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Yacía como los pliegues de un brillante manto dorado 5 страница



 

Se desplazaron por la orilla del rí o, hacia el Sur. Montag trató de ver los rostros de los hombres, los viejos rostros que recordaba a la luz de la hoguera, mustios, y cansados. Estaban buscando una vivacidad, una resolució n. Un triunfo sobre el mañ ana que no parecí a estar allí. Tal vez habí a esperado que aquellos rostros ardieran y brillasen con los conocimientos, que resplandeciesen como linternas, con la luz encendida. Pero toda la luz habí a procedido de la hoguera, y aquellos hombres no parecí an distintos de cualesquiera otros que hubiesen recorrido un largo camino, una bú squeda prolongada, que hubiesen visto có mo eran destruidas las cosas buenas, y ahora, muy tarde, se reuniesen para esperar el final de la partida, y la extinció n de las lá mparas. No estaban seguros de que lo que llevaban en sus mentes pudiese hacer que todos los futuros amaneceres brillasen con una luz má s pura, no estaban seguros de riada, excepto de que los libros estaban bien archivados tras sus tranquilos ojos, de que los libros esperaban, con las Pá ginas sin cortar, a los lectores que quizá se presentaran añ os despué s, unos, con dedos limpios, y otros, con dedos sucios.

 

Mientras andaban, Montag fue escrutando un rostro tras de otro.

 

-No juzgue un libro por su sobrecubierta alguien-.

 

Y todos rieron silenciosamente, mientras se moví a rí o abajo.

 

 

Se oyó un chillido estridente, y los reactores de la ciudad pasaron sobre sus cabezas mucho antes de que los hombres levantaran la mirada, Montag se volvió para observar la ciudad, muy lejos, junto al rí o, convertida só lo en un dé bil resplandor.

 

-Mi esposa está allí.

 

-Lo siento. A las ciudades no les van a ir bien las cosas en los pró ximos dí as -dijo Granger-.

 

-Es extrañ o, no la echo en falta, apenas tengo sensació n -dijo Montag-. Incluso aunque ella muriera me he dado cuenta hace un momento, no creo que me sintiera triste. Eso no está bien. Algo debe de ocurrirme.

 

-Escuche -dijo Granger, cogié ndole por un brazo y andando a su lado, mientras apartaba los arbustos para dejarle pasar-. Cuando era niñ o, mi abuelo murió. Era escultor. Tambié n era un hombre muy bueno, tení a mucho amor que dar al mundo, y ayudó a eliminar la miseria en nuestra ciudad; y construí a juguetes para nosotros, y se dedicó a mil actividades durante su vida; siempre tení a las manos ocupadas. Y cuando murió, de pronto me di cuenta de que no lloraba por é l, sino por las cosas que hací a. Lloraba porque nunca má s volverí a hacerlas, nunca má s volverí a a labrar otro pedazo do madera y no nos ayudarí a a criar pichones en el patio ni tocarí a el violí n como é l sabí a hacerlo, ni nos contarí a chistes. Formaba parte de nosotros, y cuando murió todas las actividades se interrumpieron, y nadie era capaz de hacerlas como é l. Era individualista. Era un hombre importante. Nunca me he sobrepuesto a su muerte. A menudo, pienso en las tallas maravillosas que nunca han cobrado forma a causa de su muerte. Cuá ntos chistes faltan al mundo, y cuá ntos pichones no sido tocados por sus manos. Configuró el mundo, hizo cosas en su beneficio. La noche en que falleció, el mundo sufrió una pé rdida de diez millones de buenas acciones.

 

Montag anduvo en silencio.

 

-Millie, Millie -murmuró -. Millie.

 

-¿ Qué?

 

-Mi esposa, mi esposa. ¡ Pobre Millie, pobre Millie! No puedo recordar nada. Pienso en sus manos, pero no las veo realizar ninguna acció n. Permanecen colgando flá ccidamente a sus lados, o está n en su regazo, o hay un cigarrillo en ellas. Pero eso es todo.

 

Montag se volvió a mirar hacia atrá s.

 

«¿ Qué diste a la ciudad, Montag? »

 

«Ceniza. »

 

«¿ Qué se dieron los otros mutuamente? »

 

«Nada. »

 

Granger permaneció con Montag, mirando hacia atrá s.

