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EL EJÉRCITO INVISIBLE

He aquí os doy potestad de hollar sobre las serpientes y sobre los escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo.

SAN LUCAS, 10:19

Satanás sabía cómo tentar a san Antonio. Un día, en un lejano rincón del Imperio romano, en Egipto, este próspero joven llamó la atención del maligno al hacer algo que en aquel momento era muy inusual. Con alrededor de veinte años, Antonio abandonó su casa, vendió sus posesiones, regaló todas sus tierras y se fue a vivir a una pocilga.[18]

El mundo romano del 270 d.C. no solía celebrar la vida sencilla. De hecho, si entonces Satanás hubiera echado un vistazo por ese territorio, se habría permitido una expresión satisfecha ante lo que era un trabajo bien hecho. Los pecados de lascivia, glotonería y avaricia acechaban por todas partes. Mientras que en el pasado los aristócratas romanos se habían enorgullecido de llevar túnicas sencillas tejidas en casa, ahora los ricos paseaban sudando bajo tejidos morados con refulgentes bordados de oro. Las mujeres eran aún peores, llevaban sandalias con joyas incrustadas y caros vestidos de seda, tan diáfanos que se podía ver cada curva de su cuerpo aunque fueran completamente vestidas. Aunque hubo un tiempo en el que un noble romano se habría jactado de disfrutar de fortalecedores chapuzones fríos en el serpenteante Tíber, esta generación prefería acudir a las casas de baños barrocamente decoradas y llevar consigo incontables botellas plateadas de ungüentos que tintineaban al paso.

El comportamiento en esas salas llenas de vapor, se decía, era disipado. Las mujeres se desnudaban y se permitían tener esclavos, cuyos dedos refulgían con aceite, que frotaban cada centímetro de sus cuerpos. Los hombres y las mujeres se bañaban juntos, y como señalaba un observador de la época «allí se desnudan en busca de la incontinencia» y «arrojan el pudor con la túnica».[19] El escritor, avergonzado, no pudo más que mascullar palabras abstractas sobre la «lujuriosa lascivia» y la «ardiente concupiscencia» que podían surgir en esas húmedas habitaciones. Los frescos en las casas de baños de Pompeya eran bastante más precisos. En un vestuario, sobre una repisa en la que los bañistas dejaban la ropa, había una pequeña pintura de un hombre practicando sexo oral a una mujer. De hecho, sobre cada una de las repisas de la sala había una imagen distinta: un trío en una; sexo lésbico en otra, etcétera. Un método mucho más memorable de marcar dónde se dejaba la ropa, se ha especulado, que un número de taquilla.

Si Satanás hubiera contemplado las mesas donde se comía en el imperio, podría haber concluido con satisfacción que ahí el comportamiento mejoraba bien poco. Siglos antes, el emperador Augusto se deleitaba (con cierta ostentación) con una simple dieta a base de pan tosco y queso hecho a mano. Esa frugalidad no duró mucho; pronto, los gourmets beberían vinos de cien años de antigüedad enfriados con agua de nieve y servidos en jarras con joyas, y se harían traer las ostras de Abidos. Todo esto, mientras muchos morían de hambre. Aunque ni siquiera los que se hallaban en las mejores mesas podían dar por sentado la mejor comida y la mejor bebida; en este ostentoso y jerárquico mundo, los anfitriones estratificaban el vino que servían a sus invitados y daban el peor a los comensales menos importantes, el mediocre a los mediocres y el mejor a los invitados más selectos.

Antes de partir hacia esa pocilga, el joven Antonio había sido la clase de hombre que, con el tiempo, se habría ganado beber los mejores vinos en el banquete. Era provinciano, cierto, pero también era joven, guapo, delgado y sano; había recibido una educación razonable (aunque, a la entonces honrosa manera de los jóvenes privilegiados, había declinado sacarle partido), y era rico; no hacía mucho, había heredado cientos de hectáreas de tierras de cultivo envidiablemente fértiles. Tenía la edad justa en la que un hombre debía empezar a dejar su huella en el mundo.

En lugar de eso, Antonio lo abandonó todo. Poco después de la muerte de sus padres, se encontraba en la iglesia cuando oyó la lectura de un capítulo del Evangelio según Mateo. «Si quieres ser perfecto —decía—, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme.»[20] Y, sin titubear, eso hizo. Quince años más tarde, Antonio —pronto sería tan famoso que bastaba mencionarlo por su nombre de pila— decidió llegar incluso más allá, al proponerse ir a vivir a un fuerte romano abandonado, en el borde del desierto egipcio, donde permaneció veinte años. Más tarde, iría aún más lejos, al hacer de una montaña junto al Mar Rojo su hogar. Permaneció ahí hasta que murió en el 356 d.C.

