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Fuego Brillante 7 страница



 

Sonó el telé fono. Mildred descolgó el aparato.

 

-¡ Ann! -Se echó a reí r. - ¡ Sí, el Payaso Blanco actú a esta noche!

 

Montag se encaminó a la cocina y dejó el libro abajo.

 

«Montag -se dijo-, eres verdaderamente estú pido ¿ Adó nde vamos desde aquí? ¿ Devolveremos los libros, los olvidamos? »

 

Abrió el libro, no obstante la risa de Mildred.

 

«¡ Pobre Millie! -pensó -. ¡ Pobre Montag! Tambié n para ti carece de sentido. Pero, ¿ dó nde puedes conseguir ayuda, dó nde encontrar a un maestro a estas alturas? »

 

Aguardó. Montag cerró los ojos. Sí, desde luego. Volvió a encontrarse pensando en el verde parque un añ o atrá s. Ú ltimamente, aquel pensamiento habí a acudido muchas veces a su mente, pero, en aquel momento, recordó con claridad aquel dí a en el parque de la ciudad, cuando vio a aquel viejo vestido de negro que ocultaba algo, con rapidez, bajo su chaqueta.

 

El viejo se levantó de un salto, como si se dispusiese a echar a correr. Y Montag dijo:

 

-¡ Espere!

 

-¡ No he hecho nada! -gritó el viejo, tembloroso

 

-Nadie ha dicho lo contrario.

 

Sin decir una palabra, permanecieron sentados momento bajo la suave luz verdosa; y, luego, habló del tiempo, respondiendo el viejo con voz. descolorida. Fue un extrañ o encuentro. El viejo admitió ser un profesor de Literatura retirado que, cuarenta añ os atrá s, se quedó sin trabajo cuando la ú ltima universidad de Artes Liberales cerró por falta de estudiantes. Se llamaba Faber, y, cuando por fin dejó de temer a Montag, habló con voz llena de cadencia, contemplando el cielo, los á rboles y el exuberante parque; y al cabo de una hora dijo algo a Montag, y é ste se dio cuenta de que era un poema sin rima. Despué s, el viejo aú n se mostró má s audaz y dijo algo, y tambié n se trataba de un poema. Faber apoyó una mano sobre el bolsillo izquierdo de su chaqueta y pronunció las palabras con suavidad, y Montag comprendió que, si alargaba la mano, sacarí a del bolsillo del viejo un libro de poesí as. Pero no lo hizo. Sus manos permanecieron sobre sus rodillas, entumecidas e inú tiles.

 

-No hablo de cosas, señ or -dijo Faber-. Hablo del significado de las cosas. Me siento aquí y sé que estoy vivo.

 

En realidad, eso fue todo. Una hora de monó logo, un poema, un comentario; y, luego, sin ni siquiera aludir el hecho de que Montag era bombero, Faber, con cierto temblor, escribió su direcció n en un pedacito de papel.

 

-Para su archivo -dijo-, en el caso de que decida enojarse conmigo.

 

-No estoy enojado -dijo Montag sorprendido-.

 

Mildred rió estridentemente en el vestí bulo.

 

Montag fue al armario de su dormitorio y buscó en su pequeñ o archivo, en la carpeta titulada: FUTURAS INVESTIGACIONES (? ). El nombre de Faber estaba allí. Montag no lo habí a entregado, ni borrado.

 

Marcó el nú mero de un telé fono secundario. En el otro extremo de la lí nea, el altavoz repitió el nombre de Faber una docena de veces antes de que el profesor contestara con voz dé bil. Montag se identificó y fue correspondido con un prolongado silencio.

 

-Dí game, Mr. Montag.

 

-Profesor Faber, quiero hacerle una pregunta bastante extrañ a, ¿ Cuá ntos ejemplares de la Biblia quedan en este paí s?

 

-¡ No sé de qué me está hablando!

 

-quiero saber si queda algú n ejemplar.

 

-¡ Esto es una trampa! ¡ No puedo hablar con el primero que me llama por telé fono!

 

-¿ Cuá ntos ejemplares de Shakespeare y de Plató n?

 

-¡ Ninguno! Lo sabe tan bien como yo. ¡ Ninguno!

 

Faber colgó.

 

Montag dejó el aparato. Ninguno. Ya lo sabí a, de luego, por las listas del cuartel de bomberos. Pero, sin embargo, quiso oí rlo de labios del propio Faber.

