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DECIMOTERCERA PARTE 3 страница



Plató n se acomodó sobre la paja.

Tras un momento de silencio se incorporó.

‑ Bueno; supongo que deseará s dormir...

Dicho esto, se santiguó rá pidamente murmurando:

‑ Señ or Jesucristo, santos Nicolá s, Froilá n y Lorenzo, perdó nanos y sá lvanos.

Se inclinó hasta el suelo, se enderezó, suspiró y se sentó en la paja.

‑ ¿ Qué oració n es é sa? ‑ preguntó Pedro.

‑ ¿ Eh? ¿ Qué? ‑ dijo Plató n medio dormido‑. ¿ Mi oració n...? Ya la has oí do. ¿ Y tú no rezas?

‑ Sí. Pero ¿ qué quiere decir eso de Froilá n y Lorenzo?

‑ ¡ Có mo! ¿ No lo sabes? Son los santos patronos de los caballos. Hay que tener compasió n tambié n de los animales. ¡ Ah, la muy pí cara ha dado media vuelta! Está fatigada ‑ explicó palpando a la perrita, que estaba acurrucada junto a sus piernas. Luego se volvió y se durmió.

Del exterior llegaban gritos, llantos, y, a travé s de un agujero, se veí a el resplandor del fuego. Pero en el interior de la barraca todo era oscuridad y silencio. Pedro permaneció despierto largo rato. Estaba echado, con los ojos muy abiertos, oí a los ronquidos de Plató n, al que tení a aú n a su lado, y advertí a que el mundo destruido antes se reconstruí a ahora en su alma con una belleza nueva, sobre cimientos inconmovibles, nuevos tambié n...

 

VIII

La barraca adonde se condujo a Pedro, en la que permaneció por espacio de cuatro semanas, cobijaba en calidad de prisioneros a veintitré s soldados, tres oficiales y dos funcionarios.

Todas esas gentes se le aparecí an a Pedro hundidas en una especie de niebla espesa, pero Plató n Karataiev se quedó para siempre grabado en su alma como un recuerdo amado e intenso, como el sí mbolo de la bondad y de la franqueza rusas.

Esta primera impresió n se confirmó cuando, a la mañ ana siguiente, vio a su vecino. Toda la persona de Plató n, con su capote corto, su gorro y su lapti, era redonda: lo era la cabeza, la espalda, el pecho, los hombros, incluso los brazos, que moví a con frecuencia como si se dispusiera a arrojar algo. Su agradable sonrisa, sus grandes, tiernos y oscuros ojos resultaban redondos tambié n. A juzgar por el relato que hací a de las campañ as en que habí a tomado parte, parecí a tener cincuenta añ os. El ignoraba su edad, no podí a precisarla; pero sus dientes, fuertes y blancos, que mostraba al reí r, eran bellos y estaban bien conservados; ni sus cabellos ni su barba tení an una sola cana y todo su cuerpo era flexible, firme y resistente.

A pesar de algunas pequeñ as arrugas, su rostro tení a una expresió n de inocencia juvenil; su voz era agradable y cantarina, sus palabras francas y corteses. Era evidente que nunca pensaba lo que decí a o tení a que decir, y por eso sin duda la rapidez y firmeza de sus respuestas revelaban una convicció n inquebrantable.

Su fuerza fí sica y la preparació n de sus mú sculos eran tales, que no parecí a comprender la fatiga ni la enfermedad. Todos los dí as, al levantarse y al acostarse, decí a: «Haz, Dios mí o, que duerma como un leñ o y que me levante en tan buen estado como el pan. » Por las mañ anas solí a agregar, encogié ndose de hombros: «Bueno. Me acosté, me levanté, me vestí, me puse a trabajar. » En efecto, apenas abrí a los ojos se apresuraba a hacer algo con ese afá n con que el niñ o coge sus juguetes. Sabí a hacerlo todo ni demasiado bien ni demasiado mal: guisaba, amasaba, cosí a, clavaba, confeccionaba zapatos. Se hallaba constantemente ocupado y só lo por la noche entablaba conversació n ‑ le gustaba mucho charlar ‑ o entonaba alguna cancioncilla. No cantaba como aquel que sabe que se le escucha, sino como las aves, porque sentí a la necesidad de emitir sonidos, del mismo modo que sentí a el deseo de estirarse o de andar. Sus cá nticos eran siempre muy tiernos, muy dulces, como los de una mujer melancó lica, y mientras cantaba, su rostro conservaba la seriedad.

