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BIBLIOGRAFÍA 2 страница



La motivación de los demonios era sencilla; si tenían seguidores humanos, tendrían sacrificios, y esos sacrificios eran su comida. Con ese fin, explicaban los escritores cristianos, los demonios habían creado todo el sistema religioso grecorromano, para procurarse «los alimentos que necesitan: el olor del humo y la sangre de las víctimas ofrecidas a sus estatuas e imágenes».[41] Pero no era solamente una cuestión de alimentación; los demonios también se deleitaban con la mera visión de la gente que dejaba de lado al verdadero dios cristiano.

Se formulaban explicaciones estrambóticas para analizar todos los aspectos de los antiguos cultos religiosos. Uno de los trucos demoníacos más retorcidos, se decía, era simular que podían predecir el futuro mediante profecías; un talento tan cautivador que hacía que los humanos corrieran a sus altares. Pero no era, tronaban los cristianos, más que una trampa. Los demonios obtenían sus supuestas «profecías» por medio del residual poder angélico que les permitía volar rápidamente; con sus alas viajaban tan rápido que podían contemplar un acontecimiento, para luego regresar y «profetizarlo» a la humanidad. Por lo tanto, los demonios parecían poder predecir, por ejemplo, el tiempo, así que «incluso anuncian las lluvias que ellos ya sienten sobre la piel».[42]

Los templos de los antiguos dioses funcionaban como centros de actividades demoníacas. Allí, los demonios se establecían en multitudes, atiborrándose de los sacrificios que los romanos hacían a los dioses. Si alguien se adentraba cautelosamente en un templo a última hora de la noche, podía oír cosas que dejaban de piedra; por ejemplo, cadáveres que parecían hablar o incluso a los propios demonios susurrando al unísono, tramando contra la humanidad. Quienes intentaban erigir construcciones cristianas sobre templos en ruinas lo hacían asumiendo el riesgo. En Turquía, unos demonios enfurecidos alzaron por los aires a un cantero que trabajaba en un nuevo monasterio y lo arrojaron por un desfiladero. Cayó centenares de metros ante sus horrorizados compañeros, rebotando en las piedras, hasta que finalmente se detuvo sobre un pedrusco en mitad del río, mucho más abajo. Tan grande era la furia de los demonios ante el avance de la Iglesia.

En estos primeros siglos, y ante esta terrible amenaza, los predicadores cristianos empezaron a exhibir un nuevo y casi histérico deseo de pureza. No era suficiente con no llevar a cabo el sacrificio personalmente; se debía evitar todo contacto con la sangre, el humo, el agua e incluso el olor de los hechos por otra gente. Quedar contaminado por el humo o el agua sagrada de los cultos antiguos era completamente intolerable. Se formulaban preguntas sobre la contaminación religiosa —que iban de lo práctico a lo más sensiblero— y se respondían con gran seriedad. A finales del siglo IV, un fiel cristiano escribió una angustiada carta a Agustín. ¿Podía un cristiano utilizar los baños usados por los paganos en festivo, preguntó, ya fuera mientras los paganos se encontraban allí o después de que se hubieran marchado? ¿Podía un cristiano sentarse en una silla de manos si un pagano se había sentado en la misma silla durante las celebraciones dedicadas a un «ídolo»? Si un cristiano sediento se encontraba con una fuente en un templo desierto, ¿podía beber de ella? Si un cristiano se estaba muriendo de hambre y veía comida en el templo de un ídolo, ¿podía comérsela?[43]

Esta tensión entre lo divino y lo doméstico persistiría. Más de 1.500 años después, a principios del siglo XX, Stephen Dedalus, el protagonista de Retrato del artista adolescente, de James Joyce, daba vueltas a cuestiones como si el bautismo con agua mineral era válido, si una pequeña partícula de la comunión contenía todo el cuerpo y toda la sangre de Cristo o solo una parte de ellos y si, en caso de que el vino consagrado se avinagrara, Jesús todavía seguiría presente en el vinagre o preferiría una cosecha más reciente. En el siglo IV, Agustín respondió a su angustiado corresponsal con una carta que terminaba con una nota de rigidez intransigente. Si un cristiano se está muriendo de hambre y la única comida que puede conseguir ha sido contaminada por el sacrificio pagano, «mejor es rehusarla con fortaleza cristiana». En otras palabras, si se trata de elegir entre la contaminación con objetos paganos y la muerte, el cristiano debe escoger la muerte sin dudarlo.[44]

