Хелпикс

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Yacía como los pliegues de un brillante manto dorado 4 страница



 

Alguno de ellos tendrí a que dejar de quemar. El sol no, por supuesto. Segú n todas las apariencias, tendrí a ser Montag, así como las personas con quienes habí a trabajado hasta unas pocas horas antes. En algú n sitio habrí a que empezar a ahorrar y a preservar cosas para que todo tuviera un nuevo inicio, y alguien tendrí a que ocuparse de ello, de una u otra manera, en libros, en discos, en el cerebro de la gente, de cualquier manera con tal de que fuese segura, al abrigo de las polillas, de los pececillos de plata, del ó xido, del moho y de los hombres con cerillas. El mundo estaba lleno de llamas de todos los tipos y tamañ os. Ahora, el gremio de los tejedores de asbestos tendrí a que abrir muy pronto su establecimiento.

 

Montag sintió que sus pies tocaban tierra, pisaban guijarros y piedras, se hundí an en arena. El rí o le empujado hacia la orilla.

 

Contempló la inmensa y negra criatura sin ojos ni luz, sin forma, con só lo un tamañ o que se extendí a dos millares de kiló metros sin desear detenerse, con sus colinas cubiertas de hierba y sus bosques que le esperaban.

 

Montag vaciló en abandonar el amparo del agua Temí a que el Sabueso estuviese allí. De pronto, los á rboles podí an agitarse bajo las aspas de multitud de helicó pteros.

 

Pero só lo habí a la brisa otoñ al corriente, que discurrí a como otro rí o. ¿ Por qué no andaba el Sabueso por allí? ¿ Por qué la bú squeda se habí a desviado hacia el interior? Montag escuchó. Nada. Nada.

 

«Millie -pensó -. Toda esta extensió n aquí. ¡ Escú chala! Nada y nada. Tanto silencio, Millie, que me pregunto qué efecto te causarí a. ¿ Te pondrí as a gritar " ¡ Calla, calla! " Millie, Millie? »

 

Y se sintió triste.

 

Millie no estaba allí, ni tampoco el Sabueso, pero sí el aroma del heno, que llegaba desde algú n campo lejano y que indujo a Montag a subir a tierra firme. Recordó una granja que habí a visitado de niñ o, una pocas veces en que habí a descubierto que, má s allá de los siete velos de la irrealidad, má s allá de las paredes de los salones y de los fosos metá licos de la ciudad, vacas pací an la hierba, los cerdos se revolcaban en cié nagas a mediodí a y los perros ladraban a las blancas ovejas en las colinas.

 

Ahora, el olor a heno seco, el movimiento del agua le hizo desear echarse a dormir sobre el heno en un solitario pajar, lejos de las ruidosas autopistas, detrá s de

una tranquila granja y bajo un antiguo molino que susurrara sobre su cabeza como el sonido de los añ os que transcurrí an. Permaneció toda la noche en el pajar, escarbando el rumor de los lejanos animales, de los insectos y de los á rboles, así como los leves e infinitos movimientos y susurros del campo.

 

«Durante la noche -pensó -, bajo el cobertizo quizá s oyese un sonido de pasos. Se incorporarí a, lleno de tensió n. Los pasos se alejarí an. Volverí a a tenderse y mirarí a por la ventana del cobertizo muy avanzada la noche, y verí a apagarse las luces de la granja, hasta que una mujer muy joven y hermosa se sentarí a junto a una ventana apagada, cepillá ndose el pelo. Resultarí a difí cil verla, pero su rostro serí a como el de aquella muchacha que sabia lo que significaban las flores de diente de leó n frotadas contra la barbilla. Luego, la mujer se alejarí a de la ventana, para reaparecer en el piso de arriba, en su habitació n iluminada por la luna. Y entonces, bajo el sonido de la muerte, el sonido de los reactores que partí an el cielo en dos, yacerí a en el cobertizo, oculto y seguro, contemplando aquellas extrañ as estrellas en el borde de la tierra, huyendo del suave resplandor del alba. »

 

Por la mañ ana no hubiese tenido sueñ o, porque todos los cá lidos olores y las visiones de una noche completa en el campo le hubiesen descansado aunque sus ojos hubieran permanecido abiertos, y su boca, cuando se le ocurrió pensar en ella, mostraba una leve sonrisa.

 

Y allí al pie de la escalera del cobertizo, esperá ndole, habia algo increí ble. Montag descenderí a cuidadosamente, a la luz rosada del amanecer, tan consciente del mundo que sentirí a miedo, y se inclinarí a sobre el pequeñ o milagro, hasta que, por fin, se agacharí a para tocarlo.

