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DECIMOTERCERA PARTE 4 страница



A partir de aquel dí a huyó de su ayo, de la anciana Condesa, que le acariciaba, y procuraba quedarse solo, sentado en cualquier parte, o se acercaba con timidez a la Princesa o a Natacha, a la que parecí a querer cada vez má s, frotando su cuerpecillo dulce y vergonzosamente contra el de ella.

Cuando la Princesa dejó al prí ncipe André s, comprendí a ya por completo lo que le habí a revelado el rostro de Natacha. Y ya no volvió a tener esperanzas. Ella y Natacha le velaron alternativamente, sentadas junto al divá n. Marí a no lloraba ya, pero rogaba sin cesar a Dios, cuya presencia parecí a sentir tan cerca el moribundo.

 

XI

André s no só lo sabí a que iba a morir, sino que se daba cuenta de que se estaba muriendo. Se daba cuenta de su alejamiento de todas las cosas de este mundo, de su gozoso alejamiento de la existencia. Sin prisas ni turbaciones esperaba lo que tení a que ocurrir. Aquella cosa terrible, eterna, desconocida y lejana, cuya presencia no cesó de sentir toda su vida, estaba ahora muy cerca de é l, y casi la comprendí a y sentí a.

En otra é poca tuvo miedo de morir. Dos veces habí a experimentado ese sentimiento terrible del miedo a la muerte, a terminar, y en aquellos momentos no comprendí a este temor. Habí a experimentado aquel sentimiento por primera vez cuando una granada daba vueltas ante sus ojos como una peonza, mientras é l miraba los rastrojos, el cielo, y veí a la muerte muy cerca. Pero cuando volvió en sí, despué s de ser herido, en su alma, liberada por un momento del peso de la existencia, se abrí a la flor del amor eterno, ese amor que no se puede originar en esta vida. Y entonces no só lo perdió el temor a la muerte, sino que ni siquiera pensó en ella.

Durante las horas del delirio, de doloroso aislamiento, que pasó despué s de haber sido herido, cuando má s reflexionaba en este recié n descubierto principio del amor eterno, má s renunciaba, sin advertirlo, a la vida terrena. Amarlo todo, amar a todos, sacrificarse sin cesar por amor, significaba no amar a nadie, no vivir esta vida terrenal. Y cuanto má s se penetraba de aquel principio de amor, má s renunciaba a la vida, má s destruí a ese terrible obstá culo que media entre la vida y la muerte.

Cuando pensaba aquellos dí as que tení a que morir, exclamaba para sus adentros: «¡ Bueno! ¡ Mejor! » Pero despué s de aquella noche en Mitistchi, en que vio aparecer durante el delirio a la mujer soñ ada, que besó y derramó dulces lá grimas sobre su mano, el amor se infiltró imperceptiblemente en su corazó n y le infundió el deseo de vivir. Ideas gozosas y terribles comenzaron a asaltarle. Al recordar que habí a visto a Kuraguin en la ambulancia le asaltó una duda que ya no dejó de atormentarle. «¿ Vivirá o habrá muerto? » Pero no osaba preguntarlo.

Su enfermedad seguí a su curso normal en el aspecto fí sico, pero el estado que llamó la atenció n de Natacha era el resultado de las ú ltimas luchas morales entre la vida y la muerte, de las que é sta habí a salido victoriosa. El amor de Natacha, la repentina comprensió n de lo que todaví a amaba de la vida, era lo ú nico que despertaba en é l el terror a lo desconocido.

Era por la tarde. Como todos los dí as, despué s de comer tuvo un poco de fiebre y su pensamiento cobró una claridad sú bita. Dormitaba. De improviso experimentó una sensació n de felicidad.

«Es ella que ha entrado», pensó.

En efecto, vio sentada a Natacha, que acababa de entrar en la habitació n sin hacer ruido. Desde que ella le cuidaba, André s experimentaba de continuo la sensació n fí sica de su presencia. Estaba sentada en una silla, de cara a é l, ocultá ndole la luz de la bují a, y hací a una labor de punto. (Aprendió a hacer media desde que una vez dijo el Prí ncipe que nadie sabí a cuidar tan bien de un enfermo como las viejas calceteras, porque la calceta es casi lo mismo que un calmante. ) Sus finos dedos manejaban con rapidez las agujas, y André s distinguí a bien el perfil de su inclinado rostro. Al hacer un movimiento resbaló la lana de sus rodillas. Natacha se estremeció, le miró y, mediante otro movimiento prudente y há bil, recogió el ovillo y volvió a adoptar la misma postura. André s la miraba sin moverse. Despué s de aquella rá pida inclinació n, parecí a ló gico que la respiració n de ella se hubiera alterado, pero no ocurrió tal cosa.

Los primeros dí as que volvieron a estar juntos habí an hablado del pasado. André s habí a dicho que si conservaba la vida darí a gracias a Dios eternamente por aquella herida que los habí a unido de nuevo. Despué s ya no volvieron a enfrentarse con el porvenir.

«¿ Qué ocurrirá? ‑ pensaba ahora mirá ndola y escuchando el rumor de las agujas de acero ‑. ¿ Me habrá reunido con ella la suerte, de modo tan imprevisto, para dejarme morir...? ¿ Se me habrá revelado la verdad de la existencia para que viva en la mentira? La amo sobre todas las cosas de este mundo, mas ¿ qué debo hacer? »

Y, por un há bito adquirido en el sufrimiento, lanzó un gemido.

Natacha dejó la labor, se acercó al divá n y se inclinó sobre é l al reparar en el brillo de sus ojos.

‑ ¿ No duermes?

‑ No, te estaba mirando; he sentido tu presencia. Nadie me proporciona tanto silencio, tanta paz, tanta luz como tú. Quisiera llorar de alegrí a.

Natacha se aproximó un poco má s. En su rostro brillaba una dicha entusiasta.

‑ ¡ Natacha, te amo demasiado! Te amo má s que a nada en el mundo.

‑ ¡ Tambié n yo te amo! Pero ¿ por qué dices demasiado?

‑ ¿ A ti qué te parece? ¿ Qué sientes en el alma? ¿ Qué piensas?

‑ Me siento segura, muy segura ‑ exclamó Natacha asié ndole las dos manos con un movimiento apasionado.

André s callaba.

‑ ¡ Qué hermoso serí a eso!

Tomó su mano y la besó.

Natacha se sentí a feliz, conmovida. Luego recordó que no debí a abandonarse a sus sentimientos, que André s necesitaba tranquilidad.

‑ Pero no has dormido ‑ dijo reprimiendo la dicha que experimentaba ‑. Trata de dormir, te lo ruego.

André s soltó su mano; Natacha volvió a instalarse cerca de la bují a como antes. Le miró dos veces, y dos veces sus ojos se encontraron. Natacha tomó una decisió n: se dijo que hasta que no hubiera llegado a cierto punto en su labor no volverí a a mirarle.

Poco despué s, André s cerró los ojos y se quedó dormido.

Pero no durmió mucho rato; se despertó de pronto, turbado, inundado de un sudor frí o. Se habí a dormido pensando, como de costumbre, en lo que le preocupaba: en la vida y en la muerte. Sentí a a é sta cada vez má s cercana. «El amor... ¿ Qué es el amor? ‑ pensaba ‑. Es vida. Si comprendo alguna cosa es porque amo. Todo existe ú nicamente por esto, porque amo. Todo está unido por el amor. El amor es Dios, y morir significa que yo, una pequeñ a parte del amor, vuelvo a la fuente comú n eterna. »

Estos pensamientos consoladores no dejaban de ser solo eso: pensamientos. Les faltaba algo: la evidencia. Por eso André s experimentó una sensació n de inquietud y vací o hasta que consiguió dormirse.

En sueñ os se vio ocupando la misma habitació n en que se hallaba en realidad. Pero ya no estaba herido, sino que gozaba de buena salud. Ante é l distinguió a varias personas conocidas e insignificantes. André s habló, discutió con ellas de cosas poco trascendentales. Ha de partir hacia alguna parte; comprende vagamente que lo que está haciendo tiene poca importancia, pero sigue conversando y asombrando a sus oyentes con sus salidas vagas y espirituales. Poco a poco, insensiblemente, las personas que está n con é l se esfuman, desaparecen, y se le presenta un problema: ¿ có mo cerrar la puerta? Se levanta y se dirige a ella dispuesto a echar la llave y correr el cerrojo. Todo depende de que consiga o no cerrarla. Va hacia ella, pero su cabeza, sus piernas, se niegan a obedecerle y comprende que no llegará a tiempo por má s que se esfuerce. Le sobrecoge el terror, el terror de la muerte que está detrá s de la puerta. Pero mientras se acerca, vacilando, a ella, algo espantoso, semejante a la muerte, la empuja, pretende abrirla desde el otro lado.

El debe impedirlo. Se apoya en el batiente y hace un ú ltimo esfuerzo. Cerrarla es ya imposible, pero puede evitar que la acaben de abrir. Sus fuerzas flaquean, y, cediendo a la presió n de aquello, la puerta se abre... y vuelve a cerrarse enseguida.

Una vez má s, ella empuja desde fuera. Los ú ltimos esfuerzos sobrehumanos de André s nada consiguen y la puerta se abre de par en par, en silencio. Entra ella; es la muerte. El prí ncipe André s muere.

En este momento recuerda que duerme, hace un esfuerzo y despierta ‑ «Sí, ha sido la muerte. Morí y acabo de despertar. La muerte es el despertar. » Esta idea cruza con claridad deslumbrante por su espí ritu. El velo que le ocultaba lo desconocido se levanta ante su mirada. Ya se siente libre de la fuerza que le oprimí a y experimenta un extraordinario y duradero bienestar.

Cuando, bañ ado en un sudor frí o, se agitó en el divá n, Natacha se acercó para preguntarle qué tení a. André s no contestó, no parecí a comprender la pregunta.

A partir de entonces, la fiebre agravó al enfermo, en opinió n del doctor. Esta opinió n no interesaba a Natacha; veí a demasiado bien los terribles indicios morales, indiscutibles, para ella, de su estado.

Al despertar de aquel sueñ o comenzó el prí ncipe André s a despertar a la vida. Y, relacionado con la duració n de la vida, este despertar no le pareció má s tardí o que el despertar del sueñ o relacionado con la duració n del ensueñ o. No habí a nada terrible en este despertar relativamente lento.

Sus ú ltimos dí as, sus ú ltimas horas transcurrieron como de ordinario, muy sencillamente. La princesa Marí a y Natacha, que no se separaban de é l, lo sentí an así. No lloraban, no temblaban, y, a ú ltima hora, ni siquiera le cuidaban (ya no estaba junto a ellas; las habí a dejado). De é l no quedaba ya nada má s que su cuerpo. Los sentimientos de las dos eran tan intensos, que la parte externa, horrible, de la muerte, no actuaba sobre ellas y no juzgaban necesario avivar su dolor. Ya no lloraron má s delante de é l ni detrá s de é l; tampoco volvieron a hablar de é l entre sí. Se daban cuenta de que jamá s podrí an expresar con palabras lo que sentí an. Las dos lo veí an ir desapareciendo, alejá ndose poco a poco, lenta, tranquilamente, aquí abajo, y comprendí an que debí a ser así y que aquello era un bien.

Cuando recibió los ú ltimos sacramentos, toda la familia fue a darle el adió s definitivo. Cuando le llevaron a su hijo, posó los labios en su frente y volvió la cabeza, no porque le fuera penosa su vista; no porque sintiera compasió n (Natacha y la Princesa lo adivinaron), sino porque supuso que aquello era todo lo que se le exigí a. Pero cuando le pidieron que le bendijera, lo hizo, y luego paseó la mirada a su alrededor como si quisiera saber si tení a que hacer algo má s todaví a.

Natacha y Marí a asistieron al ú ltimo estremecimiento de aquel cuerpo que el alma abandonaba.

‑ ¡ Se concluyó! ‑ exclamó la princesa Marí a cuando el Prí ncipe, tendido ante ella y ya inmó vil desde hací a un instante, empezaba a enfriarse.

Natacha se acercó, miró los ojos del difunto y se apresuró a cerrarlos. Los cerró, pero no los besó. Lo que hizo fue aferrarse má s al recuerdo de é l.

‑ Partió... ¿ Dó nde se hallará ahora?

Cuando el cadá ver, lavado y vestido, se colocó dentro del fé retro y é ste sobre una mesa, todos se acercaron llorando para darle el ú ltimo adió s.

Nicolá s lloraba a causa del asombro doloroso que le desgarraba el corazó n; la Condesa y Sonia lloraban de compasió n por Natacha y porque André s ya no existí a; el viejo Conde lloraba porque se daba cuenta de que pronto le llegarí a la vez de emprender el mismo viaje.

