. Cerca de los mármoles de Elgin, en el mismo museo, hay un busto de basalto de Germánico. Su nariz se amputó con dos golpes y en su frente se cinceló una cruz. En Atenas, una estatua de Afrodita de tamaño sobrenatural se encuentra desfigurada por una burda cruz tallada en la frente; sus ojos se han deformado y le falta la nariz.[269] En Cirene, un busto de tamaño humano que se hallaba en un santuario de Deméter tiene los ojos vaciados y la nariz arrancada; en la Toscana, se encuentra una esbelta figura de Baco decapitada. En el Museo Arqueológico de Esparta, una colosal estatua de la diosa Hera mira a ciegas, con los ojos desfigurados por cruces. Una hermosa estatua de Apolo procedente de Salamina está castrada y tiene en la cara las marcas de los duros golpes que partieron la nariz del dios. En el cuello tiene cicatrices que indican que los cristianos intentaron decapitarlo sin éxito. En el Museo de Palmira estaba, al menos hasta la reciente ocupación de la ciudad por el Estado Islámico, la figura mutilada y reconstruida de la que había sido la gran figura de Atenea, que dominaba un templo local. Una inmensa melladura en lo que fue su bello rostro es todo lo que quedó cuando le arrancaron la nariz. Un libro reciente sobre la destrucción de estatuas a manos de los cristianos, centrado únicamente en Egipto y Oriente Próximo, tiene casi trescientas páginas llenas de imágenes de mutilaciones.[270]

Pero, aunque quedan algunas pruebas, muchas han desaparecido por completo. El sentido de la destrucción es, al fin y al cabo, destruir. Si es efectiva, no se limita a desfigurar un objeto; elimina toda prueba su existencia. Nunca sabremos cuánto se aniquiló. Muchas estatuas fueron pulverizadas, destrozadas, diseminadas, quemadas y fundidas hasta quedar reducidas a la nada. De algunas, todo lo que queda son pequeños montones de marfil y oro quemado. Otras se erradicaron con tal eficacia que probablemente nunca se encuentren; se arrojaron a ríos, cloacas y pozos, para que nunca se volvieran a ver. La destrucción de otros objetos sagrados es, por la misma naturaleza del objeto, prácticamente imposible de detectar. Las arboledas sagradas de los antiguos dioses, por ejemplo, esos tranquilos santuarios naturales como el que Plinio tanto admiraba, sufrieron los ataques de las hachas y la tala de sus antiquísimos árboles. Las pinturas, los libros, incluso los galones, podían percibirse como obras del demonio y, por lo tanto, retirarse y destruirse. Ciertas clases de instrumentos musicales se censuraron y eliminaron; como fanfarroneaba un predicador cristiano, los cristianos rompían las flautas de los «músicos de los demonios» y las hacían pedazos. Parte de la destrucción, como la del templo de Serapis, fue tan terrible que varios autores dieron fe de ella. Otros momentos de vandalismo se inmortalizaron en términos elogiosos en las hagiografías cristianas. Aunque se trata de excepciones. Mucha más violencia quedó enterrada en el silencio.

En todo caso, allí donde las fuentes escritas permanecen mudas, la arqueología puede decir mucho. En Egipto, las imágenes de los dioses en el complejo del templo de Dendera, en la ribera izquierda del Nilo, se desfiguraron (en el sentido más literal del término) eficientemente mediante incontables golpes de cincel. Se llevaban a cabo ataques a las figuras divinas mediante pequeñas marcas de hacha, normalmente varios cientos en cada estatua. El arqueólogo Eberhard Sauer, un especialista en arqueología del odio religioso, ha observado que la cercanía y la regularidad de estos cortes indican que los golpes se hacían con una rapidez casi frenética. Sauer explica también que el hacha que mutiló un fresco del dios Mitra en Roma se debió blandir con una fuerza considerable. Las marcas de los martillos, cinceles y barras de hierro en estas antiguas estatuas pueden —como un morse mudo— decir mucho a los arqueólogos. En Palmira, lo que queda de la estatua de Atenea muestra que un único y violento espadazo fue suficiente para decapitarla. Aunque a menudo se consideraba que un golpe no era suficiente. En Alemania, se despedazó una estatua de la diosa Minerva en seis trozos. La cabeza nunca se ha encontrado. En Francia, se partió un relieve de Mitra en más de trescientos pedazos.

