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BIBLIOGRAFÍA 7 страница



Un día, a principios del 392 d.C., una multitud de cristianos empezó a reunirse fuera del templo, con Teófilo al frente. Para malestar de los alejandrinos que observaban, esa muchedumbre comenzó a subir los escalones, entró en el recinto sagrado e irrumpió en el edificio más hermoso del mundo.

Y entonces procedieron a destruirlo.

Los justicieros seguidores de Teófilo empezaron a derribar las famosas obras de arte, las vívidas estatuas y las paredes cubiertas de oro. Dudaron cuando llegaron ante la inmensa estatua del dios; corría el rumor de que si Serapis sufría daños el cielo se vendría abajo. Teófilo ordenó a un soldado que sacara el hacha de doble hoja y lo atacara. El soldado golpeó la cara de Serapis. El gran perfil de marfil, ennegrecido por siglos de humo, se partió.

Los cristianos que observaban la escena rugieron de placer y, después, envalentonados, se dispusieron a terminar el trabajo. Arrancaron la cabeza de Serapis, le cortaron con hachas los pies y las manos, los arrastraron con cuerdas y, por si acaso, los quemaron.

Como escribió un entusiasmado cronista cristiano, el «decrépito» Serapis «fue reducido por el fuego a cenizas ante los ojos de la Alejandría que le reverenciaba».[227] El torso gigante del dios se reservó para una humillación más pública; lo llevaron al anfiteatro y lo quemaron delante de una gran multitud. «Y eso —como señala con satisfacción nuestro cronista— fue el final de la vana superstición y el antiguo error de Serapis.»[228]

Un poco más tarde, se construyó sobre las ruinas del templo una iglesia que albergaba las reliquias de san Juan Bautista, un insulto final al dios. Y a la arquitectura. Era, naturalmente, una estructura de categoría inferior.

Según las crónicas cristianas posteriores, se había tratado de una victoria. Según una narración no cristiana, fue una tragedia y una farsa. El escritor griego Eunapio sintió que la destrucción no se llevó a cabo tanto por reverencia al Señor como por pura avaricia. En su relato, los cristianos no eran guerreros virtuosos, sino rufianes y ladrones. Lo único que no robaron, observó mordazmente, fue el suelo, que se quedó ahí «simplemente a causa del peso de las piedras, que no era fáciles de mover de su sitio». Como escribió con desdén, «esos hombres belicosos y honorables» habían destruido ese hermoso templo por «codicia», pero una vez hubieron terminado con su vandalismo «se vanagloriaban de que habían derribado a los dioses, y consideraban su sacrilegio e impiedad algo de que debían gloriarse».[229] No quedó nada. Los cristianos se llevaron hasta los sillares del templo, derribando las inmensas columnas de mármol y haciendo que los muros se vinieran abajo. Todo el santuario se demolió con una asombrosa rapidez; el edificio más grandioso del mundo quedó «desparramado a los cuatro vientos».[230]

Las decenas de miles de libros, lo que quedaba de la mayor biblioteca del mundo, se perdieron por completo y nunca se recuperaron. Como ha observado en la actualidad el investigador Luciano Canfora: «la quema de los libros fue parte del advenimiento y la imposición del cristianismo». La guerra contra los templos paganos era también una guerra contra los libros que con frecuencia se almacenaban en su interior para que estuvieran seguros, un concepto que a partir de ese momento solo se podría recordar con ironía. La quema constituía un momento significativo de lo que Canfora ha llamado «las experiencias melancólicas de la guerra librada por la cristiandad contra la vieja cultura y sus santuarios, es decir contra las bibliotecas».[231] Más de mil años después, Edward Gibbon se indignaba con la pérdida: «El aspecto de las estanterías vacías alentó el arrepentimiento y la indignación de todos los espectadores cuya mentalidad no estaba completamente oscurecida por el prejuicio religioso».[232]

Había desaparecido mucho más que un templo. A medida que las noticias de su destrucción se difundían por todo el imperio, algo en el espíritu de la vieja cultura murió también. Se dijo que muchos alejandrinos, viendo lo que había sucedido, se convirtieron al cristianismo al instante. Fue un aterrador acto de agresión. Los filósofos y los poetas huyeron horrorizados de la ciudad. El cielo no se había derrumbado, como amenazaba la vieja superstición. Pero algo había desaparecido. Una terrible melancolía se apoderó de los intelectuales que osaron quedarse. Como escribió desesperado un profesor griego: «Los muertos solían dejar la ciudad viva tras de sí, pero los que vivimos ahora llevamos la ciudad a su tumba».[233]


 7

DESPRECIAR LOS TEMPLOS

La debilidad del paganismo como religión es manifiesta [...] estaba condenada, al final, a dejar paso a un credo más elevado.

