Хелпикс

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Yacía como los pliegues de un brillante manto dorado 3 страница



 

Montag dio un traspié s y cayó.

 

«¡ Estoy listo! ¡ Todo ha terminado! »

 

Pero la caí da le salvó. Un instante antes de alcanzarle, el raudo vehí culo se desvió. Desapareció. Montag yací a de bruces, con la cabeza gacha. Hasta é l llegó el eco de unas carcajadas, al mismo tiempo que el sonido del escape del vehí culo.

 

Tení a la mano derecha extendida sobre é l, llana. A levantar la mano vio, en la punta de su dedo corazó n una delgada lí nea negra, allí donde el neumá tico le habí a rozado al pasar. Montag miró con incredulidad aquella lí nea media, mientras se poní a en pie.

 

«No era la Policí a», pensó.

 

Miró avenida abajo. Ahora, resultaba claro. Un vehí culo lleno de chiquillos, de todas las edades, entre los doce y los diecisé is añ os, silbando, vociferando, vitoreando, habí an visto a un hombre, un espectá culo extraordinario, un hombre caminando, una rareza, y habí an dicho: «Vamos a por é l», sin saber que era el fugitivo Mr. Montag. Sencillamente, cierto nú mero de muchachos que habí an salido a tragar kiló metros durante las horas de luna, con los rostros helados por el viento y que regresarí an o no a casa al amanecer, vivos o sin vida. Aquello era una aventura.

 

«Me hubiesen matado -Pensó Montag balanceá ndose. El aire aú n se estremecí a y el polvo se arremolinaba a su alrededor. Se tocó la mejilla magullada- sin ningú n motivo en absoluto, me hubiesen matado. »

 

Siguió caminando hasta el bordillo má s lejano, Pidiendo a cada pie que siguiera movié ndose. Sin darse cuenta, habí a recogido los libros desperdigados; no recordaba haberse inclinado ni haberlos tocado. pasá ndolos de una a otra mano, como si fuesen

una jugada de pó quer o cualquier otro juego que no acababa de comprender.

 

«Quisiera saber si son los mismos que mataron a Clar¡ sse. »

 

Se detuvo Y su mente volvió a repetirlo.

 

«Quisiera saber si son los mismos que mataron a Clarisse! »

 

Sintió deseos de correr en pos de ellos, chillando.

 

Sus ojos se humedecieron.

 

Lo que le habí a salvado fue caer de bruces. El conductor del vehí culo, al ver caí do a Montag, consideró instantá neamente la probabilidad de que pisar el cuerpo a aquella velocidad podí a volcar el vehí culo y matarlos a todos. Si Montag hubiese seguido siendo un objetivo vertical...

 

Montag quedó boquiabierto.

 

Lejos, en la avenida, a cuatro manzanas de distancia, el vehí culo habí a frenado, girado sobre dos ruedas, y retrocedí a ahora velozmente, por la mano contraria de la calle, adquiriendo impulso.

 

Pero Montag ya estaba oculto en la seguridad del oscuro callejó n en busca del cual habí a emprendido aquel largo viaje, ignoraba ya si una hora o un minuto antes. Se estremeció en las tinieblas, y volvió la cabeza para ver có mo el vehí culo lo pasaba veloz y volví a a situarse en el centro de la avenida. Las carcajadas se mezclaban con el ruido del motor.

 

Má s lejos, mientras Montag se moví a en la oscuridad, pudo ver que los helicó pteros caí an, caí an como primeros copos de nieve del largo invierno que se aproximaba

 

La casa estaba silenciosa.

 

Montag se acercó por detrá s, arrastrá ndose a travé s del denso perfume de rosas y de hierba humedecida por el rocí o nocturno. Tocó la puerta posterior, vio que estaba abierta, se deslizó dentro, cruzó el porche, y escuchó.

 

«¿ Duerme usted ahí dentro, Mrs. Black? –pensó -. Lo que voy a hacer no está bien, pero su esposo lo hizo con otros, y nunca preguntó ni sintió duda, ni se preocupó. Y, ahora, puesto que es usted la esposa de un bombero, es su casa y su turno, en compensació n por todas las casas que su esposo quemó y por las personas a quienes perjudicó sin pensar. »

 

La casa no respondió.

 

Montag escondió los libros en la cocina, volvió a salir al callejó n, miró hacia atrá s; y la casa seguí a oscura y tranquila, durmiendo.

