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BIBLIOGRAFÍA 4 страница



Pero no todos los romanos eran cínicos. «También nosotros somos un pueblo religioso», le dijo con aspereza un irritado oficial a unos píos cristianos.[124] Era una creencia muy compartida que el gran éxito de Roma dependía de la buena voluntad de los dioses. Como observó un personaje de la historia romana: «Todo fue bien mientras obedecimos a los dioses, y mal cuando los rechazamos».[125] Este estado de benevolencia divina —la pax deorum o «paz de los dioses»— no era un maná que cayera del cielo sobre los romanos, divinamente merecedores de ello. Estos no obtenían sin más el favor de los dioses y no podían dar por descontada esta paz. En ese término, pax sería como la pax de pax romana, no tanto un estado de paz eterna como una ausencia de guerra que se había negociado con esfuerzo y podía perderse por negligencia. La verdadera gracia de la historia de Claudio Pulcro, contada de nuevo por Cicerón, no es la escena de los pollos, sino lo que sucedió después; tras perder la batalla, se lo juzgó y no tardó en morir.[126]

Pero por religiosos que fueran, los romanos no eran dogmáticos ni inflexibles. Al igual que el imperio, el panteón romano podía expandirse fácilmente. Roma no era un modelo de pluralismo religioso. No tenía ningún escrúpulo a la hora de prohibir o eliminar prácticas —fueran druídicas, báquicas o maniqueas— que por alguna razón parecieran perniciosas. Pero asimismo, podía admitir dioses extranjeros, aunque, como con tantas otras cosas en Roma, primero había que cumplir un proceso burocrático. Ignorar ese proceso y adorar a un dios extranjero que no estuviera aceptado era un acto socialmente inadmisible; se incurría en el riesgo de perturbar el contrato con los dioses ya reconocidos y extender el desastre y la peste. Este era uno de los problemas con el cristianismo y su crecimiento; para algunos, era estresante. ¿Qué efecto podía tener esa nueva religión en la pax deorum? «No creo que haya nadie tan osado —escribió alguien, resumiendo esa actitud con precisión— como para esforzarse en destruir o en debilitar esta creencia tan antigua, tan útil, tan saludable».[127] Las viejas religiones habían servido bien a Roma. ¿Por qué abandonarlas ahora?

A pesar de su desprecio hacia los cristianos, Celso no parece sorprendido de que una nueva religión haya aparecido en este mundo lleno de dioses; la diversidad religiosa es precisamente lo que se esperaría. Celso muestra un interés casi antropológico por las diferentes clases de adoración que florecieron en todo el Imperio romano. «A la verdad, grandes diferencias hallaremos en cada pueblo», escribe; todos los egipcios dan culto a «Osiris y a Isis», mientras que únicamente algunos «dan culto a Zeus y a Dioniso; los árabes, solo a Urania y a Dioniso».[128] ¿Qué más da?, quiere decir Celso. En toda su obra se encuentra una importante veta de relativismo. En otro momento afirma: «Aun cuando algo te parezca un mal, todavía no está averiguado que lo esté, pues no sabes lo que te conviene a ti, a otro o a todo el universo».[129] Para Celso, estaba claro que la afiliación religiosa de una persona se basaba menos en el análisis racional de las diferentes ideologías religiosas que en su lugar de nacimiento. Todas las naciones, señala, piensan siempre que su manera de hacer las cosas es de lejos «la mejor».[130] Cita a Herodoto con aprobación: «Si se propusiera a todos los hombres escoger las mejores leyes de entre todas las leyes, después de mirarlo bien, cada uno escogería como aventajadamente mejores las suyas propias». Pero eso no importaba. Como dijo el propio Herodoto, «no se concibe, pues, que nadie, si no está loco, haga objeto de burla cosas semejantes».[131]