GILBERT GRINDLE, La destrucción del paganismo en el Imperio romano (1892)

Esta nueva era cristiana había empezado con una visión y con una declaración de libertad.

En octubre del 312 d.C., el emperador Constantino tuvo una de las visiones más famosas de la historia de Europa. Un día, cuenta el relato, poco antes de una batalla contra su rival imperial, Majencio, Constantino alzó la mirada al cielo del mediodía mientras rezaba. Lo que afirmó haber visto entonces resplandecería a través de los siglos. Porque sobre el sol, Constantino vio una cruz de luz. Y junto a ella, las palabras: «Con este signo vencerás».[234] Constantino y su ejército, ayudados por la religión del Príncipe de Paz, partieron para ganar la batalla. La conversión de Constantino a la fe —según se decía— estaba ahora asegurada.

Constantino empezó enseguida a promover su nueva religión. Al año siguiente, declaró que la persecución de los cristianos había terminado. De hecho, se dijo que el Edicto de Milán prometía mucho más que eso. Anunció que se concedía «a los cristianos y a todos los demás la facultad de practicar libremente la religión que cada uno desee».[235] En palabras del historiador Eusebio, fue un momento maravilloso. «En consecuencia, se eliminaba de entre los hombres todo miedo a los que antes los pisoteaban [...]. Todo estallaba de luz [...]. Por las ciudades, igual que por los campos [proliferaban] las danzas y los cantos glorificaban en primerísimo lugar al Dios rey.»[236]

Eso no era del todo cierto. No todo el mundo danzaba y cantaba. La historia cristiana puede recordar a Constantino como el «que sobresalía en toda virtud religiosa», pero los no cristianos le tenían bastante menos cariño.[237] Muchos vieron su repentina conversión al cristianismo con un profundo recelo y con una considerable repugnancia. El motivo por el que ese hombre de «natural vileza» e «impiedad» se había convertido, escribió un historiador no cristiano, no era ninguna cruz celestial en llamas, sino que, tras haber matado a su mujer poco antes (supuestamente, la había hervido durante un baño porque sospechaba que mantenía una relación con su hijo), estaba abrumado por la culpa. Pero los sacerdotes de los antiguos dioses fueron intransigentes: Constantino estaba demasiado contaminado, dijeron, para ser purificado de esos crímenes. Ningún ritual lo podía limpiar. En ese momento de crisis personal, Constantino entabló conversación con un hombre que le aseguró que «la doctrina de los cristianos suprimía cualquier yerro y aportaba el mensaje según el cual los impíos que tomaban parte en ella quedaban al instante purificados de cualquier falta». Constantino, se decía, creyó al instante.[238]

O esa es la historia que contó el historiador Zósimo, un estirado tradicionalista romano. Las fechas, en realidad, no cuadran —Constantino había abrazado el cristianismo mucho antes de matar a su mujer—, pero el relato sugiere lo mal dispuestas que estaban las viejas familias patricias de Roma hacia su emperador, repentinamente cristiano. Incluso sin la clamorosa ostentación de su nueva fe, había muchas cosas en Constantino que molestaban a la sensibilidad aristocrática romana. En los días gloriosos de Roma, los hombres de verdad despreciaban el lujo en la vestimenta; simplemente llevar las mangas demasiado largas, como hacía de manera infame el atildado César, era suficiente para provocar asombro y suspicacia. Los romanos formales —o así lo establecía la retórica— debían llevar túnicas sencillas, que pasaran por viriles. Constantino, en cambio, prefería llevar tal profusión de joyas, diademas y ropajes de seda, que hasta su devoto biógrafo Eusebio se vio obligado a defenderlo. Si por él fuera, escribió Eusebio, por naturaleza Constantino preferiría vestirse del «conocimiento de Dios» y los bordados de la «templanza, la rectitud, la piedad y otras virtudes».[239] Por desgracia, Constantino se daba cuenta de que su pueblo, como los niños, disfrutaba con el espectáculo, de modo que se veía obligado a llevar ropa de mal gusto, que con frecuencia incluía bordados de oro y flores. Tales son los sacrificios que se hacen por la gloria de la fe.

