Хелпикс

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Yacía como los pliegues de un brillante manto dorado 2 страница



 

-¡ Pobre familia, pobre familia! ¡ Oh! ¡ Todo perdido, todo, todo perdido... !

 

Beatty cogió a Montag por un hombro, mientras el taxi arrancaba veloz y alcanzaba los cien kiló metros por hora antes de llegar al extremo de la calle.

 

Se produjo un chasquido, como el de la caí da de lo fragmentos de un sueñ o confeccionado con cristal, espejos y prismas. Montag se volvió como si otra incomprensible tormenta le hubiese sacudido, y vio a Stoneman y a Black que, empuñ ando las hachas, rompí an cristales de las ventanas para asegurar una buena ventilació n

 

       El roce de las alas de una mariposa contra una frí a y negra tela metá lica.

 

-Montag, aquí Faber. ¿ Me oye? ¿ Qué ocurre.?

 

-Esto me ocurre a mí -dijo Montag-.

 

-¡ Qué terrible sorpresa! -dijo Beatty-. Porque actualmente todos saben, está n totalmente seguros, de que nunca ha de ocurrirme a mí. Otros mueren y yo adelante. No hay consecuencias ni responsabilidades. Pero sí las hay. Mas no hablemos de ellas, ¿ eh? Cuando compruebas las consecuencias, ya es demasiado tarde, ¿ verdad, Montag?

 

-Montag, ¿ puede marcharse, echar a correr? -preguntó Faber-.

 

 Montag anduvo, pero no sintió có mo sus pies tocaban el cemento ni el cé sped. Beatty encendió su encendedor y la pequeñ a llama anaranjada fascinó a Montag.

 

-¿ Qué hay en el fuego que lo hace tan atractivo? No importa la edad que tengamos, ¿ qué nos atrae hacia é l? -Beatty apagó de un soplo la llama y volvió a encenderla-. Es el movimiento continuo, lo que el hombre quiso inventar, pero nunca lo consiguió. 0 el movimiento casi continuo. Si se la dejara arder, lo harí a durante toda nuestra vida. ¿ Qué es el fuego? Un misterio. Los cientí ficos hablan mucho de fricció n y de molé culas. Pero en realidad no lo saben. Su verdadera belleza es que destruye responsabilidad y consecuencias. Si un problema se hace excesivamente pesado, al fuego con é l. Ahora, Montag, tú eres un problema. Y el fuego te quitará de encima de mis hombros, limpia, rá pida, seguramente. Despué s, nada quedará enraizado. Antibió tico, esté tico, prá ctico.

 

Montag se quedó mirando aquella extrañ a casa, que la hora de la noche, los murmullos de los vecinos, y el cristal quebrado habí an convertido en algo ajeno a é l; y allí en el suelo, con las cubiertas desgarradas y esparcidas como plumas de cisnes, yací an los increí bles libros que parecí an tan absurdos. Verdaderamente, era indigno preocuparse por ellos, porque no eran má s que rayitas negras, papel amarillento y encuadernació n semideshecha.

 

Mildred, desde luego. Debió vigilarle cuando escondí a los libros en el jardí n, y habí a vuelto a entrarlos. Mildred, Mildred.      

 

-Quiero que seas tú quien realice ese trabajo, Montag. Tú solo. No con petró leo y una cerilla, sino a mano, con un lanzallamas. Es tu casa y tú debes limpiarla.

 

-¡ Montag, procure huir, marcharse!

 

-¡ No! -gritó Montag con impotencia-.. ¡ El Sabueso! ¡ A causa del Sabueso!

 

Faber oyó, y Beatty, pensando que el otro hablaba con é l, tambié n le oyó.

 

-Sí, el Sabueso está por ahí cerca, de modo que no intentes ningú n truco. ¿ Listo?

 

-Listo.

 

Montag abrió el seguro del lanzallamas.

 

-¡ Fuego!