Al verse prisionero y con la barba crecida rechazó todo cuanto habí a en é l de soldado y que era extrañ o a su manera de ser y recobró el aire y las costumbres del campesino.

‑ Cuando el soldado disfruta de permiso debe llevar la camisa fuera del pantaló n[SC12] ‑ decí a.

No le gustaba hablar de sus añ os de servicio, pero tampoco se quejaba de ellos, pues decí a a menudo que nunca le habí an pegado en el regimiento. Cuando narraba algo hací a alusió n, con frecuencia, a recuerdos antiguos, visiblemente queridos para é l, de su vida de campesino. Los proverbios de que salpicaba sus frases no eran inconvenientes como los que suelen decir los soldados. Eran refranes populares, que, aislados, parecí an carecer de sentido, pero que, empleados oportunamente, sorprendí an por la profunda sabidurí a que revelaban. Muchas veces se contradecí an, mas siempre resultaban apropiados. A Plató n le gustaba conversar y lo hací a bien, sirvié ndose de vocablos acariciadores, de sentencias de su propia cosecha, o así se lo parecí a a Pedro. Pero el encanto principal de su conversació n estribaba en la solemnidad de que revestí a los acontecimientos má s sencillos, los mismos a veces que habí a presenciado Pedro sin reparar gran cosa en ellos. Escuchaba con gusto los cuentos (siempre los mismos) que todas las tardes referí a un soldado, pero preferí a las historias verdaderas. Al escuchar tales narraciones sonreí a satisfecho e introducí a palabras nuevas o hací a preguntas cuya finalidad era la de sacar una moraleja de lo que se contaba. No se sentí a unido a nada; no parecí a tener ninguna amistad, ningú n afecto, a la manera que los entendí a Pedro, pero amaba y viví a en buena armoní a con aquellos a quienes las circunstancias poní an a su lado, es decir, con el Hombre, no só lo con este o aquel hombre. Amaba a su perro, amaba a sus camaradas, amaba a los franceses, a Pedro, su vecino en la prisió n, mas Pedro se daba cuenta de que cuando se separase de é l, aquel hombre no se entristecerí a lo má s mí nimo. Y é l, Pedro, comenzaba a sentir lo mismo respecto de Karataiev.

Para los demá s prisioneros era Plató n un soldado vulgar; le llamaban «El Halcó n» o Platocha; se burlaban un poco de é l, le hací an encargos, pero ya desde el primer momento se presentó a Pedro como un ser incomprensible, redondo, como la personificació n constante de la verdad y de la sencillez, y así le verí a siempre.

Salvo sus oraciones, no sabí a nada de memoria. Cuando empezaba a hablar, ni é l mismo parecí a saber có mo iba a concluir. Muchas veces, sorprendido por el sentido de sus palabras, Pedro le obligaba a repetirlas, mas ya no las recordaba, como tampoco recordaba nunca la letra de su canció n favorita. Sus dichos y sus actos se desprendí an de é l con la misma espontaneidad y la misma necesidad imperiosa con que se desprende el perfume de la flor.

