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Fuego Brillante 5 страница



 

-¡ Hay que hacer algo!

 

-Sí, hay que hacer algo.

 

-¡ Bueno, no nos quedemos aquí hablando!

 

-¡ Hagá moslo!

 

-¡ Estoy tan furioso que serí a capaz de escupir!

 

¿ A qué vení a aquello? Mildred no hubiese sabido decirlo. ¿ Quié n estaba furioso contra quié n? Mildred lo sabí a bien. ¿ Qué harí a? «Bueno -se dijo Mildred esperemos y veamos. »

 

É l habí a esperado para ver.

 

Una gran tempestad de sonidos surgió de las des. La mú sica le bombardeó con un volumen tan intenso, que sus huesos casi se desprendieron de los tendones; sintió que le vibraba la mandí bula, que los ojos retemblaban en su cabeza. Era ví ctima de una conmoció n. Cuando todo hubo pasado, se sintió como un hombre que habí a sido arrojado desde un acantilado, sacudido en una centrifugadora y lanzado a una catarata que caí a y caí a hacia el. vací o sin llegar nunca a tocar el fondo, nunca, no del todo; y se caí a tan aprisa que se tocaban los lados, nunca, nunca jamá s se tocaba nada.

 

El estré pito fue apagá ndose. La mú sica cesó.

 

- Ya está -dijo Mildred-.

 

y, desde luego, era notable. Algo habí a ocurrido. Aunque en las paredes de la habitació n apenas nada se habí a movido y nada se habí a resuelto en realidad, se tení a la impresió n de que alguien habí a puesto en marcha una lavadora o que uno habí a sido absorbido por un gigantesco aspirador. Uno se ahogaba en mú sica, y en pura cacofoní a. Montag salió de la habitació n, sudando y al borde del colapso. A su espalda, Mildred estaba sentada en su butaca, y las voces volví an a sonar

 

-Bueno, ahora todo irá bien -decí a una «tia»-.

 

-Oh, no esté s demasiado segura -replicaba un «primo»-.

 

-Vamos, no te enfades.

 

-¿ Quié n se enfada?

 

-¡ Tú!

 

-¿ Yo?

 

-¡ Tú está s furioso!

 

-¿ Por qué habrí a de estarlo?

 

-¡ Porque sí!

 

-¡ Está muy bien! -gritó Montag---. Pero, ¿ por qué está n furiosos? ¿ Quié n es esa gente? ¿ Quié n es ese hombre Y quié n es esa mujer? ¿ Son marido y mujer, está n divorciados, prometidos o qué? Vá lgame Dios, nada tiene relació n.

 

-Ellos... -dijo Mildred-. Bueno, ellos.... ellos han tenido esta pelea, ya lo has visto. Desde luego, discuten Mucho. Tendrí as que oí rlos. Creo que está n casados. Sí, está n casados. ¿ Por qué?

 

Y si no se trataba de las tres paredes que pronto se convertirí an en cuatro para completar el sueñ o, entonces, era el coche descubierto y Mildred conduciendo a ciento cincuenta kiló metros por hora a travé s de la ciudad, el gritá ndole y ella respondiendo a sus gritos, mientras ambos trataban de oí r lo que decí an, pero oyendo só lo el rugido del vehí culo.

 

¡ Por lo menos, llé valo el mí nimo! -vociferaba Montag---.

 

-¿ Qué? -preguntaba ella-.

 

-¡ Llé valo al mí nimo, a ochenta! -gritaba é l-.

 

-¿ Qué? -chillaba ella-.

 

-¡ Velocidad! -berreaba é l-.

 

Y ella aceleró hasta ciento setenta kiló metros por hora y dejó a su marido sin aliento.

 

Cuando se apearon del vehí culo, ella se habí a puesto la radio auricular.

 

Silencio. Só lo el viento soplaba suavemente.

 

-Mildred.

 

Montag rebulló en la cama. Alargó una mano y s de la oreja de ella una de las diminutas piezas musicales.

 

-Mildred. ¡ Mildred!

 

- Sí.

 

La voz de ella era dé bil.

 

Montag sintió que era una de las criaturas insertadas electró nicamente entre las ranuras de las paredes de fonocolor, que hablaba, pero que sus palabras no atravesaban la barrera de cristal. Só lo podí a hacer una pantomima, con la esperanza de que ella se volviera y viese. A travé s del cristal, les era imposible establecer contacto.

 

-Mildred, ¿ te acuerdas de esa chica de la que he hablado?

 

-No.