Los padres de la primera Iglesia dedicaron todas sus fuerzas retóricas a los lapsos religiosos. Una y otra vez insistieron en que los cristianos no eran como los seguidores de las otras religiones. Los cristianos habían sido salvados, los demás no. Los cristianos tenían razón; las demás religiones estaban equivocadas; más que eso, estaban enfermas, locas, condenadas, o eran malvadas e inferiores. Empezó a utilizarse un nuevo y violento vocabulario de repulsa al hablar de las demás religiones y cualquier cosa relacionada con ellas, lo que significaba prácticamente cualquier ámbito de la vida romana. La religión recorría el mundo romano como las vetas el mármol. En aquel momento, los juegos con gladiadores eran precedidos por sacrificios, como también las obras de teatro, las competiciones deportivas e incluso las sesiones del Senado. Pero todo pasó a ser demoníaco y debía evitarse. En el transcurso del servicio militar, se obligó a un soldado cristiano a penetrar en un templo de los antiguos dioses. Al hacerlo, una gota de agua sagrada salpicó su túnica. Claramente incapaz de soportarla, cortó al instante esa parte de la ropa y la tiró. Los cristianos, o eso decían sus predicadores, sentían angustia cuando se veían obligados a inhalar el humo que procedía de los altares del foro; el buen cristiano prefería escupir al altar pagano y apagar el incienso antes que respirar accidentalmente el humo que desprendía. La devoción a los antiguos dioses empezó a representarse como una aterradora contaminación, una que, como la miasma en la tragedia griega, podía llevar a la catástrofe.

Las antiguas y permisivas costumbres romanas, con las que la devoción a un dios podía simplemente añadirse a la devoción a todos los demás, ya no eran aceptables, decían los pastores a sus congregaciones. Si adorabas a un dios distinto, explicaban, no estabas siendo distinto sin más. Eras demoníaco. Los demonios, decían los clérigos, moraban en las mentes de quienes practicaban las religiones antiguas. Los que criticaban el cristianismo, advertía el apologeta cristiano Tertuliano, no hablaban con un intelecto libre. Atacaban a los cristianos porque estaban bajo el control de Satanás y sus soldados de a pie. El «campo de batalla» de esos temibles soldados no era otro que «vuestras mentes, a las que, con oculta inspiración, incita y dispone para los perversos juicios y los inicuos tormentos».[45] Los demonios eran capaces de «tomar posesión de las almas de los hombres y bloquear sus corazones y hacer que dejen de creer en Cristo».[46]

Estas alusiones a los demonios, con la distancia de más de un milenio, pueden parecer triviales, casi cómicas. No lo eran. Tampoco eran mera retórica. Tenían que ver con la salvación y la condena de la humanidad, y nada podía ser más importante. Cuando Constantino entró en Roma en el 312 d.C., pudo dar la impresión de que pocas cosas iban a cambiar. El emperador, por primera vez en la historia de Roma, era un seguidor de Cristo, pero tenía la intención de permitir que los ciudadanos del imperio continuaran adorando a los dioses que habían adorado durante siglos. O eso dijo. «Ningún hombre será privado de la completa tolerancia», anunció su famoso Edicto de Milán, del 313 d.C., añadiendo que «todo hombre puede tener completa tolerancia en la práctica de cualquier devoción que haya escogido».(2)

Bonitas palabras. Que como muchas otras bonitas palabras, resultaron estar vacías. Los clérigos cristianos no podían —ni querían— permitir ese liberalismo. A sus ojos, el clamor rival de la religión romana no implicaba una oportunidad para un culto distinto pero igualmente válido; no era más que una oportunidad para la condena. El diablo se apoderaba de todo niño recién nacido y, si estaban sin bautizar, se los quedaba. ¿Cómo podía un cristiano, en buena conciencia, quedarse mirando cómo sus hermanos danzaban conscientemente con demonios?