Antonio no era uno de los gourmets del imperio. No había lampreas sicilianas para él; solo comía pan, sal y agua, y muy poco de cada cosa, únicamente una vez al día y tras la puesta de sol. Su dieta no debió causar mucha envidia, mientras vivió en el fuerte, solo le llevaban pan dos veces al año. Contados aspectos de su vida habrían tentado el apetito de un esteta. Antonio dormía sobre una simple esterilla de junco y se cubría con una manta de pelo de cabra. Con frecuencia no dormía, pues prefería pasarse la noche despierto, rezando. Mientras otros jóvenes se embadurnaban con caros perfumes y ungüentos y se depilaban con tanta frecuencia que (murmuraban los moralistas) era imposible distinguir la mandíbula de un joven de la de una mujer, Antonio castigaba su cuerpo. Lo maltrataba a diario, se negaba a utilizar aceites para ungirlo y limpiarlo, llevaba un cilicio y nunca se lavaba. Solo se quitaba el barro de los pies cuando tenía que cruzar un riachuelo. Se decía que nadie vio su cuerpo desnudo hasta que murió.

La suya fue una vida dedicada al aislamiento, la humildad (o, por darle un lustre menos cristiano, la humillación) y la abnegación. Pero, apenas unas décadas después de su muerte, Antonio se convirtió en una celebridad. La historia de su vida, escrita por un obispo llamado Atanasio, fue una éxito literario, devorado por lectores desde Egipto hasta Italia, y continuó siendo un superventas durante siglos. Los jóvenes leían este relato de autonegación castigadora e, inspirados y en un gesto de imitación, se encaminaban al desierto. Fueron tantos hombres, se decía, que los monjes convirtieron el desierto en una ciudad. Con los siglos, se veneraría a Antonio como padre fundador del monasticismo, uno de los hombres más influyentes en la historia de la cristiandad. Pocos años después de su muerte, la gente ya había empezado a reconocer su importancia. Cuando san Agustín supo de la vida austera de Antonio, parece que se quedó tan conmovido por su fuerza que salió corriendo de su casa al jardín, se arrancó el pelo y se golpeó la cabeza con las manos. Esos hombres simples, dijo, estaban alzándose y «se apropian del cielo».[21]

No todo el mundo estaba tan entusiasmado. Según Atanasio, Satanás miró al santo insomne que vestía un cilicio y sintió repulsa. Era una virtud intolerable en alguien tan joven, y el príncipe de las tinieblas tenía que actuar. No tuvo dudas acerca de la forma que adquiriría su ataque: Antonio era un hombre que se mofaba de los placeres de la carne, de modo que sería con los placeres de la carne con lo que lo tentaría. Los pensamientos impuros eran, explica Atanasio, el arma habitual de Satanás para tentar a los jóvenes, y, así, empezó a mandar sueños seductores para perturbar las noches del inocente. Por desgracia, el santo Antonio resistió; los expulsó con el poder del rezo constante.

El diablo se vio obligado a adoptar una tentación de nivel superior. Una noche, el retorcido Satanás adoptó la forma de una hermosa joven, sin omitir, añade Atanasio, un maestro del matiz intrigante, «ningún detalle que pudiera provocar pensamientos lascivos». Antonio batalló, pero se mantuvo firme al recordar «las amenazas del fuego y el tormento del gusano».[22] Satanás apretó los dientes con furia, pero aún no había terminado. Decidió jugar su mejor carta, una aparición en la forma de un niño negro que se postró a los pies de Antonio. Mientras yacía allí, el demonio anunció que era «amigo de la fornicación» y fanfarroneó sobre cuántas almas castas había echado a perder. Antonio respondió con el canto de un salmo, un acto que era, incluso en esas circunstancias, tan poco afrodisíaco, que el niño desapareció al instante.[23]

Quizá Antonio hubiera ganado esas primeras batallas, pero la guerra con el maligno no había, ni mucho menos, terminado. Durante las décadas siguientes, mientras se desplazaba por el vacío del desierto, se enfrentó a repetidos ataques infernales. Unos demonios lo apalearon tan gravemente que quedó incapacitado para hablar. Vio cómo las reglas de la naturaleza se incumplían: de la nada aparecía plata que después desaparecía como el humo; las paredes se convertían en aire y escorpiones; aparecían en tropel leones y víboras que lo atacaban. Hasta vio al propio Satanás; se le apareció a Antonio del mismo modo que a Job. Sus ojos eran como el lucero del alba, su boca arrojaba incienso, en su pelo refulgían las llamas, le salía humo por las fosas nasales y su aliento era como carbón encendido. A Antonio, escribió su biógrafo, le «inspiró terror».[24]