 

-Querí a hablarte de ella. Es extrañ o.

 

-Oh, sé a quié n te refieres.

 

-Estaba seguro de ello.

 

-Ella -dijo Mildred, en la oscuridad-.

 

¿ Qué sucede? -preguntó Montag-.

 

-Pensaba decí rtelo. Me he olvidado. Olvidado.

 

-Dí melo ahora. ¿ De qué se trata?

 

-Creo que ella se ha ido.

 

-¿ Ido?

 

-Toda la familia se ha trasladado a otro sitio. Pero ella se ha ido para siempre, creo que ha muerto.

 

-No podemos hablar de la misma muchacha.

 

-No. La misma chica. McClellan. McCIellan. Atropellada por un automó vil. Hace cuatro dí as. No estoy segura. Pero creo que ha muerto. De todos modos, la familia se ha trasladado. No lo sé. Pero creo que ella ha muerto.

 

-¡ No está s segura de eso!

 

-No, segura, no. Pero creo que es así.

 

-¿ Por qué no me lo has contado antes?

 

-Lo olvidé.

 

-¡ Hace cuatro dí asl

 

-Lo olvidé por completo.

 

-Hace cuatro dí as -repitió é l, quedamente, tendido en la cama-.

 

Permanecieron en la oscura habitació n, sin moverse.

 

-Buenas noches -dijo ella-.

 

Montag oyó un dé bil roce. Las manos de la mujer se movieron El auricular se movió sobre la almohada como una mantis religiosa, tocado por la mano de ella. Despué s volvió a estar en su oí do, zumbando ya.

 

Montag escuchó y su mujer canturreaba entre dientes.

 

Fuera de la casa una sombra se movió, un viento otoñ al sopló y amainó en seguida. Pero habí a algo má s en el silencio que é l oí a. Era como un aliento exhalado contra la ventana. Era como el dé bil oscilar de un humo verdoso luminiscente, el movimiento de una gigantesca hoja de octubre empujada sobre el cé sped y alejada.

 

«El Sabueso -pensó Montag- esta noche, está, fuera. Ahora está ahí fuera. Si abriese la ventana...,,

 

Pero no la abrió.

 

 

Por la mañ ana, tení a escalofrí os y fiebre.

 

-No es posible que esté s enfermo -dijo Mildred

 

É l cerró los ojos.

 

-Sí.

 

-¡ Anoche estabas perfectamente!

 

-No, no lo estaba.

 

Montag oyó có mo «los parientes» gritaban en sala de estar.

 

Mildred se inclinó sobre su cama, llena de curiosidad. É l percibió su presencia, la vio sin abrir los ojos, Vio su cabello quemado por los productos quí micos hasta adquirir un color de paja quebradiza, sus ojos con una especie de catarata invisible pero que se podí a adivinar muy detrá s de las pupilas, los rojos labios, el cuerpo tan delgado como el de una mantis religiosa, a causa de la dieta, y su carne como tocino blanco. No poda recordarla de otra manera.

 

_¿ Querrá s traerme aspirinas y agua?

 

-Tienes que levantarte -replicó ella-. Son las doce del mediodí a. Has dormido cinco horas má s dc lo acostumbrado.

 

-¿ Quieres desconectar la sala de estar? -solicitó Montag-.

 

-Se trata de mi familia.

 

-¿ Quieres desconectarla por un hombre enfermo?

 

-Bajaré el volumen del sonido.

 

Mildred salió de la habitació n, no hizo nada sala de estar y regresó.

 

-¿ Está mejor así?

 

-Gracias.

 

-Es mi programa favorito –explicó ella.

 

_¿ Y la aspirina?

 

-Nunca habí as estado enfermo.

 

Volvió a salir.

 

-Bueno, pues ahora lo estoy. Esta noche no iré a trabajar. Llama a Beatty de mi parte.

 

-Anoche te portaste de un modo muy extrañ o.

 

Mildred regresó canturreando.

 

-¿ Dó nde está la aspirina?

 

_¡ Oh! -La mujer volvió al cuarto de bañ o-. ¿ Ocurrió algo?

 

-Só lo un incendio.

 

-Yo pasé una velada agradable -dijo ella, desde el cuarto de bañ o-.

 

-¿ Haciendo qué?

 

-En la sala de estar.

 

-¿ Qué habí a?

 

-Programas.

 

-¿ Qué programas?  

 

-Algunos de los mejores.

 

-¿ Con quié n?

 

-Oh, ya sabes, con todo el grupo.

 

-Sí, el grupo, el grupo, el grupo.