 

En el vestí bulo, el rostro de Mildred estaba lleno de excitació n.

 

-¡ Bueno, las señ oras van a venir!

 

Montag le enseñ ó un libro.

 

-É ste es el Antiguo y el Nuevo Testamento, y...

 

-¡ No empieces otra vez con eso!

 

-Podrí a ser el ú ltimo ejemplar en esta parte del mundo.

 

-¡ Tienes que devolverlo esta misma noche! El capitá n Beatty sabe que lo tienes, ¿ no es así?

 

-No creo que sepa qué libro robé. Pero, ¿ có mo escojo un sustituto? ¿ Deberé entregar a Mr. Jefferson? ¿ A Mr. Thoreau? ¿ Cuá l es menos valioso? Si escojo un sustituto y Beatty sabe qué libro robé supondrá que tengo toda una biblioteca aquí.

 

Mildred contrajo los labios.

 

-¿ Ves lo que está s haciendo? ¡ Nos arruinará s ¿ Quien es mas importante, yo o esa Biblia?

 

Empezaba a chillar, sentada como una muñ eca de cera que se derritiese en su propio calor.

 

Le parecí a oí r la voz de Beatty.

           

-Sié ntate, Montag. Observa. Delicadamente, como pé talos de una flor. Cada una se convierte en una mariposa negra. Hermoso, ¿ verdad? Enciende la tercera pá gina con la segunda y así sucesivamente, quemando en cadena, capí tulo por capí tulo, todas las cosas absurdas que significan las palabras, todas las falsas promesas, todas las ideas de segunda mano y las filosofí as estropeadas por el tiempo.

 

Beatty estaba sentado allí levemente sudoroso, mientras el suelo aparecí a cubierto de enjambres de polillas nuevas que habí an muerto en una misma tormenta.

 

Mildred dejó de chillar tan bruscamente como habí a empezado. Montag no la escuchaba.

 

-Só lo hay una cosa que hacer -dijo-. Antes de que llegue la noche y deba entregar el libro a Beatty, tengo que conseguir un duplicado.

 

-¿ Estará s aquí esta noche para ver al Payaso Blanco y a las señ oras que vendrá n? -preguntó Mildred-.

 

Montag se detuvo junto a la puerta, de espaldas.

 

-Millie...

 

Un silencio.

 

-¿ Qué?

 

-Millie, ¿ te quiere el Payaso Blanco?

 

No hubo respuesta.

 

-Millie, te... -Montag se humedeció los labios- ¿ Te quiere tu «familia»? ¿ Te quiere muchí simo, con toda el alma y el corazó n, Millie?

 

Montag sintió que ella parpadeaba lentamente.

 

-¿ Por qué me haces una pregunta tan tonta?

 

Montag sintió deseos de llorar, pero nada ocurrió en sus ojos o en su boca.

 

-Si ves a ese perro ahí fuera -dijo Mildred-, Pé gale un puntapié de parte mí a.

 

Montag vaciló, escuchó junto a la puerta. La abrió Y salió.

 

La lluvia habí a cesado y el sol aparecí a en el claro cielo. La calle, el cé sped y el porche estaban vací os. Montag exhaló un gran suspiro.

 

Cerró, dando un portazo.

 

 

Estaba en el «Metro».

 

«Me siento entumecido -pensó -. ¿ Cuá ndo ha empezado ese entumecimiento en mi rostro, en mi cuerpo? La noche en que, en la oscuridad, di un puntapié a la botella de pí ldoras, y fue como si hubiera pisado una mina enterrada.

 

»El entumecimiento desaparecerá. Hará falta tiempo, pero lo conseguiré, o Faber lo hará por mi. Alguien, en algú n sitio, me devolverá el viejo rostro y las viejas manos tal como habí an sido. Incluso la sonrisa -Pensó -, la vieja y profunda sonrisa que ha desaparecido. Sin ella esto perdido. »

 

El convoy pasó veloz frente a é l, crema, negro, creema, negro, nú meros y oscuridad, má s oscuridad Y el total sumá ndose a sí mismo.

 

En una ocasió n, cuando niñ o, se habí a sentado en una duna amarillenta junto al mar, bajo el cielo azul y el calor de un dí a de verano, tratando de llenar de arena una criba, porque un primo cruel habí a dicho: «Llena esta criba, y ganará s un real. » Y cuanto má s aprisa echaba arena, má s velozmente se escapaba é sta produciendo un cá lido susurro. Le dolí an las manos, la arena ardí a, la criba estaba vací a. Sentado allí, en pleno mes de julio, sin un sonido, sintió que las lá grimas resbalaban por sus mejillas.