Hoy, la historia de cómo la cristiandad conquistó Roma se cuenta en tranquilizadores términos laicos. Es un relato de emperadores debilitados y ejércitos bárbaros invasores; de impuestos punitivos, plagas espantosas y un populacho cansado y perezoso. Cuando en estas historias se menciona la religión, con frecuencia adquiere un papel psicológico. Fue, dice el planteamiento, una era de ansiedad. La enfermedad, la guerra, la hambruna y la muerte, por no mencionar el horror igualmente inevitable del recaudador de impuestos, campaban por el imperio. En el siglo III, durante un periodo de cincuenta años, no menos de veintiséis emperadores y quizá otros tantos, si no más, usurpadores, reclamaron el poder. Los bárbaros, aunque no estaban aún a las puertas de Roma, sin duda se concentraban cerca, para llevar a cabo incursiones en Britania, la Galia, Hispania, Mauritania y hasta en la propia península Itálica. Justo cuando parecía que las cosas no podían ponerse peor, se desencadenó una terrible plaga; las víctimas se «agitaban con un vómito continuo», tenían los ojos «encendidos, inyectados en sangre»; los pies y partes de las extremidades quedaban amputados «por el contagio de una enfermiza putrefacción»; por no mencionar otras aflicciones todavía menos agradables.[25]

¿Quién, dicen los relatos tradicionales de la cristiandad, no buscaría consuelo en tiempos así? ¿Quién no se vería arrastrado a una religión que consolaba a sus seguidores con que, si no en esta vida, quizá en la siguiente, las cosas serían un poco más placenteras? ¿Quién no desearía que le dijeran que alguien, en algún lugar, tenía un plan, y que todo esto era parte de él? Como afirmó un historiador del siglo XX: «En una era de ansiedad, cualquier credo “totalitarista” ejerce una poderosa atracción; solo hay que pensar en el atractivo que tiene el comunismo para muchas mentes desorientadas en nuestro tiempo».[26]

Sin embargo, sigue ese argumento, las viejas religiones de Roma no ofrecían ese consuelo. Ni mucho menos. El submundo grecorromano era un lugar en el que se torturaba a Tántalo con la sed y Sísifo pasaba los días empujando una piedra montaña arriba, solo para ver cómo volvía a caer ladera abajo. Difícilmente era el sitio al que una querría retirarse. El sistema religioso grecorromano tampoco ofrecía mucha orientación a los vivos. Estos cultos no aportaban un manual de moral para la vida cotidiana. No emitían mandamientos, catecismos o credos para guiar a las almas en la incerteza entre el nacimiento y la muerte. Había reglas generales y demandas de sacrificios. Es cierto que, allí donde la religión no llegaba, podía hacer aparición la filosofía para ofrecer cierto consuelo, pero, puesto que la filosofía estoica de «al mal tiempo buena cara» era una de las más populares de la época, en el mejor de los casos suponía un magro consuelo. «Teatro es toda la vida, y juego», escribió desoladamente un poeta griego posterior:

o aprendes a jugar

dejando de lado las preocupaciones,

o soporta los dolores.[27]

Entonces, en ese gélido mundo nihilista, estalló el cristianismo. La nueva religión no solo aportaba consuelo, compañía y un sentido a esta vida, sino que además ofrecía la promesa de la felicidad eterna en la siguiente. Y, por si todo eso no fuera suficientemente tentador, la cristiandad pronto tuvo más cosas que ofrecer a los conversos. En el 312 d.C., el propio emperador Constantino se proclamó seguidor de Cristo. Bajo sus auspicios, la Iglesia no tardó en ser eximida de impuestos, y se empezó a recompensar a su jerarquía con generosidad. Los obispos cobraban cinco veces más que los profesores, seis veces más que los médicos, tanto como un gobernador local. Gozo eterno en la próxima vida, promoción burocrática en esta. ¿Qué más se podía desear?

Eso es lo que dice el relato tradicional. Y, de hecho, tiene una buena parte de verdad. Sin duda el atractivo del dinero, la riqueza, el estatus, así como la idea de la vida eterna (más allá del auténtico buen juicio y la bondad de muchas de las enseñanzas de Jesús) debieron de tener efecto en las masas dispuestas a unirse a esa religión relativamente joven.