Natacha y Marí a lloraban tambié n, pero no para desahogar su dolor personal. Lloraban porque la conciencia del misterio simple y solemne de la muerte que se habí a cumplido ante ellas llenaba sus almas de una piadosa ternura.

 

DECIMOTERCERA PARTE

I

El dí a 6 de octubre, Pedro salió de la barraca a buena hora de la mañ ana y se detuvo delante de la puerta para jugar con un perrito largo, gris, de patas cortas y torcidas, que daba saltos a su alrededor. Este perrito habitaba en la barraca y pasaba la noche al lado de Karataiev, pero en algunas ocasiones se iba al pueblo y luego volví a. Probablemente no tení a amo; tampoco tení a nombre. Los franceses le llamaban Azor; los rusos Fingalka; Karataiev y sus camaradas, Sieny o Visly. Pero el hecho de no pertenecer a nadie, así como la falta de nombre, de raza y de color, dejaban indiferente al perrito de la cola esponjosa y siempre levantada; sus torcidas patas eran tan á giles y seguras, que a veces, menospreciando el empleo de una de las traseras, levantaba graciosamente la otra y, con suma habilidad, corrí a só lo con tres patas. Todo era objeto de placer para é l. Ora lanzaba gritos de alegrí a, ora se echaba sobre el dorso, ora se calentaba al sol con aire grave y pensativo, ora saltaba, jugando con un carrete o una paja.

El vestido de Pedro se componí a entonces de una sucia y desgarrada camisa, ú nico resto de su ataví o, de un pantaló n de soldado sujeto a la cintura por una cuerda ‑ así se lo habí a aconsejado Karataiev‑, de un caftá n y de un gorro de campesino.

Habí a cambiado mucho fí sicamente: no parecí a tan grueso, aunque su aspecto seguí a siendo robusto, por ser hereditario en la familia. Una barba y unos bigotes le cubrí an la parte inferior del rostro; los largos cabellos, hirsutos, llenos de pará sitos, se rizaban debajo del gorro; la expresió n de sus ojos era má s firme, má s serena. Al cansancio que se reflejaba antes en su mirada habí a sucedido una energí a pronta a la acció n y a la resistencia. Llevaba los pies descalzos.

Un cabo francé s con la guerrera desabrochada, gorro de cuartel y una pipa corta entre los dientes llegó a la barraca y miró a Pedro guiñ á ndole un ojo amistosamente.

Despué s de llevarse un dedo a la sien a manera de rá pido y tí mido saludo, le preguntó si en aquella barraca se encontraba el soldado Platocha, a quien habí a dado a coser una camisa.

La semana anterior, los franceses habí an recibido telas y otros artí culos y dieron a hacer camisas y botas a los prisioneros.

‑ Ya está hecha, ya está hecha, pequeñ o ‑ dijo Karataiev mientras salí a de la barraca con una camisa doblada en las manos.

A causa del calor y por comodidad, el soldado ruso iba en calzoncillos y camisa, é sta desgarrada y negra ‑ como la tierra. Llevaba los cabellos metidos en un gorro de red, a la moda obrera, y su redondo rostro parecí a en aquel momento má s redondo y má s simpá tico todaví a.

‑ La exactitud es lo principal en el trabajo. Te prometí que la tendrí as el viernes, y aquí está ‑ dijo Plató n sonriendo, en tanto desdoblaba la camisa.

El francé s miró a su alrededor con aire inquieto; por fin, venciendo su vacilació n, se quitó rá pidamente el uniforme y cogió la camisa. No llevaba otra debajo de la guerrera; só lo el torso joven, flaco, desnudo, cubierto por un largo y floreado chaleco, al que la suciedad daba un color de manteca.

Como si temiera que se rieran a su costa, el francé s se echó rá pidamente la camisa sobre la cabeza.

‑ ‑ Te está un poco justa ‑ dijo Plató n tirando de ella.

Despué s de poné rsela, el francé s examinó las costuras.

‑ No mires mucho, amigo. Aquí no tenemos taller ni ú tiles, y sin ú tiles no se puede hacer nada a la perfecció n ‑ dijo Plató n sonriendo, evidentemente satisfecho de su obra.

‑ Bien, gracias. ¿ Le ha sobrado tela? ‑ preguntó el francé s.

‑ Te aconsejo que te la pongas sobre la piel ‑ dijo Karataiev con el mismo aire de satisfacció n‑. Es mejor y má s agradable.

‑ Gracias, gracias, pero ¿ y el sobrante? ‑ repitió sonriendo el francé s.

Sacó un billete y se lo dio al ruso.

Pedro advirtió que Plató n no querí a comprender lo que le decí a el francé s, y le miraba sin mezclarse en la conversació n. Karataiev cogió el dinero, dio las gracias y continuó admirando la prenda. El francé s insistí a en que le diera el sobrante de la tela, y rogó a Pedro que tradujera lo que decí a.

‑ ¿ Para qué quiere el sobrante, caramba? ‑ exclamó entonces Plató n ‑. En cambio, yo puedo hacerme un par de calcetines con esa tela. Pero ¡ que Dios le bendiga!

Con repentina expresió n de tristeza y desá nimo sacó de su alforja un trozo de tela y, sin mirar al francé s, se lo entregó.

‑ ¡ Uf! ‑ exclamó Karataiev alejá ndose.

El francé s examinó la tela, se quedó pensativo, miró a Pedro a los ojos y, como si leyera en ellos un reproche, se ruborizó y gritó:

‑ ¡ Platocha, Platocha! Ten. Para ti.

Le puso la tela en las manos y se marchó.

‑ Bueno ‑ comentó Karataiev bajando la cabeza ‑. Se rumorea que los franceses no son cristianos, pero esto prueba que tienen corazó n. Los viejos dicen: «La mano bañ ada en sudor es generosa, la mano seca es avara. » Ese hombre va desnudo y, sin embargo, no es tacañ o. ‑ Sonrió pensativo, contempló a su compañ ero y calló ‑. ¡ Calcetines de primera calidad, amigo! ‑ exclamó de pronto. Y entró en la barraca.

 

II

Los presos avanzaban con sus guardianes por las calles de Khamovniki. Detrá s iban los furgones y los carros. Al llegar cerca del almacé n de provisiones se mezclaron con un gran convoy de artillerí a que avanzaba penosamente entre coches particulares.

Despué s de pasar por Krimski‑ Brod, los presos dieron todaví a varios pasos má s, se detuvieron, avanzaron de nuevo. Por todas partes, hombres y coches se daban cada vez má s prisa. Luego de recorrer, en el espacio de una hora, los centenares de pasos que los separaban del puente de la calle Kalugskaia, hicieron alto, apretando las filas, en el cruce de esta calle con la de Zamoskvoretskaia. Allí permanecieron estacionados varias horas. Por todas partes se oí a un ruido sordo como el del mar: el de las pisadas, los gritos, las animadas conversaciones de los hombres. De pie, con la espalda apoyada en la pared de una de las casas incendiadas, Pedro escuchaba aquellos ruidos, que en su imaginació n se mezclaban al de los tambores.

Algunos oficiales se encaramaron, para ver mejor, a la pared de aquella casa.

‑ ¡ Cuá nta gente! ¡ La hay hasta encima de los cañ ones! ¡ Mirad qué pieles tan hermosas! Son robadas. ¡ Ah, tunante...! É sos son alemanes seguramente... Ved aquel paisano nuestro. Va tan cargado que apenas puede dar un paso. ¡ Mira! ¡ Han cogido incluso un coche!

Una oleada de curiosidad general empujó en direcció n del camino a los prisioneros. Nada de lo que Pedro veí a ahora producí a en su espí ritu la má s leve impresió n. Como si su alma se preparase para una lucha difí cil, se negaba a aceptar las impresiones que pudieran debilitarla.

Detrá s de é l volví an a avanzar carros y soldados, furgones y soldados, coches y soldados, cajones y soldados, y, de tarde en tarde, mujeres.

Pedro no veí a a cada hombre por separado; só lo percibí a el movimiento de la masa.

Todos los hombres, y los caballos inclusive, parecí an obedecer a una fuerza invisible que los impulsara a avanzar, avanzar siempre. Durante la hora en que Pedro los estuvo observando, desembocaron por diversas bocacalles animados por el mismo deseo de pasar lo má s deprisa posible. Se daban encontronazos, comenzaban a irritarse, a reñ ir: los blancos dientes rechinaban, las cejas se fruncí an, las invectivas menudeaban y en todas las caras se leí a la misma expresió n de valor resuelto, de resolució n frí a, que Pedro habí a visto aquella mañ ana, al sonar el tambor, en el rostro del cabo, y que le habí a llamado la atenció n.

Por la tarde, el jefe del convoy reunió al destacamento y, entre gritos y discusiones, se mezclaron a otros convoyes. Rodeados por todas partes, los prisioneros salieron a la carretera de Kaluga.

Avanzaban deprisa, sin hacer altos, y no se detuvieron hasta que el sol comenzó a declinar.

Pedro comió carne de caballo y conversó con sus compañ eros. Ni é l ni ninguno de sus camaradas hablaban de lo que habí an visto en Moscú, ni de la conducta de los franceses, ni de la orden de disparar que se habí a dado a los invasores. Como si quisieran contrarrestar con su actitud la gravedad de la situació n, se mostraban alegres y animados: hablaban de recuerdos personales, de escenas divertidas presenciadas durante la marcha y rehuí an todo comentario sobre la situació n.

El sol se habí a puesto hací a ya rato. Brillantes estrellas comenzaban a surgir aquí y allá en la bó veda celeste; el reflejo de la luna llena que ascendí a, coloreada, como si ardiera, se disipaba en el horizonte, cubierta por una bruma grisá cea. La atmó sfera aparecí a diá fana; el dí a habí a terminado; la noche no habí a empezado todaví a. Pedro se puso en pie y fue al otro lado del camino, donde estaban los soldados prisioneros.. Deseaba conversar con ellos. Pero cuando atravesaba el camino le dio el alto un centinela francé s y le ordenó que retrocediera.

Pedro se retiró, pero no hacia el punto del que habí a partido, sino en direcció n de un coche desenganchado junto al que no habí a nadie. Cruzó las piernas y se sentó, con la cabeza baja, sobre la tierra frí a, al lado de una de las ruedas. Así, inmó vil y pensativo, estuvo largo rato. Transcurrió media hora lo menos sin que nadie fuera a molestarle. De repente se echó a reí r. Profirió una carcajada tan fuerte, tan fresca, que varias personas le miraron desde lejos, asombradas.

‑ El soldado no ha querido dejarme pasar, ¡ ja, ja, ja! ‑ ‑ decí a Pedro en voz alta pero hablando consigo mismo ‑. Me han cogido, me han encerrado, me tienen prisionero, mas ¿ a quié n tienen? A mi cuerpo, porque mi alma es inmortal. ¡ Ja, ja, ja!

Se rió tanto que acabó con los ojos llenos de lá grimas.

Cuando se reunió con sus camaradas aú n sonreí a.

 

III

El grupo de que Pedro formaba parte no habí a recibido ninguna nueva orden de las autoridades francesas y se encontraba, el 22 de octubre, muy cerca de las tropas y de los convoyes con los que habí a partido de Moscú. Los prisioneros y los bagajes de Junot formaban     grupo aparte, aú n cuando unos y otros se reducí an con igual celeridad. Los carros llenos de municiones fue ron     disminuyendo hasta que, de ciento veinte, só lo quedaron sesenta. El resto fue capturado o abandonado. De la misma manera, se apresaron o saquearon algunos carros cargados de equipajes. Tres de ellos fueron desvalijados por los soldados rezagados de la compañ í a de Davoust. De las conversaciones que oyó, Pedro dedujo que la guardia que los acompañ aba habí a sido destinada a vigilar, má s que a los presos, el bagaje de los jefes franceses. Uno de los guardianes, un soldado alemá n, habí a sido fusilado porque se halló en su poder una cuchara de plata que pertenecí a a un superior suyo. El grupo de prisioneros era el que disminuí a con má s rapidez. Todos los que podí an andar por su pie formaban un solo grupo. Pedro se habí a incorporado a Karataiev y al perrito gris que le consideraba como su amo.

Al tercer dí a de la salida de Moscú, Karataiev sufrió un ataque de fiebre ‑ la misma que le habí an curado en el hospital ‑ y, a medida que empeoraba su mal, se alejaba má s Pedro de é l. Ignoraba la causa, pero lo cierto era que, conforme Karataiev se iba debilitando, é l tení a que hacer un esfuerzo mayor para aproximarse a su compañ ero. Y cuando se acercaba a é l y oí a sus gemidos, que proferí a sobre todo a la hora de acostarse, y percibí a el intenso olor a sudor que despedí a su cuerpo, se alejaba y dejaba de pensar en é l.

El 22, a mediodí a, subí a Pedro por un barrizal pegajoso, escurridizo, mirando sus pies y las asperezas del camino. De vez en cuando se detení a a observar a la gente que le rodeaba, y a continuació n volví a a mirarse las piernas. Las conocí a tan bien como a sus compañ eros.