 

Ahora, en tanto que el «Metro» neumá tico le llevaba velozmente por el subsuelo muerto de la ciudad Montag recordó la ló gica terrible de aquella criba bajó la mirada y vio que llevaba la Biblia abierta. Habí a gente en el «Metro», pero é l continuó con el libro en la mano, y se le ocurrió una idea absurda: «Si lees aprisa y lo lees todo, quizá una parte de la arena permanezca en la criba. » Pero Montag leí a y las palabras le atravesaban y pensó: «Dentro de unas pocas horas estará Beatty y estaré yo entregá ndole esto, de modo que no debe escapá rseme ninguna frase. Cada lí nea ha de ser recordada. Me obligaré a hacerlo. » Apretó el libro entre sus puñ os

 

Tocaron las trompetas.

 

«Dentí frico Denham. »

 

«Cá llate -pensó Montag-. Considera los lirios en el campo. »

 

«Dentí frico Denham. »

 

«No mancha... »

 

«Dentí frico... »

 

«Considera los lirios en el campo, cá llate, cá llate. »

 

«¡ Denharn! »

 

Montag abrió violentamente el libro, pasó las pá ginas y las palpó como si fuese ciego, fijá ndose en la forma de las letras individuales, sin parpadear.

           

«Denham. eletreando: D-e-n... »

 

«No mancha, ni tampoco... »

 

Un fiero susurro de arena caliente a travé s de la criba vací a.

 

¡ «Denham» lo consigue!

 

«Considera los lirios, los lirios, los lirios... »,

 

«Detergente Dental Denham. »

 

-¡ Calla, calla, calla!

 

Era una sú plica, un grito tan terrible que Montag se encontró de pie, mientras los sorprendidos pasajeros del vagó n le miraban, apartá ndose de aquel hombre que tenia expresió n de demente, la boca contraí da y reseca, el libro abierto en su puñ o. La gente que, un momento antes, habí a estado sentada, llevando con los pies el ritmo de «Dentí frico Denham», «Duradero Detergente Dental Denham», «Dentí frico Denham», Dentí frico, Dentí frico, uno, dos, uno, dos, uno dos tres, uno dos, uno dos tres. La gente cuyas bocas habí an articulado apenas las palabras Dentí frico, Dentí frico, Dentí frico. La radio del «Metro» vomitó sobre Montag, como una represalia, una carga completa de mú sica compuesta de hojalata, cobre, plata, cromo y lató n. La gente era for da a la sumisió n; no huí a, no habí a sitio donde huir; el gran convoy neumá tico se hundió en la tierra dentro de su tubo.

 

-Lirios del campo.

 

«Denham. »

 

«¡ He dicho lirios! »   

 

La gente miraba.

 

-Llamen al guardiá n.

 

-Este hombre está ido...

 

«¡ Knoll Wiew! »

 

El tren produjo un siseo al detenerse.

 

«¡ Knoll Wiew! » Un grito.

 

«Denham. » Un susurro.

 

Los labios de Montag apenas se moví an.

 

-Lirios...

 

La puerta del vagó n se abrió produciendo un silbido. Montag permaneció inmó vil. La puerta empezó a cerrarse. Entonces, Montag pasó de un salto junto a los pasajeros, chillando interiormente y se zambulló, en ú ltimo momento, por la rendija que dejaba la puerta corrediza. Corrió hacia arriba por los tú neles, ignorando las escaleras mecá nicas, porque deseaba sentir có mo moví an sus pies, có mo se balanceaban sus brazos, se hinchaban y contraí an sus pulmones, có mo se resecaba su garganta en el aire. Una voz fue apagá ndose detrá s de é l: «Denham, Denharn». El, tren silbó como una serpiente y desapareció en su agujero.

 

-¿ Quié n es?

 

-Montag.

                       

-¿ Qué desea?          

 

 -Dejeme pasar.

 

-¡ No he hecho nada!

 

-¡ Estoy solo, maldita sea!

 

-¿ Lo jura?

 

-¡ Lo juro!

 

La puerta se abrió lentamente. Faber atisbó, parecí a muy viejo, muy frá gil y muy asustado. El tení a aspecto de no haber salido de la casa en añ os. É l y las paredes blancas de yeso del interior eran muy semejantes. Habí a blancura en la pulpa de sus labios, en sus mejillas, y su cabello era blanco, mientras sus ojos se habí an descubierto, adquiriendo un vago color azul blancuzco. Luego, su mirada se fijó en el libro que Montag llevaba bajo el brazo, y ya no pareció tan viejo ni tan frá gil. Lentamente, su miedo desapareció.