IX

 

Despué s de enterarse por Nicolá s de que su hermano estaba con los Rostov, en Iaroslav, la princesa Marí a, a pesar de las exhortaciones de su tí a, se preparó para partir, y no sola, sino con su sobrino. No se preguntó ni quiso saber si la empresa serí a difí cil o no, posible o imposible. Su deber le dictaba no solamente dirigirse al lado de su hermano, gravemente herido, sino llevarle a su hijo. Por consiguiente, lo dispuso todo para una rá pida marcha. El hecho de que el Prí ncipe no le escribiera personalmente se lo explicaba dicié ndose que tal vez estuviera demasiado dé bil para coger la pluma o bien que é l juzgaba que el trayecto era demasiado largo y peligroso para ella y su hijo y no querí a tentarla con sus cartas a ir a su lado.

Los ú ltimos dí as de su estancia en Voronezh fueron los mejores de su existencia. Su amor por Nicolá s Rostov no la atormentaba, no la emocionaba ya. Este amor llenaba toda su alma, se habí a convertido en una parte de sí misma y ya no luchaba contra é l. Estaba convencida ‑ sin osar confesá rselo con franqueza ‑ de que amaba y era amada. La afirmó en esta creencia su ú ltima entrevista con Nicolá s el dí a en que fue a notificarle que el prí ncipe André s estaba con los Rostov. Nicolá s no hizo entonces ninguna alusió n a que, en caso de curarse el prí ncipe André s, pudieran reanudarse entre é l y Natacha las pasadas relaciones, mas la princesa Marí a vio impreso en su rostro lo que sabí a y lo que pensaba acerca de ello. A pesar de esto, sus relaciones con ella seguí an siendo tiernas y afectuosas. Incluso parecí a regocijarse de aquel posible y futuro parentesco con la princesa Marí a, el cual le permití a expresarle con mayor libertad sus sentimientos. Así pensaba la Princesa. Sabí a que amaba por primera y ú ltima vez en su vida; se sentí a amada, y esta convicció n tranquilizaba su espí ritu y la hací a dichosa. Empero, esta dicha parcial no impedí a que compadeciera a su hermano con toda su alma. Es má s, la paz interior que ahora sentí a facilitaba en cierto modo su entrega total a los sentimientos que le inspiraba André s. Su inquietud fue tan viva al salir de Voronezh, que, al contemplar su atormentado semblante las personas que la acompañ aban, no dudaban que enfermarí a por el camino. Mas las dificultades, las preocupaciones del viaje, a las que se entregó febrilmente, la distrajeron de su dolor y le infundieron energí as.

Como suele suceder en estos casos, la princesa Marí a no pensaba má s que en el viaje y se olvidaba de su finalidad. Pero, al acercarse a Iaroslav, lo que iba a ver se presentó a su imaginació n vivamente. Entonces su emoció n llegaba al lí mite.

Cuando el correo que la precedí a y que habí a sido enviado por ella a Iaroslav para informarse de la salud del prí ncipe André s y del lugar en que se hallaban los Rostov, se tropezó, ya de regreso, con el coche, cerca de la puerta del pueblo, quedó impresionado al ver el pá lido rostro de la Princesa asomado a la ventanilla.

‑ ‑ Ya lo sé todo, Excelencia. Los Rostov habitan en casa del comerciante Bronikov. No está lejos, a la orilla del Volga.

La princesa Marí a le miró con temor, no comprendiendo por qué aquel hombre no le hablaba de lo principal: la salud de su hermano. La señ orita Bourienne preguntó lo que la Princesa no se atreví a a preguntar.

‑ ¿ Có mo está el Prí ncipe?

‑ Su Excelencia está con ellos, en la misma casa.

Entonces vives, se dijo Marí a; y preguntó en voz baja:

‑ ¿ Có mo se encuentra?

‑ Los criados dicen que sigue en el mismo estado.

