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BIBLIOGRAFÍA 6 страница



En los aniversarios de las muertes de los mártires, los circunceliones celebraban a los difuntos con desenfrenadas juergas, bebiendo y bailando. Los festejos en el día de la muerte eran, se decía, aún mayores, y corrían lascivos rumores acerca de las celebraciones orgiásticas, el sexo y las borracheras que tenían lugar después de que uno de ellos se suicidara. Como escribió Agustín, esta gente vive «como bandidos, mueren como circunceliones, son glorificados como mártires».[190] «¡Bebe! ¡Larga vida!», declaraba la inscripción dedicada a un mártir, al parecer sin ironía.

Otras personas —cristianas y no cristianas por igual— contemplaban ese comportamiento con repulsión. Los circunceliones seducían «hacia esta locura a los que pudieren de ambos sexos», escribió Agustín.[191] Para alarma de muchos, esta conducta parecía ser contagiosa. Los fanáticos seguidores de un obispo se atrincheraron en una basílica y amenazaron con cometer un suicidio colectivo prendiéndose fuego.[192] Los escritos de Agustín sobre estos hombres (porque eran sobre todo hombres) son desdeñosos y denigrantes; estaba implicado en una guerra que era tan propagandística como ideológica, y lo sabía. Los circunceliones consideraban el suicidio una llamada de lo alto; Agustín lo rechazó despectivamente como una diversión. Era, escribió, el «juego diario» de esa gente «despeñarse por los más abruptos precipicios y el darse la muerte en el agua y en el fuego».[193] Se trataba, escribió otro obispo asqueado, de poco más que una «secta de la muerte».[194]

Los circunceliones no eran ni mucho menos los únicos que celebraban a los mártires. Esas figuras condenadas desprendían un cierto glamour. Además, la idea de que todos los pecados desaparecían en el momento de una muerte sangrienta no pasaba por alto a algunos aspirantes a mártir. Muchos de ellos pasaban sus últimas horas en la tierra con entusiasmo, y la atmósfera en las celdas podía ser bastante carnavalesca, para consternación de los obispos que lo contemplaban. Uno indicó «con quejidos y pena» cómo él y otros obispos habían sido testigos de «fraudes, fornicaciones y adulterios» entre los condenados a muerte.[195]

Las cartas de Plinio el Joven cuestionan otro de los lugares comunes del martirio. En las historias de mártires, el clímax de la primera parte se produce, normalmente, cuando el oficial romano pretende tentar a los cristianos que tiene ante sí para que hagan un sacrificio a los dioses romanos. Las narraciones de mártires presentan esos intentos como una prueba de posesión demoníaca; los romanos tratan de forzar a los cristianos a «adorar las aras de los demonios».[196] Y, de hecho, Plinio hizo que llevaran a los cristianos ante él y les pidió que hicieran ofrendas a una estatua de Trajano. También les preguntó uno por uno si eran cristianos. Si lo admitían, él —como sucede en muchas historias de mártires— volvía a preguntarlo una y otra vez, y les advertía de los castigos que les esperaban si lo eran. Si persistían en llamarse cristianos, ordenaba que los ejecutaran. En apariencia, pues, Plinio presenta ciertas semejanzas con el gobernador de la martirología. Pero si se lee su carta con más detenimiento, aparece una imagen diferente. La razón por la que Plinio escribía a Trajano era que el número de los acusados por este delito estaba aumentando. El arquetípico gobernador romano sin duda se habría regocijado con esta abundante cosecha de cristianos; Plinio, en cambio, estaba preocupado. «Por ello, después de aplazar la audiencia, me apresuré a consultarte —escribe—. Pues me pareció que se trataba de un asunto digno de tu consejo, sobre todo a causa del número de los implicados; pues muchas personas de todas las edades, clases sociales e incluso de ambos sexos son y serán llamados ante el tribunal.»

El adjetivo que utiliza para la gente que tiene ante sí es revelador. Plinio no considera que esos cristianos a los que se arrastra ante él sean malvados, estén equivocados o se muestren impíos; no les grita ni los mira con lujuria ni los aterroriza. Los ve como periclitantium, «en peligro». Por supuesto, él es el agente de esa amenaza y, si le obligan, hará que los maten. Están perturbando la paz de la provincia y su trabajo consiste en restaurar esa paz. Sin embargo, la conclusión más poderosa de la carta es que Plinio, como Arrio Antonino, realmente preferiría no ejecutar a un gran número de personas.