No tenía por qué haber ocurrido de esta manera. Existe un número importante de pruebas según las cuales, mientras los pastores cristianos exigían una pureza completa, sus congregaciones eran mucho menos entusiastas. Agustín o Crisóstomo podían creer que adorar al Dios cristiano significaba renunciar a todos los demás, pero muchos de sus congregantes estaban mucho menos convencidos. De hecho, ¿qué significaba «cristiano» en ese momento? Los hábitos del politeísmo, en el que cada nuevo dios simplemente se sumaba a los anteriores, persistían. Muchos paganos añadieron alegremente la devoción al nuevo dios y a los nuevos santos cristianos a sus antiguos dioses politeístas y siguieron como antes. Las lápidas mortuorias hacen referencia a Cristo y a los dioses romanos del submundo sin ningún problema. Muchos «cristianos» podían ir a misa un día y, al siguiente, cuando un jubiloso y ebrio festival romano empezaba a apoderarse de la ciudad, abandonar al Dios verdadero e ir a beber en la celebración de los paganos, bailando hasta la madrugada. Los «cristianos» podían rezar a Dios por las cosas realmente importantes de la vida y, sin embargo, cuando deseaban algo un poco más modesto —el regreso de una vaca, ayuda con una rodilla fastidiada— acudir a espíritus un poco menos impresionantes;[47] para desesperación de sus predicadores, que sostenían que Dios, aunque también hubiera hecho el cielo y la tierra, seguía teniendo tiempo para el ganado. «Descendamos hasta las cosas más pequeñas —dijo Agustín a una congregación evidentemente desobediente—. Él mismo da la vida a vuestras gallinas.»[48]

Incluso la fe del emperador Constantino parecía inquietantemente ambigua. Existe una moneda que lo muestra de perfil junto a un dios que se parece mucho a Apolo; además de su más famosa visión cristiana, se decía que el emperador también había tenido una visión de este dios decididamente pagano.[49] Más adelante, permitió que se construyera un templo a la familia imperial, como si esta fuera divina. Con una confianza que a los cristianos modernos puede parecer asombrosa —pero que se lo habría parecido mucho menos a los antiguos politeístas, acostumbrados a la deificación de sus emperadores—, Constantino recibió el título de Igual a los Apóstoles.

Era un comportamiento que podía pasarse por alto en un emperador, pero no era lo que los obispos querían. Una nueva generación de predicadores inflexibles pronunciaba un sermón intimidatorio tras otro, en los que quedaban claras las opciones del pueblo. Al decidir a quién venerar, las congregaciones no elegían entre un dios u otro; estaban escogiendo entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. Permitir que alguien siguiera un camino distinto al del verdadero cristiano no era libertad, era crueldad. La libertad para errar era, sostendría con vigor más tarde Agustín, libertad para pecar, y pecar era arriesgar la muerte del alma. «La posibilidad de pecar —como dijo más tarde un papa— no es una libertad, sino una esclavitud».[50] Permitir que otra persona permaneciera fuera de la fe cristiana no era mostrar una encomiable tolerancia, era condenar a esa persona.

Los predicadores hablaban y, con el tiempo, la gente (alguna gente primero, mucha después) empezó a escuchar. El ritmo de la cristianización fue en aumento.

En el siglo XIX, el poeta victoriano Matthew Arnold se detuvo en la playa de Dover y escuchó «el melancólico, largo rugido en retirada» del mar de la fe, que retrocedía, dejando al hombre solo, confundido, en una llanura en penumbra. En la época de san Agustín, los cristianos oyeron el equivalente de ese ruido. Lo llamaron strepitus mundi, el «rugido del mundo».[51] No era el rugido de una religión en retirada, sino el sonido de su avance; el sonido del fluir de la cristiandad, tan imparable como una marea, sobre ciudades, países y continentes. Para Agustín, el sonido de este cambio era tan tranquilizador como melancólico lo había sido para Arnold. Cuando Agustín se enfrentó cara a cara con un grupo que aún no se había convertido al cristianismo, les dijo que debían despertar, debían escuchar el strepitus mundi.

Pero la definición de strepitus no está del todo clara. Strepitus no es un sonido feliz y tranquilizador en latín. Ni siquiera es un sonido neutral. En realidad, no es un sonido sino un ruido, un ruido inquietante. Es el ruido del traquetear de las ruedas sobre los adoquines; el ruido ensordecedor del torrente de un río caudaloso; la cacofonía de una muchedumbre agitada. Strepitus es, en el mejor de los casos, una palabra ambigua, algo que si se está en el lado correcto —por encima del río que se desborda, en el centro de la muchedumbre jubilosa— puede ser excitante, incluso impresionante. Pero los ríos pueden arrastrarte con ellos; las muchedumbres, si se vuelven contra ti, pueden matarte. Cuando Agustín dijo a esa gente que aún no se había convertido que despertaran y escucharan el strepitus mundi era, en parte, una invitación a la celebración cristiana. También era, de manera inconfundible, una amenaza.