 

-Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrá s, decí a mi abuelo. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, una pared levantada o un par de zapatos. O un jardí n plantado. Algo que tu mano tocará de un modo especial, de modo que tu alma tenga algú n sitio a donde ir cuando tú mueras, y cuando la gente mire ese á rbol, o esa flor, que tú plantaste, tú estará s allí. «No importa lo que hagas -decí a-, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtié ndolo en algo que sea como tú despué s de que separes de ellos tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar el cé sped y un auté ntico jardinero está en el tacto. El cortador de cé sped igual podrí a no haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre. »

 

Granger movió una mano.

 

-Mi abuelo me enseñ ó una vez, hace cincuenta añ os unas pelí culas tomadas desde cohetes. ¿ Ha visto alguna vez el hongo de una bomba ató mica desde cientos kiló metros de altura? Es una cabeza de alfiler, no es nada. Y a su alrededor, la soledad.

 

»Mi abuelo pasó una docena de veces la pelí cula tomada desde el cohete, y, despué s manifestó su esperanza de que algú n dí a nuestras ciudades se abrirí an para dejar entrar má s verdor, má s campiñ a, má s Naturaleza, que recordara a la gente que só lo disponemos de un espacio muy pequeñ o en la Tierra y que sobreviviremos en ese vací o que puede recuperar lo que ha dado, con tanta facilidad como echarnos el aliento a la cara o enviamos el mar para que nos diga que no somos tan importantes.

 

»Cuando en la oscuridad olvidamos lo cerca que estamos del vací o -decí a mi abuelo- algú n dí a se presentará y se apoderará de nosotros, porque habremos olvidado lo terrible y real que puede ser. » ¿ Se da cuenta? -Granger se volvió hacia Montag-. El abuelo lleva muchos añ os muerto, pero si me levantara el crá neo, ¡ por Dios!, en las circunvoluciones de mi cerebro encontrarí a las claras huellas de sus dedos. É l me tocó. Como he dicho antes, era escultor. «Detesto a un romano llamado Statu Quo», me dijo. «Llena tus ojos de ilusió n -decí a-. Vive como si fueras a morir dentro de diez segundos. Ve al mundo. Es má s fantá stico que, cualquier sueñ o real o imaginario. No pidas garantí as, no pidas seguridad. Nunca ha existido algo así. Y, si existiera, estarí a emparentado con el gran perezoso que cuelga boca abajo de un á rbol, y todos y cada uno de los dí as, empleando la vida en dormir. Al diablo con esto -dijo-, sacude el á rbol y haz que el gran perezoso caiga sobre su trasero. »

 

-¡ Mire! -exclamó Montag-.

 

Y la guerra empezó y terminó en aquel instante.

 

Posteriormente, los hombres que estaban con Montag no fueron capaces de decir si en realidad habí a visto algo. Quizá s un leve resplandor y movimiento en el cielo Tal vez las bombas estuviesen allí, y los reactores veinte kiló metros, diez kiló metros, dos kiló metros cielo arriba durante un breve instante, como grano arrojado desde lo alto por la enorme mano del sembrador, y las bombas cayeron con espantosa rapidez y, sin embargo con una repentina lentitud, sobre la ciudad que habí an dejado atrá s. El bombardeo habí a terminado para todos los fines y propó sitos, así que los reactores hubieron localizado su objetivo, puesto sobre aviso a sus apuntadores a ocho mil kiló metros por hora; tan fugaz corno el susurro de una guadañ a, la guerra habí a terminado. Una vez soltadas las bombas, ya no hubo nada má s. Luego, tres segundos completos, un plazo inmenso en la Historia, antes de que las bombas estallaran, las naves enemigas habí an recorrido la mitad del firmamento visible, como balas en las que un salvaje quizá no creyese, porque eran invisibles; sin embargo, el corazó n es destrozado de repente, el cuerpo cae despedazado y la sangre se sorprende al verse libre en el aire; el cerebro desparrama sus preciosos recuerdos y muere.

 

Resultaba increí ble. Só lo un gesto. Montag vio el aleteo de un gran puñ o de metal sobre la ciudad, y conocí a el aullido de los reactores que le seguirí an diciendo, tras de la hazañ a: Desinté grate, no dejes piedra sobre piedra, perece. Muere.

 

Montag inmovilizó las bombas en el cielo por un breve momento, su mente y sus manos se levantaron desvalidamente hacia ellas.

 

-¡ Corred! -gritó a Faber, a Clarisse-. ¡ Corred! -a Mildred-. ¡ Fuera, marchaos de ahí!