Pero no es así como se vendió el cristianismo en el siglo IV. La Iglesia no se presentó como una manera de mejorar la cuenta de los impuestos o como un bálsamo para la ansiedad. El cristianismo no se ofreció al Imperio romano como una fuente de consuelo eclesiástica frente a los males del mundo. No se trataba de escoger un modo de vivir. Ni siquiera era una cuestión sobre la vida o la muerte. Era algo mucho más importante que eso.

Se trataba de una guerra. La lucha para convertir al imperio fue nada menos que una batalla entre el bien y el mal, entre las fuerzas de la oscuridad y las de la luz. Fue una batalla entre Dios y el mismo Satanás.


 2

EL CAMPO DE BATALLA DE LOS DEMONIOS

Legión me llamo; porque somos muchos.

SAN MARCOS, 5:9

Este periodo fue, para la Iglesia posterior, una época de héroes. En esos días, los grandes gigantes de la Iglesia todavía caminaban por la tierra; fue un tiempo en el que san Agustín podía conversar con san Ambrosio o escribir una carta a san Jerónimo. Muchos de sus nombres son bien conocidos aún hoy. Hemos oído hablar del emperador Constantino, de san Martín y de san Antonio, o al menos de su monasterio. Podemos incluso conocer algunos detalles sobre ellos que los convierten en seres de carne y hueso; que Constantino fundó Constantinopla y que (esto es menos atractivo) hirvió a su mujer en un baño; que Agustín tenía una madre controladora o que, siendo joven, deseó que Dios le hiciera casto (pero no de inmediato). Es un periodo que puede resultar familiar.[28]

No deberíamos dejarnos engañar. Esto ocurrió en otra región, donde las cosas se hacían de manera diferente. Era una época en la que un monje podía hablar en persona con Cristo, caminar con Juan el Bautista y sentir cómo las lágrimas de un profeta caían del cielo sobre su piel. El mundo, entonces, todavía resplandecía con milagros; aún se sanaba a los ciegos, los fieles aún resucitaban, los santos andaban todavía sobre las aguas. Era un lugar extraño, etéreo; un mundo como el del poeta William Blake, en el que las puertas de la percepción religiosa estaban completamente abiertas, un mundo en el que un hombre santo podía transformarse en una llama titilante, viajar sobre una nube reluciente o derrotar sin ayuda a un ejército de bárbaros, armado únicamente con una espada en llamas.

Era también un mundo de apariciones diabólicas, no solo de los santos; un lugar en el que Satanás podía pasar a tu lado por un camino y un demonio podía sentarse frente a ti en la cena; un mundo en el que el alma inmortal estaba en peligro perpetuo. Las hordas bárbaras que empezaban a roer las fronteras del imperio palidecían en comparación con el espantoso ejército de demonios que, según los escritores cristianos, ya avanzaba en manada, a grandes zancadas, deslizándose a través de él. Como el demonio había anunciado en el Evangelio según Marcos: «Legión me llamo; porque somos muchos».[29] Esto, para gran parte de los escritores cristianos de la época, no era una simple metáfora. Los demonios y la amenaza que estos planteaban eran reales.

Los historiadores modernos, que tienden a ignorar las demonologías con un silencio que habla con elocuencia de su bochorno, pueden haberlos olvidado, pero esos diablos obsesionaron y, quizá, incluso poseyeron, a algunas de las mejores mentes de la primera cristiandad. Los demonios merodean por las páginas de la Ciudad de Dios de san Agustín —o, para darle su título completo y con frecuencia olvidado, La Ciudad de Dios contra los paganos— y son un enemigo temible. Eran, escribió el santo, «maestros de la depravación que se deleitan en la obscenidad».[30]

Enfrentados a esta amenaza múltiple, los escritores cristianos se movilizaron. Con el cuidado de unos naturalistas victorianos, los historiadores, los teólogos y los monjes de finales del siglo IV empezaron a observar y registrar las costumbres de esta raza malvada. En sus escritos, de una especificidad propia de Linneo, un monje dividió todos los pensamientos demoníacos en ocho categorías principales: gula, lujuria, avaricia, tristeza, cólera, acedía, vanagloria y orgullo. Si esta lista resulta familiar es porque constituiría la base del concepto medieval de pecado mortal (el total final fue de siete porque la vanagloria, quizá de manera coherente, quedó incluida en otro pecado).