 

Un chorro llameante salió desde la boquilla del aparato y golpeó los libros contra la pared. Montag entró en el dormitorio y disparó dos veces, y las camas gemelas se volatilizaron exhalando un susurro, con má s calor, pasió n y luz de las que é l habí a supuesto que podí an contener. Montag quemó las paredes del dormitorio, el tocador, porque querí a cambiarlo todo, las sillas, las mesas; y, en el comedor, los platos de plá stico y de plata, todo lo que indicara que é l habí a vivido allí, en aquella casa vací a, con una mujer desconocida que mañ ana le olvidarí a, que se habí a marchado y le habí a olvidado ya por completo, escuchando su radio auricular mientras atravesaba la ciudad, sola. Y corno antes era bueno quemar. Montag se sintió borbotear en las llamas y el insensato problema fue arrebatado, destruido, dividido y ahuyentado. Si no habí a solució n... Bueno, en tal caso, tampoco quedarí a problema. ¡ El era lo mejor para todos!

 

-¡ Los libros, Montag!

 

Los libros saltaron y bailaron como pá jaros asados con sus alas en llamas con plumas rojas y amarillas. Y luego, Montag entró en el saló n, donde los estú pidos monstruos yací an dormidos con sus pensamientos blancos y sus sueñ os nebulosos. Y lanzó una andanada a cada una de las tres paredes desnudas y el vací o pareció sisear contra é l. La desnudez produjo un siseo mayor, un chillido insensato. Montag trató de pensar en el vací o sobre el que habí a actuado la nada, pero no pudo. Contuvo el aliento para que el vací o no penetrara en sus pulmones. Eliminó aquella terrible soledad, retrocedió y dirigió una enorme y brillante llamarada amarillenta a toda la habitació n. La cubierta de plá stico igní fugo que habí a sobre todos los objetos, quedó deshecha y la casa empezó a estremecerse con las llamas.

 

-Cuando hayas terminado -dijo Beatty a su espalda-, quedará s detenido.

 

La casa se convirtió en carbones ardientes y ceniza negra. Se derrumbó sobre sí misma y una columna de humo que oscilaba lentamente en el cielo se elevó de ella. Eran las tres y media de la madrugada. La multitud regresó a sus casas; el gran entoldado de¡ circo se habí a convertido en carbó n y desperdicios, y el espectá culo terminó.

 

Montag permaneció con el lanzallamas en sus flá ccidas manos, mientras grandes islas de sudor empapaban sus sobacos, y su rostro estaba lleno de hollí n.. Los otros bomberos esperaban detrá s de é l, en la oscuridad, con los rostros dé bilmente iluminados por el rescoldo de la casa.

 

Montag trató de hablar un par de veces, y, por fin, consiguió formular su pensamiento.

 

-¿ Ha sido mi esposa la que ha dado la alarma?

 

Beatty asintió.

 

-Pero sus amigas habí an dado otra con anterioridad. De una u otra manera, tení as que cargá rtela. Fue la tonterí a ponerte a recitar poemas por ahí, como si tal cosa. Ha sido el acto de un maldito estú pido. Dale unos cuantos versos a un hombre y se creerá que es el

Señ or de la Creació n. Cree que, con los libros, podrá andar por encima del agua. Bueno, el mundo puede arreglá rselas muy bien sin ellos. Fí jate adó nde te han conducido, hundido en el barro hasta los labios. Si agito el barro con mi dedo meñ ique, te ahogas.

 

Montag no podí a moverse. Con el fuego habí a llegado un terremoto que habí a aniquilado la casa y Mildred estaba en algú n punto bajo aquellas ruinas, así como su vida entera, y é l no podí a moverse. El terremoto seguí a vibrando en su interior, y Montag permaneció allí, con las rodillas medio dobladas bajo el enorme peso de cansancio, el asombro y el dolor, permitiendo que Beatty le atacara sin que é l levantase ni una mano.

 

-Montag, idiota, Montag, maldito estú pido; ¿ qué te ha impulsado a hacer esto?