 

-Lo siento. Uno ha de tener cuidado.

 

Miró el libro que Montag llevaba bajo el brazo y no pudo callar.

 

-De modo que es cierto.

 

Montag entró. La puerta se cerró.

 

-Sié ntese.

 

Faber retrocedió, como temiendo que el libro pudiera desvanecerse si apartaba de é l su mirada. A su espalda, la puerta que comunicaba con un dormitorio estaba abierta, y en esa habitació n habí a esparcidos diversos fragmentos de maquinaria, así como herramientas de acero. Montag só lo pudo lanzar una ojeada antes de que Faber, al observar la curiosidad de Montag, se volviese rá pidamente, cerrara la puerta del dormitorio y sujetase el pomo con mano temblorosa. Su mirada volvió a fijarse, insegura, en Montag, quien se habí a sentado y tení a el libro en su regazo.

 

-El libro... ¿ Dó nde lo ha... ?

 

-Lo he robado.

 

Por primera vez, Faber enarcó las cejas y miró directamente al rostro de Montag.

 

-Es usted valiente.

 

-No -dijo Montag---. Mi esposa está murié ndose. Una amiga mí a ha muerto ya. Alguien que hubiese podido ser un amigo, fue quemado hace menos de veinticuatro horas. Usted es el ú nico que me consta podrí a ayudarme. A ver. A ver...

 

Las manos de Faber se movieron inquietas sobre sus rodillas.

 

-¿ Me permite? Disculpe.

 

Montag le entregó el libro.

 

-Hace muchí simo tiempo. No soy una persona religiosa. Pero hace muchí simo tiempo. -Faber fue pasando las pá ginas, detenié ndose aquí y allí para leer. --, tan bueno como creo recordar. Dios mí o, de qué modo lo han cambiado en nuestros «salones». Cristo es uno de la «familia». A menudo, me pregunto si reconocerá a Su propio Hijo tal como lo hemos disfrazado. Ahora, es un caramelo de menta, todo azú car y esencia, cuando no hace referencias veladas a ciertos productos comerciales que todo fiel necesita imprescindiblemente. -Faber olisqueó el libro-. ¿ Sabí a que los libros huelen a nuez moscada o a alguna otra especia procedente de una tierra lejana? De niñ o, me encantaba olerlos. ¡ Dios mí o! En aquella é poca, habí a una serie de libros encantadores, antes de que los dejá ramos desaparecer. -Faber iba pasando las pá ginas-. Mr. Montag, está usted viendo a un cobarde. Hace muchí simo tiempo, vi có mo iban las cosas. No dije nada. Soy uno los inocentes que hubiese podido levantar la voz cuando nadie estaba dispuesto a escuchar a los «culpable», pero no hablé y, de este modo, me convertí, a mi vez un culpable. Y cuando, por fin, establecieron el mecanismo para quemar los libros, por medio de los bomberos, rezongué unas cuantas veces y me sometí, porque ya no habí a otros que rezongaran o gritaran conmigo. Ahora es demasiado tarde.. -Faber cerró la Biblia-. Bueno ¿ Y si me dijera para qué ha venido?

 

-Nadie escucha ya. No puedo hablar a las paredes porque é stas está n chillá ndome a mí. No puedo hablar con mi esposa, porque ella escucha a las paredes. Só lo quiero alguien que oiga lo que tengo que decir. Y quizá s si hablo lo suficiente, diga algo con sentido. Y quiero que me enseñ e usted a comprender lo que leo.

 

Faber examinó el delgado rostro de Montag.

 

-¿ Có mo ha recibido esta conmoció n? ¿ Qué le arrancado la antorcha de las manos?

 

-No lo sé. Tenemos todo lo necesario para ser felices, pero no lo somos. Falta algo. Miré a mi alrededor. Lo ú nico que me constaba positivamente que habí a desaparecido eran los libros que he ayudado a quemar en diez o doce añ os. Así, pues, he pensado que los libros podrí an servir de ayuda.