¿ Qué significaba «seguir en el mismo estado»? La Princesa no lo quiso averiguar. Se contentó con mirar furtivamente a Nicolá s, niñ o de siete añ os, que iba sentado frente a ella; luego bajó la cabeza y ya no volvió a levantarla hasta que, vacilando y chirriando, el coche se detuvo. La portezuela se abrió ruidosamente. A la izquierda, la Princesa vio un gran rí o; a la derecha, la entrada de una casa, criados y una muchacha de larga trenza negra cuya sonrisa le pareció fingida y desagradable. (Era Sonia. ) La Princesa subió con paso ligero la escalera. La muchacha de la sonrisa indicó: «Por aquí, por aquí », y Marí a se encontró en el recibidor, ante una mujer entrada en añ os, de tipo oriental, que, emocionada, le salí a al encuentro. Era la anciana Condesa, que la asió por la cintura y la abrazó.

‑ Hija mí a, la quiero y la conozco hace tiempo ‑ dijo.

A pesar de la emoció n, Marí a comprendió quié n era aquella dama y que debí a decir algo. Sin casi darse cuenta, murmuró unas frases corteses en respuesta a las que en el mismo tono se le dirigí an; luego pregunto:

‑ ¿ Dó nde está?

‑ El mé dico asegura que se halla fuera de peligro ‑ explicó la Condesa; pero el suspiro y la expresió n de sus ojos, que elevó al cielo, conque acompañ ó sus palabras estaban en contradicció n evidente con ellas.

‑ ¿ Dó nde está? ¿ Lo puedo ver?

‑ Enseguida, Princesa, amiga mí a. ¿ Es é se su hijo? ‑ interrogó la Condesa señ alando al pequeñ o Nicolá s, que entraba en aquel momento en compañ í a de Desalles, su ayo ‑. La casa es grande. Todos ustedes podrá n alojarse aquí. ¡ Oh, qué niñ o tan encantador!

La Condesa hizo entrar en el saló n a Marí a. Sonia hablaba con la señ orita Bourienne; la Condesa acariciaba al pequeñ o. El viejo Conde entró en la habitació n para saludar a la recié n llegada. Habí a cambiado mucho desde la ú ltima vez que Marí a le habí a visto.

Entonces era un viejo guapo, alegre, seguro de sí mismo. Ahora daba lá stima verle. Mientras hablaba con la Princesa, miraba a su alrededor, como para asegurarse de que hací a lo má s conveniente. Despué s del saqueo de Moscú y de sus dominios; despué s de haber tenido que renunciar a sus costumbres, ya no se sentí a persona importante y consideraba que ya no habí a lugar para é l en la vida.

La Princesa deseaba ver enseguida a su hermano, y le molestaba verse rodeada así en aquellos momentos, pero mientras acariciaban a su sobrino con afecto reparó en todo lo que se hací a junto a ella y se sintió impelida a someterse al nuevo medio en que se hallaba. Sabí a que todo aquello era necesario aunque enojoso, y no guardaba rencor a los que la rodeaban.

‑ Es mi sobrina ‑ indicó la Condesa, presentando a Sonia ‑. ¿ La conoce, Princesa?

La Princesa se dirigió a la muchacha y la besó para sofocar el sentimiento de hostilidad que despertaba en su alma. Pero le era penoso que el estado de espí ritu de las personas que tení a delante estuviera tan alejado del que nací a en ella.

‑ ¿ Dó nde está? ‑ volvió a preguntar dirigié ndose a todos.

‑ Abajo. Natacha está con é l ‑ repuso Sonia ruborizá ndose ‑. Ya han ido a preguntar có mo se encuentra. Debe de estar fatigada, Princesa.

La Princesa lloraba, tanta era su inquietud. Se volvió y quiso preguntar a la Condesa por dó nde se iba a la planta baja, cuando detrá s de la puerta se oyeron unos pasos rá pidos, casi alegres. La Princesa miró en aquella direcció n y vio a Natacha, aquella misma Natacha que tanto le desagradó durante su visita a Moscú.

Mas apenas observó su semblante comprendió que era su verdadera compañ era de dolor y, por consiguiente, su amiga. Se lanzó a su encuentro, la enlazó por la cintura y lloró sobre su hombro.