 

En su camino a travé s de la ciudad, mientras los helicó pteros revoloteaban en el cielo como trocitos de papel, telefoneó y dio la alarma desde una cabina solitaria a la puerta de una tienda cerrada durante la noche. Despué s, permaneció en el frí o aire nocturno, esperando y, a lo lejos, oyó que las sirenas se poní an en funcionamiento, y que las salamandras llegaban, llegaban para quemar la casa de Mr. Black, en tanto é ste se encontraba trabajando, para hacer que su esposa se estremeciera en el aire del amanecer, mientras que el techo cedí a y caí a sobre la hoguera. Pero, ahora, ella aú n estaba dormida.

 

«Buenas noches, Mrs. Black», pensó Montag.

 

 

-¡ Faber!

 

Otro golpecito, un susurro y una larga espera. Luego, al cabo de un minuto, una lucecilla brilló dentro la casita de Faber.

 

Tras otra pausa, la puerta posterior se abrió.

 

Faber y Montag se miraron a la media luz, como si cada uno de ellos no creyese en la existencia del otro. Luego, Faber se movió, adelantó una mano, cogió a Montag, le hizo entrar. Lo obligó a sentarse, y regresó junto a la puerta, donde se quedó escuchando. Las sirenas gemí an a lo lejos. Faber entró y cerró la puerta.

 

-He cometido estupidez tras estupidez -dijo Montag-. No puedo quedarme mucho rato. Sabe Dios hacia dó nde voy.

 

-Por lo menos, ha sido un tonto respecto a lo importante -dijo Faber-. Creí a que estaba muerto. La cá psula auditiva que le di...

 

-Quemada.

 

-Oí que el capitá n hablaba con usted y, de repente, ya no oí nada. He estado a punto de salir a buscarle.

 

-El capitá n ha muerto. Encontró la cá psula, oyó la voz de usted y se proponí a buscar su origen. Lo maté con el lanzallamas.

 

Faber se sentó, y, durante un rato, guardó absoluto silencio.

 

-Dios mí o, ¿ có mo ha podido ocurrir esto? -prosiguió Montag-. Hace pocas noches, todo iba estupendamente. Y, de repente, estoy a punto de ahogarme. ¿ Cuá ntas veces puede hundirse un hombre y seguir vivo? No puedo respirar. Está la muerte de Beatty, que un tiempo fue. mi amigo. Y Millie se ha marchado. Yo creí a que era mi esposa. Pero, ahora, ya no lo sé. Y la casa ha ardido por completo. Y me he quedado sin empleo, y yo ando huyendo. Y, por el camino, he colocado un libro en casa de un bombero. ¡ Vá lgame Dios! ¡ Cuá ntas cosas he hecho en una sola semana!

 

-Ha hecho lo que debí a hacer. Es algo que se preparaba desde hace mucho tiempo.

 

-Sí, eso creo, aunque sea lo ú nico que crea. Tení a que suceder. Desde hace mucho tiempo sentí a que algo se preparaba en mi interior, y yo andaba por ahí haciendo una cosa y sintiendo otra. Dios, todo estaba aquí dentro. Lo extrañ o es que no se trasluciera en mí, como la grasa. Y, ahora, estoy aquí, complicá ndole la vida. Pueden haberme seguido hasta aquí.

 

-Por primera vez en muchos añ os me siento vivir -replicó Faber-. Me doy cuenta de que hago lo hubiese debido de hacer hace siglos. Durante tiempo, no tengo miedo. Quizá sea porque, por fin, estoy cumpliendo con mi deber. O tal vez sea porque no quiera mostrarme cobarde ante usted. Supongo que aú n tendré que hacer cosas má s violentas, que tendré que arriesgarme para no fracasar en mi misió n y asustarme de nuevo. ¿ Cuá les son sus planes?

 

-Seguir huyendo.

 

-¿ Sabe que ha estallado la guerra?

 

-Lo he oí do decir.

 

-¿ Verdad que resulta curioso?. -dijo el anciano, La guerra nos parece algo remoto porque tenemos nuestros propios problemas.

 

-No he tenido tiempo para pensar. -Montag sacó un centenar de dó lares-. Quiero darle esto, para que lo utilice de un modo ú til, cuando me haya marchado.

 

-Pero...

 

-Quizá s haya muerto a mediodí a. Utilí celo.

 

Faber asintió.

