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Fuego Brillante 6 страница



 

-Sí, pero, ¿ qué me dice de los bomberos?

 

-Ah. -Beatty se inclinó hacia delante entre la dé bil neblina producida por su pipa. - ¿ Qué es má s fá cil de explicar y má s ló gico? Como las universidades producí an má s corredores, saltadores, boxeadores, aviadores y nadadores, en vez de profesores, crí ticos, sabios, y creadores, la palabra «intelectual», claro está, se convirtió en el insulto que merecí a ser. Siempre se teme lo desconocido. Sin duda, te acordará s del muchacho de tu clase que era excepcionalmente «inteligente», que recitaba la mayorí a de las lecciones y daba las respuestas, en tanto que los demá s permanecí an como muñ ecos de barro, y le detestaban. ¿ Y no era ese muchacho inteligente al que escogí an para pegar y atormentar despué s de las horas de clase? Desde luego que sí. Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos libres e iguales, como dice la Constitució n, sino todos hechos iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces todo son felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables. ¡ Ea! Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Qué malo. Quita el proyectil del arma Domina la mente del hombre. ¿ Quié n sabe cuá l podrí a ser el objetivo del hombre que leyese mucho? ¿ Yo? No los resistirí a ni un minuto. Y así, cuando, por ú ltimo, las casas fueron totalmente inmunizadas contra el fuego, en el mundo entero (la otra noche tení as razó n en tus conjeturas) ya no hubo necesidad de bomberos para el antiguo trabajo. Se les dio una nueva misió n, como custodios de nuestra tranquilidad de espí ritu, de nuestro pequeñ o, comprensible y justo temor de ser inferiores. Censores oficiales, jueces y ejecutores. Eso eres tú, Montag. Y eso soy yo.

 

La puerta que comunicaba con la sala de estar se abrió y Mildred asomó, miró a los dos hombres y se fijó en Beatty y, despué s, en Montag. A su espalda, las paredes de la pieza estaban inundadas de resplandores verdes, amarillos y anaranjados que oscilaban y estallaban al ritmo de una mú sica casi exclusivamente compuesta por baterí as, tambores y cí mbalos. Su boca se moví a y estaba diciendo algo, pero el sonido no permití a oí rla.

 

Beatty vació su pipa en la palma de su mano sonrosada, examinó la ceniza como si fuese un sí mbolo que habí a que examinar en busca de algú n significado.

 

-Has de comprender que nuestra civilizació n es tan vasta que no podemos permitir que nuestras minorí as se alteren o exciten. Pregú ntate a ti mismo: ¿ Qué queremos en esta nació n, por encima de todo? La gente quiere ser feliz, ¿ no es así? ¿ No lo has estado oyendo toda tu vida? «Quiero ser feliz», dice la gente. Bueno, ¿ no lo son? ¿ No les mantenemos en acció n, no les proporcionamos diversiones? Eso es para lo ú nico que vivimos, ¿ no? ¿ Para el placer y las emociones? Y tendrá s que admitir que nuestra civilizació n se lo facilita en abundancia.

 

-Sí.

 

Montag pudo leer en los labios de Mildred lo que é sta decí a desde el umbral. Trató de no mirar a ella, porque, entonces, Beatty podí a volverse y leer tambié n lo que decí a.

 

-A la gente de color no le gusta El pequeñ o Sambo. A quemarlo. La gente blanca se siente incó moda con La cabañ a del tí o Tom. A quemarlo. Escribe un libro sobre el tabaco y el cá ncer de pulmó n ¿ Los fabricantes de cigarrillos se lamentan? A quemar el libro. Serenidad, Montag. Lí brate de tus tensiones internas. Mejor aú n, lá nzalas al incinerador, ¿ Los funerales son tristes y paganos? Eliminé moslos tambié n, Cinco minutos despué s de la muerte de una persona en camino hacia la Gran Chimenea, los incineradores son abastecidos por helicó pteros en todo el paí s. Diez minutos despué s de la muerte, un hombre es una nube de polvo negro. No sutilicemos con recuerdos acerca de los individuos. Olvidé moslos. Quemé moslo todo, absolutamente todo. El fuego es brillante y limpio.