El perrito gris de las patas torcidas corrí a por la cuneta del camino y a veces levantaba una de las patas traseras y avanzaba sobre las tres restantes, como si quisiera demostrar su habilidad y su alegrí a, o se paraba para ladrarle a un cuervo posado sobre un cadá ver. El animal estaba má s limpio y má s alegre que en Moscú. Por todas partes se veí an carroñ as de hombres y de caballos, en diversos grados de descomposició n. Los hombres impedí an con su presencia que se acercasen los lobos, y el perrito podí a comer a sus anchas.

Durante todo el dí a estuvo lloviendo. De vez en cuando se aclaraba el cielo y parecí a que iba a cesar la lluvia y a salir el sol, pero, tras un breve intervalo, volví a a llover. La carretera, cubierta de agua, ya no podí a absorber má s, y por todas partes corrí an arroyuelos que iban a alimentar los charcos.

Pedro avanzaba mirando de soslayo y contando sus pasos de tres en tres con ayuda de los dedos. En su fuero interno decí a, dirigié ndose a la lluvia: «¡ Má s, má s, todaví a má s! »

‑ ¡ A vuestros sitios! ‑ exclamó de improviso una voz.

Simultá neamente, en alegre confusió n, corrieron soldados y prisioneros, como si esperasen ver algo agradable y solemne a la vez. Por todas partes sonaban voces de mando, y a la izquierda de los prisioneros, al trote, pasaron jinetes sobre hermosos corceles. En todos los rostros se pintaba esa expresió n expectante que se observa en las personas que se encuentran cerca de una autoridad superior. Los prisioneros se habí an agrupado a un lado de la carretera; los soldados de la guardia se habí an alineado.

‑ ¡ El Emperador, el Emperador!

‑ ¡ El mariscal!

‑ ¡ El duque!

Despué s de la escolta pasó velozmente ante ellos un coche tirado por blancos caballos.

Pedro entrevió el rostro hermoso, sereno, lleno, blanco, de un hombre que llevaba la cabeza cubierta con un tricornio. Era uno de los mariscales de Napoleó n. Fijó é ste la vista en la destacada personalidad de Pedro, y, a juzgar por el gesto con que frunció las cejas y volvió la cara, el prisionero dedujo que el personaje habí a experimentado un sentimiento de compasió n y deseaba ocultarlo.

Cuando los presos avanzaron de nuevo, se volvió para mirar atrá s. Karataiev estaba sentado al borde del camino, en la cuneta; dos franceses hablaban, de pie, ante é l. Pedro ya no volvió a mirar atrá s. Subió cojeando la colina.

A su espalda sonó una detonació n. Procedí a del punto en que acababa de ver a Karataiev sentado. El perro comenzó a aullar. «¡ Qué imbé cil! ¿ Por qué aullará? », pensó Pedro.

Ninguno de los camaradas que caminaban a su lado se volvió para averiguar por qué habí a sonado la detonació n. La habí an oí do, así como los aullidos del perro, pero sus rostros permanecieron severos e inexpresivos.

 

IV

Natacha y la princesa Marí a sintieron del mismo modo la muerte del prí ncipe André s. Moralmente abrumadas, con los ojos cerrados para no ver las terribles nubes que la muerte dejó suspendidas sobre sus cabezas, no osaban mirar la vida de frente. Con prudencia ostensible procuraban librar de todo contacto doloroso su abierta herida. Todo: un coche que pasara por la calle, el recuerdo de un banquete, la pregunta de un servidor o ‑ esto sobre todo ‑ una palabra de compasió n, tí mida y poco sincera, enconaba aquella herida; les parecí a una ofensa, turbaba el silencio que necesitaban para percibir la nota grave que incesantemente vibraba en sus oí dos y que les impedí a mirar aquel infinito lejano que entrevieran por un momento.

Por el contrario, cuando se sentaban frente a frente, no se sentí an ya ofendidas ni turbadas. Hablaban poco, y cuando lo hací an se referí an a cosas insignificantes; ambas evitaban, sobre todo, nombrar en su conversació n cuanto guardara relació n con el porvenir.

Admitir la posibilidad de un futuro cualquiera les hubiera parecido una ofensa a la memoria de André s. Con prudencia mayor todaví a, omití an todo lo que tení a alguna relació n con el difunto. Porque a las dos les parecí a que nada de lo que habí an vivido o sentido podí a expresarse con palabras. Cualquier detalle de la vida del Prí ncipe que hubieran evocado verbalmente hubiese podido violar la majestad, la santidad del misterio realizado ante sus ojos.

Las continuas reticencias de que salpicaban sus conversaciones, el perpetuo silencio que conservaban acerca de todo lo que pudiera recordarles a André s, el cuidado que poní an en no traspasar el lí mite de lo que podí a decirse, les revelaba a ellas mismas los sentimientos que experimentaban.

Pero la tristeza absoluta es tan imposible como la alegrí a absoluta. La princesa Marí a fue la primera que se vio arrancada por la vida misma a la tristeza de las dos primeras semanas de duelo, al verse dueñ a y señ ora de su destino y convertida en la tutora y educadora de su sobrino. Recibió cartas a las que tuvo que responder; la habitació n de Nikoluchka era hú meda, y el niñ o comenzó a toser; Alpatich llegó a Iaroslav con sus cuentas, y le aconsejó se trasladara a Moscú, a su casa de Vosdvijenka, que se conservaba intacta y necesitaba tan só lo ligeras reparaciones.

La vida no se detiene, es preciso vivir. Cualquiera que fuese el dolor de la princesa Marí a, a la sola idea de salir de su aislamiento y del estado contemplativo en que habí a vivido hasta entonces, hubo de hacerlo, cediendo a las exigencias de la vida. Examinó las cuentas de Alpatich; se hizo aconsejar por Desalles acerca de su sobrino; dio ó rdenes, y se preparó para la marcha a Moscú.

Natacha quedó sola e incluso esquivó a la Princesa desde que é sta comenzó a preparar el viaje.

La princesa Marí a pidió a la condesa de Rostov que dejara partir a Natacha a la ciudad en su compañ í a, y tanto la madre como el padre accedieron gozosos, porque veí an decaer las fuerzas de su hija de dí a en dí a y juzgaban conveniente el cambio de aires y los consejos de los mé dicos de Moscú.

‑ No deseo ir a ninguna parte. Dejadme tranquila ‑ dijo Natacha respondiendo a la invitació n.

A fines de diciembre, vestida con su traje de lana negra, con las trenzas mal peinadas, pá lida y delgada, echada sobre el divá n, miraba en direcció n de la puerta, aquella puerta por donde é l habí a partido para la otra vida. Aquella vida tan lejana, tan increí ble, en que jamá s habí a pensado anteriormente, era entonces la que le parecí a má s comprensible, má s pró xima, puesto que contení a el vací o y la destrucció n o el dolor y el castigo.

Contemplaba con la imaginació n el lugar en que estaba el Prí ncipe, pero no acertaba a imaginá rselo de manera diferente a como fue en vida. Volví a a verle tal y como era. Veí a su rostro, oí a su voz, repetí a sus palabras, imaginaba a veces las que habrí an podido decirse.

«Le veo. Está echado sobre el divá n, con su casaca de terciopelo, apoyada la cabeza en su delgada mano, pá lido, con el pecho hundido, los hombros levantados. Tiene los labios apretados y los ojos brillantes; sobre su frente de marfil aparece y desaparece una arruga; uno de sus pies tiembla imperceptiblemente. » Natacha sabe que lucha contra sufrimientos horribles. «¿ Cuá les son esos sufrimientos? ¿ Qué es lo que siente? », se dice. É l ha reparado en la atenció n con que ella le mira, alza los ojos, sonrí e y se pone a hablar.

«Una cosa sola es terrible ‑ dice ‑: unirse para siempre a una persona que sufre. Es un dolor perpetuo. » Y le dirige una mirada escrutadora. Natacha, como siempre, responde sin tomarse tiempo para reflexionar. Dice: «Esto no puede durar. Te curará s. »

Recordaba la mirada larga, triste, severa, conque respondió é l a estas palabras.

Hoy le hubiera respondido de otro modo. Le hubiese dicho: «Es terrible para ti, pero no para mí. Sin ti nada existe para mí en la vida, y sufrir contigo es para mí una dicha muy grande. » Y é l le hubiera cogido la mano y se la habrí a estrechado como se la estrechó aquella tarde terrible, cuatro dí as antes de morir. Con la imaginació n le decí a otras palabras tiernas que no pudo decir entonces.

‑ Te amo, te amo, te amo ‑ repetí a retorcié ndose las manos y apretando los dientes con un convulsivo esfuerzo.

Y una tristeza dulce se apoderaba de ella y se le llenaban los ojos de lá grimas. De pronto se preguntaba:

«¿ Por qué digo esto? ¿ Dó nde se hallará ahora? »

Y todo se le velaba de nuevo, y de nuevo miraba en direcció n de la puerta con las cejas fruncidas. De improviso pareció penetrar en el misterio...

Rá pidamente, sin adoptar precauciones, con aire asustado, entró Duniacha en la habitació n.

‑ Venga, venga pronto ‑ dijo muy agitada ‑. Ha sucedido una desgracia... ¡ Pedro Ilitch...! Una carta... ‑ terminó sollozando.

 

V

Cuando llegó Natacha al saló n, salí a rá pidamente su padre de la habitació n de la Condesa. Tení a el rostro contraí do y bañ ado en lá grimas.

Evidentemente, huí a a otra habitació n con objeto de dar rienda suelta al llanto que lo ahogaba.

Al distinguir a Natacha le hizo una señ a y estalló en sollozos que deformaron su redondo semblante.

‑ Pe... Petia... Ve..., ella... te llama...

Y, llorando como un chiquillo, se alejó todo lo deprisa que le permití an las piernas temblorosas, se dejó caer en una silla y ocultó el rostro en las manos.

Una especie de conmoció n elé ctrica atravesó a Natacha de arriba abajo. Era como si acabaran de asestarle un golpe en el corazó n. Sentí a en é l un dolor horrible. Pero, al mismo tiempo, el dolor aquel la liberaba de la prohibició n de vivir que pesaba sobre ella. A la vista de la aflicció n de su padre, de los gritos de desesperació n de su madre, que sonaban al otro lado de la puerta, se olvidó de sí misma y de sus pesares. Corrió junto al Conde. Agitando dé bilmente la mano, é ste le mostró la puerta de la habitació n de su mujer. La princesa Marí a, pá lida, con los labios temblorosos, salió por aquella puerta, cogió a Natacha de la mano y murmuró unas palabras a su oí do. Natacha no veí a ni oí a nada. A paso ligero franqueó el umbral, se detuvo un instante como si luchase consigo misma, y despué s corrió al lado de su madre.

La Condesa, tendida en el sofá, se retorcí a convulsivamente y daba cabezazos contra la pared. Sonia y las doncellas la así an por los brazos.

‑ ¡ Natacha, Natacha, no es cierto, no es cierto...! ¡ Mienten...! ¡ Natacha! ‑ dijo rechazando a las personas que la rodeaban ‑. Marchaos todos. No es cierto que le hayan matado. ¡ Ah, no es cierto!

Natacha apoyó una rodilla en el divá n, se inclinó sobre su madre, la abrazó y, con una fuerza que nadie le hubiera atribuido, la levantó, le volvió la cara y apoyó la suya en ella.

‑ ¡ Madrecita mí a, palomita mí a! Estoy aquí, mamá, estoy aquí ‑ murmuró.

‑ Natacha, tú me amas ‑ dijo la Condesa en voz baja y en son de sú plica ‑. Natacha, tú no me engañ ará s. ¿ Me dirá s la verdad, toda la verdad?

Natacha la miró con los ojos llenos de lá grimas; su rostro expresaba amor y pedí a indulgencia.

‑ Madrecita, querida mí a ‑ repetí a desplegando todas las fuerzas de su amor para arrancarle el exceso de dolor que la oprimí a.

Y de nuevo, en su lucha infructuosa contra la realidad, la madre se negaba a creer en la posibilidad de vivir mientras que su hijo bienamado, lleno de vida, habí a muerto; se inhibí a de esta realidad para sumirse en el mundo de la locura.

Natacha no recordó despué s có mo transcurrieron aquel dí a ni el siguiente. No durmió; por la noche no se apartó de su madre un solo instante. Su amor filial, un amor perseverante, paciente, sin explicació n, sin consuelo, se mostraba a cada segundo, como llamamiento de vida, a la Condesa. Esta se calmó un poco en la tercera noche. Entonces, apoyando la cabeza en el brazo de su silló n, Natacha cerró los ojos.

Poco despué s oyó crujir el lecho. Natacha abrió los ojos. Sentada en la cama, la Condesa le hablaba en voz baja.

