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BIBLIOGRAFÍA 3 страница



Celso también pagó su precio. En este ambiente hostil y represivo, su obra desapareció. No ha sobrevivido ni un solo volumen sin adulterar del primer gran crítico del cristianismo. Casi toda la información sobre él también ha desaparecido, incluido su nombre completo, del que solo conocemos el apellido; qué lo llevó a escribir su ataque, o dónde y cuándo lo escribió. La larga e ignominiosa práctica cristiana de censurar había comenzado.

Sin embargo, por un inesperado giro del destino literario, la mayoría de sus palabras han sobrevivido. Porque ochenta y tantos años después de que Celso despedazara a la nueva religión, un apologeta cristiano llamado Orígenes escribió un fiero y extenso contraataque. Orígenes era bastante más serio que su adversario clásico, ocasionalmente grosero. De hecho, se dice incluso que Orígenes pudo tomarse un poco demasiado a pecho las palabras de Mateo 19:12 («Porque hay eunucos [...] que se hicieron a sí mismos eunucos por causa del reino de los cielos») ya que, en un acto de abnegación celestial, se castró a sí mismo.

Irónicamente, fue la obra que tenía por fin destruir a Celso la que lo salvó. Es cierto que los libros de Celso no han sobrevivido intactos a los siglos, pero la crítica de Orígenes sí lo ha hecho y cita mucho a Celso. Así, los estudiosos han podido extraer los argumentos de Celso de las palabras de Orígenes, que preservaron sus razonamientos como moscas en ámbar. No todo el contenido de la obra original se ha recuperado, quizá solo un setenta por ciento. Su orden ha desaparecido, su estructura se ha perdido y todo, como afirmó Gibbon, es una «representación mutilada» del original.[67] Pero sea como sea, lo tenemos.

Es fácil ver por qué la obra molestó a los antiguos cristianos. Incluso para lo que hoy es habitual, la Doctrina verdadera de Celso parece vigorizantemente directa. No solo atacó a María y a Moisés. Todo el mundo tuvo críticas. A Jesús no lo había concebido el Espíritu Santo, escribió Celso. Esto, se ríe, era muy improbable porque María no era tan hermosa como para tentar a una deidad.[68] Más bien, dice, a Jesús lo engendró de manera bastante más ordinaria un soldado romano llamado Pantira.(5) Cuando se descubrieron el embarazo y la infidelidad de María, se la acusó de adulterio y «el carpintero la aborreció y la echó de casa».[69]

Si esto parece escandaloso, Celso apenas había empezado. Las escrituras divinas, dijo, eran basura; la historia del jardín del Edén era «muy tonta» y la cosmogonía de Moisés «muy simple».[70] Las «profecías» que habían anunciado la llegada de Jesús no tenían ningún sentido, puesto que «a infinitos otros se le podrían aplicar las profecías con mucha más verosimilitud que a Jesús». El día del Juicio también era motivo de burla. ¿Cómo exactamente, preguntaba Celso, iba a producirse todo aquello? «Otra tontería suya es creer que, cuando Dios, como un cocinero, envíe su fuego, todo el género humano quedará asado y solo ellos sobrevivirán.»[71] Desdeñaba las preciadas creencias cristianas como la clase de cuentos que «una vieja borrachuela se avergonzaría de canturrear para adormecer a un niño».[72]

Celso dice estar estupefacto por el grado en que las enseñanzas de Jesús parecen contradecir muchas de las establecidas en el Antiguo Testamento. ¿Cambian con el tiempo las reglas de un dios supuestamente omnisciente? Si es así, «¿quién miente: Moisés o Jesús? ¿O es que el Padre, al enviar a este, se había olvidado de lo que ordenara a Moisés?». O quizá Dios, consciente de que estaba cambiando de opinión, envió a Jesús como mensajero legal para dar noticia de que «condenando sus propias leyes, arrepentido, mandó a su mensajero para estatuir las contrarias».[73] Celso tampoco puede entender por qué existía un lapso tan grande entre la creación de la humanidad y la llegada de Jesús. Si todos los que no creen están condenados, ¿por qué esperar tanto para permitir que se salven? «¿Así que ahora, después de tantos siglos, se ha acordado Dios de juzgar la vida humana? ¿No le había importado antes?»[74] Además, ¿por qué no mandar a Jesús a un sitio un poco más poblado? Si Dios «despertando de largo sueño [...] quería librar de sus calamidades al género humano, ¿por qué, a la postre, mandó [a Jesús] a un rincón» del mundo (que, insinúa Celso, además, es un páramo)?[75] También se pregunta por qué un dios omnisciente y omnipotente necesitaría enviar a alguien. «¿Qué sentido tiene semejante bajada de Dios?», pregunta. «¿Acaso para enterarse de lo que pasa entre los hombres? [...] ¿Pero es que no lo sabe todo?»[76]