Estas descripciones demoníacas no se hacían, o no solamente, por su interés intrínseco, aunque algunos monjes reconocieran cierta tendencia a demorarse demasiado en las reflexiones sobre las apariciones más pornográficas. Más bien, esas precisas descripciones se consideraban un objetivo valioso en la lucha cristiana contra el mal. El conocimiento, se pensaba, era poder. Si conocías los rasgos distintivos de los demonios, sus costumbres y sus métodos de ataque, entonces, al igual que un soldado que leyera La guerra de las Galias de Julio César antes de partir a luchar en el norte de Europa, estarías más preparado para enfrentarte a este aterrador enemigo.

Aparecieron complejas demonologías que lo explicaban todo, desde la creación de estas criaturas (una caída miltoniana de la gracia), hasta su pestilencia (repugnante), su geografía (Roma era uno de sus lugares favoritos), el tacto de su piel (mortalmente frío) e incluso sus costumbres sexuales (variadas, imaginativas y persistentes). Todo se tenía en cuenta, también el modo en que los demonios planeaban superar las dificultades logísticas y lingüísticas que implicaba la dominación del mundo. «No debemos pensar que existe un espíritu de la fornicación que seduce a una persona que, por ejemplo, comete fornicación en Britania», escribió un antiguo observador, «y otro para la persona que lo hace en la India». En lugar de eso, explicaba, había innumerables espíritus, todo un «ejército abominable» que, bajo su líder Satanás, acosaba al mundo entero y lo atraía al pecado.[31]

Parte del poder de los demonios era su extraordinaria rapidez; podían aparecer prácticamente en cualquier parte, en cualquier momento. Como los ángeles que antes habían sido, estos demonios tenían alas y, por lo tanto, eran capaces de recorrer asombrosas distancias a gran velocidad para hacer el mal y, en general, alarmar al populacho. Al despertar, un hombre se encontró una nube de demonios volando en su cara como una bandada de cuervos. «En el mismo momento están en todas partes —escribió un cronista antiguo—. El orbe entero es para ellos un solo lugar.»[32] Los demonios, advertían otros escritores, hacían ruidos terribles; podían chillar, aullar, susurrar o incluso (lo más odioso de todo) hablar. Podían azotar, pegar, morder, quemar y dejar marcas en la piel «como las hechas con un vaso». Lo más aborrecible era el objetivo de esas criaturas, nada menos que «la perdición de la humanidad».[33]

Los métodos de ataque demoníaco eran numerosos y variados, según la persona a la que se atacase y el demonio que llevara a cabo ese ataque. Los demonios podían, y así lo hacían, aparecerse como un espectáculo llamativo, aunque por lo general se ahorraban las exhibiciones más infernales para sus enemigos más santos. A Antonio se le aparecieron como lobos y escorpiones. En otras ocasiones, se presentaron ante oponentes menos santos de maneras en apariencia inocuas, incluso agradables; como un colega monje, como una mujer hermosa, como niños desnudos o incluso como ángeles. Un monje anciano se vio «asediado» por unas mujeres desnudas que se sentaron junto a él durante la comida, mientras que otro vio cómo un demonio se afianzaba en su regazo en la forma de una niña etíope que había visto de joven. Otro monje recibió en el monasterio la visita de una aparición particularmente intemporal, un funcionario de rango medio del Gobierno. El funcionario agarró al monje, que empezó a forcejear con él. A medida que se desarrollaba la pelea, el monje se dio cuenta de que no estaba en presencia de la burocracia sino (la distinción parece ser muy sutil) de la pura maldad. Eso, se dio cuenta, era un demonio.

Algunas descripciones de los ataques demoníacos tienen una precisión casi proustiana. Un monje registró los actos de lo que llamó el «demonio del mediodía», que atacaba entre las diez de la mañana y las dos de la tarde. Durante esas horas, el monje debía estar trabajando, pero ese demonio en concreto se lo impedía y hacía «que el sol parezca avanzar lento e incluso inmóvil y que el día aparente tener cincuenta horas. A continuación, lo apremia a dirigir la vista una y otra vez hacia la ventana y a salir de la celda, para observar cuánto dista el sol de la hora nona», la hora de la cena. El demonio podía entonces obligar al monje a sacar la cabeza de la celda para ver si allí había otros hermanos. Luego, al calor del sol de mediodía, el monje halla que «se frota los ojos y estira las manos, aparta los ojos de su libro y contempla la pared. Después regresa al libro y lee un poco. Mientras lo despliega, se preocupa por la condición de los textos [...], critica la ortografía y la decoración. Finalmente, cierra el libro, lo coloca bajo su cabeza y se sume en un sueño ligero».[34]