 

Pero Clarisse, recordó Montag, habí a muerto. Y Faber se habí a marchado; en algú n valle profundo de la regió n, el autobú s de las cinco de la madrugada estaba en camino de una desolació n a otra. Aunque la desolació n aú n no habí a llegado, todaví a estaba en el aire, era tan cierta como el hombre parecí a hacerla. Antes de que el autobú s hubiera recorrido otros cincuenta metros por la autopista, su destino carecerí a de significado, su punto de salida habrí a pasado a ser de metró poli montó n de ruinas.

 

Y Mildred...

 

¡ Fuera, corre!

 

Montag la vio en la habitació n de su hotel, durante el medio segundo que quedaba, con las bombas a un metro, un palmo, un centí metro del edificio. La vio inclinada hacia el resplandor de las paredes televisivas desde las que la «familia» hablaba incesantemente con ella, desde donde la familia charlaba y discutí a, y pronunciaba su nombre, y le sonreí a, y no aludí a para nada a la bomba que estaba a un centí metro, despué s, a medio centí metro, luego, a un cuarto de centí metro del tejado del hotel. Absorta en la pared, como si en el afá n de mirar pudiese encontrar el secreto de su intranquilidad e insomnio. Mildred, inclinada ansiosa, nerviosamente, como para zambullirse, caer en la oscilante inmensidad de color, para ahogarse en su brillante felicidad.

 

La primera bomba estalló.

 

-¡ Mildred!

 

Quizá, ¿ quié n lo sabrí a nunca? Tal vez las estaciones emisoras, con sus chorros de color, de luz y de palabras, fueron las primeras en desaparecer.

 

Montag, cayendo de bruces, hundié ndose, vio o sintió, o imaginó que veí a o sentí a, có mo las paredes se oscurecí an frente al rostro de Millie, oyó los chillidos de ella, porque, en la milloné sima de segundo que quedaba, ella vio su propio rostro reflejado allí, en un espejo en vez de en una bola de cristal, y era un rostro tan salvajemente vací o, entregado a sí mismo en el saló n, sin tocar nada, hambriento y saciá ndose consigo mismo que, por fin, lo reconoció como el suyo propio y levantó rá pidamente la mirada hacia el techo cuando é ste y la estructura del hotel se derrumbó sobre ella, arrastrá ndole con un milló n de kilos de ladrillos, de metal, de yeso, de madera, para reunirse con otras personas las colmenas de má s abajo, todos en rá pido descenso hací a el só tano, donde finalmente la explosió n le librarí a de todo a su manera irrazonable.

 

Recuerdo. Montag se aferró al suelo. Recuerdo. Chicago. Chicago, hace mucho tiempo, Millie y yo. ¡ Allí fue donde nos conocimos! Ahora lo recuerdo. Chicago. Hace mucho tiempo.

 

La explosió n sacudió el aire sobre el rí o, derribó a los hombres como fichas de dominó, levantó el agua de su cauce, aventó el polvo e hizo que los á rboles se inclinaran hacia el Sur. Montag, agazapado, hacié ndose todo lo pequeñ o posible, con los ojos muy apretados. Los entreabrió por un momento y, en aquel instante, vio la ciudad, en vez de las bombas, en el aire. Habí an permutado sus posiciones. Durante otro de esos instantes imposibles, la ciudad se irguió, reconstruida e irreconocible, má s alta de lo que nunca habí a esperado ser, má s alta de lo que el hombre la habí a edificado, erguida sobre pedestales de hormigó n triturado y briznas de metal desgarrado, de un milló n de colores, con un milló n de fenó menos, una puerta donde tendrí a que haber habido una ventana, un tejado en el sitio de un cimiento, y, despué s, la ciudad giró sobre sí misma y cayó muerta.

 

El sonido de su muerte llegó má s tarde.

 

Tumbado, con los ojos cubiertos de polvo, con una fina capa de polvillo de cemento en su boca, ahora cerrada, jadeando y llorando, Montag volvió a pensar: recuerdo, recuerdo, recuerdo algo má s. ¿ Qué es? Sí, sí, Parte del Eclesiasté s y de la Revelació n. Parte de ese libro, Parte de é l, aprisa, ahora, aprisa, antes de que se me escape, antes de que cese el viento. El libro del Eclesiasté s. Ahí va. Lo recitó para sí mismo, en silencio, tumbado sobre la tierra temblorosa, repitió muchas veces las palabras, y le salieron perfectas sin esfuerzo, y por ninguna parte habí a «Dentí frico Denharn», era tan só lo el Predicador entregado a sí mismo, erguido allí en su mente, mirá ndole...