 

Montag no escuchaba, estaba muy lejos, corrí a tras de su imaginació n, se habí a marchado, dejando aquel cuerpo cubierto de hollí n para que vacilara frente a otro loco furioso.

 

-¡ Montag, má rchate de ahí! -dijo Faber-.

 

Montag escuchó.

 

Beatty le pegó un golpe en la cabeza que le hizo, retroceder, dando traspié s. La bolita verde en la que murmuraba la voz de Faber cayó a la acera. Beatty 1a recogió, sonriendo. La introdujo a medias en una de su orejas. Oyó la voz remota que llamaba:

 

-Montag, ¿ está usted bien?

 

Beatty desarmó el pequeñ o receptor y se lo guardó en un bolsillo.

 

-Bueno, de modo que aquí hay má s de lo que me figuraba. Te he visto inclinar la cabeza, escuchando. De momento, he creí do que tení as una radio auricular, Pero, despué s, cuando has empezado a reaccionar, he dudado. Seguiremos la pista de esto, y encontraremos a tu amigo.

 

-¡ No! -exclamó Montag-.

 

Abrió el seguro del lanzallamas. Beatty miró instaná neamente los dedos de Montag, y sus ojos se abrieron levemente. Montag vio la sorpresa que expresaban y, a su vez, se miró las manos, para ver qué habí an estado haciendo. Má s tarde, al recapacitar sobre la escena, Montag nunca pudo decidir si fueron las manos o la reacció n de Beatty para con ellas, lo que le impulsó definitivarnente al crimen. El ú ltimo derrumbamiento de la avalancha resonó en sus oí dos, sin afectarle.

 

Beatty mostró su sonrisa má s atractiva.

 

-Bueno, é ste es un buen sistema para conseguir un auditorio. Apunta a un hombre y oblí gale a escuchar su discurso. Sué ltalo ya. ¿ De qué se tratará, esta vez? ¿ Por qué no me recitas a Shakespeare, maldito estú pido? No hay terror, Casio, en tus amenazas, porque estoy tan bien armado de honestidad que pasan junto a mí cual una tenue brisa, que no me causa respeto. ¿ Qué te parece? Adelante, literato de segunda mano, aprieta el gatillo.

 

Adelantó un paso hacia Montag.

 

Montag só lo pudo decir:

 

-Nunca habí amos quemado...

 

Y, entonces, se produjo una estridente llamarada, y un muñ eco saltarí n, gesticulante, ya no humano ni identificable, convertido en una llamarada, se retorció sobre el cé sped, en tanto que Montag lanzaba contra é l un chorro continuo de ardiente lí quido. Se produjo un siseo como cuando un escupitajo cae sobre el hierro ardiente de una estufa, un borboteo y un espumear, como si se hubiese echado sal sobre un monstruoso caracol negro Para producir una terrible licuació n y un hervor sobre la espuma amarilla. Montag cerró los ojos, gritó, gritó y forcejeó Para llevarse las manos a los oí dos, para aislarse de aquel ruido. Beatty giró sobre sí mismo una y otra Y otra vez, y, por ú ltimo, se contrajo sobre sí mismo como si fuera un muñ eco achicharrado y quedó silencioso.

 

Los otros dos bomberos no se movieron.

 

Montag contuvo su mareo el tiempo suficiente para apuntar con el lanzallamas.

 

-¡ Volveos de espaldas!

 

Ambos obedecieron, con sus rostros totalmente descoloridos y hú medos de sudor; Montag les quitó los cascos y les golpeó en la cabeza. Ambos cayeron sin sentido. Ambos permanecieron tendidos y sin movimiento

 

El susurro de una hoja otoñ al.

 

Montag se volvió y el Sabueso Mecá nico estaba allí.

 

Estaba atravesando el cé sped, surgiendo de las sombras, movié ndose con tal suavidad que parecí a una só lida nube de humo blanco grisá ceo que flotara hacia é l en silencio.