Los escritores cristianos aplaudían esta destrucción e incitaban a sus gobernantes a cometer actos de violencia aún mayores. Uno de ellos observaba alegremente que los emperadores cristianos ahora «escupían al rostro de los ídolos muertos, pisoteaban las criminales ceremonias de los demonios y se burlaban del antiguo engaño transmitido por sus mayores».[271] Un infame texto antiguo instruía a los emperadores para que arrasaran esa «suciedad» y «retirar, sí, retirar tranquilamente [...] los adornos de los templos. Que el fuego de quien acuña moneda o la llama de los fundidores los fundan».[272] No era nada de lo que avergonzarse. El primer mandamiento no podía ser más claro. «No te harás imagen —decía—. No te inclinarás a ellas —continuaba—, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos, sobre los terceros y sobre los cuartos, a los que me aborrecen.»[273] Los templos griegos y romanos, por antiguos o bellos que fueran, eran los hogares de falsos dioses y debían ser destruidos. No se trataba de vandalismo, era la voluntad de Dios. El buen cristiano no podía hacer menos.

La velocidad con que la tolerancia se convirtió en intolerancia y, más tarde, directamente en represión, sorprendió a los observadores no cristianos. Se dice que no mucho después de que Constantino se hiciera con el control de todo el imperio en el 324 d.C., prohibió que los gobernadores que aún eran paganos llevaran a cabo sacrificios o adoraran a sus ídolos, impidiendo así que los no cristianos ocuparan los cargos más codiciados del Gobierno imperial. Luego, fue más allá y aprobó dos nuevas leyes contra lo que llamó esos «santuarios de falsedad».[274] Una ley ponía «veto a los abominables ritos de la antigua idolatría [...]; consecuentemente, nadie podría osar erigir estatuas, ni emplearse en oráculos y similares artes ni, por supuesto, celebrar sacrificio alguno». La segunda ley, que daba por descontado el éxito de la primera, ordenaba la construcción masiva de iglesias y su extensión: «como si se esperara que todos los hombres, por así decirlo, se vincularan estrechamente a Dios, ahora que la demencia politeísta había sido eliminada».[275]

En el transcurso del siglo IV, en un lenguaje tan hostil que a veces resultaba histérico, la presión legal contra los «paganos» aumentó. En el 341 d.C., el hijo de Constantino, el emperador Constancio, prohibió los sacrificios. «La superstición —anunciaba la ley—, debe cesar; la locura de los sacrificios será abolida.» Cualquiera que osara desobedecer podía esperar un ominosamente vago «castigo adecuado». Poco después se ordenó que se cerraran los templos. Empezó a parecer peligroso hasta visitarlos. Más tarde, el emperador Juliano observó acérrimamente que, mientras que Constantino saqueó los templos, sus hijos los derribaron. En el 356 d.C. se volvió ilegal —castigado con la muerte— adorar imágenes.[276] La ley adoptó un tono agresivo inédito hasta entonces. Se empezó a describir a los «paganos» como «locos» cuyas creencias debían ser «erradicadas completamente», mientras que el sacrificio era un «pecado» y cualquiera que llevara a cabo tal maldad sería «golpeado por la espada vengadora».[277]

Esto no significa que, en el siglo posterior a la conversión de Constantino, no hubiera periodos de calma; los hubo. Se produjeron pausas e incluso revocaciones de la persecución. A mitad de siglo, bajo los reinados de Valentiniano I y de su hermano Valente, la interferencia estatal se redujo. El mandato del emperador Juliano —el Apóstata, como las siguientes generaciones de cristianos llamarían desdeñosamente a este gobernante no cristiano— fue, por supuesto, otro lapso de calma. Pero el reinado de Juliano fue breve y, apenas medio siglo después de Constantino, ya era demasiado tarde para revertir la erosión que había dado comienzo. Juliano, dijo un cristiano a sus feligreses, no era más que «una nube que se deshará con toda rapidez».[278] Tenía razón.