Las habilidades logísticas de Jesús, como las de Dios, se cuestionan. Celso ataca la tendencia a que solo un reducido número de personas presencie algunos de sus más milagrosos momentos. «Ejecutado, pues, fue visto por todo el mundo; resucitado, por uno solo; cosa que debiera haber sido al contrario.»[77] Los testigos que ofrece la Biblia son, para Celso, poco fiables. De la resurrección dice: «¿Y quién vio todo esto? Una mujer furiosa, como decís», y otra persona, quienes inventaron estos «rumores».[78] Por lo tanto, la Resurrección se debió a «cierta predisposición de espíritu» o quizá a «un delirio».[79] A Celso, la afirmación de que Cristo era divino le parece una imposibilidad lógica. «¿Cómo puede ser inmortal un muerto?»[80] La idea de que Jesús vino para salvar a los pecadores también se trata con displicencia. «¿Qué preferencia es esa por los pecadores? —pregunta—. Entones, ¿no se lo envió a los sin pecado? ¿Qué mal es no haber pecado?»[81]

Los argumentos se siguen, martilleando a las principales creencias del cristianismo. La propia historia de la creación recibe un particular vapuleo. Celso desdeña la idea de que un ser omnipotente necesite llevar a cabo esa tarea de constructor, hacer tanto en un día, tanto más en un segundo, un tercero, un cuarto, etcétera, y en especial la idea de que, después de su trabajo, Dios, «cansado, como si realmente fuera un mal trabajador, necesitó sumirse en la ociosidad».[82]

Para muchos intelectuales como Celso, la idea de un «mito de la creación» no solo era inverosímil sino redundante. Durante este periodo, en Roma, una teoría filosófica popular e influyente ofrecía una visión alternativa. Esta teoría, epicúrea, afirmaba que en el mundo todo fue hecho no por un ser divino sino por la colisión y la combinación de átomos. Según esta escuela de pensamiento, dichas partículas eran invisibles a simple vista pero tenían su propia estructura y no podían dividirse (temno) en partículas más pequeñas. Eran a-temnos, «la cosa indivisible», el átomo. Todo lo que se ve o se siente, sostenían estos materialistas, está compuesto de dos cosas: los átomos y el espacio, «donde aquellos están colocados y por donde se mueven en diferentes direcciones».[83] Incluso los seres vivos estaban hechos de ellos; los humanos, como resumió un autor (hostil), no habían sido creados por Dios, sino que no eran más que un «agregado espontáneo de elementos».[84] Las distintas especies de animales se explicaban mediante una suerte de protodarwinismo. Como escribió el poeta y atomista romano Lucrecio, la naturaleza proponía muchas especies. Las que tenían características útiles —el zorro y su astucia, por ejemplo, o el perro y su inteligencia— sobrevivían, se desarrollaban y se reproducían. Las criaturas que carecían de estas «quedaban abandonadas como presa y ganancia de otros [...] hasta que la naturaleza completaba la extinción de tal raza».[85]

El apologeta cristiano Minucio Félix resumió sucintamente las consecuencias intelectuales de esta poderosa teoría. Si todo en el universo ha sido «formado por fortuitos encuentros, ¿dónde está el Dios ordenador?».[86] La respuesta es evidente, no hay dios. Ningún dios hizo aparecer por arte de magia a la humanidad de la nada, ninguna divinidad le insufló vida, y al morir, los átomos simplemente se reabsorben en este gran mar de materia. «No hay cosa que se engendre a partir de nada por obra divina», escribió Lucrecio en su gran poema Sobre la naturaleza de las cosas, y «nada regresa a la nada».[87] La teoría atómica, por lo tanto, eliminaba la necesidad y la posibilidad de la creación, la resurrección, el juicio final, el infierno, el cielo y el dios creador.