 

El Sabueso pegó un ú ltimo salto y cayó sobre Montag desde arriba, con las patas de arañ a alargadas y 1a aguja de procaí na asomando en su enfurecido morro. Montag lo recibió con un chorro de fuego, un solo chorro que se abrió en pé talos amarillos, azules y anaranjados en torno al perro de metal, que golpeó contra Montag y le hizo retroceder tres metros, hasta chocar contra el tronco de un á rbol; pero no soltó el lanzallamas. Montag sintió que el Sabueso se apoderaba de una de sus piernas y, por un instante, clavaba su aguja en el antes de que el fuego lanzara al Sabueso por el aire, hiciera estallar sus huesos de articulaciones de metal, desparramando su mecanismo interior como un cohete arrojado en plena calle. Montag permaneció tendido, observando có mo el aparato se agitaba en el aire morí a. Incluso entonces parecí a querer volver junto a el y terminar la inyecció n que empezaba a causar efecto en la carne de su pierna. Montag experimentó una mezcla de alivio y de horror por haber retrocedido justo a tiempo para que só lo su pierna fuera rozada por el parachoques de un automó vil que pasó a ciento cuarenta kiló metros por hora. Temí a levantarse, temí a no ser capaz de volver a ponerse en pie, debido a su pierna anestesiada Un entumecimiento dentro de otro entumecimiento, y así sucesivamente...

 

¿ Y ahora... ?

 

La calle vací a, la casa totalmente quemada, los otros hogares oscuros, el Sabueso allí, Beatty má s allá, los otros tres bomberos en otro sitio. ¿ Y la salamandra? Montag miró el enorme vehí culo. Tambié n tendrí a que marcharse.

 

«Bueno -penso-, veamos có mo está s. ¡ En piel Con cuidado, con cuidado... Así. »

 

Se levantó y descubrió que só lo tení a una pierna. La otra parecí a un tronco de á rbol que arrastraba como penitencia como algú n pecado cometido. Cuando apoyó su pie en ella, una lluvia de alfileres de plata le atravesó la pantorrilla hasta localizarse en la rodilla. Montag lloró. «¡ Vamos! ¡ Vamos, no puedes quedarte aquí! »

 

Las luces de algunas casas volví an a encenderse calle abajo, bien a causa de los incidentes que acababan de ocurrir, o debido al silencio que habí a seguido a la lucha. Montag lo ignoraba. Cojeó por entre las ruinas tirando de su pierna maltrecha cuando le faltaba, hablando, susurrando y gritando ó rdenes a aquel miembro, Y maldiciendo y rogá ndole que funcionara, cuando tan vital resultaba para é l. Oyó una serie de personas que gritaban en la oscuridad. Montag llegó al patio posterior Y al callejó n. «Beatty -pensó -, ahora no eres un problema. Siempre habí as dicho: " No te enfrentes con un problema, qué malo. " Bueno, ahora he hecho ambas cosas. Adió s, capitá n. »

 

Y se alejó cojeando por el lú gubre callejó n.

 

 

Cada vez que apoyaba el pie en el suelo, un puñ al se clavaba en su pierna. Y Montag pensó: «Eres un tonto, un maldito tonto, un idiota, un maldito idiota. En buen lí o te has metido. ¿ Qué puedes hacer ahora? Por culpa del orgullo, ¡ maldita sea!, y del mal cará cter. Y lo has estropeado todo. Apenas comienzas, vomitas todos y sobre ti mismo. Pero, todo a la vez, todo, juntamente, Beatty, las mujeres, Mildred, Clarisse, Sin embargo, no hay excusa, no hay excusa. ¡ Un maldito tonto! Ve a entregarte por propia voluntad.

 

»No, salvaremos lo que podamos, haremos lo quese deba hacer. Sí hemos de arder, llevé monos a unos cuantos con nosotros. ¡ Ea! »

 

Recordó los libros y retrocedió. Por si acaso.