 

Un vaso de leche fresca, algunas peras y manzanas estaban al pie de la escalera.

 

Aquello era todo lo que deseaba. Algú n signo de que el inmenso mundo le aceptarí a y le concederí a todo tiempo que necesitaba para pensar lo que debí a ser pen sado.

 

Un vaso de leche, una manzana, una pera.

 

Montag se alejó del rí o.

 

La tierra corrió hacia é l como una marea. Fue e vuelto por la oscuridad, y por el aspecto del campo, por el milló n de olores que llevaba un viento que 1e helaba el cuerpo. Retrocedió ante el í mpetu de la oscuridad, del sonido y del olor; le zumbaban los oí dos. Dio media vuelta. Las estrellas brillaban sobre é l como meteoros llameantes. Montag sintió deseos de zambullirse de nuevo en el rí o y dejar que le arrastrara a salvo hasta algú n lugar má s lejano. Aquella oscura tierra que se elevaba era como cierto dí a de su infancia, en que habí a ido a nadar, y una ola surgida de la nada, la mayor que recordaba la Historia, le envolvió en barro salobre y en oscuridad verdosa; el agua le quemaba la boca y la nariz, alborotá ndole el estó mago. ¡ Demasiada agua!

 

¡ Demasiada tierra!

 

Desde la oscura pared frente a é l, una silueta. En la silueta, dos ojos. La noche, observá ndole. El bosque, vié ndole.

 

¡ El Sabueso!

 

Despué s de tanto correr y apresurarse, de tantos sudores y peligros, de haber llegado tan lejos, de haber se esforzado tanto, y de creerse a salvo, y de suspirar, aliviado... para salir a tierra firme y encontrarse con...

 

¡ El Sabueso!

 

Montag lanzó un ú ltimo grito de dolor, como si aquello fuera demasiado para cualquier hombre.

 

La silueta se diluyó. Los ojos desaparecieron. Las hojas secas se agitaron.

 

Montag estaba solo en la selva.

 

Un gamo. Montag olió el denso perfume almizclado y el olor a hierba del aliento del animal, en aquella noche eterna en que los á rboles parecí an correr hacia é l, apartarse, correr, apartarse, al impulso de los latidos de su corazó n.

 

Debí a de haber billones de hojas en aquella tierra; Montag se abrió paso entre ellas, un rí o seco que olí a a tré bol y a polvo. ¡ Y a otros olores! Habí a un aroma como a patata cortada, que subí a de toda la tierra, á spero, frí o y blanco debido al hecho de haber estado iluminado por el claro de luna la mayor parte de la noche. Habí a un olor como de pepinillo de una botella y como de perejil de la cocina casera. Habí a un dé bil olor amarillento como a mostaza. Habí a un olor como de claveles del jardí n vecino. Montag tocó el suelo con la mano y sintió que la maleza le acariciaba.

 

Se irguió jadeante, y cuanto má s inspiraba el perfume de la tierra, má s lleno se sentí a de todos sus detalles. No estaba vací o. Allí habí a má s de lo necesario para llenarle. Siempre habrí a má s que suficiente.

 

Avanzó por entre el espesor de hojas caí das, vacilante. Y, en medio de aquel ambiente desconocido, algo familiar.

 

Su pie tropezó con algo que sonó sordamente.

 

Movió su mano por el suelo, un metro hacia aquí, un metro hacia allá.

 

La ví a del tren.

 

La ví a que salí a de la ciudad y atravesaba la tierra, a travé s de bosques y selvas, desierta ahora, junto al rí o,

 

Allí estaba el camino que conducí a adonde quiera se dirigiese. Aquí habí a lo ú nico familiar, el má gico encanto que necesitarí a tocar, sentir bajo sus pies, mientras se adentrara en las zarzas y los lagos de olor y de sensaciones, entre los susurros y la caí da de las hojas.

 

Montag avanzó, siguiendo la ví a.

 

Y se sorprendió de saber cuá n seguro se sentí a de repente de un hecho que le era imposible probar.

 

En una ocasió n, mucho tiempo atrá s, Clarisse habí a andado por allí, donde é l andaba en aquel preciso momento.

 

 

Media hora má s tarde, frí o, movié ndose cuidadosamente por la ví a, bien consciente de su propio cuerpo de su rostro, de su boca, con los ojos llenos de negrura, los oí dos llenos de sonidos, sus piernas cubiertas de briznas y de ortigas, vio un fuego ante é l.