Y esa era su intención. Los pensadores del mundo clásico lamentaban con frecuencia el miedo de los mortales a los seres divinos. La superstición, escribió el biógrafo griego Plutarco, era una terrible aflicción que «humilla y desalienta al hombre».[88] La gente veía los terremotos, las inundaciones, las tormentas y los rayos y daba por hecho que, en ausencia de cualquier otra explicación, «suceden por poder divino».[89] En consecuencia, la gente intentaba apaciguar a estos dioses temperamentales. Los escritores como Lucrecio sostenían que el atomismo, correctamente aplicado, podía hacer pedazos este miedo. Si no existía un creador, si los rayos, los terremotos y las tormentas no eran las acciones de unas deidades airadas sino simplemente de partículas de materia en movimiento, no había nada que temer, nada que apaciguar y nada que reverenciar.[90] Tampoco un dios cristiano.

En los siglos sucesivos, los textos que contenían esas ideas peligrosas pagaron un alto precio por su «herejía». Como ha sostenido lúcidamente Dirk Rohmann, un estudioso que ha elaborado un completo y poderoso relato del efecto que tuvo el cristianismo en los libros, algunas de las mayores figuras en la primera Iglesia se volvieron en contra de los atomistas.[91] A Agustín le disgustaba el atomismo precisamente por la misma razón por la que a los atomistas les gustaba; debilitaba el terror de la humanidad al castigo divino y al infierno. Los textos de las escuelas filosóficas que defendían la teoría atómica se vieron afectados.

El filósofo griego Demócrito hizo quizá más que nadie por popularizar esta teoría y otras más. Demócrito era un prodigioso erudito que había escrito trabajos sobre una asombrosa variedad de temas. Una lista muy incompleta de sus títulos incluye Sobre la historia, Sobre la naturaleza de las cosas, La ciencia de la medicina, Sobre las tangentes del círculo y la esfera, Sobre las líneas irracionales y los sólidos, Sobre las causas de los fenómenos celestiales, Sobre las causas de los fenómenos atmosféricos, Sobre las imágenes reflejadas... Y sigue. Hoy, la teoría más famosa de Demócrito es su atomismo. ¿Qué afirmaban sus otras teorías? No tenemos ni idea; todas sus obras se perdieron en los siglos posteriores. Como escribió recientemente el prestigioso físico Carlo Rovelli, después de citar una lista aún más larga de los títulos del filósofo, «la pérdida de la totalidad de las obras de Demócrito es la mayor tragedia intelectual resultante del colapso de la vieja civilización clásica».[92]

Sin embargo, la teoría atómica de Demócrito nos ha llegado, aunque a través de un fino hilo; estaba en un único volumen del gran poema de Lucrecio que se hallaba en una sola biblioteca alemana, que solo un intrépido cazador de libros acabaría encontrando y salvando de la extinción. Ese volumen único tuvo una asombrosa vida después de la muerte; se convirtió en una sensación literaria, devolvió el atomismo al pensamiento europeo, creó lo que Stephen Greenblatt ha llamado «una explosión de interés en la Antigüedad pagana» e influyó a Newton, a Galileo y, más tarde, a Einstein.[93]

En el Renacimiento, Lucrecio y sus teorías atómicas fueron revolucionarias. En la época de Celso eran completamente ordinarias. A Celso no solo le irritaba el hecho de que los cristianos fueran unos ignorantes en materia filosófica, sino también que los cristianos, de hecho, disfrutasen de su ignorancia. Celso los acusa de, al reclutar, buscar activamente la idiotez. «Entre ellos se dan órdenes como estas —escribió—; nadie que sea instruido se nos acerque, nadie sabio, nadie prudente (todo eso es considerado entre nosotros como males)».

Los cristianos, proseguía, «bien a las claras manifiestan que no quieren ni pueden persuadir más que a necios, plebeyos y estúpidos, a esclavos, mujerzuelas y chiquillos».[94] Hacían propuestas a niños, zapateros, lavanderos y paletos, después vertían meloso veneno intelectual en sus oídos sin educar, afirmando que «solo ellos son los que saben cómo se debe vivir, y si los niños los obedecen, no solo serán ellos felices, sino que harán “también feliz a su familia”».[95] La falta de rigor intelectual del cristianismo preocupaba a Celso por las mismas razones que habían molestado a Galeno. Los cristianos, escribió Celso, «no quieren dar ni recibir razón de lo que creen, echan mano de los principios “No inquieras, sino cree” y “Tu fe te salvará”».[96] Para hombres instruidos como Celso y Galeno, eso era incomprensible; en la filosofía griega, la fe constituía la forma más baja de conocimiento.

