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BIBLIOGRAFÍA 5 страницаPero aunque las historias de mártires con frecuencia han dado lugar a relatos dramáticos, cautivadores y emocionantes, muy pocas o, quizá, ninguna de esas narraciones está basada en hechos reales. La persecución ordenada por el Imperio romano no duró muchos años. Pocos más de trece años en tres siglos de Gobierno romano. Es comprensible que esos años pudieran parecer muy largos en los relatos cristianos, pero permitir que dominen la narrativa de la manera en que lo han hecho —y lo siguen haciendo— es, en el mejor de los casos, engañoso y, en el peor, una burda tergiversación. En esos primeros siglos de la nueva religión, se produjeron persecuciones locales a los cristianos. Pero no sabemos de ninguna persecución puesta en marcha por el Gobierno durante los primeros 250 años del cristianismo, con la salvedad de la de Nerón, quien, con una locura imparcial, persiguió a todo el mundo. Durante dos siglos y medio, el Gobierno imperial de Roma dejó a la cristiandad en paz. Por lo tanto, la idea de una sucesión de emperadores inspirados por Satanás, ansiosos de la sangre de los fieles, es otro mito cristiano. Como escribió el historiador moderno Keith Hopkins, «la pregunta tradicional: “¿Por qué fueron perseguidos los cristianos?”, con toda su carga de represión injusta y ulterior triunfo, debería reformularse como: “¿Por qué se persiguió a los cristianos tan poco y tan tarde?”».[164] Con todo, las historias de mártires han sido enormemente influyentes, también en la imagen que la cristiandad tiene de sí misma. La estudiosa Candida Moss ha sostenido que en los años que siguieron a las persecuciones, la cristiandad llegó a verse a sí misma, con gran orgullo, como una iglesia perseguida. Sus mayores héroes no eran aquellos que habían llevado a cabo buenas acciones, sino quienes habían muerto de la manera más dolorosa. Si estabas dispuesto a morir en el circo con un final atroz, entonces ibas directo al cielo, independientemente de tu grado de santidad previo: el martirio limpiaba todos tus pecados en el momento de la muerte. Además de llegar al cielo más rápido, los mártires disponían de condiciones preferentes en el paraíso y podían llevar la muy codiciada corona de mártir. Se ofrecían tentadoras cláusulas celestiales; se decía que las Escrituras prometían una «multiplicación, hasta de cien veces, de hermanos, hijos, padres, tierras y casas».[165] No estaba claro cómo se había calculado exactamente esa suma celestial, pero el principio general era que, aquellos que morían pronto, en público y con dolor serían los mejor recompensados. En muchas de las historias de mártires, el impulso no es tanto que los romanos quieran matar como, en mayor medida, que los cristianos quieren morir. ¿Por qué no iban a hacerlo? Paradójicamente, el martirio conllevaba considerables beneficios para quien estaba dispuesto a asumirlo. El igualitario requisito de entrada era único. Como observó con acidez George Bernard Shaw más de un milenio más tarde, el martirio es la única manera en que un hombre puede hacerse famoso sin ninguna habilidad. Más que eso, en una era social y sexualmente desigual, era una manera a través de la cual las mujeres e incluso los esclavos podían destacar. A diferencia de la mayoría de las posiciones de poder en el muy socialmente estratificado Imperio romano tardío, esta era una gloria abierta a todos, independientemente del rango, la educación, la riqueza o el sexo. El sociólogo Rodney Stark ha señalado que —siempre y cuando creas en las recompensas prometidas— el martirio es una opción perfectamente racional. Un mártir podía empezar el día de su muerte como una de las personas de más baja categoría en el imperio y acabar como una de las más eminentes en el cielo. Tan tentadoras eran estas recompensas, que los cristianos píos nacidos en tiempos sin persecuciones solían mostrar su decepción al negárseles la oportunidad de tener una muerte agónica. Cuando el tardío emperador Juliano evitó explícitamente ejecutar a los cristianos durante su mandato, un escritor de la comunidad, lejos de sentirse agradecido, dejó dicho con amargura que Juliano había «envidiado el honor del martirio de nuestros combatientes».[166] Había incitaciones para que los cristianos no solo murieran, sino que lo hicieran de la manera más dolorosa posible. Como explicó con irritación alguien que no tardaría en convertirse en mártir, cuanto mayor el dolor, mayor el beneficio: «Aquellos que cuanto es más difícil y más raro que venzan, tanto son más gloriosamente coronados».