 

El fuego desapareció, volvió a percibirse, como un ojo que parpadeara. Montag se detuvo, generoso de apagar el fuego con un solo suspiro. Pero el fuego estaba allí, y Montag se fue acercando cautelosamente. Necesitó casi quince minutos para estar muy pró ximo a é l y, entonces, lo observó desde un refugio. Aquel pequeñ o movimiento, el calor blanco y rojo, un fuego extrañ o, porque para é l significaba algo distinto.

 

No estaba quemando. ¡ Estaba calentando!

 

Montag vio muchas manos alargadas hacia su calor, manos sin brazos, ocultos en la oscuridad. Sobre las manos, rostros inmó viles que parecí an oscilar con el variable resplandor de las llamas. Montag no habí a supuesto que el fuego pudiese tener aquel aspecto. Jamá s se le habí a ocurrido que podí a dar lo mismo que quitaba. Incluso su olor era distinto.

 

No supo cuá nto tiempo permaneció de aquel modo, pero habí a sentido una sensació n absurda y, sin embargo, deliciosa, en saberse como un animal surgido del bosque, atraí do por el fuego. Permaneció quieto mucho rato, escuchando el cá lido chisporroteo de las llamas.

 

Habí a un silencio reunido en torno a aquella hoguera ra, y el silencio estaba en los rostros de los hombres, y el tiempo estaba allí, el tiempo suficiente para sentarse junto a la ví a enmohecida bajo los á rboles, con el mundo y darle vuelta con los ojos, como si estuviera sujeto en el centro de la hoguera un pedazo de acero que aquellos hombres estaban dando forma. No solo era el fuego lo distinto. Tambié n lo era el silencio. Montag se movió hacia aquel silencio especial, relacionado con todo lo del mundo.

 

Y entonces empezaron a sonar voces, y estaban hablando, pero Montag no pudo oí r nada de lo que decí an, aunque el sonido se elevaba y bajaba lentamente, y las voces conocí an la tierra, los á rboles y la ciudad que se extendí a junto al rí o, en el extremo de la ví a. Las voces hablaban de todo, no habí a ningú n tema prohibido. Montag lo comprendió por la cadencia y el tono de curiosidad y sorpresa que habí a en ellas.

 

Entonces, uno de los hombres levantó la mirada y le vio, por primera y quizá por sé ptima vez, y una voz gritó a Montag:

 

-¡ Está bien, ya puedes salir!

 

Montag retrocedió entre las sombras.

 

-No tema -dijo la voz-. Sea usted bienvenido.

 

Montag se adelantó lentamente hacia el fuego, y hacia los cinco viejos allí sentados, vestidos con pantalones y chaquetas de color azul oscuro. No supo qué decirles.

 

-Sié ntese -dijo el hombre que parecí a ser el jefe del pequeñ o grupo-. ¿ Quiere café?

 

Montag contempló la humeante infusió n que era vertida en un vaso plegable de aluminio y que seguidamente Pusieron en sus manos. Montag sorbió cautelosamente el brebaje y se dio cuenta de que los hombres le miraban con curiosidad. Se quemó los labios, pero aquello resultaba agradable. Los rostros que le rodeaban eran barbudos pero las barbas eran limpias, pulcras, lo mismo que las manos. Se habí an levantado como para dar la bienvenida a un invitado, y, entonces, volvieron a sentarle. Montag sorbió el café.

 

-Gracias -dijo-. Muchí simas gracias.

 

-Sea usted bien venido, Montag. Yo me llamo Granger. -El hombre alargó una botellita de lí quido incoloro-. Beba esto tambié n. Cambiará la composició n quí mica de su transpiració n. Dentro de media hora olerá como otra persona. Teniendo en cuenta que

el Sabueso le está buscando, lo mejor es esto.

 

Montag bebió el amargo lí quido.

 

-Apestará como una comadreja, pero no tiene importancia -dijo Granger-.

 

-Conoce usted mi nombre -observó Montag_

 

Granger señ aló un televisor portá til que habí a junto al fuego.

 

-Hemos visto la persecució n. Nos hemos figurado que huirí a hacia el Sur, a lo largo del rí o. Cuando le hemos oí do meterse en la selva como un alce borracho, no nos hemos escondido como solemos hacer. Hemos supuesto que estarí a en el rí o cuando los helicó pteros con las cá maras se han vuelto hacia la ciudad. Allí ocurre algo gracioso. La cacerí a sigue en marcha, aunque en sentido opuesto.