Celso no estaba únicamente irritado por la falta de educación de esa gente. Era mucho peor que, de hecho, celebraran la ignorancia. Declaraban, escribió, que «la sabiduría es abominable y la ignorancia un bien», una cita casi exacta del libro de los Corintios. Celso está al borde de la hipérbole, pero es cierto que en ese periodo los cristianos se ganaron la reputación de carecer de educación hasta el punto de ser considerados estúpidos; incluso Orígenes, el gran adversario de Celso, reconoció que la «necedad [de algunos cristianos] es más pesada que la arena del mar».[97] Esta calumnia (y casi sin duda fue una calumnia, pues ahora se cree que los cristianos no eran más propensos a carecer de educación que los miembros de cualquier otro grupo religioso) haría que la conversión entre las clases altas de Roma fuera socialmente incómoda durante los siglos siguientes. Un hombre educado dispuesto a convertirse al cristianismo tendría que preguntarse no solo si era capaz de dar el salto a la fe, sino si era capaz de hacer también el necesario salto social. Ese hombre tendría que preguntarse, como escribió sucintamente Agustín, «¿Debo convertirme en lo que es [...] mi portero y no en un Platón ni un Pitágoras?».[98]

Había más que un deje de esnobismo, también de carácter intelectual, en las críticas de Celso, y también más que una pizca de misoginia; el cristianismo no era algo propio de los hombres educados de Roma, sino la costumbre de las mujeres y los extranjeros vulgares de lugares lejanos. Sin embargo, iba más allá. La falta de educación, sostenía Celso, hacía que los oyentes fueran vulnerables al dogma. Si los cristianos hubieran leído un poco más y creyeran un poco menos, sería menos probable que se consideraran únicos. El conocimiento superficial de la literatura latina, por ejemplo, habría puesto al lector interesado en contacto con las Metamorfosis de Ovidio. El poema épico, pero irónico, comenzaba con una versión del mito de la creación que era tan parecido al bíblico que difícilmente no provocaría en el lector interesado el cuestionamiento de la supuesta verdad única del Génesis.

Hasta el cristiano más ferviente se percataría de los parecidos entre las dos. Si la creación bíblica empieza con una tierra «desordenada y vacía», el poema de Ovidio empieza con una «masa sin forma y sin elaborar». En el Génesis, el dios creador entonces «crio los cielos y la tierra» para luego ordenar «júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase la tierra seca». En la versión de Ovidio, un dios aparece y separa «del cielo la tierra, y de la tierra las aguas» antes de ordenar la formación de los mares y que se extiendan «las llanuras».

El dios del Génesis ordena que «produzcan las aguas reptil de ánima viviente, y aves que vuelen sobre la tierra, en la abierta expansión de los cielos», mientras la deidad de Ovidio («cualquiera que sea», añade Celso, de manera algo vaga) se asegura de que las aguas se abran «para que las habitasen los peces brillantes» y de que la tierra acoja «a las fieras», así como «a las aves el aire en movimiento». Ambas cosmogonías culminan con la creación del hombre, quien en Ovidio está modelado «a imagen de los dioses que todo lo gobiernan», mientras en el Génesis, Dios creó «al hombre a su imagen».

En las dos versiones, las cosas se tuercen cuando la humanidad opta por el mal camino. El dios de Ovidio, a la vez imponente y algo afectado, contempla desde arriba el mundo que ha creado, sacude la cabeza con desesperación y gime. Declara, no sin cierto melodrama: «Tengo que destruir al género de los mortales».[99] El dios del Génesis mira al mundo y su maldad y dice: «Raeré a los hombres que he criado de sobre la faz de la tierra».[100] Y en ambas historias la lluvia cae y los océanos inundan las tierras. En ambas, solo dos humanos, un hombre y una mujer, sobreviven.