Los observadores cristianos contemplaban con asombro la tolerancia de sus vecinos no cristianos. Más tarde, Agustín se maravillaría del hecho que los paganos fueran capaces de adorar a tantos dioses diferentes sin discordia, mientras los cristianos, que solo adoraban a uno, se escindían en incontables facciones enfrentadas. De hecho, muchos paganos como Celso parecían elogiar activamente la pluralidad. Para los cristianos, esto era un anatema. Cristo era el camino, la verdad y la luz, y todo lo demás no solo era erróneo, sino que arrojaba al creyente a la oscuridad demoníaca. Permitir que alguien mantuviera una forma de adoración alternativa o una modalidad herética de cristiandad no era permitir la libertad religiosa, era permitir que Satanás prosperara.

Agustín, a pesar de estar impresionado por la armonía de sus vecinos, no estaba dispuesto a mantener esa tolerancia. La obligación de un buen cristiano era, concluyó, convertir a los herejes; por la fuerza, si era necesario. A este tema regresó una y otra vez.[132] Mucho mejor un poco de coacción en esta vida que la condena eterna en la siguiente. No siempre podía confiarse en que la gente supiera lo que era bueno para ella. El buen y solícito cristiano, por lo tanto, eliminaría los medios para el pecado del inseguro alcance del pecador. «Con frecuencia beneficiamos cuando negamos, y dañaríamos si otorgásemos», explicó. No pongas una espada en la mano de un niño, «porque cuanto más amamos a uno, tanto menos debemos confiarle aquello que le pone en el trance de pecar.»[133]

Algunas décadas después de que Celso escribiera la Doctrina verdadera, otro filósofo griego desató un ataque aún más monumental contra esa misma fe. Conmocionó a la comunidad cristiana por su profundidad, amplitud y brillantez. Pero hoy, el nombre de este filósofo, como el de Celso, ha sido prácticamente olvidado. Sabemos que se llamaba Porfirio. Sabemos que su crítica fue extensa, constaba al menos de quince libros; que era muy erudita y que resultó muy ofensiva para los cristianos. Sabemos que tenía como objetivo la historia del Antiguo Testamento, y que no escatimó desprecio hacia los profetas y la fe ciega de los cristianos. Conocemos algunos aspectos con más detalle; que Porfirio creía que la mayoría pensaba que la historia de Jonás y la ballena no tenía ningún sentido, puesto que «es increíble que fuese tragado un hombre vestido y estuviese en el interior de un pez».[134] Además, está claro que Porfirio, como Celso y Galeno, acusaba al cristianismo de ser una «fe que no razona».[135] Sabemos también que Porfirio estaba perplejo por el hecho de que Dios hubiera tardado tanto en salvar a la humanidad: «Si Cristo se presenta como camino de salvación, gracia y verdad, [...] ¿qué hicieron los hombres de tantos siglos antes de Cristo?», preguntó. ¿«Qué se hizo de tan innumerables almas que en absoluto carecen de culpa» y habían nacido antes? «¿Por qué el que se llamó Salvador se sustrajo a tantos siglos?»[136]

Esto, pues, es lo que se sabe, pero no mucho más. Y la razón es que las obras de Porfirio se consideraron tan poderosas y aterradoras que se destruyeron completamente. Constantino, el primer emperador cristiano —ahora famoso por su edicto sobre la «tolerancia»— inició el ataque. En una carta escrita en la primera mitad del siglo IV, descargó su odio sobre el filósofo, que entonces llevaba mucho tiempo muerto, describiéndolo como «ese enemigo de la piedad», un autor de «licenciosos tratados contra la religión». Constantino anunció que desde ese momento estaría «marcado por la infamia» y arrollado «por el reproche merecido», y que se habían destruido sus «impíos escritos». En la misma carta, Constantino consignó las obras del herético Arrio a las llamas y anunció que se ejecutaría a cualquiera que fuera descubierto ocultando uno de los libros de ese autor. Constantino firmó su agresiva carta con la disposición: «¡Que Dios os guarde!».[137] Presumiblemente, a menos que fueras un admirador de Porfirio o de Arrio. Alrededor de un siglo más tarde, en el 448 d.C., los libros de Porfirio fueron quemados de nuevo, esta vez bajo las órdenes de los emperadores cristianos Teodosio II y Valentiniano III.[138]