 

Los fuegos artificiales se apagaron en la sala de estar, detrá s de Mildred. Al mismo tiempo, ella habí a dejado de hablar; una coincidencia milagrosa. Montag contuvo el aliento.

 

-Habí a una muchacha, ahí, al lado -dijo con lentitud-. Ahora se ha marchado, creo que ha muerto Ni siquiera puedo recordar su rostro. Pero era distinta ¿ Có mo... có mo pudo llegar a existir?

 

Beatty sonrió.

 

-Aquí o allí, es fatal que ocurra. ¿ Clarisse McClellan? Tenemos ficha de toda su familia. Les hemos vigilado cuidadosamente. La herencia y el medio ambiente hogareñ o puede deshacer mucho de lo que se inculca en el colegio. Por eso hemos ido bajando, añ o tras añ o la edad de ingresar en el parvulario, hasta que, ahora, casi arrancamos a los pequeñ os de la cuna. Tuvimos falsas alarmas con los McCIellan cuando viví an en Chicago. Nunca les encontramos un libro. El historial confuso, es antisocial. ¿ La muchacha? Es una bomba de relojerí a. La familia habí a estado influyendo en su subconsciente, estoy seguro, por lo que pude ver en su historial escolar. Ella no querí a saber có mo se hací a algo, sino por qué. Esto puede resultar embarazoso. Se pregunta el porqué de una serie de cosas y se termina sintié ndose muy desdichado. Lo mejor que podí a pasarle a la pobre chica era morirse.

 

-Sí, morirse.

 

-Afortunadamente, los casos extremos como ella no aparecen a menudo. Sabemos có mo eliminarlos en embrió n No se puede construir una casa sin clavos en la madera. Si no quieres que un hombre se sienta polí ticamente desgraciado, no le enseñ es dos aspectos de una misma cuestió n, para preocuparle; ensé ñ ale só lo uno. o, mejor aú n, no le des ninguno. Haz que olvide que existe una cosa llamada guerra. Si el Gobierno es poco eficiente, excesivamente intelectual o aficionado a aumentar los impuestos, mejor es que sea todo eso que no que la gente se preocupe por ello. Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones má s populares, o los nombres de las capitales de Estado, o cuá nto maí z produjo lowa el añ o pasado. Atibó rralos de datos no combustibles, lá nzales encima tantos «hechos» que se sientan abrumados, pero totalmente al dí a en cuanto a informació n. Entonces, tendrá n la sensació n de que piensan, tendrá n la impresió n de que se mueven sin moverse. Y será n felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofí a o Sociologí a para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolí a. Cualquier hombre que pueda desmontar un mural de televisió n y volver a armarlo luego, y, en la actualidad, la mayorí a de los hombres pueden hacerlo, es má s feliz que cualquier otro que trata de medir, calibrar y sopesar el Universo, que no puede ser medido ni sopesado sin que un hombre se sienta bestial y solitario. Lo sé, lo he intentado ¡ Al diablo con ello! Así, pues, adelante con los clubs las fiestas, los acró batas y los prestidigitadores, los coches a reacció n, las bicicletas helicó pteros, el sexo y las drogas, má s de todo lo que esté relacionado con reflejos automá ticos. Si el drama es malo, si la pelí cula no dice nada, si la comedia carece de sentido, dame una inyecció n de teramina. Me parecerá que reacciono con la obra, cuando só lo se trata de una reacció n tá ctil a las vibraciones. Pero no me importa. Prefiero un entretenimiento completo.

 

Beatty se puso en pie.