 

Encontró unos cuantos allí donde los habí a dejado cerca de la verja del jardí n. A Mildred, Dios la bendiga, la habí an pasado por alto. Cuatro libros estaban ocultos aú n, donde é l los habí a dejado. Unas voces murmuraban en la noche, y se veí a el resplandor de los haces de unas linternas. Otras salamandras hací an sonar sus motores en la lejaní a, y las sirenas de la Policí a se abrí an paso con su gemido a travé s de la ciudad.

 

Montag cogió los cuatro libros restantes y cojeó y saltó callejó n abajo y, de repente, le pareció como si le hubiesen cortado la cabeza y só lo su cuerpo estuviese allí. Algo en su interior le indujo a detenerse y, luego, le abatió.

 

Permaneció donde habí a caí do, con las piemas dobladas y el rostro hundido en la grava.

 

Beatty habí a deseado morir.

 

En medio de su sollozo, Montag comprendió que era verdad. «Beatty querí a morir. Permaneció quieto allí, sin tratar de salvarse. Se limitó a permanecer allí, bromeando, hostigá ndole», pensó Montag. Y este pensamiento fue suficiente para acallar sus sollozos Y permitirle hacer una pausa para respirar. ¡ Cuá n extrañ o desear tanto la muerte como para permitir a un hombre andar a su alrededor con armas, y, luego, en vez de callar y permanecer vivo, empezar a gritarle a la gente y a burlarse de ella hasta conseguir enfurecerla! Y entonces...

 

A lo lejos, ruido de pasos que corrí an.

 

Montag se irguió. «Largué monos de aquí. Vamos, levá ntate, levá ntate, no puedes quedarte ahí sentado. » pero aú n estaba llorando, y habí a que terminar aquello. Iba a marcharse. No habí a querido matar a nadie, ni siquiera a Beatty. Se le contrajo la carne, como si la hubieran sumergido en un á cido. Sintió ná useas. Volvió a ver a Beatty, convertido en antorcha, sin moverse, ardiendo en la hierba. Montag se mordió los nudillos. «Lo siento, lo siento. Dios mí o, lo siento... »

 

Trató de encajar las piezas, de volver a la vida normal de algú n tiempo atrá s, antes de la criba y la arena, del «Dentí frico Denham», de las voces susurradas en su oí do, de las mariposas, de las alarmas y las excursiones, demasiado para unos breves dí as, demasiado para toda una vida.

 

Unos pies corrieron en el extremo má s alejado de] callejó n.

 

«Levá ntate -se dijo Montag-. í Maldita sea, levá ntate! » -dijo a la pierna. Y se puso en pie-.

 

Parecí a que le hundieran clavos en la rodilla; y, luego, só lo alfileres; y, por ú ltimo, un molesto cosquilleo. Y tras arrastrarse y dar otra ciencuentena de saltos, llená ndose la mano de astillas de la verja, la molestia se hizo, por fin, soportable. Y la pierna acabó por ser su propia pierna. Montag habí a temido que si corrí a podrí a romperse el tobillo insensí bilí zado. Ahora, aspirando la noche por la boca abierta, y exhalando un tenue aliento, pues toda la negrura habí a permanecí do en su interior, emprendió una caminata a paso acelerado. Llevaba los libros en las manos. Pensó en Faber.

 

Faber estaba en aquel humeante montó n de carbó n que carecí a ya de identidad. Habí a quemado a Faber tambié n. Esta idea le impresionó tanto que tuvo la sensació n de que Faber estaba muerto de verdad, totalmente cocido en aquella diminuta cá psula verde perdida en bolsillo de un hombre que ahora apenas si era un esqueleto, unido con tendones de asfalto.

 

 «Tienes que recordarlo: qué malos o te quemará n -pensó Montag-. En este momento, resulta así sencillo. »

 

Buscó en sus bolsillos: el dinero seguí a allí. y en otro bolsillo, encontró la radio auricular normal con, que la ciudad hablaba consigo misma en la frí a soledad de la madrugada.

 

-Policí a, alerta. Se busca: fugitivo en la ciudad. Ha cometido un asesinato y crí menes contra el Estado Nombre: Guy Montag. Profesió n: bombero. Visto por ú ltima vez...