[167] A medida que la literatura de mártires se desarrollaba, las descripciones de las muertes se volvieron tan gráficas que resultaban lascivas. En un horripilante relato de Prudencio, un juez ordena que se coloque a un cristiano en el potro «hasta que, rotas las junturas de los huesos, castañeteen sueltos unos de otros. Después, con azotes profundos, dejad patentes los huesos de sus costillas hasta que por las hendiduras de los desgarros se vea al descubierto palpitar el corazón».[168] Las primeras narraciones de martirios son mucho más extrañas de lo que con frecuencia se recuerda. Varias de ellas están al borde de lo procaz. Los pechos pequeños, desnudos o que gotean leche son un motivo. En narraciones posteriores, las mujeres mártires con frecuencia son obligadas a desnudarse (aunque no siempre sea necesario), y entonces la muchedumbre queda asombrada por su belleza. A menudo, apetecibles bellezas son enviadas por gobernadores libidinosos al burdel antes de morir. En los apócrifos y en el pasado populares Hechos de Pablo y Tecla, los repetidos panegíricos a la virginidad aparecen incómodamente junto a pasajes que bordean lo excitante. Tecla es una gran belleza que está resuelta (naturalmente) a permanecer virgen. Y, por supuesto, en más de una ocasión le es exigido que se desnude delante de una muchedumbre. Una noche, visita a Pablo en la cárcel y «su fe incluso aumentó al besar sus cadenas»; una frase que podría mantener a los alumnos de estudios de género ocupados durante décadas.[169] En los poemas sobre mártires, las madres ven el martirio de sus hijos con un entusiasta placer. En una historia, una madre se regocija por haber dado a luz a un hijo que morirá como mártir y, abrazando su cuerpo, se felicita a sí misma por su descendencia. En otra, la visión de un niño al que se azota resulta tan atroz que los ojos de todos los presentes en la ejecución —incluso los de los taquígrafos romanos de los juzgados— se llenan de lágrimas. La madre del niño, en cambio, «deja de dar muestras de dolor, su frente sola permanece serena». De buen grado, la madre lleva a su hijo en brazos hasta el verdugo. Cuando al niño le cortan el cuello y la cabeza se desprende del cuerpo, la mujer la coge y la aprieta alegremente «contra su pecho amoroso».[170] Pero, ¿fue así? ¿Cuántas de estas famosas y emotivas historias sucedieron en realidad? Como reconoció el autor del primer cristianismo Orígenes, el número de mártires era tan pequeño que resultaba fácil contarlos, y los cristianos solo habían muerto por su fe «a tiempos».[171] Los relatos podían haber proliferado, pero, como se percató la propia Iglesia cuando empezó a analizarlos adecuadamente, muchos eran poco más que historias. En el siglo XVII, un estudioso escribió un artículo radical, «De paucitate martyrum»(o «Sobre el pequeño número de mártires») que sostenía exactamente eso.[172] Pese a toda la hipérbole, como afirmó aplastantemente Gibbon, el «consumo anual» medio de mártires en Roma durante las persecuciones no fue de más de ciento cincuenta al año durante los años de persecución.[173] Y esos fueron pocos años. Los ataques sancionados por el Estado se produjeron en tres fases principales: bajo Decio; bajo Valeriano, siete años más tarde, y la Gran Persecución, cincuenta y tantos años más tarde, en el 303 d.C. Y no todas estas «persecuciones» tenían explícitamente como objetivos a los cristianos. La persecución de Decio empezó en el 250 d.C. cuando este emitió un edicto que requería que todo el mundo en el imperio realizara sacrificios en su honor. Los verdaderos cristianos debían negarse a realizar sacrificios en honor a nada. En los juzgados, la petición de ofrecer sacrificios al emperador o a los dioses se convirtió en una prueba habitual para comprobar el cristianismo del acusado (o, más precisamente, su obediencia) y más tarde se convertiría en el clímax de muchas historias de mártires. La intención del edicto de Decio era asegurarse la lealtad de su imperio, pero como los cristianos no debían ofrecer sacrificios a semejante «demonio», algunos se negaban. Así que, aunque el edicto de Decio recayó sobre los cristianos, casi sin duda no estaba destinado a ellos. Y fue breve; poco más de un año después de que se iniciara la primera persecución, terminó. La persecución de Valeriano duró alrededor de tres años y dio como resultado pocas muertes. El propio Valeriano fue hecho prisionero en Persia por el rey Sapor I.