La idea del diluvio era, para Celso, una versión «corrupta» del mito clásico, un «cuento» que los cristianos contaban a los niños pequeños.[101] Para ellos era la verdad. Incluso en la Inglaterra del siglo XIX, la Iglesia aún lo defendía como tal. En aquel momento, la autoridad de la historia no estaba en peligro de erosión tanto por unos filósofos desdeñosos como por la nueva ciencia de la geología. La auténtica edad de la Tierra estaba empezando a dificultar la creencia en la creación, sobre todo en una que había tenido lugar, como célebremente afirmara un teólogo cristiano, el 23 de octubre del 4004 a.C. Muchos píos académicos victorianos lucharon contra esta nueva y amenazadora ciencia, entre ellos, de una manera un tanto extraña, algunos geólogos. En su discurso inaugural, William Buckland, el primer profesor de geología en la Universidad de Oxford, presentó un artículo titulado «Vindiciae Geologicae o la conexión de la geología con la religión explicada», en el que anunció que un «diluvio» reciente era «lo más satisfactoriamente confirmado por todo aquello que ya ha sido descubierto por la investigación geológica» y que «el relato de Moisés está en perfecta armonía con los descubrimientos de la ciencia moderna».[102]

La creencia cristiana de que su religión era única —y la única correcta— con frecuencia chirriaba. Un crítico instruido del cristianismo podía señalar no solo otras historias de diluvios, sino numerosos personajes que habían hecho afirmaciones similares a las hechas por Jesús y sus seguidores. El imperio no carecía, observó Celso, de predicadores carismáticos que reivindicaban su origen divino, abrazaban la pobreza o anunciaban que iban a morir por la humanidad. «También los que están fuera de sí (extáticos) y los mendicantes dicen ser hijos de Dios venidos de lo alto.»[103] Como señalaba Celso, Jesús no era el único que había afirmado haber resucitado. ¿Creían los cristianos que esas otras historias de alzamientos de entre los muertos eran «cuentos, y tales parecen», pero que ellos habían hallado «un desenlace de vuestro drama más congruente y convincente»?[104]

El retórico griego Luciano, que describió a los cristianos como «esos infelices», escribió el relato satírico de uno de esos hombres, un charlatán (como lo veía Luciano) que vivía en Grecia llamado Peregrino. Desesperado por alcanzar la fama, este pseudofilósofo se dejó el pelo largo y viajó por el imperio predicando lugares comunes. Vivió de la caridad, se ganó una reputación entre los crédulos, y finalmente se suicidó saltando a una hoguera para «ser útil a la humanidad indicándole cómo se debe despreciar la muerte».[105]

Luciano, que observaba, no aprendió a despreciar la muerte, pero sí a despreciar la «maldita peste a chamusquina» de un anciano que arde hasta la muerte.[106] Antes de morir, Peregrino había dudado, deteniéndose junto a las llamas y soltando un sermón. En tanto remoloneaba, algunos de los reunidos le imploraron que se salvara, mientras otros —«los más valerosos», como los describe con aprobación Luciano— gritaban: «Acaba de decidirte a cumplir tu propósito».[107] «En cuanto a mí —dijo Luciano, como se puede imaginar—, cómo me estaba riendo».[108]

Una vez Peregrino quedó «reducido a carbonilla» (como cuenta nuestro poco compasivo narrador), su prestigio no hizo más que crecer entre sus seguidores.[109] Antes de su muerte, Peregrino había mandado cartas a todas las grandes ciudades del imperio, dando testigo de su gran vida y alentando e instruyendo a sus seguidores. Incluso «nombró para este cometido como enviados a algunos de sus amigos llamándolos “mensajeros” —la palabra en griego es angelos, la misma palabra que el cristianismo traduce como «ángel»— de los muertos».[110] Los rumores que decían que Peregrino se había alzado de su tumba empezaron a extenderse; un discípulo declaró que «lo había visto después de arrojarse a las llamas, vestido de blanco; acababa de dejarlo, paseando resplandeciente y coronado con una guirnalda de olivo».[111]

A la Iglesia no le divirtió demasiado tanta irreverencia. Como explicaba un texto bizantino del siglo X, el apodo de Luciano era «el Blasfemo» porque «en sus diálogos fue tan lejos como ridiculizar el discurso religioso».[112] En el siglo XVI, la Inquisición añadió por su parte a Luciano a su lista de autores prohibidos. El cristianismo también sabía hacer sombríos chistes sin humor a expensas de aquellos hombres. Como informaba a sus lectores esa misma crónica bizantina, «la historia dice que [a Luciano] lo mataron unos perros, por sus rabiosos ataques a la verdad, puesto que en su Sobre la muerte de Peregrino vitupera al cristianismo y (¡hombre maldito!) blasfema contra el mismo Cristo. Por esa razón pagó el castigo de su rabia en este mundo, y en la vida por venir compartirá el fuego eterno con Satanás».[113] Una vigorizante lección para todos los satíricos.