Si contemplamos las historias de mártires sin las lentes deformantes del cristianismo, los romanos que las protagonizan empiezan a parecer muy distintos. Cierto, los oficiales piden de manera reiterada a los cristianos que lleven a cabo sacrificios. Pero solo por un momento, ignoremos la teoría cristiana —de que el motivo es una posesión demoníaca— y prestemos atención a las razones que dan los propios oficiales; quedará claro que los romanos de esas narraciones quieren que los cristianos hagan sacrificios no porque deseen que se condenen en la próxima vida, sino porque desean salvarlos en esta. Simplemente, no quieren ejecutarlos.

En un relato, un prefecto romano llamado Probo le pide al cristiano al que está juzgando que lo obedezca y que eluda la ejecución no menos de nueve veces. El prefecto le implora al cristiano que piense en su desolada familia, que se evite el dolor a sí mismo, que se marche libre. «Dobleguen tu locura las lágrimas de tantos y, mirando por tu juventud, sacrifica —dice—. Ahórrate la muerte.» Cuando el cristiano se niega a transigir, Probo lo intenta una vez más; «Siquiera por ellos [tus hijos], sacrifica». Cuando el cristiano permanece incólume, Probo hace una advertencia más explícita: «Mira por ti, joven. Sacrifica si no quieres que te consuma a tormentos».[197] El cristiano se niega y muere, pero no porque Probo no intentara evitarlo. En otra historia, cuando una chica llamada Eulalia se presenta ante el gobernador, este intenta por todos los medios disuadirla. Piensa en tu futuro matrimonio, le implora. «Mira cuántos goces puedes disfrutar [...]. Tu casa, deshecha en lágrimas, te reclama [...]. Vas a caer, capullito tierno, en vísperas de esponsales [...]. ¿No te mueve [...] ni el amor sagrado de tus ancianos padres, a quienes vas a quitar la vida con tu temeridad?»[198] Eulalia también le ignora.

Algunos oficiales romanos de estas historias intentaban —sin éxito— disuadir con buen ánimo a los cristianos. «Abandona esta locura y muéstrate de buen humor con nosotros», ordena uno.[199] Otro «ministro de Satanás» cuestiona qué persona inteligente «escogería renunciar a la luz más dulce y preferir antes a la muerte».[200] Es una pregunta que formulan muchos gobernadores romanos, estupefactos. «¿No ves la belleza de este agradable clima? —exhorta uno—. No hallarás placer ninguno si matas a tu propio ser. Pero escúchame y te salvarás.» Quizá, se le ocurrió a este gobernador, el cristiano que tenía ante sí necesitaba un poco más de tiempo, y le preguntó, conciliadoramente, si quería unos cuantos días para pensar en todo aquello. «He sido indulgente contigo —le dice al aspirante a mártir—. Si tú por tu parte fueras indulgente contigo mismo [...] entonces yo estaría de lo más complacido.»[201] En el juicio a un veterano soldado llamado Julio, un prefecto llamado Máximo llega a ofrecer al cristiano incentivos económicos. «Hazme, pues, caso a mí e inmola a los dioses, a fin de alcanzar una grande remuneración», dice Máximo, tentador.[202]

Naturalmente, las historias de mártires no pueden tomarse como hechos. Pero sí como una indicación de lo que los cristianos creían o incluso de lo que querían creer. Muestran que los primeros cristianos eran capaces de aceptar la idea de que los oficiales romanos pudieran parecer dispuestos a, e incluso desesperados por, impedir su muerte. Los oficiales de esas historias hacen todo lo que está en su mano para encontrar una forma de sacrificio que sea al mismo tiempo aceptable para el emperador y tolerable para los cristianos. Al darse cuenta de que los cristianos consideran los sacrificios con carne repulsivos, los oficiales tratan de tentarlos con actos de obediencia más sencillos. Solo alarga los dedos, le implora el juez a Eulalia, y toca sin más un poco de ese incienso, y escaparás de un cruel sufrimiento.[203] También se esfuerzan por encontrar fórmulas verbales que los cristianos estén dispuestos a pronunciar. En una historia, un prefecto le dice a un cristiano: «No te pediré sacrificios. No tendrás que hacer ninguno. Simplemente coge un poco de incienso, un poco de vino y una rama y di: “Zeus el más elevado, protege a este pueblo”».[204] Tras ofrecerse a sobornar al soldado y aspirante a mártir Julio y ser rechazado, Máximo lo piensa de nuevo y se le ocurre una solución casi jesuítica al problema. «Si piensas que [el sacrificio] es un pecado», entonces, le sugiere, «yo cargo con él. Yo soy quien te hago fuerza, para que no parezca que voluntariamente cedes. Luego te vas tranquilo a tu casa, recibes el dinero de las fiestas decenales, y nadie, en adelante, se ha de meter contigo».[205]