(6) Es cierto que la siguiente, la Gran Persecución, fue más relevante, y causa de cerca la mitad de los martirios de la cristiandad temprana, pero se extinguió rápido en Occidente y terminó oficialmente después de una década. Mientras se desarrolló, fue terrible. Se quemaron escrituras, los cristianos fueron torturados y ejecutados y se destruyeron iglesias. Pero fue limitada. También se produjeron persecuciones locales intermitentes, aunque fueron esporádicas y no tuvieron consecuencias en la expansión de la religión. Los romanos no pretendían eliminar a los cristianos. Si lo hubieran deseado, casi sin duda lo habrían logrado. Desde que se publicó el artículo sobre el pequeño número de mártires, el número de muertos atribuido a las «persecuciones» romanas ha ido cayendo de forma continua. Un análisis detallado del calendario de los días de los santos revela una imagen que ha sido descrita más como una ficción romántica que como un hecho histórico. Algunos aparecen varias veces; los nombres de otros han sido, en el mejor de los casos, claramente mal documentados, mezclados con los nombres de los cónsules de ese año. Parece que varios santos, simplemente, no han existido. Ahora se piensa que menos de diez historias de mártires de la Iglesia temprana pueden considerarse fiables. Las historias de mártires, inspiradoras y entretenidas como son, muestran lo que el estudioso G. E. M. de Ste. Croix llamó «un creciente desdén por la historicidad».[174] Para entender lo que realmente pasó entre los cristianos y los romanos no hay que empezar por las historias de mártires, sino por uno de los relatos históricos más precisos a nuestra disposición, la primera mención de los cristianos escrita por un autor no cristiano. 5 ESTOS HOMBRES TRASTORNADOS Porque aman el nombre mártir y porque desean el elogio humano más que la caridad divina, se matan a sí mismos. PSEUDO-JERÓNIMO En mitad del abrasador agosto del 111 d.C., mientras su barco rodeaba el pie del Peloponeso bajo un calor sofocante, Plinio el Joven no parecía el diabólico gobernador romano que describe la leyenda. La estatua de Plinio en Como, su ciudad natal, lo muestra como un hombre con los encantos de una estrella de cine; una severa mandíbula cuadrada, una boca sensual, una juiciosa mirada perdida en el horizonte y unos lustrosos rizos. Si Plinio era tan galante (lo que, puesto que entonces era un burócrata de mediana edad, parece improbable), resulta muy poco verosímil que ese día luciera su mejor aspecto. Tenía calor, estaba nervioso e iba con mucho retraso.[175] La persona para la que llegaba tarde no era alguien a quien se querría decepcionar; el propio emperador Trajano había mandado a Plinio a Turquía para que fuera su gobernador. Pero ya era el final del verano y Plinio aún no estaba ni cerca de su destino. El calor intenso había hecho que el viaje por tierra resultara imposible; ahora, los vientos desfavorables hacían que fuera difícil viajar en paralelo a la costa. El dinero podía suponer un gran alivio en el verano romano; con él se podían comprar sombrías columnatas por las que pasear al resguardo del sol del mediodía, y fuentes que sonaran suavemente al otro lado, en los jardines. Podía incluso hacer que el vaso de vino del atardecer estuviera helado. Pero no podía cambiar el tiempo ni hacer que viajar fuera agradable. Fuera por tierra o por mar, en esos tiempos un viaje era algo temible y, a ser posible, a evitar completamente. En el mar había tormentas, naufragios y piratas. El viaje por tierra no era mucho mejor. Los hombres ricos como Plinio podían moverse con guardaespaldas armados como protección; con todo, dado que los esclavos podían no solo abandonar a sus propietarios en una pelea sino volverse contra ellos, a menudo su presencia no era muy tranquilizadora. La atmósfera en las carreteras era tensa. Las calzadas del imperio estaban adornadas con los cadáveres de los bandidos ejecutados, a quienes se empalaba en estacas allí donde habían llevado a cabo su delito. Además de las otras incomodidades del viaje, Plinio había contraído una fiebre y se había visto obligado a permanecer unos cuantos días en la ciudad de Pérgamo.(7) Sin embargo, el 17 de septiembre finalmente llegó a su destino, la provincia de Bitinia. Informó de esto al emperador en una carta que, a los ojos modernos, puede parecer puro peloteo; había llegado a tiempo, escribió, para «[y] no puede haber mejor augurio, celebrar tu cumpleaños en mi provincia».