 

-¿ En sentido opuesto?

 

-Echemos una ojeada.

 

Granger puse el televisor en marcha. La imagen era como una pesadilla, condensada, pasando con facilidad de mano en mano, toda en colores revueltos y movedizos. Una voz gritó:

 

-¡ La persecució n continú a en el norte de la ciudad! ¡ Los helicó pteros de la Policí a convergen en la Avenida Ochenta y Siete y en Elm Grove Park!

 

Granger asintió.

 

-Está n inventá ndoselo. Usted les ha despistado en el rí o y ellos no pueden admitirlo. Saben que só lo pueden retener al auditorio un tiempo determinado. El espectá culo tendrá muy pronto un final brusco. Si empezasen a buscar por todo el maldito rí o, quizá necesitasen la noche entera. Así, pues, buscan alguna cabeza de turco para terminar con la exhibició n. Fí jese. Pescará n a Montag durante los pró ximos cinco minutos.

 

-Pero có mo...

 

-Fí jese.

 

La cá mara, sujeta a la panza de un helicó ptero, descendió ahora hacia una calle vací a.

 

-¿ Ve eso? -susurró Granger-. Ha de tratarse de usted. Al final de esa calle está nuestra ví ctima. ¿ Ve có mo se acerca nuestra cá mara? Prepara la escena. Intriga. Un plano largo. En este momento, un pobre diablo ha salido a pasear. Algo excepcional. Un tipo extrañ o. No se figure que la Policí a no conoce las costumbres de los pajarracos como é se, de hombres que salen a pasear por las mañ anas, só lo por el capricho de hacerlo, o porque sufren de insomnio. De cualquier modo, la policí a le tiene fichado desde hace meses, añ os. Nunca se sabe cuá ndo puede resultar ú til esa informació n. Y hoy, desde luego, ha de serles utilí sima. Así pueden salvar las apariencias. ¡ Oh, Dios, fí jese ahí!

 

Los hombres que estaban junto a la hoguera se inclinaron.

 

En la pantalla, un hombre dobló una esquina. De pronto, el Sabueso Mecá nico entró en el campo visual. El helicó ptero lanzó una docena de brillantes haces luminosos que construyeron como una jaula alrededor del hombre. Una voz gritó:

 

-¡ Ahí está Montag! ¡ La persecució n ha terminado!

 

El inocente permaneció ató nito; un cigarrillo ardí a en una de sus manos. Se quedó mirando al Sabueso, sin saber qué era aquello. Probablemente, nunca llegó a saberlo. Levantó la mirada hacia el cielo y hacia el sonido de las sirenas. Las cá maras se precipitaron hacia el suelo. El Sabueso saltó en el aire con un ritmo y una Precisió n que resultaban increí blemente bellos. Su aguja asomó. Permaneció inmó vil un momento, como para dar al inmenso pú blico tiempo para apreciarlo todo: la mirada de terror en el rostro de la ví ctima, la calle vací a, el animal de acero, semejante a un proyectil alcanzando el blanco.

 

 -¡ Montag, no te muevas! -gritó una voz desde el Cielo

 

La cá mara cayó sobre la ví ctima, como habí a hecho el Sabueso. Ambos le alcanzaron simultá neamente. El hombre fue inmovilizado por el Sabueso y la cá mara chilló. Chilló. ¡ Chilló!

 

Oscuridad.

 

Silencio.

 

Negrura.

 

Montag gritó en el silencio y se volvió.

 

Silencio.

 

Y, luego, tras una pausa de los hombres sentados alrededor del fuego, con los rostros inexpresivos, en la pantalla oscura un anunciador dijo:

 

-La persecució n ha terminado, Montag ha muerto, Ha sido vengado un crimen contra la sociedad. Ahora, nos trasladamos al Saló n Estelar del «Hotel Lux», para un programa de media hora antes del amanecer, emisió n que...

 

Granger apagó el televisor.

 

-No han enfocado el rostro del hombre. ¿ Se ha fijado? Ni su mejor amigo podrí a decir si se trataba de usted. Lo han presentado lo bastante confuso para que la imaginació n hiciera el resto. Diablos -murrnuró -. Diablos...

 

Montag no habló, pero, luego, volviendo la cabeza, permaneció sentado con la mirada fija en la negra pantalla, tembloroso.

 

Granger tocó a Montag en un brazo.