 

-Allí -dijo una voz-.

 

Los hombres yací an boqueando como peces fuera fue del agua. Se aferraban a la tierra como los niñ os se aferran a los objetos familiares, por muy frí os y muertos que esté n, sin importarles lo que ha ocurrido o lo que puede ocurrir; sus dedos estaban hundidos en el polvo y todos gritaban para evitar la rotura de sus tí mpanos, para evitar el estallido de su razó n, con las bocas abiertas, y Montag gritaba con ellos, una protesta contra el viento que les arrugaba los rostros, les desgarraba los labios y les hací a sangrar las narices.

 

Montag observó có mo la inmensa nube de polvo iba posá ndose, y có mo el inmenso silencio caí a sobre el mundo. Y allí, tumbado, le pareció que veí a cada grano de polvo y cada brizna de hierba, y que oí a todos los gritos y voces y susurros que se elevaban en el mundo. El silencio cayó junto con el polvo, y sobre todo el tiempo que necesitarí an para mirar a su alrededor, para conseguir que la realidad de aquel dí a penetrara en sus sentidos.

 

Montag miró hacia el rí o. «Iremos por el rí o. -Miró la vieja ví a ferroviaria-. O iremos por ella. O caminaremos por las autopistas y tendremos tiempo de asimilarlo todo. Y algú n dí a, cuando lleve mucho tiempo sedimentado en nosotros, saldrá de nuestras manos Y nuestras bocas. Y gran parte de ella estará equivocado, pero otra será correcta. Hoy empezaremos a andar y a ver mundo, y a observar có mo la gente anda por ahí Y habla, el verdadero aspecto que tiene. Quiero verlo todo. Y aunque nada de ello sea yo cuando entren, al cabo de un tiempo, todo se reunirá en mi interior, y será yo. Fí jate en el mundo, Dios mí o, Dios mí o. Fí jate en el, mundo, fuera de mí, má s allá de mi rostro, y el ú nico medio de tocarlo verdaderamente es ponerlo allí donde por fin sea yo, donde esté n la sangre, donde recorra mi cuerpo cien mil veces al dí a. Me apoderaré de ella de manera que nunca podrá escapar. Algú n dí a, me aferraré con fuerza al mundo. Ahora tengo un dedo apoyado en é l. Es un principio. »

 

El viento cesó.

 

Los otros hombres permanecieron tendidos, no preparados aú n para levantarse y empezar las obligaciones del dí a, las hogueras y la preparació n de alimentos, los miles de detalles para poner un pie delante de otro pie y una mano sobre otra mano. Permanecieron parpadeando con sus polvorientas pestañ as. Se les podí a oí r respirando aprisa; luego, má s lentamente...

 

Montag se sentó.

 

Sin embargo, no se siguió moviendo. Los otros hombres le imitaron. El sol tocaba el negro horizonte con una dé bil pincelada rojiza. El aire era fresco y olí a a lluvia inminente.

 

En silencio, Granger se levantó, se palpó los brazos, las piernas, blasfemando, blasfemando incesantemente entre dientes, mientras las lá grimas le corrí an por el rostro. Se arrastró hacia el rí o para mirar aguas arriba.

 

-Está arrasada -dijo mucho rato despué s-. La ciudad parece un montó n de polvo. Ha desaparecido. -Y al cabo de una larguí sima pausa se preguntó -¿ Cuá ntos sabrí an lo que iba a ocurrir? ¿ Cuá ntos se llevarí an una sorpresa?

 

«Y en todo el mundo -pensó Montag-, ¿ cuá ntas ciudades má s muertas? Y aquí, en nuestro paí s, ¿ cuá ntas? ¿ Cien, mil? »

 

Alguien encendió una cerilla y la acercó a un pedal de papel que habí a sacado de un bolsillo. Colocaron el papel debajo de un montoncito de hierbas y hojas, y, al cabo de un momento, añ adieron ramitas hú medas que chisporrotearon, pero prendieron por fin, y la hoguera fue aumentando bajo el aire matutino, mientras el sol se elevaba y los hombres dejaban lentamente de mirar al rí o y eran atraí dos por el fuego, torpemente, sin nada que decir, y el sol iluminó sus nucas cuando se inclinaron.