Cuando Teófilo atacó el Serapeo, las leyes estaban de su lado. Pero muchos cristianos estaban tan dispuestos a atacar los templos demoníacos que no esperaron a la aprobación legal. Décadas antes de que las leyes del país se lo permitieran, fervorosos cristianos empezaron a cometer feroces actos de vandalismo contra sus vecinos «paganos». La destrucción en Siria fue particularmente salvaje. Los monjes sirios —sin miedo, desarraigados, fanáticos— se volvieron célebres tanto por su vehemencia como por la violencia con que atacaban templos, estatuas y monumentos, e incluso, se decía, a cualquier sacerdote que se opusiera a ellos. Libanio, el gran orador griego de Antioquía, mostró su repulsión por la destrucción que había contemplado. «Estos hombres —escribió—, se dirigen corriendo a los santuarios con palos, piedras y hierro. Otros incluso, por carecer de estas armas, se valen de sus manos y sus pies. Acto seguido, los santuarios se convierten en presa [...], los techos son abatidos, destruidos los muros, las estatuas son tiradas por el suelo, arrancados de su base los altares, mientras que a los sacerdotes solo les queda callar o perecer [...]. Así pues, se difunden por los campos a la manera de torrentes que devastan las tierras.»[279] Libanio habló elegíacamente de un inmenso templo en la frontera con Persia, un maravilloso edificio con un precioso techo, en cuyas frescas sombras se erigían numerosas estatuas. Ahora, decía, «se ha perdido y está destruido, motivo de llanto para los que contemplaron la catástrofe» y para quienes nunca lo verán.[280] Ese templo había sido tan impresionante, dijo, que incluso hubo quien sostuvo que era tan espléndido como el templo de Serapis, al cual, añadió, incurriendo en una ironía que no pasó desapercibida a los historiadores posteriores, «ojalá jamás le pase lo mismo».[281]

Esos monjes no solo eran vulgares, apestosos, maleducados y violentos, sino que además, decían sus críticos, eran unos farsantes. Simulaban llevar una vida de autonegación y austeridad, pero en realidad no eran más que matones borrachos, una tribu que vestía túnicas negras y cuyos miembros «son más glotones que los elefantes y tanto trabajo dan a los que acompañan su bebida con sus cantos». Después de sus actos de devastación, esos hombres, decía el orador griego, «pretenden ocultar estos excesos con una palidez que se han procurado de modo artificial» y simulaban ser de nuevo monjes santos y sacrificados.[282] Puede que fueran borrachos, pero como vio Libanio, eran ferozmente efectivos. «Una vez que el primero [de los templos] ha quedado en ruinas, se produce una estampida en busca de un segundo y un tercero, de forma que empalman trofeo con trofeo», y todo esto «contra la ley».[283]

A medida que se acercaba el final del siglo, terminó el período de indulgencia. En las décadas de los 380 y los 390, se empezaron a emitir leyes contra todo ritual no cristiano con una creciente rapidez y ferocidad. En el 391 d.C., el emperador Teodosio, un ferviente cristiano, aprobó una ley extraordinaria. «A ninguna persona se concederá el derecho a realizar sacrificios, ninguna persona podrá acercarse a los templos, ninguna persona adorará los santuarios.» Tampoco nadie podía «con maldad secreta» venerar a sus dioses domésticos o prenderles velas o ponerles coronas o quemarles incienso.[284] Después, en el 399, se decretó una ley nueva y más terrible. Se anunciaba que «si hubiera algún templo en los distritos rurales, serán derribados sin altercados ni tumultos. Puesto que cuando sean derribados y eliminados, la base material para toda superstición será destruida».[285]

Se ha sostenido que las leyes contra los «paganos» eran simple ruido; ninguna tropa imperial las aplicó en las provincias y el número de leyes da a entender que eran inefectivas. Como un maestro que tiene que repetirle a su clase que guarde silencio, su frecuencia indica su impotencia, como de hecho admite de manera petulante una ley. «Hemos sido obligados —dice con fatiga—, por la locura de los paganos [...] a repetir las regulaciones que hemos ordenado». Pero la repetición no significaba necesariamente que una ley fuera inefectiva; también podía significar que requería una aclaración.[286] Estos edictos eran más que meras palabras, y es hipócrita sugerir lo contrario. Daban carta blanca a los cristianos para eliminar los demonios de los pecaminosos paganos.