Oponerse a la religión de otros o reprimir su devoción no eran, decían los clérigos a sus congregaciones, actos de maldad o intolerancia. Se contaban entre las acciones más virtuosas que los hombres podían hacer. La Biblia misma lo exigía. Como instruían las palabras inflexibles del Deuteronomio: «Y derribaréis sus altares, y quebraréis sus imágenes, y sus bosques consumiréis con fuego; y destruiréis las esculturas de sus dioses, y extirparéis el nombre de ellas de aquel lugar».[52]

Los cristianos del Imperio romano escucharon. Y a medida que avanzaba el siglo IV, empezaron a obedecer.


 3

LA SABIDURÍA ES NECEDAD

Una completa basura.

CELSO, intelectual griego, sobre el Antiguo Testamento

A principios del 163 d.C., algunas de las figuras más glamurosas de la Roma del siglo II se reunieron en una sala particularmente poco glamurosa. Esa gente no solo era rica, también era algo que en esa época se consideraba mucho más chic: la élite intelectual del imperio. Entre la multitud reunida, se podía distinguir a filósofos, académicos y pensadores eminentes.

Ante este ilustre grupo, sin embargo, se encontraba un invitado mucho menos distinguido. En un gran tablón, en la cabecera de la sala, con las extremidades fuertemente atadas con cuerdas, había un cerdo con un aspecto indudablemente alterado.

Un joven dio un paso adelante y ocupó su espacio junto al cerdo. Tenía poco más de treinta años, pero su actitud era confiada, incluso arrogante; tenía el aire de un intérprete que sabía que pronto tendría al público en la palma de la mano. Era Galeno. En breve, se convertiría en el médico más renombrado de Roma y, en unas pocas décadas, en el más famoso del Imperio romano. Después de su muerte, su fama se extendería a todo el hemisferio occidental. Pero eso estaba aún por llegar. Ese día, en esa sala, Galeno era poco más que un hombre con un cerdo. Y en apenas unos momentos, por medio de una virtuosa exhibición de precisión quirúrgica, iba a robarle sus chillidos.

Reuniones así no eran infrecuentes en la época. En ese momento, el intelectual estaba de moda. Incluso el emperador era un filósofo, y no uno malo; aún hoy, las Meditaciones de Marco Aurelio son muy leídas. La cirugía se había convertido en un deporte popular para los espectadores, y los ciudadanos educados se apelotonaban para ver cómo se disecaba un animal con el mismo entusiasmo con el que antes habrían escuchado las melodramáticas declamaciones de un poeta trágico. Los que asistían a esas interpretaciones necesitaban mentes curiosas, gran capacidad de atención (puesto que las demostraciones podían durar días) y estómagos fuertes. Uno de los trucos favoritos de Galeno era atar un animal al tablero y sacarle el corazón aún latiente. Después, se invitaba a los miembros del público a apretar el músculo, pero con cuidado; el corazón húmedo y palpitante podía escurrirse entre los dedos inexpertos. A veces, para darle un dramatismo antropomórfico, Galeno utilizaba un simio, aunque sus expresiones de agonía podrían ser tan vívidas que resultaban poco atractivas. Para este experimento en concreto prefería los cerdos, como dijo en uno de sus apartes más sinceros, «sea porque el simio no presenta ventajas en tales disecciones, sea porque el espectáculo es desagradable».[53]

Y algo «desagradable» no era lo que quería Galeno, sino el asombro y la admiración de su público, y practicaba incansablemente para conseguirlos. Galeno había ensayado la representación —y no nos equivoquemos, la disección para él era justo eso— de manera incesante. Todo, desde los experimentos que escogía hasta el modo en que blandía los refulgentes instrumentos de acero, lo había practicado con la misma obsesión con la que un mago pule su juego de manos. Galeno era un consumado artista. Era trabajador, brillante y tremendamente vanidoso. «Ya de adolescente —escribió más tarde—, miraba por encima del hombro a mis maestros».[54] Su talento como sanador, posteriormente, solo encontraría rival en su talento para irritar.