La historia apoya esta interpretación. En la persecución de Decio, a los cristianos que se negaban a ofrecer sacrificios se les daban repetidas oportunidades de obedecer, y las fechas preanunciadas implicaban muchas ocasiones para huir. En el 303, el emperador Diocleciano había permitido que se liberase a los clérigos que hicieran sacrificios. Otros oficiales conmutaban sentencias para evitar la ejecución y no condenaban a muerte a los aspirantes a mártir, sino a trabajar un tiempo en las minas o al destierro. En tiempos de persecución, es probable que casi todos los cristianos que ofrecieron un sacrificio escaparan de la muerte. En África, por ejemplo, no se conoce a ningún gobernador que ejecutara a cristianos hasta el año 180. Los mártires cristianos fueron «cientos, no miles», según el académico W. H. C. Frend.[206]

A los oficiales de las historias de mártires raramente se les agradecen sus intentos de salvar o de disuadir. El cristiano al que se aconseja mirar el clima soleado rechaza a su tentador declarando: «La muerte que me espera es más agradable que la vida que tú me darías».[207] Al prefecto —o, en los términos de esta narrativa, al «tirano»— que le dice al cristiano que se reconforte y abandone su locura se lo califica abruptamente como «el más impío de los hombres».[208] Cuando el gobernador ante el que comparece Eulalia le ofrece un pacto, ella le escupe en el ojo. A Máximo, que primero había intentado sobornar al veterano Julio y después razonar con él para que siguiera con vida, este le dice que el dinero que le ofrece es «dinero de Satanás» y que ni este ni su «astuta persuasión podrán privarme de la luz eterna». Una lee la sucinta respuesta del prefecto con una cierta comprensión: «Si no acatas los mandatos imperiales y sacrificas, te haré cortar la cabeza». Julio responde con osadía y brusquedad: «Si viviere con vosotros, eso sería para mí la muerte». Es decapitado.[209]

Los no cristianos se mostraban perplejos y repelidos por tales excesos. El propio Plinio describió el cristianismo como nada más que una «superstición perversa y desmesurada».[210] Durante mucho tiempo, los romanos se esforzaron por comprender por qué los cristianos no podían limitarse a añadir la adoración de ese nuevo dios cristiano a la de los ya existentes. Se sabía que el cristianismo había surgido del judaísmo, y que los judíos incluso habían rezado y ofrecido sacrificios a Augusto y a los emperadores posteriores en su templo. Si ellos lo habían hecho —y la suya era una religión más antigua—, ¿por qué no podían hacer lo mismo los cristianos? El monoteísmo, en el rígido sentido cristiano, era impensable para los politeístas. «Si has reconocido a Cristo —dijo un oficial—, reconoce también a nuestros dioses.»[211] Y no era solo impensable, sino, para muchos, innecesario, a tal punto que resultaba histriónico. Como afirmó concisamente un prefecto en otro juicio: «¿Qué mal hay en echar unos granos de incienso y marcharse?».[212] El emperador Marco Aurelio denigraba el martirio como una mera «teatralidad».[213] Otros lo veían como fruto del engaño; Luciano describió con desdén a los cristianos como unos «infelices [que] están convencidos de que serán totalmente inmortales y vivirán eternamente, por lo que desprecian la muerte e incluso muchos de ellos se entregan a ella voluntariamente»[214].

Lo que parecía a irritar a Plinio el Joven de quienes se mantenían firmes no era tanto la implícita falta de respeto a sus dioses como el patente desaire a su autoridad. Se lo había enviado a Bitinia explícitamente para rescatar la provincia. Ahora, a causa del cristianismo, se enfrenta a una ciudad repleta de informantes y tomada por el descontento y a unos testigos intransigentes que se negaban a honrar al emperador. Cuando Plinio los juzgaba, algunos cedían, mientras que otros permanecían firmes. A estos últimos, si eran ciudadanos romanos, se los enviaba a Roma —con unos costes y esfuerzos burocráticos asombrosos— para que se los juzgase. Si no, eran ejecutados. Porque, como afirmó Plinio, «no tenía, en efecto, la menor duda de que, con independencia de lo que confesasen, ciertamente esa pertinacia e inflexible obstinación debía ser castigada». Mostrar contumacia —desdén u obstinación frente a un magistrado— era en sí mismo un delito punible, uno, además, que los cristianos cometían con frecuencia de forma explícita o en cuyos límites se columpiaban.[215]