Un gran número de cristianos estaba dispuesto y esperando la oportunidad de hacer justo eso. No siempre teniendo en cuenta Marcos 12:31 tanto como habrían debido, muchos se negaron a amar a sus vecinos politeístas e hicieron campaña para reducir sus templos a escombros. Los obispos presionaron a sus gobernantes para que aprobaran nuevas leyes y después utilizaron a sus congregaciones como soldados de facto para llevar a cabo las demoliciones.

A medida que las leyes se fueron tornando cada vez más excesivas, el alcance de la destrucción aumentó, como lo hizo la libertad con la que se llevaba a cabo. En un momento dado, probablemente justo antes del ataque al templo de Serapis, un tal Marcelo se convirtió en «el primero de los obispos en cumplir un edicto y destruir los santuarios de la ciudad encomendada a sus cuidados».[287] Luego, en el 392, cayó el Serapeo. Casi ningún acontecimiento, con la excepción del saqueo de Roma por los visigodos en el 410 d.C., resonaría con más fuerza en la literatura de la época.[288] Su colapso no se oiría en los siglos posteriores; en el nuevo mundo cristiano esta era una historia, una de tantas, que sería olvidada en silencio.

Las hagiografías y las historias convirtieron los ataques en himnos. En la Francia del siglo IV, san Martín, o eso cuenta orgullosamente la Vida de Martín, «prendió fuego al santuario más antiguo y famoso» para luego continuar con otro templo en una aldea distinta. Allí, «demolió completamente el templo perteneciente a la falsa religión y redujo a polvo todos los altares y todas las estatuas».[289] El de Martín no era un caso anómalo. Entusiasmado por su éxito en el templo de Serapis, el obispo Teófilo siguió demoliendo numerosos santuarios en Egipto. La hagiografía no documenta esos ataques como actos de vandalismo deplorables o, siquiera, vergonzosos, sino como prueba de la virtud santa. Algunos de los santos más famosos de la cristiandad occidental comenzaron sus carreras —como gustan de alardear estas narraciones— demoliendo santuarios. Benito de Nursia, el reverenciado fundador del monasticismo occidental, también fue famoso por destruir antigüedades. Su primer acto al llegar a Montecassino, en las afueras de Roma, fue hacer pedazos una antigua estatua de Apolo y destruir el altar del santuario. No se detuvo allí, sino que recorrió el área «derribando a los ídolos y destruyendo las arboledas en la montaña [...] y no se dio descanso hasta que hubo eliminado todo rastro de paganismo en esos lugares».[290] Naturalmente, la hagiografía no es historia y uno debe leer esta clase de relatos con, en el mejor de los casos, precaución. Pero aunque no cuenten toda la verdad, sin duda revelan una verdad; que muchos cristianos se sentían orgullosos, incluso exultantes, por esa destrucción.

Más al sur, intervenía el incendiario predicador Juan Crisóstomo o Juan Boca de Oro. Este hombre era tan carismático que las muchedumbres cristianas se apretaban en la iglesia de Antioquía para escucharlo, con los ojos brillantes, y después se marchaban en cuanto terminaba «como si», afirmó él mismo, con una notable carencia de humildad monástica, «fuera la interpretación de un concierto».[291] Crisóstomo no era más que un fanático. Al oír que Fenicia seguía «sufriendo la locura de los ritos de los demonios», envió a violentos grupos de monjes, financiados por las mujeres piadosas de su congregación, a destruir los santuarios de la zona. «Por lo tanto», concluía el historiador Teodoreto, «los santuarios de los demonios que quedaban fueron completamente destruidos».[292] Un fragmento de papiro muestra al obispo Teófilo de pie y triunfante sobre una imagen de Serapis, con la Biblia en la mano, mientras que a la derecha se puede ver a los monjes atacando el templo. San Benedicto, san Martín, san Juan Crisóstomo; los hombres que lideraron estas campañas de violencia no eran excéntricos incómodos sino hombres que pertenecían al corazón de la Iglesia.