No era solo la persona imperial de Constantino la que se cubría de oro. La Iglesia, tan recientemente perseguida, se encontró de repente como inesperada receptora de asombrosas cantidades de dinero. A un obispo le dijeron que si pedía cualquier suma que necesitase al funcionario de finanzas del emperador, este tenía «órdenes para que se preocupase de pagarte sin la menor vacilación».[240] Se decretaron beneficios fiscales para las tierras de la Iglesia, se exoneró a los clérigos de las obligaciones públicas, se agasajaba a los obispos con regalos y banquetes, se concedían asignaciones anuales a viudas, vírgenes y monjas... La lista no se interrumpe ahí. Las inmensas iglesias que construyó Constantino eran asombrosas. «Las decoraciones son en verdad demasiado maravillosas para describirlas —escribió un sorprendido peregrino sobre la iglesia del Santo Sepulcro—. No se ve más que oro y joyas y seda [...]. El maravilloso edificio en sí mismo [...] está decorado con oro, mosaicos y precioso mármol.» Estos edificios decían mucho de dónde se encontraban ahora las lealtades de Constantino, eran «sermones de piedra», como hermosamente los ha descrito el historiador moderno Peter Brown. Aquello tenía que ver con la arquitectura, pero también con una intencionalidad.[241]

Los fondos para todo esto debían buscarse en otro lugar. En ese momento, Constantino se volvió contra «esa gente maldita e infame» que había escogido testarudamente «mantenerse lejos» del cristianismo y seguir visitando los «templos de la mentira»; en otras palabras, contra esas personas a las que pronto se llamaría «paganas».[242]

El medio que Constantino decidió utilizar para quedarse con parte de su riqueza fue simple y humillante; exigió que se retirasen las estatuas de los templos. Se decía que los funcionarios cristianos viajaban por todo el imperio, para ordenar a los sacerdotes de la vieja religión que sacaran las imágenes de los santuarios. A partir de la década del 330, empezaron a retirarse algunos de los objetos más sagrados del imperio. Hoy es difícil comprender la magnitud de la orden de Constantino. Si la Piedad de Miguel Ángel se retirara del Vaticano y se vendiese se consideraría un terrible acto de vandalismo cultural, pero no sería un sacrilegio, puesto que la estatua no es sagrada. Las estatuas de los templos romanos sí lo eran. Eliminarlas era una inaceptable violación, y Constantino lo sabía.

De hecho, el insulto formaba parte del atractivo. Muchos de los súbditos de Constantino aún temían y veneraban a sus «vanos ídolos». ¿Por qué no iban a hacerlo? La historia del culto grecorromano se remontaba más de un milenio, mucho antes de las páginas de Homero, hasta la prehistoria. La advenediza cristiandad existía desde hacía apenas tres siglos. Constantino había adoptado esa «superstición» tan solo dos décadas antes. La posibilidad de que Jesús triunfara sobre los demás dioses parecía, en aquel momento, casi ridícula. Constantino se enfrentaba a una población intransigente que insistía en adorar a sus ídolos en lugar de al Señor resucitado. Se daba cuenta de que la conversión se «conseguiría más fácilmente si lograba que despreciaran sus templos y a las imágenes contenidas en su interior».[243] Y ¿qué mejor manera de enseñar a unos obstinados paganos la vanidad de sus dioses, que abriendo sus estatuas y mostrando que estaban, de manera bastante literal, vacías? Además, un sistema religioso en el que el sacrificio era un elemento central tendría dificultades para sobrevivir si no quedaban imágenes a las que sacrificar. Existía un buen precedente bíblico para estas acciones. En el Deuteronomio, Dios había ordenado al pueblo elegido que derribara altares, quemara arboledas sagradas y destruyera las imágenes talladas de los dioses.[244] El que Constantino atacase los templos no lo convertía en un vándalo. Estaba llevando a cabo la buena obra de Dios.

Y así empezó todo. En los grandes templos romanos y griegos se forzaron las puertas —así lo recoge Eusebio— y sus estatuas se llevaron al exterior para después mutilarlas. Los funcionarios, «una vez desmantelado el material que parecía aprovechable, y comprobado así su valor fundiéndolo al fuego, se reservaban todo lo que de precio pensaban iban a necesitar, poniéndolo en un lugar seguro; el resto, inútil y superfluo, se lo dejaban a los inmersos en la superstición, como perpetuo recuerdo de su oprobio».[245] El emperador, sin embargo, no se detuvo aquí. También se atacaron los templos; bajo sus órdenes se les quitaron las puertas, se les arrancaron los tejados, «otros fueron abandonados y se dejó que cayeran en la ruina, o fueron destruidos».[246] Un santuario se demolió, un templo de Cilicia se redujo a escombros. De acuerdo con Eusebio, los planes de Constantino funcionaron y las «naciones y ciudadanos renunciaron espontáneamente a su antigua opinión».[247] El término «espontáneo» parece, en este contexto, poco convincente.