Esto, sostendría la nueva generación de predicadores cristianos, era amor, no represión. Obligar a alguien a cambiar lo que hacía o lo que creía era curarlo, no dañarlo. En una de sus muchas y tranquilizadoras metáforas, Agustín explicaba que impedir que un pecador fuera capaz de pecar no era una crueldad sino bondad. «Suponte que alguien tuviese un enemigo que se ha vuelto furioso por unas fiebres malignas y le viese correr a un precipicio. ¿No le devolvería mal por mal si le permitiese despeñarse, en lugar de procurar que lo corrigiesen y atasen?»[139] Proseguía: «No todo el que perdona es amigo, ni todo el que castiga es enemigo: mejores son las heridas del amigo que los besos espontáneos del enemigo.»[140]

Se estaba iniciando una nueva era. Adorar a otro dios ya no era ser simplemente distinto; era errar. Y a los que erraban había que atraparlos, golpearlos y —si era necesario— herirlos. Por encima de todo, había que detenerlos.

«De ahí que nada tenga de malo», había escrito Celso, «que cada uno guarde religiosamente sus propias costumbres».[141] Para muchos de los pensadores más poderosos en el seno de la Iglesia cristiana, nada podía ser más aborrecible.


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«SOBRE EL PEQUEÑO NÚMERO DE MÁRTIRES»

¿No ves la belleza de este agradable clima? No hallarás placer ninguno si matas a tu propio ser.

Un oficial romano a un aspirante a mártir

Según el mito cristiano, la persecución empezó con Nerón. Él, se dijo, fue «el primer emperador que se mostró enemigo de la piedad para con Dios».[142]

Pocas personas, cristianas o no, esperaban algo bueno de Nerón. Sus orígenes familiares ya eran un augurio en su contra. En una ocasión, su padre, Domicio, había atropellado y matado a un niño por diversión mientras conducía su cuadriga por una aldea. Cuando otro noble lo reprendió, Domicio se volvió y le arrancó un ojo al hombre. La madre de Nerón, Agripina, era poco más prometedora, una belleza de la sociedad que en el 54 d.C. había asesinado a su tercer marido, el emperador Claudio, envenenándolo con su comida preferida, las setas, en una cena familiar. Ni siquiera el padre de Nerón tenía grandes esperanzas depositadas en su descendencia. Cuando nació aquel, Domicio señaló alegremente que «nada había podido nacer de Agripina y de él que no fuera detestable y para desgracia pública».[143]

Nerón no defraudó. Cuando llegó al poder, sus fechorías todavía eran moderadas. Quizá un exceso de teatro, demasiadas reyertas. Pero las cosas no tardaron en degenerar. Poco después, estaba seduciendo a muchachos libres y mujeres casadas; había violado a una virgen vestal; se había «casado» con un niño castrado y cometido incesto con su madre. Se decía que siempre que iban juntos en la misma litera, aprovechaban el momento y que a él le «delataban las manchas de su vestido».[144] Como la mayoría de las pasiones de Nerón, esta tampoco fue duradera, y el emperador no tardó en mandar que asesinaran a Agripina. En busca de una nueva pasión, concibió un innovador entretenimiento sexual. Ordenó que se atara a hombres y a mujeres a postes, después hacía que lo soltaran de una «jaula» y, vestido con pieles de animales salvajes, arremetía y atacaba los genitales de sus presos inmovilizados. Después, como documenta su biógrafo Suetonio, expresándolo con escrupuloso desagrado (aunque no tan escrupuloso como para no registrarlo), tras «haber saciado su furor, se entregaba a su liberto».[145]