De manera evidente, Agustín daba por hecho que sus congregantes participarían en la violencia e insinuaba que tenían razón al hacerlo; derribar templos, ídolos y arboledas, dijo, no era más que una clara prueba de que, «al hacerlo así, no honramos, sino que detestamos el objeto».[293] Tal destrucción, recordó a sus feligreses, era el mandamiento expreso de Dios. En el 401 d.C., Agustín dijo a los cristianos de Cartago que destruyeran objetos paganos porque, afirmó, eso era lo que Dios quería y ordenaba. Se ha dicho que murieron sesenta personas en los disturbios avivados por este estallido de retórica incendiaria.[294] Un poco antes, una congregación de Agustín, ansiosa por saquear los templos de Cartago, había empezado a recitar el Salmo 83: «Sean afrentados y turbados para siempre —cantaban con sombría intención—. Y sean deshonrados y perezcan».[295]

Es evidente que esta violencia no era solo un deber cristiano, también fue, para muchos, una manera muy agradable de pasar la tarde. Los que llevaban a cabo los ataques cantaban mientras hacían pedazos los viejos mármoles y reían a carcajadas al destruir las estatuas. En Alejandría, las imágenes de «idolatría» se sustrajeron de las casas privadas y los baños y se quemaron y despedazaron en una jubilosa manifestación pública. Una vez hubo terminado el asalto, los cristianos «se marcharon, alabando al señor por la destrucción de tal error de demonios e idolatría».[296] Las estatuas rotas eran en sí mismas otro motivo de hilaridad, y sus restos fragmentados una ocasión para «las risas y el desprecio».[297] Aparecieron cánticos que celebraban estos ataques. Los peregrinos coptos que visitaron la ciudad de Hermópolis, en Egipto, pudieron unirse a sus compañeros de fe cuando estos cantaban un himno local a la destrucción.[298] Los guerreros de Dios disfrutaban mucho de los pertinentes insultos humorísticos. En Cartago, se celebraba un rito religioso anual en el que con gran ceremonia se cubría de oro la barba de una estatua de Hércules; a principios del siglo V, algunos cristianos la «afeitaron» burlonamente. Fue, para ellos, un momento de gran hilaridad. Para los politeístas que lo observaron, era una profanación.

Las estatuas, que eran el hábitat mismo de los demonios, sufrieron algunos de los ataques más crueles. No era suficiente limitarse a derribarlas, había que ser humillar, deshonrar, torturar, desmembrar y neutralizar al demonio en su interior. Un tratado judío conocido como el Avodá Zara daba instrucciones detalladas sobre cómo maltratar adecuadamente a una estatua. Se puede profanar una estatua, recomendaba, «cortando la punta de su oreja o nariz o dedo, al golpearla —aunque su volumen no quede disminuido— queda profanada». El tratado advertía que simplemente derribar la estatua, escupir en ella o arrastrarla o cubrirla de tierra no era suficiente, aunque un cristiano ingenioso podía regodearse en todo eso como una añadida humillación a los demonios que contenía.[299]

En ocasiones, como sucede con el busto de Afrodita en Atenas, las estatuas parecen haber sido «bautizadas» con profundas cruces talladas en la frente. Si se trataba de un «bautismo», entonces quizá este ayudara no solo a neutralizar el demonio del interior, sino también a derrotar cualquier demonio personal que pudiera surgir al mirar esas hermosas figuras desnudas. Una estatua desnuda de Afrodita era, escribió asqueado un historiador cristiano, «más vergonzosa que la de cualquier prostituta frente a un burdel»[300] y, como una prostituta, Afrodita y su rollizo trasero y sus pechos desnudos podían incitar al demonio de la lujuria en el espectador. Era mucho menos fácil sentir deseo por una estatua que tenía una cruz tallada en la cabeza, los ojos cegados y la nariz arrancada de la cara. Las estatuas eróticamente atractivas sufrieron más que las castamente vestidas. Todavía hoy podemos ver las consecuencias de esta retórica. El una vez atractivo Apolo con la nariz cortada en un museo; una estatua de Venus que estaba en una casa de baños a la que le desfiguraron con un cincel los pezones y el pubis; una estatua de Dioniso a la que le mutilaron la nariz y le arrancaron los genitales.