Para la mayoría de la humanidad, sin embargo, los demonios llevaban a cabo su trabajo con medios más pedestres, aunque insidiosos, como la incitación y la tentación, metiendo en las cabezas de los hombres (y estos relatos son todos obra de hombres) ideas que eran aparentemente incapaces de resistir. Para hacer frente a estos susurros diabólicos, un monje creó un manual con citas para responder a casi cualquiera de esas apariciones. De una manera muy parecida a las antiguas guías de viajes, que contenían frases comunes sobre qué decir en una estación de tren en el extranjero, este libro ofrecía frases útiles, todas ellas de la Biblia, que se podían utilizar en caso de ataque demoníaco. Si uno se encontraba atormentado por un pensamiento que sugería que un vaso de vino podía sentarle bien, podía responder píamente: «Quien se deleita y entretiene con el vino dejará deshonra en sus fortalezas», y, con suerte, la tentación desaparecería.[35] El libro es conciso y ofrece 498 pasajes que se pueden utilizar como y cuando la necesidad lo dictamine. Es gracioso preguntarse si los monjes del siglo IV, al igual que los viajeros contemporáneos, que pueden preguntar dónde está la estación pero no pueden entender la respuesta, se sentían confundidos cuando su interlocutor no se ajustaba exactamente al guion preestablecido.

Una consecuencia del concepto de los demonios fue que los pensamientos malvados pasaron a ser culpa del demonio y no del hombre; una peculiaridad exculpatoria que significaba que incluso los pensamientos más pecaminosos podían ser —y eran— libremente reconocidos. En escritos de una sinceridad asombrosa, la mentalidad monacal queda al descubierto cuando los monjes confiesan verse martirizados por visiones de mujeres desnudas —por no mencionar de otros monjes— «que cometen el pecado obsceno de la fornicación»; visiones que dejaban su alma atormentada y sus muslos ardientes. Los monjes escriben sentirse tan abrumados por los pensamientos sexuales que se ven obligados a ponerse «inmediatamente de pie y caminar en nuestra celda hacia delante y hacia atrás con pasos amplios y enérgicos».[36] Una fantasmagoría erótica bailaba —a veces muy literalmente— ante sus ojos mientras el demonio de la fornicación —un demonio taimado «que imita la forma de una hermosa mujer desnuda, lujuriosa en su andar, su cuerpo entero obscenamente disipado»— los excitaba.

En una intrigante tentación combinada, un viejo monje tenía una visión en la que lo atraían no solo unos cuerpos lozanos, sino también la comida y el fruto prohibido del «otro». Mientras estaba sentado en su celda, un «joven sarraceno», como lo describe, que portaba una cesta de pan, se encaramó a su ventana y empezó a balancearse, preguntando: «Anciano, ¿bailo bien?».[37] El confesor no siempre disipaba por completo la culpa. El mismo monje que había escrito sobre aquellos muslos ardientes también, con cierto malestar, escribió que «el demonio me amenaza con juramentos diciéndome: “Te pondré en ridículo y te llenaré de vergüenza frente a los demás monjes, porque estaré a la búsqueda de todo tipo de pensamiento impuro para después manifestarlo”».[38] Incluso a esta distancia, la percepción de un alma dolida por una confianza desairada es inconfundible.

Pero, por alarmantes que fueran los demonios de la fornicación, los más temibles se hallaban, como moscas que revoloteasen sobre un cadáver, junto a los dioses tradicionales del imperio. Júpiter, Afrodita, Baco o Isis, todos ellos, a ojos de esos escritores cristianos, eran demoníacos. Sermón tras sermón, tratado tras tratado, los predicadores y escritores cristianos recordaban a los fieles, con un lenguaje violentamente reprobador, que el «error» de las religiones paganas estaba inspirado por demonios. Fueron demonios quienes pusieron por primera vez el «engaño» de las otras religiones en las mentes de los humanos, explicaban estos escritores. Eran demonios quienes habían impuesto estos dioses a las «mentes cautivadas y embaucadas» de los hombres.[39] Todo lo que tenía que ver con las viejas religiones era demoníaco. Como tronaba Agustín: «Todas las gentes estaban subyugadas por el demonio, pues le fabricaron templos, le construyeron altares, le instituyeron sacerdotes, le ofrecieron sacrificios, le adjudicaron agoreros como oráculos».[40]



  

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