Los romanos encontraban a menudo a los cristianos ofensivamente irritantes en los tribunales; no sin razón, si hay que creer las actas de los mártires. Los cristianos escupían, metafórica y literalmente, en el proceso legal romano. En un famoso juicio, un mártir llamado Sanctus respondió a todas las preguntas con: «Soy cristiano». Un autor documenta el acontecimiento con gran aprobación: «Les resistió con tal firmeza, que no reveló ni su propio nombre, ni el de su familia, ni el de la ciudad de donde provenía ni si era esclavo o si era libre, sino que a todo lo que se le preguntaba respondía en latín: “¡Soy cristiano!”. En lugar de su nombre, de su ciudad, de su familia y demás, esto es lo que sucesivamente iba confesando, y ninguna otra palabra escucharon de él los paganos.»[216] Los «paganos» no acabaron de aprobar su comportamiento y el gobernador que presidía no tardó en ordenar que lo torturaran un poco más.

¿Qué debía hacer Plinio con esa gente tan rara? La respuesta de Trajano es breve y concreta. No se mete en debates teológicos o legales sobre el estatus del cristianismo (para decepción de los estudiosos posteriores) ni (frustrando los lugares comunes del martirio) despotrica contra los cristianos. Está de acuerdo con Plinio en que aquellos de quienes se demuestre que son cristianos «han de ser castigados», aunque no queda claro exactamente por qué delito. También añade que «de tal manera, sin embargo, que quien haya negado ser cristiano y haga evidente con hechos, es decir, suplicando a nuestros dioses, consiga el perdón por su arrepentimiento, aunque haya sido sospechoso en el pasado». Los emperadores romanos querían obediencia, no mártires. No tenían ningún deseo de abrir ventanas en las almas de los hombres ni de controlar lo que pasaba en ellas. Eso sería una innovación cristiana.

A pesar de declarar sin rodeos que quienes eran cristianos debían ser castigados, Trajano añade después una cláusula que daría una considerable protección legal a todos los cristianos en su imperio durante más de un siglo. Trajano declara de manera tajante que las desagradables denuncias que iniciaron todo eso no deben volver a producirse. «Panfletos presentados anónimamente no deben tener cabida en ninguna acusación —escribe—. Pues no solo se trata de un detestable ejemplo, sino que no es propio de nuestro tiempo.» Y Plinio no debía plantearse eliminar a los cristianos. En una línea que debería ser mucho mejor conocida de lo que es, Trajano añade tres simples pero poderosas palabras: Conquirendi non sunt. Estas personas «no han de ser perseguidas».[217]

A muchos romanos no les gustaban los cristianos. Les parecía que su comportamiento huraño era ofensivo, que sus enseñanzas eran una locura; su fervor irritante y su rechazo a ofrecer sacrificios al emperador insultante. Pero durante los 250 años posteriores al nacimiento de Cristo, la política imperial respecto a ellos fue, primero, ignorarlos, y, después, declarar que no debían ser acosados.[218]

En el encuentro entre cristianos y romanos, los primeros casi siempre han sido recordados como los oprimidos y los segundos como los opresores. Pero, aparte de Nerón, transcurrieron casi dos siglos y medio antes de que los emperadores se implicaran en las persecuciones de cristianos, e incluso entonces, como hemos visto, estas fueron breves. Fue una gracia y una libertad que los cristianos se negarían a mostrar hacia las demás religiones cuando finalmente tomaron el control. Poco más de diez años después de que el cristiano Constantino tomara el poder, se dice que se empezaron a aprobar leyes restringiendo «las contaminaciones de la idolatría».[219] Durante el reinado del propio Constantino, parece haberse decretado que «nadie podría osar erigir estatuas, ni emplearse en oráculos y similares artes, ni, por supuesto, celebrar sacrificio alguno».[220] Menos de cincuenta años después de Constantino, se anunció la pena de muerte para quien se atreviera a ofrecer sacrificios.[221] Poco más de un siglo después, en el 423 d.C., desde el cristianismo gobernante se anunció que se eliminaría a cualquier pagano que aún sobreviviera. Aunque, se añadía con confianza y de manera ominosa: «No creemos que quede ninguno».[222]


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EL EDIFICIO MÁS GLORIOSO DEL MUNDO

El que ofrezca sacrificio a otros dioses, en vez de ofrecérselo solamente a Jehová, será muerto.