 

-He de marcharme. El sermó n ha terminado. Espero haber aclarado conceptos. Lo que importa que recuerdes, Montag, es que tú, yo y los demá s somos los Guardianes de la Felicidad. Nos enfrentamos con la pequeñ a marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con teorí as y pensamientos contradictorios. Tenemos nuestros dedos en el dique. Hay que aguantar firme. No permitir que el torrente de melancolí a y la funesta Filosofí a ahoguen nuestro mundo. Dependemos de ti. No creo que te des cuenta de lo importante que eres para nuestro mundo feliz, tal como está ahora organizado.

 

Beatty estrechó la flá ccida mano de Montag. É ste permanecí a sentado, como si la casa se derrumbara a alrededor y é l no pudiera moverse. Mildred habí a desaparecido en el umbral.

 

-Una cosa má s -dijo Beatty-. Por lo menos, una vez en su carrera siente esa comezó n. Empieza a preguntarse qué dicen los libros. Oh, hay que aplacar esa comezó n, ¿ eh? Bueno, Montag, puedes creerme, he tenido que leer algunos libros en mi juventud, para saber de qué trataban. Y los libros no dicen nada. Nada que pueda enseñ arse o creerse. Hablan de gente que existe, de entes imaginarios, si se trata de novelas. Y si no lo son, aú n peor: un profesor que llama idiota a otro filó sofo que critica al de má s allá. Y todos arman jaleo, apagan las estrellas y extinguen el sol. Uno acaba por perderse.

 

-Bueno, entonces, ¿ qué ocurre si un bombero accidentalmente, sin proponé rselo en realidad, se lleva un libro a su casa?

 

Montag se crispó. La puerta abierta le miraba con su enorme ojo vacio.

 

-Un error ló gico. Pura curiosidad -replicó Beatty- No nos preocupamos ni enojamos en exceso. Dejamos que el bombero guarde el libro veinticuatro horas. Si para entonces no lo ha hecho é l, llegamos nosotros y lo quemamos

 

-Claro.

 

La boca de Montag estaba reseca.

 

-Bueno, Montag. ¿ Quieres coger hoy otro turno? ¿ Te veremos esta noche?

 

-No lo sé -dijo Montag-.

 

-¿ Qué?

 

Beatty se mostró levemente sorprendido.

 

Montag cerró los ojos.

 

-Má s tarde iré. Quizá.

 

-Desde luego, si no te presentaras, te echarí amos en falta -dijo Beatty, guardá ndose la pipa en un bolsillo con expresió n pensativa-.

 

«Nunca volveré a comparecer por allí », pensó Montag.

 

-Bueno, que te alivies -dijo Beatty-.

 

Dio la vuelta y se marchó.

 

 

Montag vigiló por la ventana la partida de Beatty en su vehí culo de brillante color amarillo anaranjado, con los neumá ticos negros como el carbó n.

 

Al otro lado de la calle, hacia abajo, las casas se erguí an con sus lisas fachadas. ¿ Qué habí a dicho Clarisse una tarde? «Nada de porches delanteros. Mi tí o dice que antes solí a haberlos. Y la gente, a veces, se sentaba por las noches en ellos, charlando cuando así lo

deseaba, mecié ndose y guardando silencio cuando no querí a hablar. Otras veces permanecí an allí sentados, meditando sobre las cosas. Mi tí o dice que los arquitectos prescindieron de los porches frontales porque esté ticamente no resultaban. Pero mi tí o asegura que é ste fue só lo un pretexto. El verdadero motivo, el motivo oculto, pudiera ser que no querí an que la gente se sentara de esta manera, sin hacer nada, mecié ndose y hablando. É ste era el aspecto malo de la vida social. La gente hablaba demasiado. Y tení a tiempo para pensar. Entonces, eliminaron los porches. Y tambié n los jardines. Ya no má s jardines donde poder acomodarse. Y fí jese en el mobiliario. Ya no hay mecedoras. Resultan demasiado có modas. Lo que conviene es que la gente se levante y ande por ahí. Mi tí o dice... Y mi tí o... Y mi tí o... »

 

La voz de ella fue apagá ndose.