Pero sus habilidades eran increíbles. Transcurrirían siglos antes de que muchas de las observaciones de Galeno se mejoraran. Su comprensión de la neuroanatomía no se superaría hasta el siglo XVII; su entendimiento de determinadas funciones del cerebro no se mejoraría hasta el siglo XIX.[55] Fue Galeno quien demostró que las arterias contenían sangre y no, como se había pensado, aire o leche. Fue Galeno quien demostró que la médula espinal era una extensión del cerebro y que cuanto más alto se cortara, más movimiento se perdía.

Adviértase la palabra «demostró». Galeno sabía que la disección era un buen espectáculo, pero para él no se trataba simplemente de un espectáculo. Era completamente esencial para comprender cómo funcionaban los cuerpos. Como escribió: «la anatomía de los muertos enseña la posición [...] de las partes; la de los vivos puede revelar las funciones». Sus escritos están repletos de frases empíricas: «entonces se puede mostrar...», escribe en un momento dado; «ya se ha visto todo esto demostrado públicamente», añade en otra ocasión; «como se puede observar...» escribe en tercer lugar.[56] Era un empírico(3) devoto y no sentía más que el desdén más profundo por quien no lo fuera. Después de describir el experimento para mostrar lo que contienen las arterias, Galeno escribió desdeñosamente que nunca había visto leche en ellas «ni nadie que se decida a hacer el experimento la verá».[57]

En Roma, la prueba funcionó. Galeno ató algunos nervios, que parecían cabellos, en la laringe del cerdo, cuyo chillido quedó silenciado, y su reputación en la capital del imperio —y por lo tanto en la historia— quedó asegurada.

Sin embargo, había un grupo de gente a la que ni siquiera el gran Galeno logró convencer. Era un grupo que no formaba sus creencias a partir de experimentos u observaciones, sino únicamente a partir de la fe, y que, aún peor, en realidad estaba orgulloso de ello. Estas personas peculiares eran para Galeno el epítome del dogmatismo intelectual. Cuando quería comunicar adecuadamente la estupidez de otro grupo de médicos, Galeno utilizaba a esa gente como analogía para expresar la profundidad de su irritación. Eran los cristianos.

Para mostrar hasta qué punto otros doctores eran dogmáticos, utilizaba la frase: «Uno podría enseñar más fácilmente novedades a los seguidores de Moisés y Cristo».[58] En otros lugares, denigraba a los médicos que ofrecían sus opiniones sobre el cuerpo sin demostraciones que respaldaran sus afirmaciones diciendo que escucharles era «como si uno hubiera entrado en la escuela de Moisés y Cristo [y hubiera oído] hablar de leyes sin demostrar».[59] Galeno tampoco le daba importancia alguna al propio Moisés. «El método que sigue en sus libros —escribió Galeno con desaprobación—, consiste en escribir sin ofrecer pruebas, diciendo, “Dios ordenó, Dios dijo”».[60]

Para un protoempírico como Galeno, eso era un error cardinal. El progreso intelectual dependía de la libertad para preguntar, cuestionar, dudar y, por encima de todo, experimentar. En el mundo de Galeno, solo los que carecían de educación creían en cosas sin motivo. Para mostrar algo, uno no solo tenía que decir que era así. Había que probarlo, hacer la demostración. Lo contrario era, para Galeno, el método de un idiota. El método de un cristiano.

Más o menos en la misma época en que Galeno torturaba cerdos en Roma, otro intelectual griego estaba llevando a cabo una disección bastante distinta: estaba despedazando intelectualmente, sin piedad, el cristianismo.

Era una experiencia nueva para todos los implicados. Durante los primeros ciento y pico de años de cristianismo, no hay menciones a la nueva religión en los escritos romanos. Después, alrededor del paso al siglo II, empezaron a aparecer, aunque de manera fragmentaria y gradual, en los textos de los no cristianos. En el 111 d.C., hay una carta de Plinio, el gobernador romano. Después, unos cuantos años más tarde, aparecen algunas referencias seductoramente breves en historias romanas; una breve sección en los Anales del historiador Tácito y otra mención en una historia de Suetonio. Y eso era todo. Ninguna de esas descripciones era particularmente detallada. Sin duda, ninguna era larga, unos párrafos en total. Pero ¿por qué deberían haber sido más extensas? El cristianismo podía considerarse a sí mismo como la única verdad, pero para la mayoría de la gente era poco más que un culto oriental excéntrico y con frecuencia irritante. ¿Por qué perder el tiempo rebatiéndolo?