Éxodo, 22:20

Al final del primer siglo de dominio cristiano, el Coliseo todavía dominaba Roma y el Partenón se alzaba sobre Atenas. Pero cuando los escritores de ese periodo abordaban la arquitectura, no eran esos los edificios que los impresionaban. Su admiración era para otra construcción, que se encontraba en Egipto. Este edificio era tan fabuloso que los escritores del mundo antiguo tenían que esforzarse por encontrar la manera de transmitir su belleza. «A pesar de que se ve empequeñecido cuando se describe solo con palabras, es ciertamente magnífico», escribió el historiador Amiano Marcelino.[223] Era, pensaba otro escritor, «una de las visiones más únicas y raras del mundo. Porque en ninguna otra parte en la tierra puede encontrarse un edificio así».[224] Sus grandes pasillos, sus columnas, sus extraordinarias estatuas y su arte lo hacían, fuera de Roma, el edificio «más maravilloso en la tierra».[225] Todo el mundo había oído hablar de él.

Nadie ha oído hablar de él en la actualidad. Aunque los turistas continúan subiendo trabajosamente al Partenón o contemplando asombrados el Coliseo, fuera de la universidad pocas personas conocen el templo de Serapis. Eso es porque en el 392 d.C. un obispo, con el apoyo de una banda de cristianos fanáticos, lo redujo a escombros.

Es fácil entender por qué este templo atrajo la atención de los cristianos. Hubo un tiempo en el que, sobre al menos un centenar de escalones de mármol, se alzaba, por encima de las calles inferiores de deslumbrante mármol blanco, una construcción que además de asombro suscitaba envidia. Mientras que los cristianos de la época se apretujaban en un número insuficiente de pequeñas y atestadas iglesias, aquello era un inmenso —e inmensamente superior— monumento a los antiguos dioses. Era uno de los primeros edificios que se veían al navegar hacia Alejandría; su techo se alzaba sobre los demás, y era improbable olvidarlo. No se trataba de poca cosa. Esta Alejandría, una de las muchas «Alejandrías» fundadas por Alejandro Magno (un hombre al que es difícil acusar de modestia), era una ciudad admirablemente elegante. Bajo el abrasador sol egipcio, sus amplios bulevares estaban trazados en la forma de una elegante cuadrícula, que permitía que la agradable brisa marina corriera por ellos y los refrescara. Sus construcciones más relevantes se han convertido en elementos de referencia de la historia de la cultura y la arquitectura; allí se encontraba el faro de Alejandría, una de las maravillas del mundo antiguo, como también el Museion, literalmente un santuario dedicado a las musas, pero además, con sus vías, una sala de conferencias, un comedor y los académicos residentes, un antecedente de la universidad moderna. Aquí estaba también la biblioteca de Alejandría. Se ha dicho que Julio César quedó tan impresionado por la ciudad que volvió al hogar determinado a mejorar Roma. Y por encima de todos estos edificios, más hermoso que cualquiera de ellos, se encontraba el templo de Serapis.

En el 392 d.C., parte de lo que César había admirado había desaparecido —a causa de la guerra y del fuego—, pero Serapis aún continuaba en pie, y seguía asombrando a cualquiera que se acercara. Para llegar hasta él, el visitante tenía que ascender por la gran escalinata hasta los muros del santuario, parecidos a los de una ciudadela. Una vez dentro, te encontrabas en un espléndido patio, cuyos laterales recorrían dos pórticos sombríos. Quizá te llamaran la atención las muy admiradas estatuas, tan realistas, se decía, que parecía como si en cualquier momento pudieran empezar a respirar. Y, tras ellas, resplandecientes con la luz refulgente del Mediterráneo, se alzaban las columnas de mármol del templo.

Si seguías caminando, tras cruzar los pórticos del patio interior te habrías encontrado en una inmensa biblioteca, los restos de la biblioteca de Alejandría. Entonces, la colección de la biblioteca estaba guardada allí, dentro del recinto del templo, para mantenerla a salvo. Había sido la primera biblioteca pública del mundo y, en el mejor momento, su fondo había sido asombroso, con cientos de miles de volúmenes. Como la propia ciudad, la colección había sufrido numerosos percances a lo largo de los años, pero el número de libros existentes continuaba siendo inmenso. El espíritu de la institución original también permanecía, y cualquier ciudadano que lo deseara podía entrar y leerlos. Las excavaciones de la década de 1940 descubrieron diecinueve salas uniformes donde, se cree, estaba guardada la colección; miles de volúmenes sobre todos los temas, desde la religión hasta las matemáticas, se hallaban en esas estanterías a principios del 392.