 

-Si le es posible, será mejor que se dirija hacia el rí o. Siga su curso. Y si encuentra alguna vieja lí nea ferroviaria, que se adentra en el campo, sí gala. Aunque en la actualidad todas las comunicaciones se hacen por ví a aé rea, y la mayorí a de las ví as está n abandonadas, los raí les siguen allí, oxidá ndose. He oí do decir que aú n quedan campamentos de vagabundos esparcidos por todo el paí s. Les llaman campamentos ambulantes, Y si anda usted el tiempo suficiente y se mantiene ojo avizor, dicen que quedan muchos antiguos graduados de Harvard en el territorio que se extiende entre aquí y Los Á ngeles. La mayorí a de ellos son buscados y perseguidos en las ciudades. Supongo que se limitan a vegetar. No quedan muchos, y me figuro que el Gobierno

 

nunca los ha considerado un peligro lo suficientemente grande como para ir en busca de ellos. Podrí a refugiarse con esos hombres durante algú n tiempo y ponerse en contacto conmigo en St. Louis. Yo me marcho mañ ana, en el autobú s de las cinco, para visitar a un impresor retirado que vive allí. Por fin salgo a campo abierto. Utilizaré el dinero adecuadamente. Gracias, y que Dios le bendiga. ¿ Quiere dormir unos minutos?

 

- Será mejor que siga huyendo.

 

-Veamos cuá l es la situació n.

 

Faber condujo a Montag al dormitorio y levantó un cuadro que habí a en la pared, poniendo así al descubierto una pantalla de televisió n del tamañ o de una tarjeta

postal.

 

-Siempre habí a deseado algo muy pequeñ o, algo a lo que poder hablar, algo que pudiera cubrir con la palma de la mano, en caso necesario, algo que no pudiera avasallarme a gritos, algo que no fuese monstruosamente grande. De modo que, ya ve.

 

Conectó el aparato.

 

-Montag -dijo el televisor. Y la pantalla se iluminó -. M-O-N-T-A-G. -Una voz deletreó el nombre-. Guy Montag. Sigue en libertad. Los helicó pteros de la Policí a le buscan. Un nuevo Sabueso Mecá nico ha sido traí do de otro distrito...

 

Montag y Faber se miraron.

 

-... Sabueso Mecá nico nunca falla. Desde que fue usado por primera vez para perseguir una presa, este invento increí ble no ha cometido ni un solo error. Hoy, esta cadena se enorgullece de tener la oportunidad de seguir al Sabueso, con una cá mara instalada en un helicó ptero, cuando inicia la marcha hacia su objetivo...

 

Faber sirvió dos vasos de whisky.

 

-Lo necesitaremos.

 

Bebieron.

 

-... olfato tan sensible que el Sabueso Mecá nico puede recordar e identificar diez mil olores de diez mil hombres distintos, sin necesidad de ser rearmado.

 

Faber tembló levemente y miró a su alrededor, las paredes, la puerta, la empuñ adura y la silla donde Montag estaba sentado. É ste captó la mirada. Ambos examinaron rá pidamente la casa y Montag sintió que su nariz se dilataba y comprendió que estaba tratando de rastrearse a sí mismo, y que su nariz era, de pronto, lo suficientemente sensible para percibir la pista que habí a dejado en el aire de la habitació n; y el sudor de su mano estaba pegado a la empuñ adura de su puerta, invisible pero tan abundante como la cera de un pequeñ o candelabro. Su persona estaba por doquier, dentro, fuera sobre todo, era como una nube luminosa, un fantasma que volví a a hacer imposible la respiració n.

 

Vio que Faber contení a, a su vez, el aliento, por miedo a introducir en su propio cuerpo aquel fan a quedar tal vez contaminado con las exhalaciones fantasma y los olores de un fugitivo.

 

-¡ El Sabueso Mecá nico está siendo desembarcado de un helicó ptero, en el lugar del incendio!

 

Y allí, en la pantalla pequeñ a, apareció la casa quemada, y la multitud; y del cielo descendió un helicó ptero, como una grotesca flor.

 

«Así, pues, tienen que seguir con su juego -pensó Montag-. El espectá culo sigue, aunque la guerra ha empezado hace apenas una hora.... »

 

Contempló la escena, fascinado, sin desear moverse ¡ Parecí a tan remota y ajena a é l! Era un espectá culo distinto, fascinante de observar, que no dejaba de producir un extrañ o placer.