 

 

Montag se volvió y miró a su esposa, quien, sentada en medio de la sala de estar, hablaba a un presentador quien, a su vez, le hablaba a ella.

 

-Mrs. Montag -decí a é l. Esto, aquello y lo má s allá -. Mrs. Montag...

 

Algo má s, y vuelta a empezar. El aparato conversor, que les habí a costado un centenar de dó lares, suministraba automá ticamente el nombre de ella siempre que el presentador se dirigí a a su auditorio anó nimo dejando un breve silencio para que pudieran encajar, las sí labas adecuadas. Un mezclador especial conseguí a, tambié n, que la imagen televisada del presentador en el á rea inmediata a sus labios, articulara, magní ficamente, las vocales y consonantes.

 

Era un amigo, no cabí a la menor duda de ello, un buen amigo.

 

-Mrs. Montag, ahora mire hacia aquí.

 

Mildred volvió la cabeza. Aunque era obvio que no estaba escuchando.

 

-Só lo hay un paso entre no ir a trabajar hoy, no ir a trabajar mañ ana y no volver a trabajar nunca en el cuartel de bomberos -dijo Montag-.

 

-Pero esta noche irá s al trabajo, ¿ verdad? preguntó Mildred-.

 

-Aú n no estoy decidido. En este momento tengo la horrible sensació n de que deseo destrozar todas las cosas que está n a mi alcance.

 

-Date un paseo con el auto.

 

-No, gracias.

 

-Las llaves está n en la mesilla de noche. Cuando me siento de esta manera, siempre me gusta conducir aprisa. Pones el coche a ciento cincuenta por hora y experimentas una sensació n maravillosa. A veces conduzco toda la noche, regreso al amanecer y tú ni te has enterado. Es divertido salir al campo. Se aplastan conejos. A veces, perros. Ve a coger el auto.

 

-No, ahora no me apetece. Quiero estudiar esta sensació n tan curiosa. ¡ Caramba! ¡ Me ha dado muy fuerte! No sé lo que es. ¡ Me siento tan condenadamente infeliz, tan furioso! E ignoro por qué tengo la impresió n de que estuviera ganando peso. Me siento gordo. Como si hubiese estado ahorrando una serie de cosas, y ahora no supiese cuá les. Incluso serí a capaz de leer.

 

-Te meterí an en la cá rcel, ¿ verdad?

 

Ella le miró como si Montag estuviese detrá s de la pared de cristal.

 

Montag empezó a ponerse la ropa; se moví a intranquilo por el dormitorio.

 

-Si, y quizá fuese una buena idea. Antes de que cause dañ o a alguien. ¿ Has oí do a Beatty? ¿ Le has escuchado? É l sabe todas las respuestas. Tienes razó n. Lo importante es la felicidad. La diversió n lo es todo. Y sin embargo, sigo aquí sentado, dicié ndome que no soy feliz, que no soy feliz.

 

-Yo sí lo soy. -Los labios de Mildred sonriero Y me enorgullezco de ello.

 

-He de hacer algo -dijo Montag-. Todaví a no qué, pero será algo grande.

 

-Estoy cansada de escuchar estas tonterí as -dijo Mildred, volviendo a concentrar su atenció n en el presentador-.

 

Montag tocó el control de volumen de la pared y el presentador se quedó sin voz.

 

-Millie. -Hizo una pausa. - É sta es tu casa lo mismo que la mí a. Considero justo decirte algo. Hubiera debido hacerlo antes, pero ni siquiera lo admití a interiormente. Tengo algo que quiero que veas, algo que he separado y escondido durante el añ o pasado, de cuando, en cuando, al presentarse una oportunidad, sin saber por qué, pero tambié n sin decí rtelo nunca.