De modo que Serapis gozaba de riquezas intelectuales. Pero sigamos, crucemos la biblioteca, las salas de lectura que la rodeaban y entremos en el templo, donde habríamos visto una clase de riqueza más literal. Al entrar a través de sus grandes puertas, una vez que los ojos se hubieran adaptado a la oscuridad del interior, cargada de incienso, habrías visto una sala de una opulencia casi ostentosa, en la que las lámparas de aceite refulgían sobre unos muros cubiertos de oro y revestidos de plata. En el centro se encontraba el objeto más brillante, una inmensa estatua del dios Serapis. Como la ciudad grecoegipcia sobre la que descansaba, este dios era un híbrido internacional. Al mirar su atractivo perfil barbado, podías pensar que estabas mirando al propio Júpiter, aunque era suficientemente egipcio para que otros lo llamaran Osiris. Una amalgama inmortal que, decían algunos, se había concebido con el propósito de crear armonía entre las distintas razas que se mezclaban en la ciudad, para que rezaran juntas en lugar de enfrentarse. Quizá eso no tuviera ningún sentido, pero, aun así, Serapis había actuado como un diplomático divino extremadamente eficaz, ayudando a unir a un pueblo conocido por su gusto por las polémicas. En una ciudad en la que, de noche, brillaban las incontables llamas de un millar de templos, ese dios era uno de los que se reverenciaban con más entusiasmo.

Como todas las estatuas de ese tamaño, Serapis estaba construido sobre una estructura de madera y cubierto de materiales preciosos; el perfil del dios estaba hecho de brillante marfil blanco; sus enormes extremidades estaban envueltas en ropajes de metal, muy probablemente de oro. La estatua era tan grande que sus inmensas manos casi tocaban los dos lados de la sala en la que se hallaba; si se hubiera puesto en pie, habría destrozado el techo. Hasta el sol lo adoraba; durante la construcción del templo, se había abierto una pequeña ventana cuidadosamente situada en el muro este, de tal manera que una vez al año, en el día escogido, los rayos del alba entraran y besaran los labios del dios.

Con todo, para la nueva generación de clérigos cristianos, Serapis no era un prodigio del arte, ni un amado dios local. Serapis era un demonio. Y, en el 392 d.C., el obispo de la ciudad decidió actuar contra ese demonio de una vez por todas. Teófilo, el nuevo obispo de Alejandría, había estado meses preparándose para este momento; desde el nacimiento, si debemos creer a su biógrafo. Cuando era solo un niño, se decía, su cuidadora lo había llevado a rezar a un templo de Artemisa y de Apolo. Al entrar la mujer en el templo con Teófilo en brazos, las estatuas de los dioses cayeron espontáneamente al suelo y se hicieron añicos. Era este, pues, un hombre destinado a la destrucción. De adulto, Teófilo no resultó ser mucho más transigente. «La cruz —dijo en un homilía poco halagüeña—, es lo que cerró los templos de los ídolos y abrió las iglesias y las corona. La cruz es lo que ha confundido a los demonios y ha hecho que huyan aterrorizados.»[226]

Eran unas fieras palabras, pero los cristianos habían estado despotricando de esta manera durante décadas y los politeístas habían podido ignorarlos. Sin embargo, el mundo estaba cambiando. Hacía ochenta años que un cristiano se había sentado por primera vez en el trono de Roma, y en las décadas siguientes, la religión del Cordero había adoptado una actitud cada vez más empecinada con quienes la rechazaban. Desde que se hiciera con el control de Alejandría, Teófilo había estado a la altura de su temprano augurio como flagelo destructor de estatuas. Poco antes, había robado los objetos más sagrados de dos templos y los había hecho desfilar por las calles para que los cristianos se mofaran. Los fieles a los antiguos dioses estaban escandalizados y enfurecidos; aquello era un sacrilegio repugnante e innecesario. Después de aquello, algunos cristianos fueron atacados e incluso asesinados por fieles indignados. Aunque el incidente fuera ofensivo y poco edificante, quedaría eclipsado por lo que sucedió a continuación.



  

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