 

-Es usted un romá ntico sin esperanza -dijo Faber- Resultarí a divertido si no fuese tan grave. No son libros lo que usted necesita, sino alguna de las cosas que en un tiempo estuvieron en los libros. El mismo detalle infinito y las mismas enseñ anzas podrí an ser proyectados a travé s de radios y televisores, pero no lo son. No, no: no son libros lo que usted está buscando. Bú squelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas pelí culas y en viejos amigos; bú squelo en la Naturaleza y bú squelo por sí mismo. Los libros só lo eran un tipo de receptá culo donde almacená bamos una serie de cosas que temí amos olvidar. No hay nada má gico en ellos. La magia só lo está en lo que dicen los libros, en có mo uní an los diversos aspectos del Universo hasta formar un conjunto para nosotros. Desde luego, usted no puede saber esto, sigue sin entender lo que quiero decir con mis palabras. Intuitivamente, tiene usted razó n, y eso es lo que importa. Faltan tres cosas.

 

»Primera: ¿ Sabe por qué libros como é ste son tan importantes? Porque tienen calidad. Y, ¿ qué significa la palabra calidad? Para mí, significa textura. Este libro tiene poros, tiene facciones. Este libro puede colocarse bajo el microscopio. A travé s de la lente encontrarí a vida, huellas del pasado en infinita profusió n. Cuantos má s poros, má s detalles de la vida verí dicamente registrados puede obtener de cada hoja de papel, cuanto má s «literario» se vea. En todo caso, é sa es mi definició n. Detalle revelador. Detalle reciente. Los buenos escultores tocan la vida a menudo. Los mediocres só lo pasan apresuradamente la mano por encima de ella. Los malos violan y la dejan por inú til.

 

»¿ Se dan cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados Y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida. La gente comodona só lo desea caras de luna llena, sin poros, sin pelo, inexpresivas. Vivimos en una é poca en que las flores tratan de vivir de flores, en lugar de crecer gracias a la lluvia y al negro estié rcol. Incluso los fuegos artificiales, pese a su belleza, proceden de la quí mica de la tierra. Y, sin embargo, pensamos que podemos crecer, alimentá ndonos con flores y fuegos artificiales, sin completar el ciclo, de regreso a la realidad. Conocerá usted la leyenda de Hé rcules y de Anteo, gigantesco luchador, cuya fuerza era increí ble en tanto estaba firmemente plantado en tierra. Pero cuando Hé rcules lo sostuvo en el aire, sucumbió fá cilmente. Si en esta leyenda no hay algo que puede aplicarse a nosotros, hoy, en esta ciudad, entonces es que estoy completamente loco. Bueno, ahí está lo primero que he dicho que necesitá bamos. Calidad, textura de informació n

 

-¿ Y lo segundo?

 

-Ocio.

 

-Oh, disponemos de muchas horas despué s del trabajo.

 

-De horas despué s del trabajo, sí, pero, ¿ y tiempo para pensar? Si no se conduce un vehí culo a ciento cincuenta kiló metros por hora, de modo que só lo puede pensarse en el peligro que se corre, se está interviniendo en algú n juego o se está sentado en un saló n, donde es imposible discutir con el televisor de cuatro paredes.. ¿ Por qué? El televisor es «real». Es inmediato, tiene dimensió n. Te dice lo que debes pensar y te lo dice a gritos. Ha de tener razó n. Parece tenerla. Te hostiga tan apremiantemente para que aceptes tus propias conclusiones, que tu mente no tiene tiempo para protestar, para gritar: «¡ Qué tonterí a! »

 

-Só lo la «familia» es gente.

 

-¿ Qué dice?

 

-Mi esposa afirma que los libros no son «reales».

 

-Y gracias a Dios por ello. Uno puede cerrarlos decir «Aguarda un momento. » Uno actú a como un Dios. pero, ¿ quié n se ha arrancado alguna vez de la garra que le sujeta una vez se ha instalado en un saló n con televisor? ¡ Le da a uno la forma que desea! Es medio ambiente tan auté ntico como el mundo. Se convierte y es la verdad. Los libros pueden ser combatidos con motivo Pero, con todos mis conocimientos y escepticismo, nunca he sido capaz de discutir con una orquesta sinfó nica de un centenar de instrumentos, a todo color, en tres dimensiones, y formando parte, al mismo tiempo,

de esos increí bles salones. Como ve, mi saló n consiste ú nicamente en cuatro paredes de yeso. Y aquí tengo esto -mostró dos pequeñ os tapones de goma-. Para mis

orejas cuando viajo en el «Metro».