 

-Bien venido de entre los muertos. -Montag inclinó la cabeza. Granger prosiguió -: Será mejor que nos conozca a todos. Este es Fred Clement, titular de la cá tedra Thomas Hardigan, en Cambridge, antes de que se convirtiera en una «Escuela de Ingenierí a Ató mica> >,. Este otro es el doctor Simmons, de la Universidad de California en Los Á ngeles, un especialista en Ortega y Gasset; é ste es el profesor West que se especializó en É tica, disciplina olvidada actualmente, en la Universí dad de Columbia. El reverendo Padover, aquí presente, pronunció unas conferencias hace treinta añ os y perdió su rebañ o entre un domingo y el siguiente, debido a sus opiniones. Lleva ya algú n tiempo con nosotros. En cuanto a mí, escribí un libro titulado Los dedos en el guante; la relació n adecuada entre el individuo y la sociedad y... aquí estoy. ¡ Bien venido, Montag!

 

-Yo no soy de su clase -dijo Montag, por ú ltimo, con voz lenta-. Siempre he sido un estú pido.

 

-Estamos acostumbrados a eso. Todos cometimos algú n error, si no, no estarí amos aquí. Cuando é ramos individuos aislados, lo ú nico que sentí amos era có lera. yo golpeé a un bombero cuando, hace añ os, vino a quemar mi biblioteca. Desde entonces, ando huyendo. ¿ Quiere unirse a nosotros, Montag?

 

-Sí.

 

-¿ Qué puede ofrecemos?

 

-Nada. Creí a tener parte del Eclesiasté s, y tal vez un poco del de la Revelació n, pero, ahora, ni siquiera me queda eso.

 

-El Eclesiasté s serí a magní fico. ¿ Dó nde lo tení a?

 

-Aquí.

 

Montag se tocó la cabeza.

 

 -¡ Ah! -exclamó Granger, sonriendo y asintiendo con la cabeza-.

 

-¿ Qué tiene de malo? ¿ No está bien? -preguntó Montag.

 

-Mejor que bien; ¡ perfecto! -Granger se volvió hacia el reverendo-. ¿ Tenemos un Eclesiasté s?

 

-Uno. Un hombre llamado Harris, de Youngtown.

 

-Montag -Granger apretó con fuerza un hombro de Montag-. Tenga cuidado. Cuide su salud. Si algo le Ocurriera a Harris, usted serí a el Eclesiasté s. ¡ Vea lo importante que se ha vuelto de repente!

 

- ¡ Pero si lo he olvidado!

 

-No, nada queda perdido para siempre. Tenemos sistemas de refrescar la memoria.

 

-¡ Pero si ya he tratado de recordar!

 

-No lo intente. Vendrá cuando lo necesitemos. dos nosotros tenemos memorias fotográ ficas, pero pasamos la vida entera aprendiendo a olvidar cosas que en realidad está n dentro. Simmons, aquí presente ha trabajado en ello durante veinte añ os, y ahora hemos perfeccionado el mé todo de modo que podemos recordar dar cualquier cosa que hayamos leí do una vez. ¿ Le gustarí a algú n dí a, Montag, leer La Repú blica de Plató n?

 

-¡ Claro!

 

-Yo soy La Repú blica de Plató n. ¿ Desea leer Marco Aurelio? Mr. Sirnmons es Marco.

 

-¿ Có mo está usted? -dijo Mr. Simmons-.

 

-Hola -contestó Montag-.

 

-Quiero presentarle a Jonathan Swift, el autor de ese malicioso libro polí tico, Los viajes de Gulliver. Este otro sujeto es Charles Darwin, y aqué l es Schopenhauer, y aqué l, Einstein, y el que está junto a mí es Mr. Albert Schweitzer, un filó sofo muy agradable, desde luego. Aquí estamos todos, Montag, Aristó fanes, Mahatma Gandhi, Gautama Buda, Confucio, Thomas Love Peacock, Thomas Jefferson y Mr. Lincoln. Y tambié n

somos Mateo, Marco, Lucas y Juan.

 

-No es posible -dijo Montag-.

 

-Sí lo es -replicó Granger, sonriendo-. Tambié n nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado. Siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la pelí cula y regresar despué s por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí. Y ya va siendo tarde. Y la guerra ha empezado. Y estamos aquí, y la ciudad está allí, envuelta en su abrigo de un millar de colores. ¿ En qué piensa, Montag?

 

-Pienso que estaba ciego tratando de hacer las cosas mi manera, dejando libros en las casas de los bomberos y enviando denuncias.