‑ ¡ Cuá nto me alegro de que esté s aquí! ‑ decí a ‑. Está s rendida, ¿ quieres una taza de té?

Natacha se acercó a ella.

‑ Has envejecido, pero está s bella ‑ continuó la Condesa asié ndole una mano.

‑ ¿ Qué dices, madrecita?

‑ ¡ Natacha! ¡ É l ya no existe! ¡ No existe!

La Condesa le pasó un brazo por la cintura y, por vez primera, se echó a llorar.

 

VI

La princesa Marí a aplazó su marcha porque Sonia y el Conde trataban de reemplazar a Natacha, pero no podí an. Só lo ella sabí a impedir que su madre se dejara llevar de la desesperació n.

Natacha vivió por espacio de tres semanas al lado de su madre, en su misma habitació n, sentada en un silló n. La obligaba a beber y a comer, le hablaba sin cesar, porque su voz tierna y acariciadora la calmaba.

La herida moral de la Condesa no acababa de cicatrizarse. La muerte de Petia habí a destrozado su vida. La triste noticia que sorprendió a una mujer de cincuenta añ os, todaví a fresca y robusta, la dejó convertida en una vieja, medio muerta y a la que ya no interesaba la vida. Pero la herida que casi mató a la Condesa resucitó a Natacha.

Por extrañ o que pueda parecer, la herida moral infligida a su ser espiritual exigí a una especie de herida fí sica; y cuando é sta se cicatrizó, cuando desapareció, la herida moral se cicatrizó tambié n por obra de la vida que ocultaba en su interior.

Los ú ltimos dí as del prí ncipe André s habí an aproximado a Natacha a la princesa Marí a; la nueva desgracia las unió má s si cabe. La princesa Marí a, que habí a aplazado la marcha, cuidó por espacio de tres semanas a Natacha como a un niñ o enfermo, porque la ú ltima semana que pasó junto a su madre aniquiló sus fuerzas fí sicas.

Despué s nació entre ellas esa amistad tierna y apasionada que ú nicamente se ve en las mujeres, Se besaban con frecuencia, se decí an palabras tiernas, pasaban juntas la mayor parte del dí a. Si una de ellas salí a, la otra la echaba de menos e iba a reunirse con ella. Estaban unidas por un sentimiento má s fuerte que el de la amistad: el sentimiento de que só lo podí an vivir estando unidas. A veces permanecí an silenciosas horas enteras; a veces hablaban en el lecho hasta la madrugada. Conversaban, sobre todo, del pasado lejano.

La princesa Marí a le referí a su infancia, hablaba de sus padres, de sus sueñ os, y Natacha, que otras veces se habí a separado de ella porque no comprendí a aquella vida cristiana, de abnegació n sumisa, de sacrificio, ahora, por el afecto que le profesaba, amaba su pasado y comprendí a su vida. No pensaba aplicar a la propia la sumisió n y el sacrificio, porque estaba habituada a buscar otras alegrí as, pero comprendí a y amaba en los demá s unas virtudes que antes eran incomprensibles para su entendimiento. A la princesa Marí a, la narració n de la infancia y de la primera juventud de Natacha le descubrí a un lado insospechado de la existencia: la fe en la vida, en el goce de la vida.

A ú ltimos de enero, la Princesa partió, por fin, hacia Moscú, y el Conde se empeñ ó en que la acompañ ase Natacha para que consultara a los mé dicos de la ciudad sobre el estado de su salud.

 

VII

Como suele suceder, Pedro no se dio cuenta de la dureza de las privaciones fí sicas sufridas ni de los sufrimientos de su cautiverio hasta que, gracias a los cosacos, se vio libre de é l. Una vez en libertad, se dirigió a Orel y, al tercer dí a de su llegada a ella, mientras hací a los preparativos de la marcha a Kiev, cayó enfermo y tuvo que guardar cama por espacio de tres meses. Tení a una fiebre biliosa, segú n el diagnó stico mé dico. Y a pesar de los cuidados de los doctores y del gran nú mero de drogas que le prescribieron, curó y pudo levantarse.

Todo lo ocurrido desde el momento en que le libertaron hasta aquel en que se puso enfermo apenas dejó en su espí ritu la má s ligera impresió n. Recordaba solamente el tiempo gris, sombrí o, la lluvia, la nieve, el enemigo, el dolor que sentí a en las piernas y en el costado, la impresió n que en general le producí an los sufrimientos de los hombres, la curiosidad de los oficiales que le interrogaban, sus caminatas, las dificultades con que tropezó para hallar un coche y un caballo, y, sobre todo, su incapacidad para pensar y sentir durante todo aquel tiempo. El dí a de su liberació n vio el cadá ver de Petia Rostov; el mismo dí a supo que el prí ncipe André s habí a vivido hasta despué s de la batalla de Borodino y que habí a muerto en Iaroslav, junto a los Rostov.

Denisov, que fue quien le dio esta noticia, en el curso de la conversació n mencionó por casualidad la muerte de Elena, suponiendo que Pedro la conocí a desde bastante tiempo atrá s. Todo aquello le pareció a Pedro extrañ o, pero nada má s: se sentí a incapaz de comprender la importancia de aquellos hechos. Só lo pensaba en abandonar lo antes posible aquellos lugares donde se mataban los hombres entre sí y reemplazarlos por un refugio sosegado donde poder rehacerse, reposar y reflexionar en todas las cosas nuevas y extrañ as que habí a aprendido.

Mas en cuanto llegó a Orel cayó enfermo. Al recobrar el conocimiento halló a su lado a Terenti y a Vaska, sus dos antiguos servidores.

Durante la conversació n, Pedro fue rehacié ndose poco a poco de unas impresiones que se habí an convertido en há bito, y se adaptó a la idea de que nadie le arrojarí a ya de ninguna parte, de que nadie le querí a privar de un lecho abrigado y de que todos los dí as comerí a, tomarí a el té y cenarí a.

Pero en sus sueñ os veí ase nuevamente en el cautiverio. Poco a poco tambié n, se fue dando cuenta de la trascendencia de las noticias que le comunicaron al quedar libre, de la muerte del prí ncipe André s, del fallecimiento de su esposa, del aniquilamiento de los franceses.

El sentimiento agradable de la libertad, de esa libertad total tan preciosa para el hombre, se despertó en é l por vez primera durante el primer relevo de caballos despué s de su salida de Moscú. y este sentimiento inundó su alma durante toda la convalecencia:

Se asombraba al ver que aquella libertad interior, independiente de las circunstancias externas, estuviera ahora acompañ ada de la libertad exterior. Estaba solo en una ciudad extrañ a, donde no tení a conocimientos; nadie le exigí a nada, nadie le enviaba a ninguna parte, tení a todo lo que se le antojaba y se veí a libre de un recuerdo que antes le atormentaba sin cesar: el recuerdo de su esposa.

«¡ Ah, qué agradable es todo esto! ‑ se decí a cuando se veí a ante una mesa bien puesta, con un buen caldo, o cuando por la noche se acostaba en una cama limpia y blanda, o cuando se acordaba que estaba libre de su mujer y de los franceses ‑. ¡ Ah, qué cosa tan agradable! ‑ y, obedeciendo a una antigua costumbre, se dirigí a esta pregunta ‑: Bueno, y ahora ¿ qué voy a hacer? ‑ y se respondí a al punto ‑: Nada; ya veremos. ¡ Ah, qué agradable! »

Lo que antes le preocupaba, lo que siempre trató de solucionar, la cuestió n del objeto de la vida, ya no existí a para é l. Se habí a concluido la bú squeda, y no por casualidad y momentá neamente, sino porque comprendí a que no existí a tal objeto ni podí a existir. Precisamente este convencimiento era lo que le producí a aquella alegre sensació n de libertad, lo que le hací a dichoso.

Ya no querí a buscar el objeto de la vida, porque tení a fe, pero no fe en unos principios, palabras o ideas, sino fe en Dios vivo. Antes le buscó en sus propios objetivos, pero, en el fondo, aquella bú squeda era la bú squeda de Dios. Luego, durante su cautiverio, se percató, no verbalmente, no mediante razonamientos, sino por intuició n, de lo que su buena fe le vení a diciendo desde largo tiempo atrá s: que Dios está aquí y en todas partes. En el cautiverio se dio cuenta de que el Dios de Karataiev era má s grande, má s infinito, má s comprensible que, por ejemplo, el Arquitecto del universo que reconocen los masones. Y experimentaba la sensació n del hombre que ha tenido a sus pies lo que buscaba muy lejos. La terrible pregunta «¿ por qué? », que en otras ocasiones habí a destruido todos sus razonamientos, ya no existí a. Ahora conocí a ya la respuesta, una respuesta sencilla: porque Dios existe, porque hay un Dios sin la voluntad del cual no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre.

 

VIII

A fines de enero llegó a Moscú y se instaló en el pabelló n que por milagro quedaba todaví a en pie.

Hizo una visita al conde Rostoptchin, así como a otros conocidos recié n llegados como é l a la ciudad, y al tercer dí a se dispuso a partir para San Petersburgo. Todos estaban radiantes a causa de la victoria; la vida bullí a en la capital destruida, que se disponí a a reanudar su existencia. Todo el mundo sentí a el deseo de ver a Pedro y se interesaban por lo que é l habí a presenciado. Pedro se sentí a bien dispuesto con todas las personas a quienes se tropezaba; sin embargo, se mantení a en guardia con objeto de no dejarse llevar por nada ni por nadie. A todas las preguntas que se le dirigí an ‑ superficiales o importantes‑ respondí a: «Sí, es posible, ya lo pensaré. »

Supo que los Rostov estaban en Kostroma, pero pensaba poco en Natacha y, cuando lo hací a, era como si recordara un pasado remoto y agradable.

Se sentí a libre, no solamente de todas las condiciones sociales, sino asimismo de un sentimiento que, a su parecer, se impusiera voluntariamente.

Tres dí as má s tarde de su llegada a Moscú supo por los Drubetzkoi que tambié n se hallaba allí la princesa Marí a. La muerte, los sufrimientos, los ú ltimos dí as del prí ncipe André s preocupaban a Pedro con frecuencia y, sobre todo entonces, se presentaban a su memoria con una vivacidad sorprendente. Al saber, despué s de comer, que la princesa Marí a estaba en Vosvijenka, en su hotel, que se conservaba intacto, decidió ir a hacerle una visita aquel mismo dí a.

Por el camino no dejó de pensar en el prí ncipe André s, en su amistad, en las muchas veces que se habí an visto, en su ú ltimo encuentro antes de la batalla de Borodino.

«¿ Habrá muerto en aquel estado de espí ritu tan lamentable en que se encontraba entonces? ¿ No se le habrá revelado, antes de morir, la explicació n de la vida? », pensaba.

Recordaba a Karataiev y su muerte, y, a su pesar, comparaba a aquellos dos hombres tan distintos y al propio tiempo tan parecidos por el amor que é l les profesara, porque los dos habí an vivido y porque los dos habí an muerto.

En la má s grave disposició n de espí ritu llegó, pues, a la casa de los Bolkonski. Estaba intacta; todaví a ostentaba huellas de la devastació n, pero, aú n así, se conservaba lo mismo que antes.

El viejo mayordomo recibió a Pedro con expresió n severa, como si quisiera darle a entender que la ausencia del anciano Prí ncipe no variaba un á pice el orden de la casa. Le comunicó que la Princesa se habí a retirado a sus habitaciones y que le recibirí a el domingo.

‑ Anú ncieme. Quizá quiera recibirme antes ‑ insistió Pedro.

‑ Obedezco. Entre en la galerí a de los antepasados.

Al poco rato apareció Desalles, el ayo. Manifestó a Pedro, en nombre de la Princesa, que é sta sentí a muchos deseos de verle, que la excusara y que hiciera el favor de subir a su departamento.

En una sala del primer piso, iluminada por una sola bují a, hallá base la Princesa acompañ ada por una persona vestida como ella de luto. Pedro recordó que la Princesa tení a siempre a su lado a una señ orita de compañ í a, pero ¿ quié n era y có mo era? No lo recordaba. «La habrá cambiado por otra», pensó al contemplar a la persona vestida de negro.

La Princesa avanzó, rauda, a su encuentro y le tendió la mano.

‑ ¡ Al fin volvemos a vernos! ‑ exclamó mirando fijamente aquel rostro cambiado mientras é l le besaba la mano‑. ¡ Si supiera có mo hablaba mi hermano de usted...! ‑ agregó mirando con timidez a Pedro primero y luego a la señ orita de compañ í a ‑. No puede imaginarse cuá nto me alegro de su liberació n. Fue la ú nica noticia buena que recibimos en todo este tiempo.

En este punto se volvió inquieta hacia la señ orita de compañ í a y quiso agregar algo, pero Pedro la interrumpió.