No todas las estatuas de los templos se fundieron. Constantino el Tirano tenía cierto gusto por el arte, y muchos objetos se enviaron como preciadas baratijas a la nueva ciudad del emperador, Constantinopla (Constantino, como Alejandro Magno, no era particularmente modesto). El Apolo Pitio se colocó como «espectáculo despreciable» en una plaza, el trípode sagrado de Delfos apareció en el hipódromo de Constantinopla, mientras que las Musas del Helicón se reubicaron en el palacio de Constantino. La capital tenía un aspecto maravilloso. Los templos parecían profanados, y de hecho lo estaban. Como escribió con satisfacción su biógrafo, Constantino «se servía de todos los medios a su alcance para refutar el supersticioso desvarío de los gentiles».[248]

Pero a pesar del horror que suponía lo que Constantino pedía a sus súbditos, hubo poca resistencia. «Para llevar a cabo este proyecto no necesitó ayuda militar —escribió el cronista Sozomeno—. Se indujo a la gente a permanecer pasiva por miedo a que, si se resistía a esos edictos, ellos, sus hijos y sus esposas serían expuestos al mal.»[249] Constantino, como decía desdeñosamente su sobrino, el emperador «apóstata» Juliano, era un «tirano con la mentalidad de un banquero».[250] La destrucción alentó a otros cristianos y los ataques se extendieron. En muchas ciudades, la gente «espontáneamente, sin necesidad de orden alguna del emperador, destruía los templos y estatuas cercanos, y erigía casas de rezo».[251]

El cristianismo podría haber sido tolerante, pero no se había dispuesto que tomara este camino.[252] Hubo cristianos que expresaron deseos de tolerancia, incluso de ecumenismo. Pero esas esperanzas se vieron frustradas. El monoteísmo ofrece poderosas armas a aquellos que desean la intransigencia. Existía una justificación bíblica más que suficiente para la persecución de los no creyentes. La Biblia, como declaró una generación de autores cristianos, es muy clara en el asunto de la idolatría. Como recordó a sus gobernantes el autor cristiano Fírmico Materno —con total corrección—, los emperadores tenían «una imperativa necesidad de reprender y castigar este mal». Su «severidad debía ser de todas las formas impuesta sobre el delito». ¿Y qué recomendaba exactamente Dios como castigo para la idolatría? El Deuteronomio era claro; toda persona que la practicara debía ser apedreada hasta morir. ¿Y si una ciudad entera se sumía en ese pecado? Una vez más, la respuesta era clara; se decretaba «la destrucción».[253]

La profanación continuó durante siglos. En el siglo V d.C., la colosal estatua de Atenea, la sagrada pieza central de la acrópolis de Atenas y una de las obras de arte más famosas del imperio, se derribó del lugar en el que había hecho guardia durante casi mil años y se envió a Constantinopla; un gran triunfo para la ciudad cristiana y un gran insulto para los «paganos». Este acto de profanación imperial se apareció en los sueños de un filósofo ateniense; este tuvo una pesadilla en la que Atenea, ahora sin hogar, lo visitaba en busca de refugio. Otros filósofos, que odiaban tanto esa nueva y agresiva religión que ni siquiera se mostraban dispuestos a decir la palabra «cristiano», decidieron llamarlos «la gente que mueve lo que no debería moverse».[254]

Se desarrolló un mercado de arte saqueado, y los cristianos, arriesgándose a las represalias de los demonios, se pusieron a retirar y vender las estatuas particularmente valiosas. A su vez, los politeístas, dándose cuenta de que un buen pedigrí artístico podía salvar a una estatua de la mutilación, empezaron a cincelar falsas atribuciones en sus bases. De repente, en el pedestal de muchas estatuas mediocres se afirmaba, de manera completamente falsa, que aquella era la obra de uno de los grandes escultores griegos —Políclito o Praxíteles— para salvarlas de los martillos cristianos. Hubo quien consiguió bromear sobre todo esto. Como observó socarronamente el poeta griego Páladas, mientras miraba una elegante colección de dioses en la casa de un rico cristiano: «Los que tienen sus mansiones en el Olimpo, vueltos cristianos, aquí habitan, sanos y salvos, pues el crisol con su fuelle dador de vida no los pondrá en el fuego».[255]