 

«Todo eso es para mí, todo eso está ocurriendo por mi causa. Dios mí o. »

 

Si lo deseaba, podí a entretenerse allí, con toda comodidad, y seguir la cacerí a con sus rá pidas fases, carreras por las calles, por las avenidas vací as, atravesando parques y solares, con pausas aquí y allí para dejar paso a la necesaria publicidad comercial, Por otros callejones hasta la casa ardiendo de Mr. y Mrs. Black, y así sucesivamente hasta aquella casa en la que é l y Faber estaban sentados, bebiendo, en tanto que Sabueso Mecá nico olfateaba el ú ltimo tramo de la pista silencioso como la propia muerte, hasta detenerse frente a aquella ventana. Entonces, si lo deseaba, Montag podí a levantarse, acercarse a la ventana, sin perder de vista el televisor, abrirla, asomarse y verse dramatizado, descrito, analizado. Un drama que podí a contemplarse objetivamente, sabiendo que, en otros salones, tení a un tamañ o mayor que el natural, a todo color, dimensionalmente perfecto. Y si se mantení a alerta, podrí a verse, asimismo, un instante antes de perder el sentido, siendo liquidado en beneficio de la multitud de telespectadores que, unos minutos antes, habí an sido arrancados de su sueñ o por la frené tica sirena de sus televisores murales para que pudieran presenciar la gran cacerí a, el espectá culo de un solo hombre.

 

¿ Tendrí a tiempo para hablar cuando el Sabueso lo cogiera, a la vista de diez, veinte o treinta millones de personas?, ¿ no podrí a resumir lo que habí a sido su vida durante la ú ltima semana con una sola frase o una palabra que permaneciera con ellas mucho despué s de que el Sabueso se hubiese vuelto, sujetá ndolo con sus mandí bulas de metal, para alejarse en la oscuridad, mientras la cá mara permanecí a quieta, enfocando al aparato que irí a empequeñ ecié ndose a lo lejos, para ofrecer un final esplé ndido? ¿ Qué podrí a decir en una sola palabra, en unas pocas palabras que dejara huella en todos sus rostros y les hiciera despertar?

 

-Mire -susurró Faber-.

 

Del helicó ptero surgió algo que no era una má quina

 

Un animal, algo que no estaba muerto ni vivo, algo que resplandecí a con una dé bil luminosidad verdosa. Permaneció junto a las ruinas humeantes de la casa de Montag y los hombres trajeron el abandonado lanzallamas de é ste y lo pusieron bajo el hocico del Sabueso. Se oyó un siseo, un resoplido, un rumor de engranajes.

 

Montag meneó la cabeza, se levantó y apuró su bebida,

 

-Ya es hora. Lamento de verdad lo que está. ocurriendo.

 

-¿ Qué? ¿ Yo? ¿ Mi casa? Lo merezco todo. ¡ Corra de prisa, por amor de Dios! Quizá pueda entretenerles aquí...

 

-Espere. No vale la pena que se descubra usted Cuando me haya marchado, queme el cobertor de esta cama, lo he tocado. Queme la silla de la sala de estar en su incinerador. Frote el mobiliario con alcohol, así como los pomos de las puertas. Queme la alfombra del saló n. Dé la má xima potencia al acondicionador de aire y, si tiene un insecticida, rocí elo todo con é l. Despué s, ponga en marcha sus rociadores del cé sped, con toda la fuerza que pueda, y riegue bien las aceras. Con un poco de suerte, podrí amos evitar que nos siguieran la pista.

 

Faber le estrechó la mano.

 

-Lo haré. Buena suerte. Si ambos estamos vivo la semana pró xima o la siguiente nos pondremos en contacto. En la lista de Correos, de Saint Louis. Siento que, esta vez, no haya manera de poder acompañ arle con mi cá psula auricular. Hubiese sido bueno para ambos. Pero mi equipo era limitado. Há gase cargo, nunca creí que habrí a de utilizarlo. Soy un viejo estú pido, Sin ideas. Estú pido, estú pido. Y, ahora, no tengo otra cá psula verde para que pueda llevá rsela usted. ¡ Má rchese ya!

 

-Otra cosa, ¡ aprisa! Una maleta. Có jala, con su ropa má s sucia, un trapo viejo, cuanto má s sucio mejor, una camisa, algunos calcetines y zapatos viejos...

 

Faber se marchó y regresó al cabo de algunos minutos.

 

-Para conservar en su interior el antiguo olor de Mr. Faber, claro está -dijo é ste, sudoroso por el esfuerzo-.

 

Montag roció todo el exterior de la maleta con whisky.

 

-No creo que ese Sabueso capte dos olores a la vez. Permí tame que me lleve este whisky. Lo necesitaré má s tarde. ¡ Cristo, espero que dé resultado!