[176] Parece improbable que los ciudadanos de Bitinia estuvieran tan contentos de ver a Plinio como lo estaba él de haber llegado allí. Por lo visto, lo habían pasado realmente bien bajo el mandato del anterior gobernador, embarcándose en caros proyectos de construcción que luego fueron abandonados, desviando fondos públicos a manos privadas y, en general, divirtiéndose. Trajano había enviado a Plinio con la expresa misión de poner en su sitio a esa errática región oriental por la fuerza, una tarea que él asumiría con placer y eficiencia. Las cartas críticas se apresuraban de vuelta a Roma informando de cierta mala gestión económica aquí, ciertos gastos de viaje demasiado extravagantes allá; de un teatro que se derrumba y requiere atención inmediata; se propone un canal para facilitar el transporte de materias primas hasta el mar; un acueducto, iniciado con enormes gastos, se ha abandonado sin terminar... Las cartas siguen y siguen, una ventana a la vida provincial romana y a la burocracia imperial. El emperador Trajano responde en persona y sin demora. Está claro que conoce a su corresponsal y que le tiene afecto: «Mi queridísimo Segundo —lo llama en una solícita carta—. Desearía que hubieses podido llegar a Bitinia sin ningún quebranto de tu condición física». En otra, elogia la energía y la inteligencia de Plinio; en otra más le informa, en términos halagadores, de que lo ha «elegido para ser enviado a ellos [los provinciales] en mi lugar» en una «misión especial».[177] Trajano está muy involucrado en los detalles de la provincia; cuando Plinio sugiere que se inspeccione un canal, Trajano le responde que enviará a un perito con experiencia en ese tipo de trabajos.[178] El emperador es amistoso, se muestra colaborador y justo, aunque hay miradas que matan. En un momento que Plinio desea hacer la vista gorda para que unos ancianos delincuentes se escabullan de sus sentencias, Trajano se muestra intransigente. «No olvidemos —escribe— que has sido enviado a esa provincia precisamente porque era evidente que había en ella muchas situaciones que debían corregirse».[179] Una casi puede imaginarse al gobernador de mediana edad, ávido celebrante del cumpleaños imperial, revolviéndose incómodamente en la silla mientras lee eso. En estas cartas hay pocos rastros de las figuras que más tarde se convertirían en imprescindibles de las historias de mártires. Narraciones en las que el emperador romano es un malvado que «se alimenta con sangre pura; ambicioso de los cuerpos santos», les arranca la carne y «se regocija de atormentar a los cristianos».[180] El «celoso y envidioso» Satanás está personalmente detrás de estos ataques, que los romanos llevan a cabo «por instigación de malvados demonios».[181] Pero lejos de mostrar espumarajos demoníacos, las cartas de Trajano revelan a un hombre meticuloso y práctico, mientras que Plinio da la impresión de ser un erudito algo quisquilloso cuyo mayor defecto parece ser la vanidad. En apariencia, es la clase de hombre más proclive a pontificar sobre cuál es el vino correcto para servir con la cena que a vociferar sobre la importancia de la religión. Entonces, de repente, entre todos los relatos sobre canales provinciales y funcionarios orientales corruptos, aparece una carta inusual. Ahora es conocida con el modesto nombre de Carta 10.96. Casi sin duda se retocó en algún momento posterior, aunque el conjunto aún transmite la sensación de haberse escrito sin mucho cuidado; está lleno de omisiones, asunciones e incongruencias. No existe ninguna razón obvia para que Plinio perdiera con esta mucho más tiempo que con las demás cartas. Para él, no tenía una importancia especial, se trataba simplemente de la anotación de un encuentro sin consecuencias con algunos de los súbditos de su provincia; una nota al pie en una activa y, en última instancia, exitosa carrera en el imperio. La respuesta de Trajano muestra una falta de interés parecida; responde con su meticulosidad habitual, pero lacónicamente. En la siguiente carta, los dos pasan a tratar la urgente necesidad de alcantarillas nuevas en una ciudad local. «Amastris, señor, tiene, entre otras notables obras públicas, una plaza hermosísima y muy alargada, por uno de cuyos lados, en toda su longitud, discurre una corriente de agua que recibe el nombre de río, pero que en realidad es la más infecta de las cloacas...»