‑ En cambio, yo no sabí a nada de é l. Creí a que habí a muerto durante la batalla. Luego supe que encontró a los Rostov. . ¡ Qué cosas tiene el destino!

Pedro se expresó vivamente, con animació n. Al fijar los ojos en la señ orita de compañ í a advirtió que ella clavaba en é l una mirada tierna, de curiosidad, y, como sucede en ocasiones durante una conversació n, se dijo para sí que aquella mujer era una persona bondadosa que no interrumpirí a su charla í ntima con la princesa Marí a.

Pero cuando é l pronunció sus ú ltimas palabras sobre los Rostov, aumentó la confusió n de la Princesa. Su mirada pasó de Pedro a la señ orita de compañ í a y, al fin, exclamó:

‑ Pero ¿ es que no se reconocen ustedes?

Pedro se volvió a mirar el rostro pá lido, delgado, los ojos negros, la boca singular de la señ orita. Y aquellos ojos, que le miraban con atenció n, suscitaron en é l el recuerdo de un ser querido y olvidado.

«Pero ¡ no es posible! ‑ pensó ‑. No puede ser ella, con ese rostro pá lido, flaco, envejecido... Debe de ser un reflejo... »

En aquel momento la Princesa exclamó:

‑ ¡ Natacha!

La boca de la mujer de la mirada atenta sonrió mediante un esfuerzo como puerta que se abre, y aquella sonrisa inspiró a Pedro, de improviso, una dicha tal, que, a su pesar, se apoderó de su ser y le dominó por entero. Al verla sonreí r, ya no era posible dudar. Era ella, Natacha. Y é l la amaba todaví a.

Pedro se habí a ruborizado, y de tal modo, que se dio cuenta de que habí a revelado su secreto.

En vano quiso disimular su emoció n. Cuanto má s se esforzaba en ello, má s y con mayor claridad que si hablase poní a de manifiesto aquel amor.

«Es só lo la sorpresa», pensaba, tratando de engañ arse a sí mismo.

Al querer continuar la conversació n iniciada, miró a Natacha, y un rubor má s vivo todaví a se le extendió por el rostro, una emoció n má s profunda, mezcla de temor y de gozo, le invadió el alma. Sin saber lo que decí a, tartamudeó unas palabras y calló en mitad de la frase comenzada.

No habí a reparado en Natacha al entrar porque no esperaba encontrarla allí; no la habí a reconocido porque desde que la vio por ú ltima vez se habí a operado un gran cambio en ella.

Estaba má s pá lida y má s delgada. Pero no era esto lo que impedí a reconocerla: eran sus ojos, en otro tiempo brillantes, risueñ os, reveladores de la alegrí a de vivir, y ahora nublados, atentos, bondadosos y melancó licos.

Afortunadamente, Pedro no le transmitió su confusió n. Por el contrario, su vista produjo en ella un placer que iluminó ligeramente su semblante.

 

IX

Vive conmigo de momento ‑ explicó la Princesa ‑. El Conde y la Condesa vendrá n cualquier dí a. La Condesa se halla en un estado deplorable. Natacha tení a que ver a un buen mé dico y por eso vino conmigo.

‑ ¿ Conoce usted a alguna familia que no padezca en estos momentos? ‑ preguntó Pedro dirigié ndose a Natacha ‑. Yo le vi el mismo dí a de nuestra liberació n. ¡ Qué guapo muchacho era!

Natacha le miró y se avivó el brillo de sus ojos en respuesta a aquellas palabras.

‑ No encuentro palabras para consolarla. En absoluto. ¿ Por qué habrá muerto un muchacho tan sano, tan lleno de vida?

‑ En estos tiempos serí a difí cil la vida... si no se tuviera fe ‑ observó la princesa Marí a.

‑ Cierto, cierto ‑ asintió Pedro, interrumpié ndola.

‑ ¿ Por qué? ‑ interrogó Natacha, mirá ndole con atenció n.

‑ ¿ Có mo que por qué? ‑ dijo la Princesa ‑. El solo pensamiento de lo que aquí abajo nos espera...

Sin escuchar a la princesa Marí a, Natacha interrogó con la mirada a Pedro.

‑ Porque ú nicamente quien cree en la existencia de un Dios que nos guí a puede soportar pé rdidas como las suyas ‑ prosiguió Pedro.

Natacha abrió la boca para decir algo, mas la cerró de repente. Pedro volvió la cabeza y, dirigié ndose a la Princesa, le rogó que le hablara de los ú ltimos dí as del Prí ncipe.

La confusió n de Pedro se habí a disipado, pero, al propio tiempo, se daba cuenta de que su antigua libertad estaba desapareciendo. Advertí a que cada una de sus palabras y cada uno de sus actos tení a ahora un juez cuya opinió n le era má s cara que la de todos los jueces de la tierra. Ahora, mientras hablaba, pensaba en la impresió n que podí an causar sus palabras a Natacha. No es que dijera aquello que pudiese complacerla, sino que juzgaba desde el punto de vista de ella todo lo que decí a.

Maquinalmente, como suele hacerse en estos casos, la princesa Marí a empezó a hablar del estado en que habí a hallado al prí ncipe André s. Pero las preguntas de Pedro, su mirada inquieta y animada, su rostro tembloroso de emoció n, la movieron poco a poco a entrar en detalles de los que no se querí a acordar.

‑ Sí, sí, así es, así es ‑ corroboraba Pedro incliná ndose y escuchando con avidez el relato de la Princesa ‑. Sí, sí. ¿ De manera que se calmó, que se dulcificó despué s? Con todas las fuerzas de su alma buscó siempre una cosa: ser bueno. Por eso no le tuvo miedo a la muerte. Los defectos que tení a, si es que los tení a, no provení an de é l... ¿ De modo que se dulcificó...? ¡ Qué dicha que se encontrasen ustedes! ‑ exclamó de pronto dirigié ndose a Natacha y mirá ndola con los ojos llenos de lá grimas.

El rostro de la muchacha temblaba. Frunció las cejas un momento y bajó los ojos.

‑ Sí, fue una dichosa casualidad ‑ concedió tras un momento de vacilació n ‑. Sobre todo para mí, fue una suerte.

Calló un momento y añ adió:

‑ Y é l... é l... dijo que deseaba mucho verme...

La voz de Natacha se entrecortaba. Se ruborizó, apoyó ambas manos sobre las rodillas y de pronto, haciendo un esfuerzo, levantó la cabeza y comenzó a hablar rá pidamente.

‑ Nosotros no sabí amos nada cuando salimos de Moscú. Yo no me atreví a a preguntar por é l. De improviso, Sonia me dijo que viajaba con nosotros. Yo no pensaba nada; no sabí a bien cuá l era su estado. Ú nicamente experimentaba la necesidad de verle, de estar junto a é l‑ dijo temblando, sofocada.

Y sin interrumpirse refirió lo que jamá s confesara a nadie, todo lo que sintió durante los tres meses de su estancia en Iaroslav.

Pedro la escuchaba con la boca abierta, sin bajar los ojos, llenos de lá grimas. Y al escucharla no pensaba en el prí ncipe André s ni en su muerte, sino en lo que ella referí a. La escuchaba y sentí a compasió n de los sufrimientos que suscitaba en ella su relato.

La Princesa, que se esforzaba por retener el llanto, estaba sentada junto a Natacha y escuchaba por vez primera la historia de los ú ltimos amores de su hermano y de su amiga.

Aquel penoso relato le era evidentemente necesario a Natacha. Hablaba mezclando los detalles má s nimios con los má s importantes y parecí a que no iba a concluir nunca. Varias veces repitió lo mismo.

La voz de Desalles sonó al otro lado de la puerta. Preguntaba si Nikoluchka podí a entrar para darles las buenas noches.

‑ Sí, esto es todo, todo... ‑ concluyó Natacha.

Cuando entró el niñ o, se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Tanta fue su precipitació n que se dio de cabeza contra la cerradura, disimulada por una cortina. Lanzó un gemido de dolor o de sorpresa y huyó.

Pedro se quedó mirando el punto por donde habí a desaparecido y no comprendió por qué experimentaba la sú bita sensació n de hallarse solo en el mundo.

La princesa Marí a puso fin a su distracció n hablá ndole de su sobrino, que entraba.

El rostro de Nikoluchka, que recordó a Pedro el de su padre, en aquel momento de emoció n, le produjo una impresió n tal que, despué s de abrazar al niñ o, se levantó, sacó el pañ uelo y se acercó a la ventana.

Querí a despedirse de la princesa Marí a, pero é sta le retuvo.

‑ No, ni Natacha ni yo nos vamos a la cama antes de las tres. Qué dese, se lo ruego; ordenaré que sirvan la cena. Baje al comedor; le seguimos enseguida.

En el momento en que Pedro salí a de la habitació n dijo la Princesa:

‑ Es la primera vez que Natacha habla así de é l.

 

X

Se introdujo a Pedro en el espacioso y bien iluminado comedor. A poco oyó pasos y entraron en é l Natacha y la Princesa.

Natacha estaba tranquila, pero su rostro volví a a tener la severa expresió n de costumbre.

La Princesa, ella y Pedro experimentaban en aquellos instantes un mismo sentimiento de confusió n: el que sucede, de ordinario, a una conversació n í ntima y seria. Como parece difí cil volver sobre los temas anteriores, uno se avergü enza de decir cosas superficiales, y, por otra parte, es enojoso estar callado cuando se desea hablar y no fingir. Los tres se acercaron a la mesa en silencio: los criados se pararon y luego acercaron las sillas para que se sentaran. Pedro desplegó la servilleta, decidido a romper el silencio, y miró a Natacha y a la princesa Marí a.

Las dos parecí an dispuestas a imitarle. En los ojos de ambas brillaba el placer de vivir, la seguridad que la vida no nos brinda só lo dolor, sino tambié n alegrí as.

‑ ¿ Quiere un poco de aguardiente, Conde? ‑ preguntó la Princesa.

Estas sencillas palabras disiparon de pronto las sombras del pasado.

‑ Há blenos de usted. Hemos oí do referir tantas cosas...

‑ Sí ‑ repuso Pedro con la sonrisa dulce e iró nica que le era peculiar entonces ‑. Ya sé que se cuentan hechos en que ni siquiera he soñ ado. El otro dí a, durante la comida, Marí a Abramovna me refirió lo que me ha sucedido o estuvo a punto de sucederme. Estepan Estepanitch me indicó tambié n lo que yo debí a contar. ¡ Qué có modo es ser hombre interesante! Porque lo soy, por lo visto. Todo el mundo me invita para explicar lo que me ha ocurrido.

Natacha sonrió, quiso decir algo, mas la interrumpió la princesa Marí a.

‑ Dicen ‑ manifestó ‑ que ha perdido usted dos millones en el saqueo de Moscú.

‑ ¿ Es cierto?

‑ Sí; no obstante, soy tres veces má s rico que antes ‑ contestó Pedro ‑. He ganado la libertad ‑ comenzó a decir en serio. Pero no continuó. Aquel tema de conversació n era demasiado personal.

‑ Está volviendo a levantar su casa, ¿ verdad?

‑ En efecto. Me lo aconsejó Savelitch.

‑ Dí game, ¿ sabí a que habí a muerto la Condesa cuando se quedó en Moscú? ‑ interrumpió Marí a, y enseguida se ruborizó al darse cuenta de que su pregunta, despué s de lo que é l acababa de explicar acerca de su independencia, podí a hacerle creer que sus palabras encerraban un significado que en realidad no tení an.

‑ No ‑ repuso Pedro sin molestarse por la interpretació n que parecí a haber dado la Princesa a su alusió n a la libertad ‑. Lo supe en Orel y no puede imaginarse lo que me impresionó. No fuimos un matrimonio modelo ‑ añ adió con rapidez mirando a Natacha y observando en su rostro la curiosidad, el deseo de saber lo que pensaba de su esposa ‑, pero su muerte me impresionó extraordinariamente. Cuando media entre dos personas una desavenencia cualquiera, la culpa es siempre de las dos; y la culpa de la que conserva la vida es má s dolorosa que la de la persona que ya no existe; ademá s, una muerte así, sin amigos, sin consuelo... Lo siento mucho, muchí simo.

Pedro reparó con placer en la gozosa aprobació n impresa en el semblante de Natacha.

‑ Sí, y ya le tenemos libre otra vez y convertido en un buen partido... ‑ observó la Princesa.

Pedro se ruborizó y trató de no mirar a Natacha., Cuando se atrevió a mirarla, al fin, vio que su rostro era frí o, severo y algo desdeñ oso, o así lo pareció.

‑ ¿ Es cierto que habló con Napoleó n? La noticia corre de boca en boca ‑ dijo la Princesa.

Pedro rió.

‑ No. Ni siquiera una sola vez. Todo el mundo se imagina que estar prisionero es como hallarse de visita en casa de Bonaparte. No só lo no le he visto, sino que ni siquiera he oí do hablar de é l. Me rodeaba una sociedad poco distinguida.