 

Montag cogió una silla de recto respaldo, la desplazó lentamente hasta el vestí bulo, cerca de la puerta del entrada, se encaramó en ella, y permaneció por un momento como una estatua en un pedestal, en tanto que su esposa, con la cabeza levantada, le observaba. Entonces Montag levantó los brazos, retiró la reja del sistema de acondicionamiento de aire y metió la mano muy hacia la derecha hasta mover otra hoja deslizante de metal; despué s, sacó un libro. Sin mirarlo, lo dejó caer al suelo. Volvió a meter la mano y sacó dos libros, bajó la mano y los dejó caer al suelo. Siguió actuando Y dejando caer libros pequeñ os, grandes, amarillos, rojos, verdes. Cuando hubo terminado, miró la veintena de libros que yací an a los pies de su esposa.

 

-Lo siento -dijo-. Nunca me habí a detenido meditarlo. Pero ahora parece como si ambos estuvié semos metidos en esto.

 

Mildred retrocedió como si, se viese de repente, delante de una bandada de ratones que hubiese surgido de improviso del suelo.

 

Montag oyó la rá pida respiració n de ella, vio la palidez de su rostro y có mo sus ojos se abrí an de par en par. Ella pronunció su nombre, dos, tres veces. Luego, exhalando un gemido, se adelantó corriendo, cogió un libro y se precipitó hacia el incinerador de la cocina.

 

Montag la detuvo, mientras ella chillaba. La sujetó y Mildred trató de soltarse, arañ á ndole.

 

-¡ No, Millie, no! ¡ Espera! ¡ Deté nte! Tú no sabes...

 

-¡ Cá llate!

 

La abofeteó, la cogió de nuevo y la sacudió.

 

Ella pronunció su nombre y empezó a llorar.

 

-¡ Millie! -dijo Montag-. Escucha. ¿ Quieres concederme un segundo? No podemos hacer nada. No podemos quemarlos. Quiero examinarlos, por lo menos, una vez. Luego, si lo que el capitá n dice es cierto, los quemaremos juntos, cré eme, los quemaremos entre los

dos. Tienes que ayudarme. -Bajó la mirada hacia el rostro de ella y, cogié ndole la barbilla, la sujetó con firmeza. No só lo la miraba, sino que, en el rostro de ella,

se buscaba a sí mismo e intentaba averiguar tambié n lo que debí a hacer-. Tanto si nos gusta como si no, estamos metidos en esto. Durante estos añ os no te he pedido gran cosa, pero ahora te lo pido, te lo suplico. Tenemos que empezar en algú n punto, tratar de adivinar por qué sentimos esta confusió n, tú y la medicina por las noches, y el automó vil, y yo con mi trabajo. Nos encaminamos directamente al precipicio, Mildred. ¡ Dios mí o, no quiero caerme! Esto no resultará fá cil. No tenemos nada en que apoyarnos, pero quizá podamos analizarlo, intuirlo Y ayudarnos mutuamente. No puedes imaginar cuá nto te necesito en este momento. Si me amas un poco admitirá s esto durante veinticuatro, veintiocho horas es todo lo que te pido. Y luego habrá terminado. ¡ Te lo prometo te lo juro! Y si aquí hay algo, algo posible en toda esta cantidad de cosas, quizá podamos transmitirlo a alguien.

 

Ella ya no forcejeaba; Montag la soltó. Mildred retrocedió tambaleá ndose, hasta llegar a la pared. Y una vez allí se deslizó y quedó sentada en el suelo, contemplando los libros. Su pie rozaba uno y, al notarlo, se apresuró a echarlo hacia atrá s.

 

-Esa mujer de la otra noche, Millie... Tú no esta, viste allí. No viste su rostro. Y Clarisse. Nunca llegaste a hablar con ella. Yo sí. Y hombres como Beatty le tienen miedo. No puedo entenderlo. ¿ Por qué han de sentir tanto temor por alguien como ella? Pero yo seguí a colocá ndola a la altura de los bomberos en el cuartel, cuan do anoche comprendí, de repente, que no me gustaba, nada en absoluto, y que tampoco yo mismo me gustaba. Y pensé que quizá fuese mejor que quienes ardiesen fueran los propios bomberos.

 

-¡ Guy!