 

El se oprimió el dolor que sentí a en los ojos y, de repente, el olor a petró leo le hizo vomitar.

 

Mildred regresó, canturreando. Quedó sorprendida.

 

-¿ Por qué has hecho esto?

 

Montag miró, abatido el suelo.

 

-Quemamos a una vieja con sus libros.

 

-Es una suerte que la alfombra sea lavable. -Cogió una escoba de fregar y limpió la alfombra-. Anoche fui a casa de Helen.

 

--¿ No podí as ver las funciones en tu propia sala de estar?

 

-Desde luego, pero es agradable hacer visitas.

 

Mildred volvió a la sala. El la oyó cantar.

 

-¡ Mildred! -llamó -.

 

Ella regresó, cantando, haciendo chasquear suavemente los dedos.         

 

-¿ No me preguntas nada sobre lo de anoche? -dijo-.

 

-¿ Sobre qué?

 

-Quemamos un millar de libros. Quemamos a una mujer.

 

-¿ Y qué?

 

La sala de estar estallaba de sonidos.

 

-Quemamos ejemplares de Dante, de Swift y de Marco Aurelio.

 

-¿ No era é ste un europeo?

 

-Algo por el estilo.

 

-¿ No era radical?

 

-Nunca llegué a leerlo.

 

-Era un radical. -Mildred jugueteó con el telé fono-. ¿ No esperará s que llame al capitá n. Beatty, verdad?

 

-¡ Tienes que hacerlo!

 

-¡ No grites!

 

-No gritaba. -Montag se habí a incorporado en la cama, repentinamente enfurecido, congestionado, sudoroso. La sala de estar retumbaba en la atmó sfera caliente-. No puedo decirle que estoy enfermo.

 

-¿ Por qué?

 

«Porque tienes miedo», pensó é l. Un niñ o que se finge enfermo, temeroso de llamar porque, despué s de una breve discusió n, la conversació n tomarí a este giro «Sí, capitá n, ya me siento mejor. Estaré ahí esta noche a las diez. »

 

-No está s enfermo -insistió Mildred-.

 

Montag se dejó caer en la cama. Metió la mano bajo la almohada. El libro oculto seguí a allí.

 

-Mildred, ¿ qué te parecerí a si, quizá, dejase mi trabajo por algú n tiempo?

 

-¿ Quieres dejarlo todo? Despué s de todos esos añ os de trabajar, porque, una noche, una mujer, y sus libros....

 

 -¡ Hubieses tenido que verla, Millie!

 

-Ella no es nada para mí. No hubiese debido tener libros Ha sido culpa de ella, hubiese tenido que pensarlo antes. La odio. Te ha sacado de tus casillas y antes de que te des cuenta, estaremos en la calle, sin casa, sin empleo, sin nada.

 

-Tú no estabas allí, tú no la viste -insistió é l-. Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada.

 

-Esa mujer era una tonta.

 

-Era tan sensata como tú y como yo, quizá má s, y la quemamos

 

-Agua pasada no mueve molino.

 

-No, agua no, fuego. ¿ Has visto alguna casa quemada? Humea durante dí as. Bueno, no olvidaré ese incendio en toda mi vida. ¡ Dios! Me he pasado la noche tratando de apartarlo de mi cerebro. Estoy loco de tanto intentarlo.

 

-Hubieses debido pensar en eso antes de hacerte bombero.

 

-¡ Pensar! ¿ Es que pude escoger? Mi abuelo y mi padre eran bomberos. En mi sueñ o, corrí tras ellos.

 

La sala de estar emití a una mú sica bailable.

 

-Hoy es el dí a en que tienes el primer turno -dijo Mildred-. Hubieses debido marcharte hace dos horas. Acabo de recordarlo.

 

-No se trata só lo de la mujer que murió -dijo Montag-- Anoche, estuve meditando sobre todo el petró leo que he usado en los ú ltimos diez añ os. Y tambié n en los libros. Y, por primera vez, me di cuenta de que habí a un hombre detrá s de cada uno de ellos. Un hombre tuvo que haberlo ideado. Un hombre tuvo que emplear mucho tiempo en trasladarlo al papel. Y ni siquiera se me habí a ocurrido esto hasta ahora.

 

Montag saltó de la cama.

 

-Quizá s algú n hombre necesitó toda una vida par reunir varios de sus pensamientos, mientras contemplaba el mundo y la existencia, y, entonces, me presenté yo y en dos minutos, izas!, todo liquidado.