Este era pues —o al menos eso decían los injuriosos historiadores—, el carácter del hombre que gobernaba la mayor ciudad de la Tierra. Y qué ciudad era aquella. Alrededor de un millón de personas vivía en sus siete colinas y caminaba entre los monumentos de fama mundial y de asombrosa belleza y tamaño. Hasta sus infraestructuras eran impresionantes; inmensos acueductos descargaban millones de litros de agua al día, llenando de agua potable las fuentes de la ciudad, los baños e incluso un inmenso lago falso en el que podían representarse simulacros de batallas navales. Un millón de metros cúbicos de agua entraba en la ciudad cada día, mil litros por persona, el doble de la cantidad disponible para quienes viven en la Roma moderna. Después de la caída de Roma, ninguna ciudad en Europa se acercó a su magnificencia —y sin duda tampoco a su fontanería— durante bastante más de un milenio.

Este es el retrato de Roma que conocemos. Sin embargo, bajo el mármol exterior existía una realidad mucho menos glamurosa. Es cierto que las cloacas de la ciudad, para lo habitual en la época, eran extraordinarias; como escribió un ciudadano, con verdadero pragmatismo romano, constituían «el logro más notable de todos» en la ciudad. Los túneles eran tan enormes que un hombre podía conducir por ellos un carro completamente cargado.[146] Pero no eran ni mucho menos un sistema perfecto. A pesar de la inmensa amplitud de la Cloaca Máxima, la mayoría de la gente no tenía acceso a letrinas y las calles de Roma eran de facto los retretes de buena parte de la población. A veces utilizaban orinales; a veces, se limitaban a aliviarse en las calles, las puertas y tras las estatuas.

Y mientras los romanos ricos vivían en grandes villas —el emperador Domiciano, más adelante, viviría en un palacio de cuarenta mil metros cuadrados—, la mayor parte de la población de la ciudad subsistía en bloques de apartamentos atestados y tambaleantes. Estos edificios, muchos de hasta siete pisos de altura, eran chapuceros, apenas recibían mantenimiento por parte de unos gestores inmobiliarios con pocos escrúpulos y no era raro que se derrumbaran. Vivimos en una Roma «que se apoya en buena medida en frágiles pilares», escribió el poeta Juvenal amargamente. Los gestores de las viviendas respondían a los problemas de sus inquilinos con esfuerzos mínimos; después de que uno de esos agentes hubiera «tapado la abertura de viejas rendijas nos invita a dormir despreocupados con la ruina encima».[147]

El ruido era un problema incesante. Las paredes eran delgadas y no había cristales en las ventanas, y la mayoría de los romanos —al menos según las quejas de los autores satíricos de la ciudad— sufrían de insomnio crónico. La paz era rápidamente interrumpida por los martillazos de los herreros o por los traqueteantes carros que avanzaban ruidosamente sobre los adoquines en la oscuridad. El día no era mucho más sereno; los ciudadanos vivían acosados por cualquier tipo de escándalo, desde los gritos de los vendedores hasta los azotes administrados por gritones maestros de escuela. No había ni paz ni tranquilidad. Para los que alquilaban una casa en esos bloques de apartamentos desvencijados, el fuego era un miedo perpetuo. Juvenal, evidentemente harto de vivir en un desván, escribió: «Pues si el alboroto empieza en las escaleras de abajo, el último en arder será el que solo las tejas resguardan de la lluvia».[148]