 

El altavoz de la puerta de la calle dijo suavemente:

 

-Mrs. Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien, hay alguien, Mrs. Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien.

 

Ambos se volvieron para observar la puerta. Y los libros estaban desparramados por doquier, formando, incluso; montones.

 

-¡ Beatty! -susurró Mildred-.

 

-No puede ser é l.

 

-¡ Ha regresado! -susurró ella-.

 

La voz volvió a llamar suavemente:

 

-Hay alguien aquí...

 

-No contestaremos.

 

Montag se recostó en la pared, y, luego, con lentitud, fue resbalando hasta quedar en cuclillas. Entonces empezó a acariciar los libros, distraí damente, con el pulgar y el í ndice. Se estremecí a y, por encima de todo, deseaba volver a guardar los libros en el hueco del ventilador, pero comprendió que no podrí a enfrentarse de nuevo con Beatty. Montag acabó por sentarse, en tanto que la voz de la puerta de la calle volví a a hablar, con mayor insistencia. Montag cogió del suelo un volumen pequeñ o.

 

-¿ Por dó nde empezamos? -Abrió a medias un libro y le echó una ojeada-. Supongo que tendremos que empezar por el principio.

 

-El volverá -dijo Mildred-, y nos quemará a nosotros y a los libros.

 

La voz de la puerta de la calle fue apagá ndose por fin. Reinó el silencio. Montag sentí a la presencia de alguien al otro lado de la puerta, esperando, escuchando. Luego, oyó unos pasos que se alejaban.

 

-Veamos lo que hay aquí -dijo Montag-.

 

Balanceó estas palabras con terrible concentració n. Leyó una docena de pá ginas salteadas y, por ú ltimo, encontró esto:

 

-Se ha calculado que, en é pocas diversas, once mil personas han preferido morir que someterse a romper los huevos por su extremo má s afilado.

 

Mildred se le quedó mirando desde el otro lado del vestí bulo.

 

-¿ Qué significa esto? ¡ Carece de sentido! ¡ El capitá n tení a razó n!

 

-Bueno, bueno -dijo Montag-. Volveremos a empezar. Esta vez por el principio.

 

 

La criba y la arena

 

Ambos leyeron durante toda la larga tarde, mientras la frí a lluvia de noviembre caí a sobre la silenciosa casa. Permanecieron sentados en el vestí bulo, porque la sala de estar aparecí a vací a y poco acogedora en sus paredes iluminadas de confeti naranja y amarillo, y cohetes, y mujeres en trajes de lamé dorado, y hombres de frac sacando conejos de sombreros plateados. La sala de estar resultaba muerta, y Mildred le lanzaba continuas e inexpresivas miradas, en tanto que Montag andaba de un lado al otro del vestí bulo para agacharse y leer una pá gina en voz alta.

 

No podemos determinar el momento concreto en que nace la amistad. Como al llenar un recipiente gota a gota, hay una gota final que lo hace desbordarse, del mismo modo, en una serie de gentilezas hay una final que acelera los latidos del corazó n.

 

Montag se quedó escuchando el ruido de la lluvia.

 

-¿ Era eso lo que habí a en esa muchacha de al lado? ¡ He tratado de comprenderlo!

 

-Ella ha muerto. Por amor de Dios, hablemos de alguien que esté vivo.

 

Montag no miró a su esposa al atravesar el vestí bulo y dirigirse a la cocina, donde permaneció mucho rato, observando có mo la lluvia golpeaba los cristales. Despué s, regresó a la luz grisá cea del vestí bulo y esperó a que se calmara el temblor que sentí a en todo su cuerpo.

 

Abrió otro libro.

 

-El tema favorito, yo.

 

Miró de reojo a la pared.

 

-El tema favorito, yo.