[182] La Carta 10.96, sin embargo, no resultó intrascendente para las generaciones posteriores de cristianos, porque se trata nada menos que del primer testimonio sobre los cristianos a manos de un escritor romano. Desde el inicio mismo de la carta está claro que, a Plinio, los cristianos de su nueva provincia le parecen irritantes. La «superstición perversa» del cristianismo se ha ido propagando y afecta a la adoración de los antiguos dioses. «Y el contagio no solo se ha extendido por las ciudades, sino también por los pueblos y distritos rurales», escribió Plinio. Los templos de los antiguos dioses estaban quedándose desiertos. Al menos hasta ese momento, la carta puede compararse con las historias de mártires en las cuales los gobernadores romanos están molestos por el abandono de los antiguos dioses. Pero casi de inmediato, la mirada de Plinio diverge del estereotipo. La vida, como siempre, es más complicada que la simple leyenda. El problema de Plinio con esta situación no es religioso. No está preocupado porque se desdeñe a Júpiter o porque se haya dejado de lado a Hera, sino porque los ciudadanos de la provincia están cada vez más disgustados con el comportamiento de los cristianos. Han empezado a circular panfletos anónimos que contienen los nombres de los cristianos locales. No se sabe quién los está escribiendo, pero ahora Plinio está obligado a actuar. No porque sea fervientemente religioso —que no lo es—, sino porque su trabajo como gobernador es mantener la tranquilidad en la provincia. La preservación del orden es su obligación principal. «Es cargo del buen y cuidadoso gobernador», decía un compendio de leyes romanas, «tener la provincia que gobierna en paz y quietud». El compendio añade, con confianza y cierta despreocupación, que «lo que con facilidad conseguirá si solícitamente procura tenerla limpia de malos hombres».[183] Debía tomarse en serio a los residentes descontentos; si no se los escuchaba, la situación podía desembocar en tumultos; unos tumultos de los que se consideraría a Plinio responsable. Quizá Poncio Pilato fue el primer funcionario que se vio obligado a regañadientes a emprender acciones contra los cristianos por agitadores, pero sin duda no fue el último. Quizá los pobladores que presionaban a Plinio tampoco se quejaran de los cristianos por razones religiosas; se ha especulado que lo que realmente les molestaba no era la teología, sino la carnicería. Los comerciantes locales estaban enfadados porque el aumento del sentimiento cristiano había provocado una caída en las ventas de carne para sacrificios y sus beneficios se habían resentido. El sentimiento anticristiano no estaba causado tanto por Satanás como por los malos resultados del comercio de la carne para salchichas. Se trata de una situación muy distinta a la planteada por las historias de mártires que, sobre todo más tarde, retrataban a los oficiales romanos, en el mejor de los casos, como resentidos y, en el peor, como obsesionados con los cristianos por principios religiosos. Un historiador cristiano acusaría al gobernador romano de declarar que «se había que localizar a todos» los cristianos.[184] Es posible que algunos gobernadores dijeran cosas así, pero un gran número de funcionarios romanos fue mucho más ambivalente. Hay pruebas claras de que, lejos de perseguir a los cristianos, los oficiales romanos apoyaban a algunos de los más prominentes. Era evidente que, nada menos que san Pablo —que predicaba tan enérgicamente que aseguró que la fe se proclamará «en todo el mundo»— tenía una buena relación con los funcionarios de su provincia; estaban impresionados, en diversos grados, por sus enseñanzas; se disculparon cuando se lo maltrató y encarceló, e incluso intervinieron para intentar protegerlo de una muchedumbre furiosa. Esto no quiere decir que Plinio no se preocupara por las religiones de su propia nación; lo hacía. En una carta escribe con entusiasmo lírico sobre el santuario del dios local de un río que ha visitado en la península Itálica. Allí, dice, al pie de una colina repleta de viejos cipreses, un riachuelo «se abre en un amplio estanque, tan transparente y cristalino, que podrías contar las monedas que han sido arrojadas y los cantos rodados que brillan en el fondo». El templo, dice Plinio, es «venerable», aunque, como sucedía tantas veces con los romanos, había límites a su veneración. Las paredes estaban cubiertas de inscripciones, algunas de las cuales, le cuenta a su amigo, «te harán reír; aunque, dadas tus buenas cualidades, sé que no te burlarás de ninguna».