En cuanto Natacha, que estaba sentada junto a la cama del prí ncipe André s, supo la llegada de la Princesa, salió a paso rá pido ‑ alegre le pareció a Maria ‑ de la habitació n y corrió al encuentro de la viajera.

Al entrar en la sala, su conmovido rostro tení a una sola expresió n: la de un amor infinito hacia la Princesa, hacia André s, hacia todos los que tení an con é l algú n lazo de sangre. Tambié n habí a en aquella mirada sufrimiento y piedad para todos y el deseo apasionado de entregarse a ellos por entero, de ayudarlos. Se veí a que en aquel momento no pensaba en sus relaciones con André s ni en sí misma.

La intuitiva Princesa lo comprendió así a la primera ojeada que dirigió a aquel rostro, y por esto lloró amargamente apoyada en su hombro.

‑ Ven, Maria ‑ dijo Natacha arrastrá ndola a la otra habitació n.

La Princesa levantó la cabeza, se enjugó los ojos y se volvió a mirarla. Se daba cuenta de que por ella lo sabrí a y lo comprenderí a todo.

‑ ¿ Qué...? ‑ comenzó a decir; pero enmudeció de pronto; las palabras no dicen ni expresan nada. El rostro y los ojos de Natacha se lo dirí an todo con má s claridad, má s sinceramente.

Natacha la miró; pero temí a revelar todo lo que sabí a. Ante aquellos ojos radiantes que penetraban hasta el fondo de su corazó n no podí a decirse toda la verdad. Los labios de Natacha temblaban; de pronto se le formaron unas feas arrugas alrededor de la boca y prorrumpió en sollozos, ocultando el rostro en las manos.

La Princesa lo comprendió todo.

Sin embargo, esperaba, y preguntó con palabras, aquellas palabras en que no creí a:

‑ ¿ Có mo es la herida? ¿ Có mo está é l?

‑ Ya lo verá s ‑ fue todo lo que pudo contestar Natacha.

Al llegar abajo se sentó un momento, antes de entrar en la habitació n, para enjugarse las lagrimas y adoptar una expresió n tranquila.

‑ ¿ Progresa el mal? ¿ Hace mucho que está peor? ¿ Cuá ndo ha sucedido? ‑ preguntó la Princesa.

Natacha le refirió que, en un principio, el peligro estaba en los dolores y en el estado febril del herido. Poco antes de llegar al convento de Troitza pareció reaccionar y el mé dico ya no temió que pudiera declararse la gangrena. Pero aunque tambié n este peligro habí a pasado, al llegar a Iaroslav la herida comenzó a supurar. A continuació n volvió la fiebre, aunque esta vez era menos peligrosa.

‑ Pero hace dos dí as que... ‑ Natacha calló. Se esforzaba por reprimir el llanto ‑. Ven. Tú misma verá s có mo se encuentra ‑ concluyó.

‑ ¿ Está dé bil? ¿ Ha adelgazado? ‑ preguntó la Princesa.

‑ No. No es eso precisamente. Es... peor. Ya verá s. ¡ Ah, Marí a! ¡ Es demasiado bueno! No puede vivir porque... ¡ es demasiado bueno!

 

X

Cuando abrió la puerta, mediante un há bil movimiento, y dejó pasar delante a la Princesa, é sta sintió que le subí an los sollozos a la garganta. Habí a tratado de prepararse de antemano para aquella entrevista, pero ahora se daba cuenta de que no tení a entereza suficiente para retener las lá grimas ante su hermano.

Comprendí a lo que Natacha quiso decir con aquello de: «Hace dos dí as que... » El cará cter del Prí ncipe se habí a dulcificado de pronto, y este enternecimiento era un mal sí ntoma. Al franquear el umbral, la Princesa volvió a verle, con los ojos de la imaginació n, como cuando era niñ o, con su expresió n tierna y dulce, expresió n que mostró luego tan raras veces que, cuando aparecí a, la impresionaba. Estaba convencida de que iba a oí r de sus labios palabras tan amables, tan conmovedoras como las que le dedicó su padre moribundo, frases que no se sentí a capaz de volver a escuchar sin lá grimas. Pero, comprendiendo que tarde o temprano tendrí a que entrar allí, irrumpió resueltamente y de pronto en la habitació n. Los sollozos seguí an sacudié ndola cuando, con ojos de miope, distinguió su cuerpo y buscó con la vista sus rasgos. Luego le vio con claridad y las miradas de los dos se encontraron.