Cincuenta años después, todo cambió. De repente, alrededor del 170 d.C., un intelectual griego llamado Celso lanzó un ataque monumental y vitriólico contra la religión. Está claro que, a diferencia de otros escritores que hasta entonces habían escrito sobre el cristianismo, Celso sabía mucho sobre él. Había leído las escrituras cristianas, y no solo eso; las había estudiado con gran detalle. Lo conocía todo, desde la creación hasta la virginidad de María y la doctrina de la Resurrección.

Está igualmente claro que lo aborrece todo y, con frases juguetonas, sardónicas y en ocasiones muy sencillas, lo refuta vigorosamente. ¿La virginidad? Una tontería, escribe, un soldado romano había dejado embarazada a María.[61] La creación es «absurda» y los libros de Moisés son una basura, mientras que la idea de la resurrección del cuerpo es «abominable» y, en un sentido práctico, ridícula: «esperanza, por cierto, digna de gusanos. Porque ¿qué alma de hombre echaría otra vez de menos un cuerpo podrido?».[62]

Lo que también está claro es que en Celso hay algo más que desdén. Está preocupado. Su escritura está impregnada de una clara ansiedad ante la posibilidad de que esta religión —una religión que él considera estúpida, perniciosa y vulgar— pudiera extenderse más y, al hacerlo, herir a Roma.

Más de 1.500 años después, el historiador inglés del siglo XVIII Edward Gibbon sacaría conclusiones similares y atribuiría con firmeza parte de la culpa de la caída del Imperio romano al cristianismo. La creencia de los cristianos en su futuro reino celestial los hizo peligrosamente indiferentes a las necesidades del mundo terrenal. Los cristianos eludían el servicio militar, el clero predicaba la pusilanimidad y unas grandes cantidades de dinero público se derrochaban entre las «multitudes inútiles» de los monjes y las monjas de la Iglesia, en lugar de gastarse en ejércitos protectores.[63] Mostraban, creía Gibbon, una «indolente e incluso criminal falta de interés por el bienestar público».[64]

La Iglesia católica y sus «multitudes inútiles», a su vez, mostraron un glorioso desdén por los argumentos de Gibbon, y rápidamente pusieron su Decadencia y caída del Imperio romano en el Index Librorum Prohibitorum, su lista de libros prohibidos.(4) Hasta en la liberal Inglaterra, el ambiente se volvió intensamente hostil hacia el historiador. Gibbon dijo más tarde que le había conmocionado la respuesta a su obra. «Si hubiera creído —escribió—, que la mayoría de los lectores ingleses se sentían tan afectuosamente vinculados al nombre y la sombra de la cristiandad [...] quizá podría haber suavizado los dos capítulos ofensivos, que crearían muchos enemigos y conciliarían a pocos amigos.»[65]

Celso tampoco suavizó su ataque. Este primer asalto contra el cristianismo fue cruel, poderoso y, como el de Gibbon, enormemente ameno. Pero a diferencia de Gibbon, hoy casi nadie ha oído hablar de Celso y aún menos ha leído su obra. Porque los miedos de Celso se hicieron realidad. El cristianismo siguió expandiéndose, y no solo entre las clases bajas. Ciento cincuenta años después de la crítica de Celso, hasta el emperador de Roma se declaraba seguidor de esa religión. Lo que sucedió después fue mucho más grave que cualquier cosa que Celso hubiera podido imaginar. El cristianismo no solo ganó partidarios, sino que prohibió que la gente adorara a los antiguos dioses romanos y griegos. Con el tiempo, llegó a prohibir que cualquiera disintiera de lo que Celso había considerado sus estúpidas enseñanzas. Por escoger un ejemplo entre muchos, en el 386 d.C. se aprobó una ley que tenía como objetivo a «quienes discuten de religión» en público. Esa gente, advertía la ley, eran los «perturbadores de la paz de la Iglesia» y «pagarán el castigo por alta traición con sus vidas y su sangre».[66]



  

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