 

Granger desdobló una lona en cuyo interior habí a algo de tocino.

 

-Comeremos un bocado. Despué s, daremos media vuelta y nos dirigiremos corriente arriba. Tal vez nos necesiten por allí.

 

Alguien sacó una pequeñ a sarté n, y el tocino fue a parar a su interior, y empezó a tostarse sobre la hoguera. Al cabo de un momento, el aroma del tocino impregnaba el aire matutino. Los hombres observaban el ritual en silencio.

 

Granger miró la hoguera.

 

-Fé nix.

 

-¿ Qué?

 

-Hubo un pajarraco llamado Fé nix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendí a una hoguera y se quemaba en ella. Debí a de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgí a de las cenizas, conseguí a renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fé nix no tení a. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterí as que hemos cometido durante un millar de añ os, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algú n dí a dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojamos sobre ellas. Cada generació n habrá má s gente que recuerde.

 

Granger sacó la sarté n del fuego, dejó que el tocino se enfriara, y se lo comieron lenta, pensativamente.

 

-Ahora, vá monos rí o arriba -dijo George- Y tengamos presente una cosa: no somos importantes. No somos nada. Algú n dí a, la carga que llevamos con nosotros puede ayudar a alguien. Pero incluso cuando tení amos los libros en la mano, mucho tiempo atrá s, no utilizamos lo que sacá bamos de ellos. Proseguimos imperté rritos insultando a los muertos. Proseguimos escupiendo sobre las tumbas de todos los pobres que habí an muerto antes que nosotros. Durante la pró xima semana, el pró ximo mes y el pró ximo añ o vamos a conocer a mucha gente solitaria. Y cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: «Estamos recordando. » Ahí es donde venceremos a la larga. Y, algú n dí a, recordaremos tanto, que construiremos la mayor pala mecá nica de la Historia, con la que excavaremos la sepultura mayor de todos los tiempos, donde meteremos la guerra y la enterraremos. Vamos, ahora. Ante todo, deberemos construir una fá brica de espejos, y durante el pró ximo añ o, só lo fabricaremos espejos y nos miraremos prolongadamente en ellos.

 

Terminaron de comer y apagaron el fuego. El dí a empezaba a brillar a su alrededor, como si a una lá mpara rosada se le diera má s mecha.

 

En los á rboles, los pá jaros que habí an huido regresaban y proseguí an su vida.

 

Montag empezó a andar, y, al cabo de un momento, se dio cuenta de que los demá s le seguí an, en direcció n norte. Quedó sorprendido y se hizo a un lado, para dejar que Granger pasara; pero Granger le miró y, con un ademá n, le pidió que prosiguiera. Montag continuó andando. Miró el rí o, el cielo y las ví as oxidadas que se adentraban hacia donde estaban las granjas, donde los graneros estaban llenos de heno, donde una serie de personas habí an llegado por la noche, fugitivas de la ciudad. Má s tarde, al cabo de uno o de seis meses, y no menos de un añ o, Montag volverí a a andar por allí solo, Y seguirí a andando hasta que alcanzara a la gente.

 

Pero, ahora, le esperaba una larga caminata hasta el mediodí a, y si los hombres guardaban silencio era porque habí a que pensar en todo, y mucho que recordar. Quizá má s avanzada la mañ ana, cuando el sol estuviese alto Y les hubiese calentado, empezarí an a hablar, o só lo a decir las cosas que recordaban, para estar seguros de que seguí an allí, para estar completamente ciertos de que aquellas cosas estaban seguras en su interior, Montag sintió el leve cosquilleo de las palabras, su lenta ebullició n. Y cuando le llegara el turno, ¿ qué podrí a decir, qué podrí a ofrecer en un dí a como aqué l, para hacer el viaje algo má s sencillo? Hay un tiempo para todo. Sí. Una é poca para derrumbarse, una é poca para construir. Sí. Una hora para guardar silencio y otra para hablar. Sí, todo. Pero, algo má s. ¿ Qué má s? Algo, algo...

 

Y, a cada lado del rí o, habí a un á rbol de la vida,,,, con doce clases distintas de frutas, y cada mes entregaban su cosecha; y las hojas de los á rboles serví an para curar a las naciones.

 

«Sí -pensó Montag-, eso es lo que guardaré para mediodí a. Para mediodí a... »

 

«Cuando alcancemos la ciudad. »

 

 

FIN

 



  

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