 

Montag corrió sin detenerse durante seis manzanas, siguiendo el callejó n. Y, despué s, é ste se abrió sobre una amplia avenida, ancha como seis pistas. «A la cruda luz de las lá mparas de arco parecí a un rí o sin barcas; habí a el peligro de ahogarse tratando de cruzarla», pensó Montag. Era demasiado ancha, demasiado abierta. Era un enorme escenario sin decorados, que le invitaban a atravesarlo corriendo. Con la brillante iluminació n era fá cil de descubrir, de alcanzar, de eliminar.

 

La radio auricular susurraba en su oí do:

 

-... alerta a un hombre corriendo... Vigilen a un hombre corriendo... Busquen a un hombre solo, a pie... Vigilen...

 

Montag volvió a hundirse en las sombras. Exactamente delante de é l habí a una estació n de servicio, resplandeciente de luz, y dos vehí culos plateados se detení an ante ella para repostar. Si querí a andar, no correr atravesar con calma la amplia avenida, tení a que estar limpio y presentable. Eso le concederí a un margen adicional de seguridad. Si se lavaba y peinaba antes de seguir la marcha para ir... ¿ dó nde?

 

«Sí -pensó -, ¿ hacia dó nde estoy huyendo? »

 

A ningú n sitio. No habí a dó nde ir, ningú n amigo a quien recurrir, excepto Faber. Y, entonces, advirtió que desde luego, corrí a instintivamente hacia la casa de Faber. Pero Faber no podrí a ocultarle; só lo intentarlo, serí a un suicidio. Pero sabí a que, de todos modos, irí a a ver a Faber, durante unos breves minutos. Faber serí a el lugar donde poder repostarse de su creencia, que desaparecí a rá pidamente, en su propia habilidad para sobrevivir. Só lo deseaba saber que en el mundo habí a un hombre como Faber. Querí a ver al hombre vivo y no achicharrado allí, como un cuerpo introducido en otro cuerpo. Y debí a dejar parte del dinero a Faber, claro está, para gastarlo cuando é l siguiese huyendo. Quizá podrí a alcanzar el campo abierto y vivir cerca de los rí os o las autopistas, en los campos y las colinas.

 

Un intenso susurro le hizo mirar hacia el cielo.

 

Los helicó pteros de la Policí a se elevaban desde un punto tan remoto que parecí a como si alguien hubiese soplado una flor seca de diente de leó n. Dos docenas de ellos zumbaron, oscilaron, indecisos a cinco kiló metros de distancia, como mariposas desconcertadas por el otoñ o. Y, despué s, se lanzaron en picado hacia tierra, uno por uno, aquí, allí, recorriendo las calles donde, vueltos a convertir en automó viles, zumbaron por los bulevares o, con igual prontitud, volví an a elevarse en el aire para proseguir la bú squeda.

 

Y allí estaba la estació n de servicio, con sus empleados que atendí an a la clientela. Acercá ndose por detrá s, Montag entró en el lavabo de hombres. A travé s de la pared de aluminio oyó que la voz de un locutor decí a: «La guerra ha sido declarada. » Estaban bombeando el combustible Los hombres, en los vehí culos, hablaban, y los empleados conversaban acerca de los motores, del combustible, del dinero que debí an. Montag trató de sentirse impresionado por el comunicado de la radio, pero no le ocurrió nada. Por lo que a é l respectaba, la guerra tendrí a que esperar a que é l estuviese en condiciones de admitirlo en su archivo personal, una hora, dos horas má s tarde.

 

Montag se lavó las manos y el rostro y se secó con la toalla. Salió del lavabo, cerró cuidadosamente la puerta, se adentró en la oscuridad y se encontró en un borde de la vací a avenida.