El Prí ncipe estaba tendido en un divá n, rodeado de almohadas y envuelto en un batí n forrado de petit gris. Estaba pá lido y delgado. Una de sus finas manos, blancas, transparentes, sostení a el pañ uelo. Con la otra se tocaba el poco poblado bigote. Sus ojos se fijaban en todas las personas que entraban en la habitació n.

La princesa Marí a sintió de improviso que su compasió n se disipaba, que sus lá grimas desaparecí an y que cesaban sus sollozos. La expresió n del rostro y de la mirada que se cruzaba con la suya la intimidaban, le hací an sentirse culpable.

«¿ Pero de qué? », se preguntó.

«De vivir, de pensar en los vivos, mientras que yo... », respondió la mirada frí a, severa, de André s.

En aquella mirada profunda, lejana, que dirigió lentamente a su hermana y a Natacha se leí a un sentimiento de hostilidad.

Pero besó a Marí a y le estrechó la mano como de costumbre..

‑ ¡ Hola, querida! ¿ Có mo has llegado hasta aquí? ‑ preguntó con voz inexpresiva y tan hostil como su mirada. (Si hubiera lanzado un grito penetrante, de desesperació n, este grito habrí a aterrorizado menos a la Princesa que aquella voz)‑. ¿ Has traí do a Nicolá s? ‑ agregó con la misma entonació n lenta e inexpresiva, reuniendo sus recuerdos mediante un esfuerzo visible.

‑ ¿ Có mo te encuentras? ‑ preguntó la Princesa extrañ á ndose de sus propias palabras.

‑ Pregú ntaselo al doctor, querida.

Y haciendo un nuevo esfuerzo para demostrarle ternura, dijo, solamente con los labios (pues se veí a que no pensaba lo que decí a):

‑ Gracias, hermana mí a, por haber venido.

Marí a le estrechó la mano. El frunció levemente las cejas al sentir la presió n. En sus palabras, en su acento y, sobre todo, en su mirada frí a, hostil, se intuí a el alejamiento, terrible para un hombre vivo, de todo lo que alienta.

Era evidente que só lo mediante continuos esfuerzos se daba cuenta de que existí a a su alrededor una vida, pero, al mismo tiempo, se veí a que esta dificultad no se derivaba de que se viera privado de la capacidad de com­prender, sino de que le absorbí an de manera tan profunda las cosas que comprendí a y las que no comprendí a, que no podí a comprender a los vivos.

‑ El destino nos ha reunido, sí ‑ dijo rompiendo el silencio y señ alando a Natacha ‑. Ella me cuida y está siempre a mi lado.

La princesa Marí a escuchaba y no daba cré dito a sus oí dos. ¿ Có mo podí a hablar así el tierno prí ncipe André s delante de la mujer que amaba y que le amaba? Si hubiera albergado la esperanza de vivir, no hubiese pronunciado aquellas palabras en un tono tan frí o y mortificante. De no estar seguro de morir, ¿ có mo podí a haberse expresado así delante de ella? Una sola explicació n tení a aquello: la de que todo le era indiferente, porque se le habí a revelado otra cosa má s bella e importante.

La conversació n era frí a y se interrumpí a a cada momento.

‑ Marí a ha pasado por Riazá n ‑ dijo Natacha.

El prí ncipe André s no observó que llamaba Marí a a su hermana; en cambio, la propia Natacha advirtió que acababa de llamarla así por vez primera.

‑ Bien, ¿ qué? ‑ dijo André s.