La cena tocaba a su fin, y Pedro, que en un principio rehuí a hablar de su cautiverio, se fue dejando llevar de la emoció n de su relato.

‑ Pero ¿ es cierto que se quedó aquí animado por la idea de matar a Napoleó n? ‑ le preguntó Natacha sonriendo levemente ‑. Lo adiviné cuando nos vimos cerca de la torre Sukhareva, ¿ lo recuerda?

Pedro confesó que era cierto, y, guiado poco a poco por las preguntas de la Princesa y, sobre todo, por las de Natacha, se dejó de nuevo arrastrar por el recuerdo de sus aventuras. Primero se expresó de acuerdo con aquella opinió n iró nica y amable que tení a entonces de los hombres y de sí mismo, pero al referir los sufrimientos y los horrores que habí a presenciado, empezó a hablar, sin darse cuenta, con la emoció n contenida del que revive en su memoria acontecimientos terribles.

La princesa Marí a, con una dulce sonrisa, miraba ora a Pedro, ora a Natacha. Durante el relato só lo veí a a Pedro y a su bondad. Natacha, de codos sobre la mesa, seguí a las palabras de Pedro con atenció n, reviviendo con é l los sucesos que referí a. Y no só lo su mirada, sino sus exclamaciones, las breves preguntas que le dirigí a, demostraban a Pedro que comprendí a precisamente aquello que é l querí a dar a entender. Se veí a que no só lo captaba lo que é l referí a, sino lo que querí a y no podí a expresar por medio de la palabra. Pedro narró tambié n el episodio de la mujer y la niñ a, por culpa de las cuales le prendieron.

‑ Era un terrible espectá culo... Niñ os abandonados... y algunos entre las llamas... A las mujeres les quitaban las joyas...

Pedro enrojeció de pronto y calló un momento.

‑ De improviso ‑ añ adió ‑, llegó un destacamento francé s y nos cogieron a todos los que no habí amos quitado nada.

‑ Usted no lo dice todo. Usted debió de hacer algo... algo bueno ‑ observó Natacha.

Pedro continuó su historia. Cuando llegó a la ejecució n, quiso pasar por alto sus horribles detalles, pero Natacha le exigió que lo refiriera todo.

Luego habló de Karataiev. Natacha le miraba atentamente.

‑ No se pueden ustedes figurar ‑ dijo detenié ndose ‑ lo que he aprendido de ese ignorante.

‑ Hable, hable ‑ insistió Natacha ‑. ¿ Dó nde está?

‑ Le mataron casi delante de mí.

Y Pedro comenzó a referir la retirada, la enfermedad de Karataiev (su voz temblaba), su muerte. Habló con pasió n de sus aventuras: parecí a haber descubierto una nueva importancia en todo lo que le habí a sucedido.

Al propio tiempo, hablar de sí mismo a Natacha le producí a el raro placer que proporcionan las mujeres escuchando, pero no las mujeres inteligentes que escuchan tratando de retener lo que se les dice, a fin de enriquecer su espí ritu, y, cuando se presenta la ocasió n, servirse de lo que se les ha contado para aplicarlo a su situació n, sino el que procuran las mujeres bien dotadas de la capacidad de discernir y de asimilarse lo mejor que hay en las manifestaciones del alma humana. Sin embargo, Natacha era toda oí dos. No dejaba escapar una sola palabra, ni un matiz de la voz, ni una mirada, ni una contracció n del rostro, ni un solo gesto de Pedro. Se apoderaba al vuelo de las palabras inexpresadas todaví a, las llevaba a su abierto corazó n y adivinaba el sentido misterioso de toda la labor moral del Conde.

La princesa Marí a comprendí a y simpatizaba, pero veí a ademá s una cosa que absorbí a toda su atenció n: veí a la posibilidad del amor y de la dicha entre Pedro y Natacha, y esta idea que cruzó su mente por primera vez le inundó de gozo el corazó n.

Eran las tres de la madrugada. Los sirvientes, con rostro triste y grave, entraron para renovar las bují as, pero ninguno de ellos los miró.

Pedro terminó su relato. Con los ojos brillantes, animados, Natacha seguí a observá ndole atentamente: era como si quisiera comprender lo que ya no decí a. Lleno de gozosa confusió n, Pedro la miraba de vez en cuando y buscaba algo que decir para cambiar de conversació n. La princesa Marí a callaba. Ninguno de los tres se daba cuenta de lo avanzado de la hora:

‑ Se habla mucho de la crueldad del sufrimiento ‑ comenzó Pedro‑. Si me dijeran: «¿ Quieres volver a ser lo que eras y no pasar lo que has pasado o prefieres vivir nuevamente lo que has vivido? », responderí a: «¡ Que vuelvan el cautiverio y la carne de caballo! » Cuando se nos arroja de nuestro camino habitual, creemos que lo hemos perdido todo; sin embargo, es entonces cuando se empieza a vivir una vida nueva, una vida provechosa. Mientras dure la existencia, durará la dicha. Todos tenemos mucho por delante, muchí simo, no me cabe duda ‑ agregó dirigié ndose a Natacha.

‑ ¡ Sí, sí! Tambié n yo querrí a recomenzar la vida ‑ exclamó ella en respuesta a otra pregunta distinta.

Pedro la miró atentamente:

‑ Sí, sí ‑ repitió Natacha.

Y de pronto, ocultando el rostro entre las manos, rompió a llorar.

‑ ¿ Qué tienes, Natacha? ‑ preguntó la Princesa.

‑ Nada, nada.

Natacha sonrió a Pedro a travé s de sus lá grimas.

‑ Adió s ‑ dijo ‑; creo que ya es hora de que nos vayamos a dormir.

‑ Adió s ‑ contestó Pedro ponié ndose en pie.

Al volver a verse, como de costumbre, en el dormitorio, la princesa Marí a y Natacha comentaron lo que Pedro les acababa de contar.

La princesa Marí a no expresó la opinió n que se habí a formado de é l. Tampoco Natacha habló de su visitante.

‑ Bien, buenas noches, Marí a... ¿ Sabes lo que pienso? Que no hablamos nunca de é l ‑ el prí ncipe André s ‑ Tememos deshojar nuestros sentimientos y le estamos olvidando.

La princesa Marí a suspiró profundamente. Aquel suspiro parecí a confirmar la exactitud de las palabras de Natacha. Sin embargo, Marí a no compartí a su opinió n.

‑ ¿ Acaso se puede olvidar? ‑ preguntó.

‑ Te confieso que al expresarme hoy como lo he hecho me he sentido mejor, mucho mejor. Estaba segura de que Pedro habí a estimado de veras a André s y por eso se lo he contado todo. ¿ Hice mal? ‑ ‑ preguntó ruborizá ndose.

‑ ¡ Oh, no! ¡ Pedro es muy bueno...!

‑ Oye, Marí a ‑ volvió a decir Natacha con una sonrisa que le iluminaba el rostro ‑. Pedro ha cambiado mucho, ¿ verdad...? Parece má s sano, má s limpio..., como si acabara de salir del bañ o... Naturalmente, me refiero a la parte moral...

‑ Sí, ha ganado mucho.

‑ A veces le comparo a papá, con su chaqueta corta y esos cabellos tan recortados...

‑ André s lo querí a mucho. Ahora me doy cuenta.

‑ ¡ Oh, sí! No es un hombre vulgar. Se dice que los hombres diferentes son má s amigos. Y debe de ser cierto, porque Pedro no se parece en nada a André s.

‑ No, pero es muy bueno.

‑ Buenas noches otra vez ‑ dijo Natacha.

Y una frí vola sonrisa iluminó su rostro largo rato.

 

XI

Pedro no pudo conciliar el sueñ o aquella noche. Se estuvo paseando por la habitació n, ora frunciendo el ceñ o como quien piensa en algo dificultoso, ora encogié ndose de hombros y estremecié ndose, y a veces sonriendo feliz. Pensaba en el prí ncipe André s, en Natacha, en su amor por ella. Se arrepentí a de su conducta anterior, se dirigí a mil reproches, se perdonaba. A las seis de la mañ ana todaví a no estaba acostado.

«Pero ¿ qué hacer si es imposible de otro modo? Es preciso aceptar las cosas conforme vienen», se dijo.

Luego se desnudó deprisa, se metió en la cama, feliz y conmovido, mas sin sentir ya dudas ni indecisiones.

«Por extrañ a, por imposible que pueda parecer esa felicidad ‑ se dijo ‑, tengo que hacer lo que pueda para que se case conmigo. »

Al dí a siguiente volvió a comer en casa de la Princesa.

Al recorrer las calles, pasando entre las casas quemadas, admiró la belleza de las ruinas. Los tubos de las chimeneas, las demolidas paredes, le recordaron, por su aire pintoresco, el Rin y el Coliseo. Los cocheros, los viandantes que le salí an al paso, los carpinteros que aserraban las vigas, los comerciantes, con sus caras alegres, miraban a Pedro y parecí an decirle:

«¡ Ah, ya le tenemos aquí! Veremos lo que ahora sucede. » Al llegar ante la casa de la Princesa le asaltó una duda: ¿ serí a, de veras, allí donde habí a visto a Natacha, donde habí an hablado?

«Quizá lo haya soñ ado. Quizá s al entrar vea que no hay nadie. »

Pero en cuanto se halló en el saló n, la pé rdida de la libre disposició n de su á nimo y todo su ser le anunciaron su presencia. Llevaba el mismo vestido negro, de graciosos pliegues, e iba peinada del mismo modo que la ví spera, pero parecí a otra. De haber estado así la noche anterior, la hubiera reconocido en el acto.

Estaba lo mismo que cuando la conoció casi niñ a y luego, muy pronto, ya prometida del prí ncipe André s. Sus ojos brillaban alegres e interrogadores, su rostro adoptaba una expresió n tierna muy particular.

Pedro hubiera querido quedarse un rato despué s de comer, mas la princesa Marí a tení a que salir y se fue con ella.

Al dí a siguiente volvió muy temprano y pasó toda la tarde en casa de la Princesa. A pesar de que Marí a y Natacha estaban encantadas de esta visita y aunque todo el interé s de Pedro se concentraba ahora en aquella casa, esta vez la conversació n se agotó. Pedro pasaba de un tema insignificante a otro y se interrumpí a con frecuencia.

Aquel dí a, Pedro se quedó hasta tan tarde, que Natacha y la Princesa se miraban como si se preguntaran cuá ndo iba a decidir marcharse. Pedro se daba cuenta, pero no podí a irse. Estaba molesto, se sentí a incó modo, mas se quedaba porque le era materialmente imposible ponerse en pie. La princesa Marí a fue la primera en levantarse, quejá ndose de dolor de cabeza, y se despidió.

‑ ¿ De modo que se va mañ ana a San Petersburgo? preguntó a Pedro.

‑ No, no pienso irme ‑ repuso é l, sorprendido. Y al punto rectificó, azorado ‑: ¿ Habla de mi viaje a San Petersburgo? ¡ Ah, sí!, me voy mañ ana. Pero no me despido de usted. Ya pasaré por aquí para ver si desean alguna cosa ‑ contestó.

Natacha le tendió la mano y salió.

En vez de irse tambié n, Marí a volvió a sentarse y ‑ con su mirada profunda, radiante, observó grave y atentamente a Pedro. Se habí a desvanecido el dolor de cabeza de que se quejaba poco antes. Suspiró profundamente y esperó como si se dispusiera a sostener una larga conversació n.

La confusió n, la incomodidad que experimentaba Pedro ante Natacha desaparecieron de pronto y fueron reemplazadas por una conmovida animació n. Acercó su silla a la de la Princesa.

‑ Sí, voy a decí rselo ‑ dijo respondiendo a su mirada como hubiera respondido a sus palabras‑. Princesa, ¡ ayú deme usted! ¿ Qué debo hacer? ¿ Puedo esperar...? Princesa, amiga mí a, escuche. Sé que no la merezco. Sé que por ahora será inú til hablarle de mi cariñ o. Pero deseo ser su hermano. No, no la merezco, pero...

Calló y se pasó la mano por la cara, por los ojos.

‑ Bueno ‑ prosiguió, haciendo un esfuerzo para hablar de manera má s razonable ‑. Yo mismo ignoro desde cuá ndo la amo. Pero estoy seguro de que es a ella a quien he amado toda la vida, y la amo tanto, que no puedo imaginar la vida sin ella. Hoy no me atrevo a pedir su mano, pero, cuando pienso que puede llegar a ser mí a y que he de dejar escapar esta posibilidad... ¡ Es terrible! Dí game, ¿ puedo esperar? ¿ Qué debo hacer, querida Princesa? ‑ profirió tras un breve silencio, tocá ndole el brazo, porque ella no respondí a.