Más tarde, a los cristianos les gustaba contar una historia.[256] Hace muchos años, decían, hubo siete buenos hombres cristianos que vivían en la gran ciudad cristiana de Éfeso. Eran días terribles para profesar dicha fe; el emperador Decio estaba en el trono y había anunciado (o eso decía el relato) que todos los cristianos debían ofrecer sacrificios a los dioses so pena de muerte. Al oír esto, los siete hermanos se sintieron atribulados pero, como buenos cristianos, se negaron a hacer los sacrificios y se ocultaron en una cueva en una montaña cercana, en la que se pusieron a rezar.

Al tener noticia de esto, Decio se encolerizó. Decidió matar de hambre a los cristianos, y para ello hizo que tapiaran la entrada de la cueva. Y ahí debían haberse quedado los hermanos, sepultados, de no haber sido por un extraordinario azar o, más bien, por la voluntad del piadoso Señor. Porque 362 años más tarde,(9) un grupo de albañiles que trabajaba cerca abrió la entrada de la cueva. Y los Siete Durmientes, que estaban en su interior, se despertaron con el ruido; se saludaron mutuamente como de costumbre, creyendo que habían dormido durante una noche. Después, decidieron enviar a uno de ellos, Malco, a la ciudad, para comprar un poco de pan.

Malco salió de la cueva y caminó colina abajo, hasta que llegó a las puertas de la ciudad de Éfeso, de donde habían huido hacía tantos años. Pero cuando llegó, se quedó completamente asombrado, puesto que vio sobre ella una gran cruz. Estupefacto, se volvió y corrió hacia otra puerta, y vio lo mismo, otra gran cruz sobre la entrada de la ciudad. Preguntándose si estaba soñando, Malco entró en la urbe y oyó a los hombres a su alrededor hablar de Dios. ¿Qué es esto?, se preguntaba. Aquella ciudad no podía ser Éfeso. El día antes, nadie se atrevía a pronunciar el nombre de Cristo y, sin embargo, aquel día todos lo honraban. Y, aun así, era Éfeso.

Cuando los historiadores se dispusieron a contar cómo todo un imperio había pasado tan rápidamente de hacerle sacrificios a Serapis a alabar a Cristo, sus narraciones a menudo incorporaron varios elementos de la historia de los Siete Durmientes. Cuando Malco entró en Éfeso, no se topó con ningún devoto de Artemisa disgustado porque unos fanáticos cristianos hubieran derribado sus estatuas o colocado cruces por toda la ciudad; ni con devotos de Dioniso que se quejasen amargamente de que ahora los hombres se pasaran todo el día hablando de Jesús. El «paganismo», según esta historia, no había sido derrotado, sino que había desaparecido y nadie lloraba su muerte.

Más adelante, los historiadores irían más lejos y afirmarían que el final del «paganismo» no fue una represión, sino una liberación. Lejos de ser una imposición, decían estos relatos, el advenimiento del cristianismo supuso de hecho un alivio bienvenido. La religión politeísta era tan profundamente estúpida que hasta los politeístas se sintieron aliviados al verla desaparecer. Nunca se habían tomado en serio a Zeus, Hera o Dioniso. ¿Cómo podrían haberlo hecho? «La razón humana —como escribió Gibbon—, ya había obtenido un fácil triunfo sobre la locura del paganismo».[257] Bien entrado el siglo XX, algunos académicos distinguidos declararían que los «paganos» y los «infieles» habían abandonado sus sistemas religiosos mucho antes de que apareciera el cristianismo. Como concluyó otro estudioso, «la debilidad del paganismo como religión es manifiesta [...]; estaba condenado, al final, a dejar paso a un credo más elevado». Cualquier intento de revivirlo o preservarlo estaba «abocado al fracaso».[258]

La religión romana ya estaba moribunda mucho antes de que la cruz apareciera en el cielo. Las viejas religiones, se decía, no podían funcionar en una era de zozobra, porque el pluralismo religioso que implicaban había dado como resultado una «cantidad desconcertante de alternativas».[259] Simplemente, tenían demasiados dioses. El imperio no se resistió a la nueva religión; la había estado esperando, le dio la bienvenida con los brazos abiertos. Como escribió el autor francés del siglo XX Jacques Lacarrière, Constantino, al anunciar la libertad cristiana «se limitó a proclamar un hecho real, el establecimiento definitivo del cristianismo en el orbis romanus».[260] Constantino no hizo más que reconocer oficialmente una realidad existente desde hacía tiempo. El muy influyente académico alemán Johannes Geffcken escribió que «ningún estudioso de la historia antigua que quiera ser tomado en serio [...] creerá ahora el dogma previo según el cual hay una conexión directa entre la aparición y la expansión del cristianismo por un lado y el declive del paganismo por el otro».[261]