Un cálido día de verano del 64 d.C., ese miedo se volvió realidad. El 18 de julio, al anochecer, se inició un fuego en algunas tiendas cercanas al Circo Máximo. Esos edificios, que tenían contraventanas de madera y estaban llenos de bienes inflamables, dieron a la conflagración un increíble comienzo. Las casas situadas a lo largo del circo no tardaron en arder y, poco después, el fuego se había extendido hasta las colinas. Mientras las llamas se extendían durante la noche, el crepitar del incendio se mezclaba con los llantos de las mujeres y los niños que trataban de huir, con frecuencia en vano. Las llamas, se dijo, eran tan calientes y rápidas que quienes se volvían para mirarlas se quemaban la cara con el calor. Roma tenía un servicio contraincendios (relativamente) sofisticado, pero o el infierno estaba demasiado desatado como para ser controlado o estaba sucediendo algo más siniestro. Más tarde se dijo que, mientras el fuego se propagaba, aparecieron unos hombres amenazantes que habían impedido a todo el mundo que extinguiera las llamas, y que incluso habían lanzado antorchas a los edificios a los que aún estas no habían llegado aún. Roma ardió durante casi una semana. Cuando el fuego se apagó por completo, tres barrios enteros de la ciudad habían quedado destruidos y miles de personas carecían de hogar.

Roma quedó en un estado lamentable; solo un hombre —eso dijeron los historiadores— estaba encantado. Mientras su gente huía, Nerón, se dijo, estuvo los seis días y las siete noches del desastre observando desde una elevada torre, extasiado por «la belleza de las llamas».[149] Pasó el tiempo disfrazado y cantando una composición propia, «El saqueo de Ilion», sobre el incendio de otra famosa ciudad. Entretanto, es probable que hasta tocara la cítara o el violín, como después algunos recogerían anacrónicamente, mientras Roma ardía.

Nerón miró las ruinas calcinadas de la ciudad y, en lugar de ver un desastre, vio —o eso se dijo— la oportunidad que había estado buscando. Las obras de construcción empezaron casi de inmediato, no para levantar casas para los miles de nuevos sin hogar, sino para él. La infame Domus Aurea («casa dorada») de Nerón se alzó como un palaciego, ostentoso y vulgar fénix de entre las cenizas. Allí donde las llamas habían quemado las caras de los que huían, ahora había una casa de baños alimentada con agua de mar y agua sulfurosa; allí donde el aire había estado tan caliente que los edificios ardieron en llamas espontáneamente, ahora había un estanque del tamaño de un mar, rodeado de edificios hechos para parecer ciudades en miniatura.

Aquel lugar era extravagante, incluso para lo que Nerón acostumbraba. Toda la casa brillaba, decían, como un fuego recubierto de oro en el que refulgían las joyas y el nácar. El techo del comedor estaba cubierto de paneles de marfil, que podían abrirse para soltar una lluvia de pétalos sobre los comensales, mientras unos conductos los rociaban con finas gotas de perfume. Los animales salvajes merodeaban por los jardines paisajistas. Era un idilio rural dentro de una de las ciudades más grandes de la tierra. Cuando el palacio se terminó, Nerón quedó al fin contento. «Dio su aprobación exclamando que por fin había empezado a vivir como un hombre.»[150]

Sin embargo, si se escuchaba con atención, por debajo del sonido del agua que salpicaba y los rugidos de los animales salvajes, se podía oír otro ruido, los murmullos de un populacho profundamente descontento. Los ciudadanos de Roma estaban enfadados y se mostraban suspicaces. Nerón, murmuraban, había iniciado el fuego de forma voluntaria para dejar espacio al palacio que brillaba donde habían brillado las llamas.

El propio Nerón —quizá consciente del malestar— culpó a un grupo diferente. Un nuevo culto había llegado recientemente a Roma; más tarde, el historiador Tácito lo describiría como una «execrable superstición».[151] Los seguidores de esta superstición, se decía, eran los molestos partidarios de un hombre llamado Cristo o, tal vez, según el historiador Suetonio, Cresto.[152] Eran, añadió Tácito, un grupo al que «el vulgo llamaba cristianos [...] aborrecidos por sus ignominias». Tácito añadía algo más: «Se les daba este nombre por Cristo —escribió—, a quien, bajo el reinado de Tiberio, el procurador Poncio Pilato había condenado al suplicio». Una frase significativa, la única mención de este acontecimiento procedente de una fuente no cristiana en este periodo. Tácito mostraba poco más entusiasmo por los cristianos y añadía la típica conclusión misantrópica, muy propia de él, de que, después de la ejecución de Jesús, «reprimida en un primer momento, esa execrable superstición de nuevo irrumpió no solo en Judea, cuna de tal calamidad, sino en la Ciudad [Roma], donde las atrocidades y desvergüenzas del mundo convergen y se practican».[153]