 

-Eso sí que no lo entiendo -dijo Mildred-,

 

-Pero el tema favorito de Clarisse no era ella. Era cualquier otro, y yo. Fue la primera persona que he llegado a apreciar en muchos añ os. Fue la primera persona que recuerde que me mirase cara a cara, como si fuese importante. -Montag cogió los dos libros-. Esos hombres llevan muertos mucho tiempo, pero yo sé que sus palabras señ alan, de una u otra manera, a Clarisse

 

Por el exterior de la puerta de la calle, en la lluvia, se oyó un leve arañ ar.

 

Montag se inmovilizó. Vio que Mildred se echaba hacia atrá s, contra la pared, y lanzaba una exclamació n ahogada.

 

-Está cerrada.

 

-Hay alguien... La puerta... ¿ Por qué la voz no nos dice... ?

 

Por debajo de la puerta, un olfateo lento, una exhalació n de corriente elé ctrica.

 

Mildred se echó a reí r.

 

-¡ No es má s que un perro! ¿ Quieres que lo ahuyente?

 

-¡ Qué date donde está s!

 

Silencio. La frí a lluvia caí a. Y el olor a electricidad azul soplando por debajo de la puerta cerrada.

 

-Sigamos trabajando -dijo Montag-.

 

Mildred pegó una patada a un libro.

 

-Los libros no son gente. Tú lees y yo estoy sin hacer nada, pero no hay nadie.

 

Montag contempló la sala de estar, totalmente apagada y gris como las aguas de un océ ano que podí an estar llenas de vida si se conectaba el sol electró nico

 

-En cambio -dijo Mildred-, mi «familia» si es mi gente. Me cuentan cosas. ¡ Me rí o y ellos se rí en' ¡ Y los colores!

 

-Si, lo sé

 

-Y, ademá s, si el capitá n Beatty se enterase de lo de esos libros... -Mildred recapacitó. Su rostro mostró sorpresa y, despué s, horror-. ¡ Podrí a venir y quemar la casa y la «familia»! ¡ Esto es horrible! Piensa en nuestra inversió n. ¿ Por qué he de leer yo? ¿ Para qué?

 

-¡ Para qué! ¡ Por qué! -exclamó Montag-. La otra noche vi la serpiente má s terrible del mundo. Estaba muerta y, al mismo tiempo, viva. Fue en el Hospital de Urgencia donde llenaron un informe sobre todo lo que la serpiente sacó de ti. ¿ Quieres ir y comprobar su archivo? Quizá s encontrases algo bajo Guy Montag o tal vez bajo Miedo o Guerra. ¿ Te gustarí a ir a esa casa que quemamos anoche? ¡ Y remover las cenizas buscando los huesos de la mujer que prendió fuego a su propia casa! ¿ Qué me dices de Clarisse McCIellan? ¿ Dó nde hemos de buscarla? ¡ En el depó sito! ¡ Escucha!

 

Los bombarderos atravesaron el cielo, sobre la casa, silbando, murmurando, como un ventilador inmenso e invisible que girara en el vací o.

 

-¡ Vá lgame Diosl -dijo Montag-. Siempre tantos chismes de é sos en el cielo. ¿ Có mo diantres está n esos bombarderos ahí arriba cada segundo de nuestras vidas? ¿ Por qué nadie quiere hablar acerca de ello? Desde 1960, iniciamos y ganamos dos guerras ató micas. ¿ Nos divertirnos tanto en casa que nos hemos olvidado del mundo? ¿ Acaso somos tan ricos y el resto del mundo tan pobre que no nos preocupamos de ellos? He oí do rumores. El mundo padece hambre, pero nosotros estamos bien alimentados. ¿ Es cierto que el mundo trabaja duramente mientras nosotros jugamos? ¿ Es por eso que se nos odia tanto? Tambié n he oí do rumores sobre el odio, hace muchí simo tiempo. ¿ Sabes tú por qué? ¡ Yo no, desde luego! Quizá los libros puedan sacarnos a medias del agujero. Tal vez pudieran impedirnos que cometié ramos los mismos funestos errores. No esos estú pidos en tu sala de estar hablando de, Dios, Millie, ¿ no te das cuenta? Una hora al dí a, horas con estos libros, y tal vez...



  

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