‑ Pienso como usted ‑ contestó al fin la Princesa ‑. Hablarle ahora de amor...

Marí a calló. Iba a decir: ‑ «No hay que pensar en ello por ahora. » Pero no lo dijo porque hací a tres dí as que vení a asistiendo a la transformació n que se operaba en Natacha y sabí a que no só lo no se ofenderí a de que Pedro le hablase de amor, sino que tal vez esperaba que é l se decidiera a hacerlo.

‑ Hablarle ahora... no serí a prudente ‑ dijo no obstante.

‑ ¿ Qué debo hacer en ese caso?

‑ Confí e en mí ‑ respondió la Princesa ‑. Yo sé...

Pedro la miraba a los ojos.

‑ Diga, diga.

‑ Sé que le ama..., que le amará ‑ rectificó.

Apenas hubo acabado de proferir estas palabras, Pedro, dando un salto y con un gesto de turbació n, le asió de la mano.

‑ ¿ Por qué lo cree? ¿ Cree que puedo esperar? ¿ De verdad lo cree?

‑ Sí ‑ repuso sonriendo la princesa Marí a ‑. Confí e en mí; escriba a sus padres. Yo hablaré con ella en el momento oportuno. Lo deseo y el corazó n me dice que se realizará. ‑ ¡ No, no es posible! ¡ Qué feliz soy! ¡ No, no es posible! ¡ Qué feliz soy! ‑ repetí a Pedro besando la mano de la Princesa.

‑ Lo mejor será que se vaya a San Petersburgo. Ya le escribiré.

‑ ¿ A San Petersburgo? ¿ Quiere que me aleje? Sí. Bueno. Pero ¿ podré volver mañ ana?

Al otro dí a volvió, en efecto, para despedirse. Natacha parecí a estar menos animada que la ví spera, mas aquel dí a, al mirarla de vez en cuando a los ojos, Pedro se transfiguraba; le parecí a que ya no existí a ni é l ni ella, sino ú nicamente un sentimiento conjunto de felicidad. «¿ Será posible? No, no puede ser», se decí a a cada mirada, a cada gesto, a cada palabra de Natacha, sintiendo henchida de gozo su alma.

Cuando, al despedirse, le cogió la fina y delgada mano, no pudo menos de retenerla un momento en la suya, mientras pensaba:

«Esta mano, ese rostro, esos ojos, todo ese tesoro de gracias femeninas ¿ será n mí os para siempre, tan mí os como mi propio ser? ¡ No, es imposible! »

‑ Conde, hasta la vista ‑ dijo Natacha en voz alta ‑. Le esperaré con impaciencia ‑ agregó en voz baja.

Estas sencillas palabras y la mirada, la expresió n del rostro que las acompañ ó, fueron para Pedro, por espacio de dos meses, motivo de recuerdos, de comentarios, de sueñ os felices. «" Le esperaré con impaciencia... " Sí, sí... Có mo lo dijo? Sí: " Le esperaré con impaciencia... " ¡ Ah, qué feliz soy! »

 

XII

Desde la noche en que Natacha supo que Pedro partí a, aquella noche en que, con una sonrisa alegre y burlona, dijo a la princesa Marí a que é l tení a el aire de salir del bañ o..., con la chaqueta corta..., los cabellos recortados...; desde aquel mismo instante, un sentimiento secreto, ignorado por ella misma, pero invencible, empezó a despertar en su interior.

Su expresió n, su andar, su mirada, su voz, todo se modificaba. La fuerza de la vida, la esperanza de una felicidad insospechada, brotaban en ella y pedí an que se les diera satisfacció n. A partir de aquel dí a, Natacha pareció olvidar todo lo acaecido anteriormente. Ni una sola vez volvió a quejarse de su suerte, no dedicó ni una palabra al pasado, no volvió a temer a hacer planes alegres para el porvenir. Hablaba poco de Pedro, pero cuando la princesa Marí a pronunciaba su nombre, una luz desvanecida hací a tiempo volví a a brillar en sus ojos y una singular sonrisa desplegaba sus labios.

Esta transformació n que se producí a en Natacha empezó por asombrar a la princesa Marí a y, cuando la comprendió bien, la entristeció. «Amaba tan poco a mi hermano, que ha podido olvidarlo en cuatro dí as», se decí a al observar aquel cambio. Pero cuando tení a ante sí a Natacha no le hací a ningú n reproche, no le guardaba rencor. La fuerza vital que se despertaba en la joven y se apoderaba de ella era, evidentemente, tan involuntaria e inesperada que cuando la veí a se daba cuenta que no tení a derecho a reprocharle nada.

Natacha se abandonaba tan por entero y tan sin reservas al nuevo sentimiento, que no trataba de ocultarlo, y ya no estaba triste, sino alegre y contenta.

Cuando, despué s de su explicació n con Pedro, entró Marí a en su dormitorio, Natacha le salió al encuentro.

‑ ¿ Lo ha confesado? ¿ Lo ha confesado? ‑ preguntó.

Y una expresió n gozosa y lastimera a la vez, como si quisiera hacerse perdonar su dicha, se pintaba en su rostro.

‑ Hubiera querido detenerme a escuchar detrá s de la puerta, pero sabí a que tú me lo dirí as.

Por comprensible y conmovedora que fuera para la princesa Marí a la anhelante mirada de su amiga, y a pesar de la pena que le produjo su ansiedad, en el primer instante la hirió su actitud. Se acordaba de su hermano y de su amor por ella. «Pero ¿ qué le vamos a hacer si es así? », pensó. Y con semblante triste y un poco severo contó a Natacha todo lo que le habí a dicho Pedro. Natacha se sorprendió de que estuviera dispuesto a marcharse a San Petersburgo.

‑ ¡ A San Petersburgo! ‑ repitió como si no comprendiera.

Pero, al fijarse en la triste expresió n del semblante de su amiga y adivinar el motivo, se echó a llorar de repente.

‑ Marí a, dime lo que debo hacer. Temo ser mala. Haré lo que tú digas... Ensé ñ ame...

‑ ¿ Le amas?

‑ Sí ‑ murmuró Natacha.

‑ Entonces ¿ por qué lloras? Lo celebro por ti ‑ dijo la Princesa, que, a causa de aquel llanto, perdonaba la alegrí a de Natacha.

‑ La boda no se celebrará enseguida, sino má s adelante. ¡ Pero piensa en lo feliz que seré cuando sea su esposa y tú la de Nicolá s!

‑ ¡ Natacha! Te he rogado ya que no me hables de eso. Hablemos de ti.

Las dos callaron.

‑ Pero ¿ a qué va a San Petersburgo? ‑ inquirió de sú bito Natacha; luego se apresuró a decir ‑: Vale má s así, ¿ verdad, Marí a? Vale má s así.

 

XIII

El casamiento de Natacha con Bezukhov, en 1813, fue el ú ltimo alegre acontecimiento que presenció la familia Rostov. En aquel mismo añ o murió el viejo conde Ilia Andreievitch y, como sucede siempre en estos casos, tras su desaparició n, la familia se deshizo.

Los sucesos del añ o anterior: el incendio de Moscú, la muerte del prí ncipe André s y la desesperació n de Natacha, la muerte de Petia y el dolor de la Condesa, fueron rudos golpes que hirieron, uno tras otro, al anciano Conde. No pareció comprender, ni podí a en realidad, el porqué de aquellos acontecimientos, por lo que, inclinando dó cilmente la blanca cabeza, aguardó el nuevo golpe que acabase con é l. Ora aparecí a como asustado, ora se mostraba extraordinariamente animado y activo.

El matrimonio de Natacha, con los mil detalles que lo rodeaban, le ocupó la atenció n unos dí as: encargaba comidas y cenas, se esforzaba a ojos vistas por aparentar alegrí a. Pero é sta no se comunicaba a los demá s, como en otros tiempos, sino que, muy al contrario, suscitaba la compasió n de los que le amaban y conocí an.

Despué s de la marcha de Pedro y de su esposa se calmó y comenzó a quejarse de aburrimiento. Al cabo de pocos dí as cayó enfermo y hubo de guardar cama. A pesar de las palabras consoladoras de los mé dicos, comprendió desde un principio que no saldrí a de su enfermedad. La Condesa permaneció sentada a su cabecera por espacio de dos semanas. Cada vez que le daba una medicina, el Conde, sin decir una palabra, le cogí a la mano y se la besaba. El ú ltimo dí a le pidió perdó n, sollozando, y, a pesar de que su hijo no estaba allí, le pidió tambié n a é l le perdonara por haber disipado su fortuna, ú nica gran falta de que se sentí a culpable. Despué s de comulgar, se extinguió dulcemente, y al dí a siguiente la multitud de amigos y conocidos que fueron a rendirle los ú ltimos honores llenó el departamento alquilado por los Rostov.

Las mismas personas que habí an comido y bailado en su casa en tantí simas ocasiones, las mismas que tanto se habí an burlado de é l, sentí an entonces pena y remordimiento y se decí an para justificarse: «Sí, era un hombre admirable. Hoy ya no se encuentran hombres así. ¿ Quié n está exento de debilidades...? »

Precisamente cuando le iban tan mal los negocios, que no se podí a suponer có mo concluirí an, el Conde murió de improviso.

Nicolá s se encontraba en Parí s con las tropas rusas cuando le participaron el fallecimiento de su padre. Enseguida pidió la excedencia y, sin aguardar a que se la concedieran, se despidió de sus superiores y volvió a Moscú. Un mes despué s, desenmarañ ados los asuntos de la casa Rostov, la situació n era clara: su padre habí a contraí do una enormidad de pequeñ as deudas cuya existencia nadie sospechaba. Estas deudas se elevaban al doble del haber.

Parientes y amigos aconsejaron a Nicolá s que renunciase a la herencia, pero el joven, que consideraba esta renuncia como un reproche a la memoria de su padre, no quiso oí r ni hablar de ello. De modo que la aceptó y, con ella, la obligació n de pagar las deudas.

Los acreedores habí an guardado silencio largo tiempo, en vida del Conde, a causa de la influencia indefinible pero profunda que ejerció su bondad sobre ellos. Ahora recurrieron, sin previo aviso, a los Tribunales. Como suele suceder en parecidas ocasiones, obedecieron al impulso de unos celos disimulados, y gentes como Mitenka y otros, que recibieron del Conde regalos importantes, fueron los acreedores má s exigentes. No se dio a Nicolá s tregua ni respiro, y las mismas personas que lloraban al Conde ‑ el causante de sus pé rdidas ‑ se ensañ aban, implacables, con el joven heredero, que era inocente y se encargaba de pagarles.

Ninguno aceptó ni uno solo de los arreglos que propuso Nicolá s. Al ser vendidas por necesidad, las posesiones tuvieron que cederse a bajo precio y la mitad de las deudas quedaron sin pagar. Nicolá s aceptó de Bezukhov, su cuñ ado, treinta mil rublos para poder pagar lo má s imprescindible, y para que no le detuvieran ‑ pues los acreedores le amenazaban con la cá rcel ‑ pensó en reanudar el servicio.

Pero volver al ejé rcito, donde figuraba en el cuadro de ascensos con el grado de comandante, le fue imposible porque é l era el ú ltimo apoyo de su madre. Por este motivo, y a pesar de las pocas ganas que tení a de permanecer en Moscú, donde todo el mundo le conocí a, y no obstante su repugnancia a la vida civil, aceptó un empleo, renunciando al venerado uniforme, y se instaló con su madre y Sonia en un departamento de la calle Sivtez‑ Vrajek.

Natacha y Pedro, desde San Petersburgo, tení an una idea poco clara de la situació n de Nicolá s. É ste habí a aceptado el pré stamo de su cuñ ado con á nimo de ocultar su miseria. La situació n de Nicolá s era particularmente penosa porque, con sus mil doscientos rublos de sueldo, debí a no só lo alimentar a su madre y a Sonia, sino vivir de manera tal que su madre no se diera cuenta de su pobreza. La Condesa no podí a comprender la vida sin el lujo que habí a conocido desde la infancia, y como no se daba cuenta de los conflictos que creaba con ello a su hijo, exigí a a cada momento un coche para ir a ver a una amiga, carne de calidad superior para ella, vino para su hijo, dinero para hacer regalos a Natacha, a Sonia, al mismo Nicolá s.

Sonia se ocupaba del manejo de la casa, cuidaba de su tí a, soportaba sus caprichos y ayudaba a Nicolá s a disimular la pobreza en que se hallaban. Nicolá s se sentí a deudor de Sonia y, viendo lo que la muchacha hací a por su tí a, admiraba su paciencia y su abnegació n. Sin embargo, procuraba mantenerse espiritualmente alejado de ella. Le reprochaba su exceso de perfecció n, que no hubiera nada censurable en ella. Sonia poseí a, verdad es, todo lo que inspira aprecio a las gentes, pero poco de lo que nos hace amarlas.