Cuando en el 64 d.C. tuvo lugar el Gran Incendio, parece que algunos cristianos vivían en la capital. Sin duda había los suficientes como para que, cuando Nerón se puso a buscar chivos expiatorios para el infierno, le parecieran no solo un objetivo verosímil, sino que fuera capaz de encontrar a varios de ellos (aunque no la «inmensa multitud» que describieron historias posteriores) para acusarlos. Y acusarlos era, para Nerón, condenarlos; y condenarlos era castigarlos. El delito real no fue, extrañamente, por provocar un incendio, sino por «odio al género humano».[154] Se sentenció a los cristianos a muerte.

El modo en que se los ejecutó mostró, incluso para lo que era habitual en Nerón, una creatividad enloquecida. A algunos se los vistió con pieles de animales, para que unos perros salvajes los hiciesen pedazos. Otros, condenados por prender el fuego, murieron en él. Cuando caía la noche en el jardín de Nerón, se clavó a los cristianos en cruces y después se los quemó, sirviendo de inhabitual iluminación nocturna. Nerón dejó abiertos los jardines para que se viera el espectáculo, como regalo —o quizá como advertencia— a los demás. Mientras se llevaban a cabo las ejecuciones, se paseó entre sus invitados vestido como un auriga (sin otra razón clara que la posibilidad de que le gustaran las carreras de cuadrigas). La exhibición fue tan horripilante que incluso los romanos, que no eran un pueblo que rehuyera el espectáculo de la muerte dolorosa, estaban desconcertados. Una sensación de lástima empezó a apoderarse de ellos cuando comenzó a quedar claro que la aniquilación de «los cristianos» no se producía por su utilidad pública, sino por la brutalidad de un hombre.[155]

Aquí, pues, fue donde empezó; la primera persecución imperial de los cristianos. Según los historiadores cristianos, no fue ni mucho menos la última. La literatura cristiana seguiría retratando a los emperadores romanos y a sus funcionarios como sirvientes de Satanás, demoníacamente poseídos y con un deseo insaciable de sangre cristiana.

Es una imagen muy potente. Pero no es cierta.

Los mártires siempre dan pie a un dramatismo efectivo. Cuando, en el siglo XV, William Caxton presentó su imprenta en Londres, uno de los primeros libros que decidió imprimir fue la recopilación de vidas de santos —o, para ser más precisos, de muertes de santos— conocida como La leyenda dorada. Esta colección, obra de Santiago de la Vorágine, que data de alrededor de 1260, ya había tenido un éxito inmenso en el continente. Caxton, un talentoso traductor además de taimado hombre de negocios, reconocía una oportunidad cuando la veía. Tradujo rápidamente (o, como decía la portada del libro, «inglesizó») esos versos a una prosa vívidamente aguda. La descripción de la muerte de san Albano ofrece una buena muestra; el torturador de san Albano, explica esta narración, «le abrió el ombligo, sacó un extremo de sus intestinos y lo ató a una estaca que clavó en el suelo, e hizo que el hombre santo diera vueltas alrededor de la estaca, y lo empujaba con azotes, y le pegó hasta que sus intestinos quedaron enrollados fuera de su cuerpo».[156] Caxton escogió bien; el libro se convirtió en un enorme éxito y llegó a las nueve ediciones. Un superventas medieval. El de las persecuciones de cristianos por parte de los romanos fue un tiempo terrible, pero, en la memoria de la Iglesia posterior, llegó a glorificarse como maravillosa. De acuerdo con la narración popular, todavía muy extendida en la actualidad, en todo el Imperio romano los cristianos se significaban con entusiasmo para dar fe del Señor ascendido, cualquiera que fuese el coste. Las historias celebraban los miles y miles de cristianos que habían muerto por propia voluntad, incluso con júbilo, por su fe. «Aún se estaba dictando sentencia contra los primeros —escribió el historiador Eusebio—, de otras partes saltaban al tribunal ante el juez otros que se confesaban cristianos, sin preocuparse en absoluto de los terribles y multiformes géneros de tortura».[157]