Estos ataques podían ser beneficiosos para Dios, pero tampoco carecían de utilidad para los cristianos locales. La gente se construía casas con las piedras de los templos demolidos. Si se miran con detalle algunos edificios situados en el oriente del Imperio romano, se pueden observar restos de la tradición clásica en la nueva arquitectura cristiana; un par de piernas cortadas aquí, la parte superior de una elegante columna griega allá. Una ley anunció que había que utilizar las piedras de los templos demolidos para reparar calzadas, puentes y acueductos.[301] En Constantinopla, lo que había sido un templo de Afrodita se utilizó para almacenar las cuadrigas de un burócrata.[302] Los escritores cristianos se deleitaban con estas pequeñas humillaciones. Como se regocijaba uno de ellos, «vuestras estatuas, vuestros bustos, los instrumentos de vuestro culto han sido subvertidos, yacen en el suelo y todo el mundo se ríe de vuestros engaños».[303]

Los «pecaminosos» paganos, que de repente se encontraban rodeados por turbas airadas de cristianos, sentían más bien que no eran ellos quienes pecaban sino que se iba a pecar contra ellos, de manera que, en rechazo a la destrucción de sus monumentos sagrados, ofrecieron resistencia. Unos politeístas encolerizados capturaron y quemaron vivo al obispo Marcelo, violento destructor de templos.[304] En la década de los 420, se arrasaron en Cartago el templo de la diosa romana Celeste y todos los santuarios cercanos. No fue nada insignificante; el santuario de Celeste tenía un kilómetro y medio de largo. Los paganos protestaron vehementemente, pero con impotencia. «Los ídolos que Cristo hizo pedazos, jamás los volverá a restaurar el artesano —celebró Agustín—. ¡Qué auge no tuvo el reino de la diosa Celeste en Cartago! ¿En dónde está ahora su reino?»[305] Durante la destrucción podían producirse peleas y, en el proceso, a veces morían cristianos, lo cual no era necesariamente malo para ciertas mentalidades cristianas; una corona de mártir esperaba, por supuesto, a quienes morían así. Alentados por este tentador incentivo, hubo quien fue más allá, y algunos cristianos lanzaron ataques intencionadamente provocativos, no tanto para destruir como para ser destruidos y lograr con ello el martirio. Parece que este proceso se descontroló. Ya a principios del siglo IV, algunos obispos hispanos se vieron incitados a declarar que «si alguien rompe ídolos y resulta muerto en el lugar», no recibiría, a pesar de todo, la corona de mártir.[306]

La destrucción no se limitaba a las propiedades públicas. Los grupos de cristianos no tardaron en entrar en las casas y casas de baños y arrancar las estatuas sospechosas, que se quemaban públicamente una vez encontradas. A veces, de acuerdo con las crónicas cristianas, ese vandalismo tuvo lugar sin la necesidad de la acción humana; la mera presencia de la devoción era suficiente para hacer que las estatuas se autodestruyeran. Como afirma la hagiografía (un tanto dudosa) de un obispo de Gaza, cuando este se acercó con una cruz a una estatua «el demonio que moraba en la estatua [...] salió del mármol con gran confusión y derribó la propia estatua y la rompió en muchos pedazos». Esa buena obra era milagrosa en sí misma, pero además tuvo otro beneficioso daño colateral. Como cuenta con satisfacción nuestro hagiógrafo, «dos hombres de los idólatras se encontraban junto a la base sobre la que estaba la estatua, y cuando cayó, se hincó en la cabeza de uno de los dos, y al otro le partió el hombro y la muñeca. Puesto que estaban los dos allí riéndose de la santa multitud».[307]

Las narraciones cristianas se deleitan con esos accidentes fortuitos. Los apócrifos (e igualmente dudosos) Hechos de Juan cuentan lo que pasó cuando el apóstol Juan viajó a Éfeso y fue al famoso templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo antiguo. Juan llegó en un día de fiesta, de modo que mientras todos los lugareños vestían de blanco y celebraban, Juan, vestido de negro, entró en el templo y se puso a predicar contra sus costumbres impías. Después, con la ayuda divina, hizo que el altar se partiera en muchos pedazos, que cayeran todas las inscripciones del santuario y que las imágenes de los dioses se derrumbaran. Como si no hubiera sido suficiente, después «la mitad del templo cayó de modo que el sacerdote resultó muerto por el golpe de la caída del [techo]». Después de esta satisfactoria actuación, los efesios, tras rasgarse las vestiduras y llorar debidamente, entraron en razón al instante y se pusieron a adorar al único Dios verdadero.[308]



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.