 

-Ha hecho lo que debí a. Llevado a escala nacional hubiese podido dar esplé ndidos resultados. Pero nuestro sistema es má s sencillo y creemos que mejor. Lo que deseamos es conservar los conocimientos que creernos habremos de necesitar, intactos y a salvo. No nos proponemos hostigar ni molestar a nadie. Aú n no. porque si se destruyen, los conocimientos habrá n muerto, quizá para siempre. Somos ciudadanos modé licos, a nuestra manera especial. Seguimos las viejas ví as, dormirnos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades nos dejan tranquilos. De cuando en cuando, nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda comprometernos. La organizació n es flexible, muy á gil y fragmentada. Algunos de nosotros hemos sido sometidos a cirugí a plá stica en el rostro y en los dedos. En este momento, nos espera una misió n horrible. Esperamos a que empiece la guerra y, con idé ntica rapidez, a que termine. No es agradable, pero es que nadie nos controla. Constituimos una extravagante minorí a que clama en el desierto. Cuando la guerra haya terminado, quizá podamos ser de alguna utilidad al mundo.

 

-¿ De veras cree que entonces escuchará n?

 

-Si no lo hacen, no tendremos má s que esperar. Transmitiremos los libros a nuestros hijos, oralmente, y dejaremos que nuestros hijos esperen, a su vez. De este Modo, se perderá mucho, desde luego, pero no se puede Obligar a la gente a que escuche. A su debido tiempo, deberá acudir, preguntá ndose qué ha ocurrido y por qué el mundo ha estallado bajo ellos. Esto no puede durar.

 

-¿ Cuá ntos son ustedes?

 

-Miles, que van por los caminos, las ví as fé rreas abandonadas, vagabundos por el exterior, bibliotecas por el interior. Al principio, no se trató de un plan. Cada hombre tení a un libro que querí a recordar, y así 1o hizo. Luego, durante un perí odo de unos veinte añ o, fuimos entrando en contacto, viajando, estableciendo esta organizació n y forzando un plan. Lo má s importante que debí amos meternos en la cabeza es que no somos importantes, que no debemos de ser pedantes. No debemos sentimos superiores a nadie en el mundo. Só lo somos sobrecubiertas para libros, sin valor intrí nseco. Algunos de nosotros viven en pequeñ as ciudades. El Capí tulo 1 del Walden, de Thoreau, habita en Green River, el Capí tulo II, en Millow Farm, Maine. Pero si hay un poblado en Maryland, con só lo veintisiete habitantes, ninguna bomba caerá nunca sobre esa localidad, que alberga los ensayos completos de un hombre llamado Bertrand Russell. Coge ese poblado y casi divida las pá ginas, tantas por persona. Y cuando la guerra haya terminado, algú n dí a, los libros podrá n ser escritos de nuevo. La gente será convocada una por una, para que recite lo que sabe, y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad, en la que, quizá, debamos repetir toda la operació n. Pero esto es lo maravilloso del hombre: nunca se desalienta o disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, porque sabe que es importante y que merece la pena serlo.

 

-¿ Qué hacemos esta noche? -preguntó Montag---,

 

-Esperar -repuso Granger-. Y desplazarnos un poco rí o abajo, por si acaso.

 

Empezó a arrojar polvo y tierra a la hoguera.

 

Los otros hombres le ayudaron, lo mismo que Montag, y allí, en mitad del bosque, todos los hombres movieron sus manos, apagando el fuego conjuntamente

 

Se detuvieron junto al rí o, a la luz de las estrellas

 

Montag consultó la esfera luminosa de su reloj sumergible. Las cinco. Las cinco de la madrugada. otro añ o quemado en una sola hora, un amanecer esperando má s allá de la orilla opuesta del rí o.

 

-¿ Por qué confí an en mí? -preguntó Montag-,

 

Un hombre se movió en la oscuridad.

 

-Su aspecto es suficiente. No se ha visto usted ú ltimamente en un espejo. Ademá s, la ciudad nunca se ha preocupado lo bastante de nosotros como para organizar una persecució n meticulosa como é sta, con el fin de encontrarnos. Unos pocos chiflados con versos en la sesera no pueden afectarla, y ellos lo saben, y nosotros tambié n. Todos lo saben. En tanto que la mayorí a de la població n no ande por ahí recitando la Carta Magna y la Constitució n, no hay peligro. Los bomberos eran suficientes para mantener esto a raya, con sus actuaciones esporá dicas. No, las ciudades no nos preocupan. Y usted tiene un aspecto endiablado.



  

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