Entonces se le refirió que Moscú habí a quedado totalmente destruida por el incendio.

Natacha enmudeció. La conversació n languidecí a. Se veí a que el Prí ncipe se esforzaba en vano por escuchar.

‑ ¿ Lo han incendiado? ¡ Qué lá stima! ‑ exclamó.

Y miraba el vací o, atusá ndose el bigote.

‑ Sé que acabas de conocer al conde Nicolá s, Marí a ‑ observó de improviso, deseando halagarla ‑. En sus cartas dice que le gustas mucho ‑ siguió diciendo sencillamente, tranquilamente, sin que pareciera comprender la importancia que tení an aquellas palabras para los vivos ‑. ¿ Le amas tú tambié n? Me parece bien... que os casé is ‑ agregó en un tono má s vivo, con el aire gozoso de quien halla por fin las palabras que ha estado buscando mucho tiempo.

La princesa Marí a escuchaba como si lo que decí a su hermano no tuviera para ella má s significado que el de demostrar que estaba con un pie fuera del mundo de los vivos.

‑ ¡ No tiene por qué hablar de mí! ‑ reprochó con voz serena, mirando a Natacha. Esta sintió la mirada, pero no se conmovió. Luego callaron los tres.

‑ André s..., ¿ quieres ver... a Nikoluchka? ‑ interrogó la Princesa de sú bito, con acento tembloroso.

Por vez primera, los labios del Prí ncipe esbozaron una sonrisa, pero su hermana, que conocí a hasta la má s leve expresió n de su rostro, comprendió con horror que no era una sonrisa de satisfacció n ni de ternura hacia su hijo, sino una sonrisa de burla hacia ella, porque se daba cuenta de que habí a empleado el ú ltimo recurso para tratar de enternecerlo.

‑ Sí, deseo ver a Nikoluchka. ¿ Está bien?

Cuando entraron al niñ o en la habitació n, le miró, impresionado, pero no lloró, porque nadie lloraba. Le besó y no supo qué decirle.

Cuando se lo llevaron, la Princesa se acercó al lecho, besó a su hermano e, incapaz de contenerse por má s tiempo, se echó a llorar.

André s la miró fijamente.

‑ ¿ Lloras por Nicolá s? ‑ preguntó.

La Princesa afirmó con un gesto.

‑ Marí a, ¿ no sabes...? El Evan...

André s calló bruscamente.

‑ ¿ Qué dices?

‑ Nada. No llores ‑ repuso mirá ndola tan frí amente como al principio.

Habí a comprendido que la Princesa lloraba porque Nicolá s se iba a quedar sin padre, y, mediante un poderoso esfuerzo, volvió a la vida, trató de ponerse en el lugar de su hermana.

«Sí, debe parecerle muy penoso eso ‑ pensó ‑ y, sin embargo, ¡ es tan sencillo! Los pá jaros del cielo no siembran, no recogen la cosecha. Es nuestro Padre quien les da el alimento. »

Hubiera querido explicar todo esto a Marí a.

«Pero no lo entenderí a; las mujeres no comprenden nada; no les cabe en la cabeza que esos sentimientos, que esos pensamientos a los que conceden tanta importancia, no son necesarios... ¡ Ya no nos entendemos! »

El hijo del prí ncipe André s tení a siete añ os. Apenas sabí a leer y era un ignorante. A partir de aquel dí a aprendió infinidad de cosas por medio del estudio, de la observació n, de la experiencia, mas, aunque entonces hubiera poseí do la capacidad de que dio pruebas má s adelante, no hubiese podido comprender mejor y con má s provecho la escena que vio desarrollarse entre su padre, la Princesa y Natacha.

Lo comprendió todo. Sin llorar, salió de la habitació n. Luego se acercó en silencio a Natacha, que le seguí a, la miró tí midamente con sus hermosos ojos pensativos, con el labio superior un poco levantado y tembloroso, apoyó en ella la cabeza y rompió a llorar.



  

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