Con todo, Celso sugería que si la gente estuviera mejor educada sería más reticente a los charlatanes como Peregrino o, ciertamente, como Jesús, al que Celso consideraba poco más que un «hechicero».[114] Los «milagros» que Jesús llevó a cabo, creía, no eran mejores que la clase de cosas que los estafadores vendían constantemente a los crédulos en todo el Imperio romano. En un mundo en el que el cuidado médico era infrecuente, muchos afirmaban tener poderes mágicos. Si una persona viajaba a Oriente, se cruzaba con gentes que, en las plazas públicas, «por unos óbolos revelan tan venerables enseñanzas, arrojan de los hombres a los démones, exuflan enfermedades» y mostraban «banquetes espléndidos, mesas, pasteles y platos que no existen».[115] Hasta el propio Jesús, observa Celso, reconoce la presencia de esa gente cuando habla de hombres que pueden llevar a cabo maravillas semejantes a las suyas. Los estudios modernos apoyan las acusaciones de Celso; existen papiros antiguos que hablan de hechiceros que tenían el poder de llevar a cabo hazañas de tipo bíblico, como detener tormentas y crear comida milagrosamente.[116]

Ahí, Celso mete el dedo en la llaga. El primer cristianismo tendría que pasar una considerable cantidad de tiempo y de esfuerzo vigilando los límites entre la santidad y la hechicería. Se derramó una gran cantidad de tinta sobre el tema de Simón el Mago. Un rápido resumen de la vida de Simón deja claro por qué era tan amenazador; Simón realizó varios milagros, reunió a un grupo de seguidores que creían que era un dios —entre ellos, una prostituta—, y uno de sus discípulos «persuadió a quienes lo seguían de que nunca morirían».[117] Sus seguidores llegaron a agasajarle con una estatua con la inscripción: «A Simón, el dios Santo», en latín, Simoni Deo Sancto. Es interesante que los relatos cristianos no negasen las habilidades sobrenaturales de Simón —los textos reconocen que podía llevar a cabo hazañas asombrosas— pero sí su derecho divino a utilizarlas. La crítica parece no ser de falsificación religiosa sino de combustible religioso; Simón no obtenía su poder de Dios, sino «por virtud del arte de los demonios que operan en él».[118]

Los cristianos desacreditaban a los embaucadores. En el mundo antiguo todos se desacreditaban entre sí. Había aprecio por las ingeniosas historias de los ateos, que se contaban una y otra vez. Cuando un hombre pidió a un filósofo griego que fuera con él a un santuario a rezar, el amigo le respondió que debía pensar que Dios estaba muy sordo si no podía oírles desde donde estaban.[119]

Algunos romanos tenían tan poca paciencia con los ritos de la religión romana que la descartaban por completo. Una noche de luna en el siglo III a.C., un cónsul romano llamado Publio Claudio Pulcro decidió lanzar un ataque sorpresa contra una flota enemiga. Antes de ponerse en marcha, llevó a cabo los habituales ritos de protección requeridos previos a una acción militar. De acuerdo con estos, liberó a los pollos sagrados de su jaula. Se negaron a comer, lo que era un terrible augurio y una señal clara de que los dioses no favorecían ese intento, al que debía renunciarse. Pero no fue una señal clara para Publio Claudio Pulcro. Mientras arrojaba a los pollos al mar, se mofó: «Ya que no quieren comer, que beban», y se encaminó a lo que sería una batalla desastrosa.[120]

En el pensamiento griego y romano existía una fuerte veta escéptica. Como escribió Plinio el Viejo: «Considero fruto de la debilidad humana buscar el aspecto o la forma de Dios. Cualquiera que sea Dios, si es que es un ente distinto [...], es todo él percepción, todo él visión, todo él audición, todo él alma, todo él inteligencia, todo él el absoluto».[121] Plinio sugería que la divinidad que existiera debía encontrarse en la propia humanidad: «Dios —escribió— significa para un mortal ayudar a otro mortal».[122] Roma no era un imperio de ateos; incluso los emperadores eran deificados después de su muerte, y su «genio» o espíritu divino reverenciado a partir de entonces. Sin embargo, ni siquiera estos se lo tomaban demasiado en serio. Se dice que el emperador Vespasiano anunció la gravedad de su enfermedad mortal declarando: «¡Ay!, creo que voy a convertirme en dios».[123]



  

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