 

-Dé jame tranquila -dijo Mildred-. Yo no he hecho nada.         

 

-¡ Dejarte tranquila! Esto está muy bien, pero, ¿ có mo puedo dejarme tranquilo a mí mismo? No necesitamos que nos dejen tranquilos. De cuando en cuando, precisamos estar seriamente preocupados. ¿ Cuá nto tiempo hace que no has tenido una verdadera preocupació n? ¿ Por algo importante, por algo real?

 

Y, luego calló, porque se acordó de la semana pasada, y las dos piedras blancas que miraban hacia el techo y la bomba con aspecto de serpiente, los dos hombres, de rostros impasibles, con los cigarrillos que se moví an en su boca cuando hablaban. Pero aqué lla era otra Mildred, una Mildred tan metida dentro de la otra, y tan preocupada, auté nticamente preocupada, que ambas mujeres nunca habí an llegado a encontrarse. Montag se volvió.

 

-Bueno, ya lo has conseguido -dijo Mildred Ahí, frente a la casa. Mira quié n hay.

 

-No me interesa.

 

-Acaba de detenerse un automó vil < < Fé nix> > y se acerca un hombre en camisa negra con una serpiente anaranjada dibujada en el brazo.

 

-¿ El capitá n Beatty?

 

-El capitá n Beatty.

 

Montag no se movió, y siguió contemplando la frí a blancura de la pared que quedaba delante de é l.

 

-¿ Quieres hacerle pasar? Dile que estoy enfermo.

 

-¡ Dí selo tú!

 

Ella corrió unos cuantos pasos en un sentido, otros pasos en otro, y se detuvo con los ojos abiertos, cuando el altavoz de la puerta de entrada pronunció su nombre suavemente, suavemente, «Mrs. Montag, Mrs. Montag; aquí hay alguien, aquí hay alguien, Mrs. Montag, Mrs. Montag, aquí hay alguien».

 

Montag se cercioró de que el libro estaba bien oculto detrá s de la almohada, regresó lentamente a la cama, se alisó el cobertor sobre las rodillas y el pecho, semiincorporado; y, al cabo de un rato, Mildred se movió y salió de la habitació n, en la que entró el capitá n Beatty con las manos en los bolsillos.

 

-Ah, hagan callar a esos «parientes» -dijo Beatty, mirá ndolo todo a su alrededor, exceptuados Montag y su esposa-.

 

Esta vez, Mildred corrió. Las voces gemebundas cesaron de gritar en la sala.

 

El capitá n Beatty se sentó en el silló n má s có modo, con una expresió n apacible en su tosco rostro. Preparó y encendió su pipa de bronce con calma y lanzó una gran bocanada de humo.

 

-Se me ha ocurrido que vendrí a a ver có mo sigue el enfermo.

 

-¿ Có mo lo ha adivinado?

 

Beatty sonrió y descubrió al hacerlo las sonrojadas encí as y la blancura y pequeñ ez de sus dientes.

 

-Lo he visto todo. Te disponí as a llamar para pedir la noche libre.

 

Montag se sentó en la cama.

 

-Bien -dijo Beatty-. ¡ Coge la noche!

 

Examinó su eterna caja de cerillas, en cuya tapa decí a GARANTIZADO: UN MILLON DE LLAMAS EN ESTE ENCENDEDOR, y empezó a frotar, abstraí do, la cerilla quí mica, a apagarla de un soplo, encenderla, apagarla, encenderla, a decir unas cuantas Palabras, a apagarla. Contempló la llama. Sopló, observó el humo.

 

-¿ Cuá ndo estará s bien?

 

-Mañ ana. Quizá pasado mañ ana. A primeros de semana.

 

Beatty chupó su pipa.

 

-Tarde o temprano, a todo bombero le ocurre esto, Só lo necesita comprensió n, saber có mo funcionan ruedas. Necesitan conocer la historia de nuestra misió n. Ahora, no se la cuentan a los niñ os como hací an antes. Es una vergü enza. -Exhaló una bocanada-. Só lo los jefes de bomberos la recuerdan ahora -Otra bocanada---. Voy a contá rtela.

 

Mildred se movió inquieta.

 

Beatty tardó un minuto en acomodarse y meditar sobre lo que querí a decir.

 

-Me preguntará s, ¿ cuá ndo empezó nuestra labor có mo fue implantada, dó nde, có mo? Bueno, yo dirí a que, en realidad, se inició aproximadamente con el acontecimiento llamado la Guerra Civil. Pese a que nuestros reglamentos afirman que fue fundada antes. En realidad es que no anduvimos muy bien hasta que la fotografí a se implantó. Despué s las pelí culas, a principios del siglo XX. Radio. Televisió n. Las cosas empezaron a adquirir masa.