Otros historiadores describen —aún hoy en día— la adopción del cristianismo como una bendición para un imperio en decadencia. Un libro reciente y popular sobre manuscritos presenta la transición al cristianismo como una especie de pragmático plan de regeneración cívica y explica que, bajo la presión de los ataques bárbaros, Roma «salvó su identidad reinventándose como un imperio cristiano».[262] El cristianismo, en estos relatos, no fue una imposición repentina, sino que supuso una liberación, un alivio, una salvación. Los historiadores modernos se refieren irreflexivamente a la conversión de Constantino como «el fin de la persecución». La expresión «triunfo de la cristiandad» se usa con frecuencia, de manera acrítica y con una connotación positiva.[263]

Simplemente, esto no es verdad. Los imperios con decenas de millones de habitantes no abandonan las religiones que han observado durante más de un milenio casi de un día para otro sin al menos algunos disturbios. El Imperio romano no fue un caso distinto. Muchos se convirtieron libre y felizmente al cristianismo (lo que fuera que significase la «conversión» en esa época), pero muchos otros no. En el supuesto momento en que Constantino vio la cruz en llamas, la inmensa mayoría del imperio no era cristiano. Las cifras exactas son muy difíciles de valorar, pero entonces los cristianos eran claramente una minoría. Se ha estimado que sumaban entre un siete y un diez por ciento de la población total del imperio. Eso significa que solo entre cuatro y seis millones de personas en una población de alrededor de sesenta millones eran cristianas. Quedaban cincuenta millones por convertir. La idea de que todo el imperio celebrase que un cristiano vistiera la toga púrpura imperial carece por completo de sentido.[264]

Estas decenas de millones de personas, ¿cantaban y bailaban en las calles y se miraban con el rostro sonriente y los ojos brillantes mientras se derribaban sus templos? Parece improbable. Pero los historiadores han mostrado una gloriosa indiferencia por sus reacciones. La historia la escriben los vencedores, y la victoria cristiana fue absoluta. La Iglesia dominó el pensamiento europeo durante más de un milenio. Hasta 1871, la Universidad de Oxford exigía que todos sus estudiantes fueran miembros de la Iglesia de Inglaterra y, en la mayoría de los casos, para recibir una beca en un college de Oxford había que estar ordenado.[265] Cambridge era un poco más liberal, pero solo un poco. No era una atmósfera propicia para la crítica al cristianismo y, de hecho, en la historia escrita por ingleses aparecen pocas. Durante siglos, la inmensa mayoría de los historiadores abrazó la causa cristiana sin cuestionarla, rutinariamente se referían con desdén a los no cristianos como «paganos», «infieles» o «idólatras». Los hábitos y los sufrimientos de estos «paganos» a menudo se subestimaban, se trivializaban o —con más frecuencia— se ignoraban por completo. Como ha observado un investigador actual: «La historia de los primeros cristianos se ha contado casi por completo a partir de fuentes cristianas».[266]

Pero, miremos por un momento la expansión del cristianismo desde el otro lado, y lo que aparece entonces es una imagen mucho menos complaciente. No es ni triunfante ni alegre. Es la historia de una conversión forzosa y de una persecución gubernamental. Es una historia en la que se destruyeron grandes obras de arte, se profanaron edificios y se suprimieron libertades. Es una historia en la que se consideró fuera de la ley a quienes se negaron a convertirse, se los acosó a medida que la persecución se intensificaba y hasta fueron ejecutados por unas autoridades fanáticas. Las breves y esporádicas persecuciones romanas de cristianos palidecen en comparación con las que infligieron los cristianos, incluyendo a sus propios herejes. Si esto parece inverosímil, tengamos en cuenta un simple hecho; en el mundo actual hay más de dos mil millones de cristianos, pero no hay ni un solo auténtico «pagano». Las persecuciones romanas dejaron un cristianismo suficientemente vigoroso no solo para sobrevivir, sino también para prosperar y asumir el control de un imperio. En cambio, cuando las persecuciones cristianas por fin terminaron, todo un sistema religioso se había borrado de la faz de la tierra.[267]



  

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