[185] Plinio, una vez más, es el romano perfecto: demasiado bien educado para dejarse llevar por una creencia fervorosa por los dioses; demasiado formal como para desdeñarlos. De modo que el famoso primer encuentro registrado entre cristianos y romanos no documenta un choque de ideales religiosos; tiene que ver con la ley y el orden. La obligación de Plinio como gobernador y como romano era controlar y minimizar el descontento. Muchos choques futuros mostrarían un patrón similar. El motivo principal de la Carta 10.96 no es denunciar la religión cristiana sino preguntar por el método correcto para tratarla. «No he participado nunca en procesos contra los cristianos —escribió Plinio—. Por ello desconozco qué actividades y en qué medida suelen castigarse o investigarse.» Plinio no era en absoluto un defensor moderno de la igualdad religiosa o de los derechos humanos —en un momento dado, durante sus pesquisas, hizo torturar a dos mujeres cristianas con la misma eficiencia flemática con la que habría pedido que se supervisara un canal—, pero tampoco es el perseguidor vociferante y entusiasta del mito cristiano. De hecho, en todo el imperio, los romanos son frustrantemente reticentes a desempeñar su papel de sanguinarios creadores de mártires. Muchos incluso se negaban a ejecutar a los cristianos cuando estos llegaban frente a ellos. Arrio Antonino fue un gobernador romano de Asia que, a finales del siglo II, ejecutó a varios cristianos en su provincia. Quizá no estaba preparado para lo que sucedió después. En lugar de huir, los cristianos del lugar aparecieron de repente y se presentaron ante él como una gran muchedumbre. Antonino, como era su obligación, mató a un puñado, pero en lugar de deshacerse de los demás con gusto, se dirigió hacia ellos con lo que, incluso tras el transcurso de casi dos milenios, suena de manera inconfundible a exasperación. «Oh, gente terrible —dijo—. Si queréis morir tenéis acantilados de los que podéis tiraros y narices de las que podéis colgaros.»[186] (Al parecer, un romano podía resistirse a la tentación en un alto grado.) Otros cristianos estaban tan ansiosos por morir que, cuando se presentaban de forma espontánea ante los oficiales, lo hacían ya encadenados, para beneficio de los perplejos pobladores. Como afirmó un autor cristiano con entusiasmo: «¡Ni mucho menos tememos miedo, sino que pedimos la tortura espontáneamente!»;[187] a menudo, con resultados decepcionantes. En el 311 d.C., san Antonio, al oír que en la cercana Alejandría había una persecución en pleno apogeo, corrió desde su morada en el desierto hasta la ciudad. Allí, salió vestido de blanco «para llamar la atención del juez mientras pasaba, pues Antonio ardía en deseos de martirio». Por desgracia para él, el juez no vio al santo o no le prestó atención. Antonio regresó a casa, «entristecido por el hecho de que a pesar de su deseo de sufrir en el nombre de Dios, no le fue concedido el martirio».[188] Una vez de vuelta en su celda, Antonio se consoló por la continuación de su existencia añadiendo un cilicio a su vestimenta cotidiana y no lavándose nunca más. Otros cristianos a los que se privaba de la ejecución recurrían, en cambio, al suicidio. En el norte de África, en el siglo IV, los habitantes contemplaban horrorizados cómo fieles y «hombres trastornados [...], porque aman el nombre mártir y porque desean el elogio humano más que la caridad divina, se matan a sí mismos».[189] Los métodos de suicidio variaban, pero ahogarse, prenderse fuego y arrojarse a los precipicios estaban entre los más populares. Fuera cual fuese el procedimiento, el objetivo siempre era el mismo, el martirio, la gloria eterna en el cielo y la fama eterna en la tierra, o al menos eso esperaban. Se conocía al grupo más famoso por esta práctica como los circunceliones.(8) Como ha sostenido el estudioso Brent D. Shaw, en tanto que trabajadores agrícolas itinerantes, los circunceliones se encontraban casi en lo más bajo de la escala social de un imperio extremadamente jerárquico. Sus vidas eran difíciles, precarias y lúgubres. Sin embargo, si se suicidaban no solo se convertían en miembros del grupo de gente más reverenciada del mundo, sino que adquirían de repente un lugar privilegiado en el cielo.
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