 

Allí estaba, habí a que ganar aquella partida una inmensa bolera en el frí o amanecer. La avenida estaba tan limpia como la superficie de un ruedo dos minutos antes de la aparició n de ciertas ví ctimas anó nimas y de ciertos matadores desconocidos. Sobre el inmenso rí o de cemento, el aire temblaba a causa del calor del cuerpo de Montag; era increí ble có mo notaba que su temperatura podí a producir vibraciones en el mundo inmediato. Era un objetivo fosforescente. Montag lo sabí a, lo sentí a.

 

Y, ahora, debí a empezar su pequeñ o paseo.

 

Unos faros brillaban a tres manzanas de distancia. Montag inspiró profundamente. Sus pulmones eran como focos ardientes en su pecho. Tení a la boca reseca por e1 cansancio. Su garganta sabí a a hierro y habí a acero oxidado en sus pies.

 

¿ Qué eran aquellas luces? Una vez se empezaba a andar, habí a que calcular cuá nto tardarí an aquellos vehí culos en llegar hasta é l. Bueno, ¿ a qué distancia quedaba el otro bordillo? Al parecer, a un centenar de metros. Probablemente, no eran cien, pero mejor calcula, eso, puesto que é l andaba lentamente, con paso tranquilo, y quizá, necesitase treinta segundos, cuarenta segundos para recorrer la distancia. ¿ Los vehí culos? Una vez en marcha, podí an recorrer tres manzanas en unos quince segundos. De modo que, incluso si a mitad de la travesí a empezase a correr...

 

Adelantó el pie derecho; despué s, el izquierdo, y luego, el derecho. Pisó la vací a avenida.

 

Incluso aunque la calle estuviese totalmente vací a, claro está, no podí a tener la seguridad de cruzarla sin riesgo, porque, de repente, podí a aparecer un vehí culo por el cambio de rasante a cuatro manzanas distancia y estar a tu altura o má s allá antes de haber podido respirar una docena de veces.

 

Montag decidió no contar sus pasos. No miró a izquierda ni a derecha. La luz de los faroles parecí a tan brillante y reveladora como el sol de mediodí a, e igualmente cá lida. Escuchó el sonido del vehí culo que aceleraba, a dos manzanas de distancia, por la derecha. Sus faros mó viles se desplazaron bruscamente y enfocaron a Montag

 

«Sigue adelante. »»

 

Montag vaciló, apretó los libros con mayor fuerza, y reanudó su andar pausado. Ahora estaba a mitad de la avenida, pero el zumbido de los motores del vehí culo se hizo má s agudo cuando é ste aumentó su velocidad.

 

«La Policí a, desde luego. Me ven. Pero, despacio, ahora, despacio, tranquilo, no te vuelvas, no mires, no parezcas preocupado. Camina, eso es, camina, camina... »

 

El vehí culo se precipitaba. El vehí culo zumbaba. El vehí culo aceleraba. El vehí culo se acercaba veloz. El vehí culo recorrí a una trayectoria silbante, disparado por un rifle invisible. Iba a unos doscientos kiló metros por hora. Iba como mí nimo, a má s de doscientos por hora. Montag apretó las mandí bulas. El calor de los faros del vehí culo quemó sus mejillas, le hizo parpadear y heló el sudor que le resbalaba por el rostro.

 

Empezó a arrastrar estú pidamente los pies, a hablar consigo mismo. Y, de repente, dio un respingo y echó a correr. Alargó las piernas tanto como pudo, una y otra vez, una y otra vez. ¡ Dios, Dios! Dejó caer un libro, interrumpió la carrera, casi se volvió, cambió de idea, siguió adelante, chillando en el vací o de cemento, en tanto que el vehí culo parecí a correr tras sus pasos, a sesenta metros de distancia, a treinta, a veinticinco, a veinte; y Montag jadeaba, agitaba las manos, moví a las piernas, arriba y abajo, má s cerca, sudoroso, gritando con los ojos ardientes y la cabeza vuelta para enfrentarse con el resplandor de los faros. Luego, el vehí culo fue tragado por su propia luz, no fue má s que una antorcha que se precipitaba sobre é l; todo estré pito y resplandor ¡ De pronto, casi se les echó encima!



  

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