 

Volvieron a estrecharse la mano y, mientras se dirigí an hacia la puerta, lanzaron una ojeada al televisor. El Sabueso estaba en camino, seguido por las cá maras de los helicó pteros, silencioso, silencioso, olfateando el aire nocturno.

 

Bajaba por la Primera Avenida.

 

-¡ Adió s!

 

Y Montag salió velozmente por la puerta posterior, corriendo con la maleta semivací a. Oyó que, a su espalda, los rociadores de cé sped se poní an en marcha, llenaban el aire oscuro con lluvia que caí a suavemente y con regularidad, lavaban las aceras y corrí an hasta la calle. Unas gotas de aquella lluvia mojaban el rostro de Montag.

 

Le pareció que el viejo le gritaba adió s, pero no estuvo seguro.

 

Corrió muy aprisa, alejá ndose de la casa, hacia el rí o.

 

Montag corrió.

 

Podí a sentir el Sabueso, como el otoñ o que se acercaba, frí o, seco y veloz, como un viento que no agitara la hierba, que no hiciera crujir las ventanas ni desplazara las hojas en las blancas aceras. El Sabueso no tocaba el mundo. Llevaba consigo su silencio, de modo que, a travé s de toda la ciudad, podí a percibirse el silencio que iba creando.

 

Montag sintió aumentar la presió n, y corrió.

 

Se detuvo para recobrar el aliento, camino del rí o. Atisbó por las ventanas dé bilmente iluminadas de las casas las siluetas de sus habitantes que contemplaban en los televisores murales al Sabueso Mecá nico, un suspiro de vapor de neó n, que corrí a veloz. Ahora, en Elm Terrace, Lincoln, Cak, Park, y calle arriba hacia la casa de Faber.

 

«Pasa de largo -pensó Montag-, no te detengas, sigue adelante, no te desví es. »

 

En el televisor mural apareció la casa de Faber, con su rociador de cé sped que empapaba el aire nocturno.

 

El Sabueso hizo una pausa y se estremeció.

 

¡ No! Montag se aferró al alfé izar de la ventana. ¡ Por este camino! ¡ Aquí!

 

La aguja de procaí na asomó y se escondió, asomó, se escondió. Una gotita transparente de la droga cayó de la aguja cuando é sta desapareció en el hocico de Sabueso.

 

Montag contuvo el aliento, y sintió una opresió n en el pecho.

 

El Sabueso Mecá nico se volvió y se alejó de la casa de Faber, calle abajo.

 

Montag desvió su mirada hacia el cielo. Los helicó pteros estaban má s pró ximos, como una nube de insectos que acudiesen hacia una solitaria fuente luminosa

 

Con un esfuerzo, Montag recordó de nuevo que aquello no era ningú n espectá culo imaginario que podí a se contemplado mientras huí a hacia el rí o; en realidad, era su propia partida de ajedrez la que estaba contemplando, movimiento tras movimiento.

 

Gritó para darse el impulso necesario para alejarse de la ventana de aquella ú ltima casa, y el fascinador espectá culo que habí a allí. ¡ Diablo! ¡ Y emprendió la marcha de nuevo! La avenida, una calle, otra, otra, y el olor del rí o. Una pierna, la otra. Veinte millones de

Montag corriendo, muy pronto, si las cá maras le enfocaban. Veinte millones de Montag corriendo, corriendo como un personaje de pelí cula có mica, policí as, ladrones, perseguidores y perseguidos, cazadores y cazados. tal como lo habí a visto un millar de veces. Tras de é l, ahora, veinte millones de silenciosos Sabuesos atravesaban los salones, de la pared derecha a la central; luego a la izquierda, desaparecí an.           

           

Montag se metió su radio auricular en una oreja.

 

-La policí a sugiere a toda la població n del sector Terrace que haga lo siguiente: en todas las casas de todas las calles, todo el mundo debe abrir la puerta delantera o trasera. o mirar por una ventana. El fugitivo no podrá escapar si, durante el minuto siguiente, todo el Mundo mira desde el exterior de su casa. ¡ Preparados!

 

¡ Claro' ¿ Por qué no lo habí an hecho antes? ¿ Por qué, en todos los añ os, no habí an intentado aquel juego? ¡ Todos arriba, todos afuera! ¡ No podí a pasar inadvertido! ¡ El ú nico hombre que corrí a solitario por la ciudad, el ú nico hombre que poní a sus piernas a prueba!

 

-¡ A la cuenta de diez! ¡ Uno! ¡ Dos!

 

Montag sintió que la ciudad se levantaba.

 

-¡ Tres!