De hecho, a los cristianos les gustaba decir que, lejos de desalentar a potenciales conversos, la visión de sus compañeros siendo torturados hasta la muerte no hacía más que tentar a los demás a unirse. Esto, afirmaban los escritores cristianos, era una útil herramienta de reclutamiento. El apologeta Tertuliano lo resumió con su habitual brío. «Segando nos sembráis: más somos cuanto derramáis más sangre —dijo—. La sangre de los cristianos es semilla.»[158] Otro autor consideraba que la muerte jugaba un papel un tanto distinto en el jardín de la creencia, y explicaba que «la sangre de los mártires regaba las iglesias».[159]

El martirio también llenó los tinteros de la Iglesia posterior, y las historias de mártires proliferaron. Estas imágenes ejercieron durante siglos una poderosa influencia en el arte europeo. En el siglo IV, el poeta Prudencio escribía poemas épicos sobre los mártires, que se detenían amorosamente en detalles de carne rasgada, llamas que consumían y órganos expuestos y aún latiendo. Esas historias fueron tan influyentes que, como ha señalado el académico Robin Lane Fox, cuando, en el siglo IX, las autoridades musulmanas martirizaron a un grupo de cristianos en Córdoba, los relatos de sus juicios los situaban frente a un «cónsul», como si aquello estuviera teniendo lugar en la antigua Roma.[160] Al pasear hoy por cualquier gran museo de arte europeo, las paredes están pobladas por las muertes más agónicas, mostradas con un afectuoso —y con frecuencia alarmante— detalle gráfico.

Los mártires se convirtieron en arte. Y no siempre en buen arte. Aunque los primeros —y más fiables— relatos de mártires a menudo eran conmovedores por su simplicidad y sinceridad, muchos de los posteriores y más ficticios adolecían de una caracterización burda, una sexualidad abiertamente sublimada y montones de vísceras. Los victorianos, naturalmente, los adoraban. En el siglo XIX, manaban los himnos de las plumas pías. «Brillen las piedras que magullan tu esplendor —decía un verso sobre san Esteban, que había sido lapidado hasta la muerte—. Salpíquense con el torrente de sangre de tu vida.» Otro rendía homenaje a los santos que «conocieron el acero blandido por el tirano / la cruenta melena del león».[161]

Cuatro siglos después de Caxton, estas espeluznantes historias todavía vendían ejemplares. En 1895, el escritor polaco Henryk Sienkiewicz publicó una novela que se convirtió en un superventas internacional y contribuyó a que recibiera el Premio Nobel de Literatura. Este tocho de setenta y tres capítulos contaba la historia de los mártires cristianos que habían sido ejecutados por el emperador Nerón. Concluía con la siguiente observación: «Y así pasó Nerón, como un torbellino, como una tormenta, como un incendio, como pasa la guerra y pasa la muerte; pero la Basílica de San Pedro gobierna hasta ahora, desde las cumbres del Vaticano, la ciudad y el mundo».[162] Hoy, el libro se ha olvidado casi por completo, pero no su título, Quo vadis. Hollywood hizo varias películas y series de televisión con ese nombre. La más famosa fue el péplum de 1951, en el que un rechoncho Peter Ustinov interpreta a un Nerón que observa con una sonrisa de satisfacción cómo los cristianos, vestidos de blanco y con aspecto pío, son perseguidos por leones en el circo y se las arreglan para cantar himnos hasta el momento mismo de ser destrozados.[163]



  

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