Habiendo tomado al pie de la letra la carta en que ella le devolví a la libertad, la trataba como si hubiera olvidado lo pasado.

La situació n de Nicolá s fue de mal en peor; porque la sola idea de hacer economí as con su sueldo era un sueñ o. Es má s: no só lo no economizaba, sino que, para satisfacer las exigencias de su madre, contraí a pequeñ as deudas.

La situació n no parecí a tener salida. La idea de su matrimonio con una rica heredera que sus parientes le propusieron le repugnaba. Otra solució n, la muerte de su madre, ni siquiera le pasaba por el pensamiento. No deseaba nada, no esperaba nada, y, en el fondo de su alma, experimentaba un austero placer en aquella pasiva aceptació n de su suerte. Evitaba tropezarse con antiguas amistades, con su compasió n y su oferta compasiva de ayuda; evitaba toda distracció n y placer, y en casa tampoco se ocupaba en nada, salvo en tener paciencia con su madre, andar en silencio por la habitació n y fumar pipa tras pipa. Parecí a fomentar aquel humor sombrí o, ú nica cosa que le ayudaba a soportar la vida.

 

XIV

La princesa Marí a regresó a Moscú a principios del invierno. Por los murmuradores supo enseguida la situació n de los Rostov y, sobre todo, que «el hijo se sacrificaba por la madre», segú n decí an.

«No esperaba menos de é l», pensó, llena de gozo, porque el hecho le confirmaba que merecí a el amor que le tení a.

En vista de ello, su amistad, casi su parentesco, con la familia la movieron a pensar en hacerle una visita.

Pero, al recordar sus relaciones con Nicolá s en Voronezh, temió verlo. Al fin, cogiendo firmemente con las dos manos las riendas de su voluntad, fue a casa de los Rostov dos semanas justas despué s de su llegada.

¡ Qué casualidad! A quien primero se tropezó fue a Nicolá s, porque para llegar a la habitació n de la Condesa tuvo que pasar por la de é l.

Pero, en vez de expresar la alegrí a que ella esperaba, el rostro de Nicolá s adquirió al vuelo una expresió n frí a, de sequedad, de orgullo, que ella no habí a visto nunca en é l. Despué s de informarse del estado de su salud le acompañ ó hasta la habitació n de su madre y allí la dejo.

Al despedirse la Princesa, le salió al encuentro y la acompañ ó hasta el recibidor con aire grave y frí o. A las preguntas de Marí a, nada contestó.

«¿ Qué mal le he hecho yo? ¡ Dé jeme en paz! », parecí a contestarle con la mirada.

Y cuando se alejó el coche de la Princesa, exclamó delante de Sonia, en voz alta, incapaz de reprimir su despecho:

‑ ¿ A qué viene? ¿ Qué quiere? ¡ Detesto a esas mujeres y sus amabilidades!

‑ ¡ Ah, Nicolá s! ¿ Có mo puedes hablar así? ‑ replicó Sonia disimulando mal su satisfacció n ‑. Es muy buena y mamá la quiere mucho.

Nicolá s no respondió ni volvió a hablar de la Princesa. Pero la anciana Condesa comenzó a mentarla cien veces al dí a a raí z de su visita. La alababa, rogaba a su hijo que fuera a verla, expresaba el deseo de tenerla al lado con má s frecuencia. Pero, al mismo tiempo, la poní a de mal humor hablar de ella.

Nicolá s callaba y su silencio enojaba a la Condesa.

‑ Es una muchacha muy digna y muy buena ‑ decí a la madre ‑. Debes ir a hacerle una visita. No quiero que te aburras a nuestro lado. Debes tener amistades.

‑ ¡ Pero si no las necesito, mamá!

‑ Antes hubieras deseado verla continuamente; ahora no la quieres. Con franqueza, hijo mí o, no te comprendo. Dices que te aburres, y te niegas a ver a la gente...

‑ No he dicho que me aburra...

‑ Pero sí que no quieres verla. Es una mujer digní sima. Antes te gustaba; ahora, en cambio... ¡ Todos me ocultá is vuestros verdaderos sentimientos!

‑ No, mamá, te equivocas.

‑ Si te pidiera algo enojoso... Pero te pido que hagas una visita, que seas corté s. Bueno, ya te lo he pedido. De hoy en adelante no volveré a mezclarme en tus asuntos, puesto que tienes secretos para tu madre.

‑ Si tanto lo deseas, iré.

‑ A mí me da igual. Lo decí a por ti.

Nicolá s suspiró, se mordió el bigote, trató de desviar la atenció n de su madre de aquel asunto.

Pero al dí a siguiente, y al otro, y al otro, la Condesa sacó a relucir el mismo tema.

Entre tanto, el frí o e inesperado recibimiento de Nicolá s convenció a la princesa Marí a de que tení a razó n al no atreverse a ir a ver a los Rostov.

«No cabí a esperar otra cosa. Por suerte, no tengo nada que ver con é l, ú nicamente querí a volver a ver a la anciana, que fue siempre muy bondadosa conmigo y a quien debo mucho», se decí a, llamando en su ayuda al orgullo.

Pero tales razonamientos no tení an la virtud de calmarla; cada vez que recordaba la pasada visita la asaltaba una especie de remordimiento, y, aunque estaba firmemente resuelta a no volver a casa de los Rostov y a olvidarlo todo, se sentí a siempre como en una postura falsa, y acabó por tener que confesarse que la atormentaba la cuestió n de sus relaciones con Nicolá s. Su tono frí o, correcto, no se derivaba de sus sentimientos ‑ estaba segura ‑, sino de alguna otra cosa, y hasta que consiguiera explicarse lo que era aquella cosa no estarí a tranquila.

A mediados del invierno se hallaba en el cuarto de estudio, repasando las lecciones de su sobrino, cuando le anunciaron la visita de Nicolá s Rostov.

Firmemente resuelta a no hacerse traició n ni a demostrar enojo, llamó a la señ orita Bourienne y entró con ella en el saló n.

Le bastó una mirada para comprender que Nicolá s estaba allí para pagar una deuda de cortesí a, y decidió mostrarse igualmente corté s.

El empezó por hablar de la salud de la Condesa, de los conocidos comunes, de las ú ltimas noticias de la guerra, y cuando transcurrieron los diez minutos que exige la buena educació n, saludó y se puso en pie.

La Princesa sostuvo muy bien la conversació n con ayuda de la señ orita de compañ í a, pero, al levantarse Nicolá s, estaba tan fatigada de haber hablado de cosas que no le incumbí an, y tan abrumada por la dolorosa idea de las pocas alegrí as que la vida le proporcionaba, que, con las brillantes pupilas fijas en el vací o, continuó sentada e inmó vil, sin advertir que Nicolá s se hallaba de pie ante ella.

Nicolá s la miró y, para disimular que se habí a dado cuenta de su ensimismamiento, cruzó todaví a algunas palabras con la señ orita Bourienne. Luego volvió a mirar a la Princesa. Seguí a sentada e inmó vil; su dulce semblante tení a una expresió n de sufrimiento.

De sú bito, Nicolá s la compadeció. Pensando vagamente que quizá fuera é l la causa de aquel dolor, quiso pronunciar una palabra amable, pero, no encontrá ndola, dijo:

‑ Adió s, Princesa.

Marí a salió de su ensimismamiento, ruborizá ndose, y exhaló un profundo suspiro.

‑ ¡ Ah! Perdone, Conde. ¿ Se va usted ya? ¿ Y el almohadó n para la Condesa?

‑ ¡ Un momento! Voy a buscarlo ‑ rogó la señ orita Bourienne, echando a correr.

Marí a y Nicolá s callaban. De vez en cuando cambiaban una mirada.

‑ Sí, Princesa ‑ habló al fin Nicolá s sonriendo con melancolí a‑. Todo parece reciente, y, no obstante, ¡ cuá nta agua ha corrido desde que nos vimos por vez primera en Bogutcharovo! Entonces nos juzgá bamos desgraciados, y, sin embargo, ¡ cuá nto darí a yo por volver a aquellos tiempos! Pero eso es imposible...

La Princesa clavaba en é l sus ojos radiantes. Parecí a esforzarse por comprender el sentido misterioso de aquellas palabras que le explicarí an lo que é l sentí a por ella.

‑ En efecto ‑ contestó ‑, pero no debe usted lamentar lo pasado, Conde. Usted recordará siempre con placer su vida actual, porque los sacrificios que está haciendo...

‑ No puedo aceptar sus alabanzas ‑ se apresuró a decir é l, interrumpié ndola‑. La verdad es que no dejo de dirigirme reproches. Pero, en fin, esto es muy poco interesante y divertido...

Su mirada volvió a adquirir una expresió n frí a, seca. Mas la Princesa habí a vuelto a ver en é l al hombre que amaba, y se dirigí a a aquel hombre.

‑ He creí do que me permitirí a esta confianza. Como estamos tan unidas las dos familias... Nunca creí que mis cumplidos le parecieran excesivos. Pero ya veo que me he equivocado.

Empezó a temblarle la voz.

‑ No sé por qué, pero antes era usted muy distinto a como es ahora... ‑ prosiguió, rehacié ndose.

‑ Existen motivos a millares ‑ repuso Nicolá s recalcando sus palabras ‑. De todos modos, gracias, Princesa.

«Ya lo comprendo; ahora lo comprendo todo ‑ decí a una voz en el alma de la Princesa ‑. No es só lo esa mirada de expresió n bondadosa y franca, no es só lo la belleza externa la que vi en é l. Es su alma noble, valiente, abnegada. Ahora é l es pobre y yo soy rica. Esto explica su actitud... Pero ¿ y si no fuera así...? »

Sin embargo, al recordar su antigua ternura, al reparar en la expresió n bondadosa y triste de su rostro, se convenció de que estaba en lo cierto.

‑ ¿ Qué le ocurre, Conde, qué le ocurre? Dí gamelo usted ‑ exclamó acercá ndose a é l involuntariamente ‑. Debe decí rmelo.

El callaba.

‑ Ignoro las razones que tiene para adoptar esa actitud..., pero me resulta penoso, puede usted creerlo... No quisiera verme privada de su antigua amistad.

Las lá grimas brotaban de sus ojos, temblaban en su voz.

‑ Tengo tan pocas alegrí as, que perder una má s me resulta muy doloroso. Perdó neme. Adió s.

De improviso se echó a llorar y se dirigió a la puerta.

‑ ¡ Princesa! ¡ Espere! ¡ En nombre de Dios, espere! ‑ exclamó Nicolá s ‑. ¡ Marí a...!

Ella se volvió. Por espacio de unos segundos se miraron en silencio. Y lo que parecí a imposible, lejano, se convirtió de improviso en algo muy pró ximo, posible, inevitable.

En el otoñ o de aquel mismo añ o, Nicolá s Rostov y la princesa Marí a se casaron...

 

FIN

[SC1]En esta ocasió n me he permitido introducir comentarios, principalmente en algunas palabras rusas sin su respectiva traducció n incluí das en el texto. Existen palabras rusas que han sido ampliamente difundidas y ya cuentan con un lugar propio dentro del diccionario del idioma castellano, tal es el caso de la palabra “mujik”, y así se le encuentra en el diccionario, aunque por su pronunciació n, yo optarí a por escribirla de la forma “muzhik”; pero eso es “harina de otro costal”. En todo caso, hice una descriminació n de las palabras rusas que ameritaban comentario y las que no lo necesitaban, espero haberme equivocado lo menos posible.

[SC2]Me parece necesario hacer una aclaració n con respecto a los nombres, y es que los rusos utilizan el patroní mico. En este caso este personaje tiene por nombre “Ana” ó “Anna”, como se dirí a en ruso, luego tenemos el patroní mico “Pavlovna” que se deriva del nombre del padre de ella; “Pavel” (en españ ol serí a “Pablo”) y finalmente tenemos el apellido “Scherer”, que es el apellido del padre cuando é sta es soltera, o del marido cuando se casa, perdié ndose por completo el apellido del progenitor.

[SC3]Palabra rusa; medida de longitud que se utilizaba en la antigua Rusia, equivalente a 1. 06 kiló metros.

[SC4]Esclavina larga de fieltro

[SC5]Palabra rusa con que se denomina un juego de pillarse unos a otros

[SC6]Palabra rusa que significa: presidente, jefe, etc. En este caso se refiere a una especie de capataz ó encargado de los negocios de la familia Rostov.

[SC7]Payaso; anglicismo.

[SC8]Palabra rusa que significa “tres” ó “trí o”, en este caso es un coche tirado de tres caballos.

[SC9]Antigua medida rusa de superficie, equivalente a 1. 5 “deciatinas”, la que a su vez, equivale a 109 hectá reas

[SC10]Este viejo come con apetito

[SC11]De la obstinació n del viejo señ or.

[SC12]Así la llevan los paisanos rusos.



  

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