 

Montag sintió que la ciudad se dirigí a hacia sus millares de puertas.

 

¡ Aprisa! ¡ Una pierna, la otra!

 

-¡ Cuatro!

 

La gente atravesaba sus recibidores.

 

-¡ Cinco!

 

Montag sintió todas las manos en los pomos de las puertas.

 

El olor del rí o era fresco y semejante a una lluvia só lida. La garganta de Montag ardí a y sus ojos estaban resecos por el viento que producí a el correr. Chilló como si el grito pudiera impulsarle adelante, hacerle recorrer el ú ltimo centenar de metros.

 

-¡ Seis, siete, ocho!

 

Los Pomos giraron en cinco millares de puertas.

 

-¡ Nueve!

 

Montag se alejó de la ú ltima fila de casas, por una pendiente que conducí a a la negra y mó vil superficie del rí o.

 

-¡ Diez!

 

Las puertas se abrieron.

 

Montag vio en su imaginació n a miles y miles de rostros escrutando los patios, las calles, el cielo, rostros ocultos por cortinas, rostros descoloridos, atemorizados por la oscuridad, como animales grisá ceos que desde cavernas elé ctricas, rostros con ojos grises e incoloros, lenguas grises y pensamientos grises.

 

Pero habí a llegado al rí o.

 

Lo tocó para cerciorarse de que era real. Se metió en el agua, se desnudó por completo y se roció el cuerpo, los brazos, las piernas y la cabeza con el licor que llevaba; bebió un sorbo e inspiró otro poco por la nariz. Despué s, se vistió con la ropa y los zapatos de Faber. Echó su ropa al rí o y contempló có mo se la llevaba corriente. Luego, con la maleta en la mano, se metió agua adentro hasta perder pie, y se dejó arrastrar en la oscuridad.

 

 

Estaba a unos trescientos metros corriente abajo cuando el Sabueso llegó al rí o. Arriba, las grandes aspas de los ventiladores giraban sin cesar. Un torrente de luz cayó sobre el rí o, y Montag se zambulló bajo la iluminació n, como si el sol hubiese salido entre las nubes. Sintió que el rí o lo empujaba má s lejos, hacia la oscuridad. Despué s, las luces volvieron a desplazarse hacia tierra, los helicó pteros se cernieron de nuevo sobre ciudad, como si hubieran encontrado otra pista. Se alejaron. El Sabueso se habí a ido. Ya só lo quedaba el helado rí o y Montag flotando en una repentina paz, lejos de la ciudad, de las luces y de la cacerí a, 1ejos de todo.

 

Montag sintió como si hubiese dejado un escenario lleno de actores a su espalda. Sintió como si hubiese abandonado el gran espectá culo y todos los fantasmas murmuradores. Huí a de una aterradora irrealidad para meterse en una realidad que resultaba irreal, porque era nueva.

 

La tierra oscura se deslizaba cerca de é l, que se avanzando hacia campo abierto entre colinas. Por primera vez en una docena de añ os, las estrellas brillaban sobre su cabeza, formando una gigantesca procesió n.

 

Cuando la maleta se llenó de agua y se hundió, Montag siguió flotando boca arriba; el rí o era tranquilo y pausado, mientras se alejaba de la gente que comí a sombras para desayunar, humo para almorzar y vapores para cenar. El rí o era muy real, le sostení a có modamente y le daba tiempo para considerar este mes, este añ o, y todo un transcurso de ellos. Montag escuchó el lento latir de su corazó n. Sus pensamientos dejaron de correr junto con su sangre.

 

Vio que la luna se hundí a en el firmamento. La luna allí, y su resplandor, ¿ producido por qué? Por el sol, claro. ¿ Y qué iluminaba al sol? Su propio fuego. Y el sol sigue, dí a tras dí a, quemando y quemando. El sol y el tiempo. El sol, el tiempo y las llamas. Llamas. El rí o le balanceaba suavemente. Llamas. El sol y todos los relojes del mundo. Todo se reuní a y se convertí a en una misma cosa en su mente. Despué s de mucho tiempo de flotar en el rí o, Montag supo por qué nunca má s volverí a a quemar algo.

 

El sol ardí a a diario. Quemaba el Tiempo. El mundo corrí a en cí rculos, girando sobre su eje, y el tiempo se ocupaba en quemar los añ os y a la gente, sin ninguna ayuda por su parte. De modo que si é l quemaba cosas con los bomberos y el sol quemaba el Tiempo, ello significarí a que todo habí a de arder.



  

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