 

-«Dentifrico Denham»; no mancha, ni se reseca -dijo Montag, con los ojos cerrados-. ¿ Adó nde iremos a parar? ¿ Podrí an ayudarnos los libros?

 

-Só lo si la tercera condició n necesaria pudiera sernos concedida. La primera, como he dicho, es calidad de informació n. La segunda, ocio para asimilarla. Y la tercera: el derecho a emprender acciones basadas en lo que aprendemos por la interacció n o por la acció n conjunta de las otras dos. Y me cuesta creer que un viejo y un bombero arrepentido pueden hacer gran cosa en una situació n tan avanzada...

 

-Puedo conseguir libros.

 

-Corre usted un riesgo.

 

-Eso es lo bueno de estar moribundo. Cuando no se tiene nada que perder, pueden correrse todos los riesgos.

 

-¡ Acaba de decir usted una frase interesante! -dijo, riendo, Faber-. Incluso sin haberla leí do.

 

-En los libros hay cosas así. Pero é sta se me ha ocurrido a mí solo.

 

-Tanto mejor. No la ha inventado para mí o para nadie ni siquiera para sí mismo.

 

Montag se inclinó hacia delante.

 

-Esta tarde, se me ha ocurrido que si resultaba que los libros merecí an la pena, podí amos conseguir prensa e imprimir algunos ejemplares...

 

-¿ Podrí amos?

 

-Usted y yo.

 

-¡ Oh, no!

 

Faber se irguió en su asiento.

 

-Dé jeme que le explique mi plan...

 

-Si insiste en contá rmelo, deberé pedirle que se marche.

 

-Pero, ¿ no está usted interesado?

 

-No, si empieza a hablar de algo que podrí a hacerme terminar entre las llamas. Só lo podrí a escucharle, si la estructura de los bomberos pudiese arder, a su vez, Ahora bien, si sugiere usted que imprimamos algunos libros y nos las arreglemos para esconderlos en los cuarteles de bomberos de todo el paí s, de modo que las sospechas cayesen sobre esos incendiarios, dirí a: ¡ Bravo!

 

-Dejar los libros, dar la alarma y ver có mo arden los cuarteles de bomberos. ¿ Es eso lo que quiere decir?

 

Faber enarcó las cejas y miró a Montag como si estuviese viendo a otro hombre.

 

-Estaba bromeando.

 

-Si cree que valdrí a la pena intentar ese plan, tendrí a que aceptar su palabra de que podrí a ayudarnos.

 

-¡ No es posible garantizar cosas así! Despué s de todo, cuando tuvié semos todos los libros que necesitá semos, aú n insistirí amos en encontrar el precipicio má s alto para lanzarnos al vací o. Pero necesitamos un respirador. Necesitamos conocimientos. Y tal vez dentro de un millar de añ os, podrí amos encontrar barrancos má s pequeñ os desde los que saltar. Los libros está n para recordarnos lo tontos y estú pidos que somos. Son la guardia pretoriana de Cé sar, susurrando mientras tiene lugar el desfile por la avenida: «Recuerda, Cé sar, eres mortal. » La mayorí a de nosotros no podemos andar corriendo por ahí, hablando con todo el mundo, ni conocer todas las ciudades del mundo, pues carecemos de dinero o de amigos. Lo que usted anda buscando, Montag, está en el mundo, pero el ú nico medio para que una persona corriente vea el noventa y nueve por ciento de ello está en un libro. No pida garantí as. Y no espere ser salvado por alguna cosa, persona, má quina o biblioteca. Realice su propia labor salvadora, y si se ahoga, muera, por lo menos, sabiendo que se dirigí a hacia la playa.

 

Faber se levantó y empezó a pasear por la habitació n.

 

-¿ Bien? -preguntó Montag-.

 

-¿ Habla completamente en serio?

 

-Completamente.

 

-Es un plan insidioso, si es que puedo decirlo. -Faber miró, nervioso, hacia la puerta de su dormitorio-. Ver los cuarteles de bomberos ardiendo en todo el paí s, destruidos como nidos de traició n. ¡ La salamandra devorando su rabo! ¡ Oh, Dios!

 

-Tengo una lista de todas las residencias de bomberos. Con un poco de labor subterrá nea...

 

-No es posible confiar en la gente, eso es lo malo del caso. ¿ Quié n, ademá s de usted y yo, prenderá esos fuegos?

 

-¿ No hay profesores como usted, antiguos escritores, historiadores, lingü istas...?

 

-Han muerto o son muy viejos.



  

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