 

Montag permaneció sentado en la cama, inmó vil.

 

-Y como tení an masa, se hicieron má s sencillos -prosiguió diciendo Beatty-. En cierta é poca, los libros atraí an a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podí an permitirse ser diferentes. El mundo era ancho Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos Y bocas. Població n doble, triple, cuá druple. Films y dios, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad. ¿ Me sigues?

 

-Creo que sí.

 

Beatty contempló la bocanada de humo que acababa de lanzar.

 

-Imagí nalo. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus lentos desplazamientos Luego, en el siglo XX, acelera la cá mara. Los má s breves, condensaciones. Resú menes. Todo se reduce a la ané cdota, al final brusco.

 

-Brusco final -dijo Mildred, asintiendo

 

-Los clá sicos reducidos a una emisió n radiofó nica de quince minutos. Despué s, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce lí neas en un diccionario. Claro está, exagero. Los diccionarios ú nicamente serví an para buscar referencias. Pero eran muchos los que só lo sabí an de Hamlet (estoy seguro de que conocerá s el tí tulo, Montag. Es probable que, para usted, só lo constituya una especie de rumor. Mrs. Montag), só lo sabí an, como digo, de Hamlet lo que habí a en una condensació n de una pá gina en un libro que afirmaba: Ahora, podrá leer por fin todos los clá sicos. Manté ngase al mismo nivel que sus vecinos. ¿ Te das cuenta? Salir de la guarderí a infantil para ir a la Universidad y regresar a la guarderí a. É sta ha sido la formació n intelectual durante los ú ltimos cinco siglos o má s.

 

Mildred se levantó y empezó a andar por la habitació n, cogí a objetos y los volví a a dejar. Beatty la ignoró y siguió hablando.

 

-Acelera la proyecció n, Montag, aprisa, ¿ Clic? ¿ Pelí cula? Mira, Ojo, Ahora, Adelante, Aquí, Allí, APrisa, Ritmo, Arriba, Abajo, Dentro, Fuera, Por qué, Có mo, Quié n, Qué, Dó nde, ¿ Eh? , ¡ Oh ¡ Bang!, ¡ Zas!, Golpe, Bing, Bong, ¡ Bum! Selecciones de selecciones. ¿ Polí tica? ¡ Una columna, dos frases, un titular! Luego, en pleno aire, todo desaparece. La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrí fuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pé rdida de tiempo.

 

Mildred alisó la ropa de la cama. Montag sintió que su corazó n saltaba y volví a a saltar mientras ella le ahuecaba la almohada. En aquel momento, le empujaba para conseguir hacerle apartar, a fin de poder sacar la almohada, arreglarla y volverla a su sitio. Y, quizá, lanzar un grito y quedarse mirando, o só lo alargar la mano Y decir: «¿ Qué es esto? », y levantar el libro oculto con conmovedora inocencia.

 

-Los añ os de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofí a, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciació n son gradualmente descuidados. Por ú ltimo, casi completamente ignorado La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer domina todo despué s del trabajo. ¿ Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?

 

-Deja que te arregle la almohada -dijo Mildred

 

-¡ No! -susurró Montag-.       

 

-El cierre de cremallera desplaza al botó n y el hombre ya no dispone de todo ese tiempo para pensar mientras se viste, una hora filosó fica y, por lo tanto, una hora de melancolí a.

 

-A ver -dijo Mildred-.

 

-Má rchate -replicó -.

 

-La vida se convierte en una gran carrera, Montag. Todo se hace aprisa, de cualquier modo.

 

-De cualquier modo -repitió Mildred, tirando de la almohada-.

 

-¡ Por amor de Dios dé jame tranquilo! -gritó Montag, apasionadamente,

 

A Beatty se le dilataron los ojos.

 

La mano de Mildred se habí a inmovilizado detrá s de la almohada. Sus dedos seguí an la silueta del libro y a medida que la forma le iba siendo familiar, su rostro apareció sorprendido Y, despué s, ató nito. Su boca se abrió para hacer una pregunta...

 

-Vaciar los teatros excepto para que actú en payasos, e instalar en las habitaciones paredes de vidrio de bonitos colores que suben y bajan, como confeti, sangre, jerez o sauterne. Te gusta la pelota base, ¿ verdad, Montag?

 

-La pelota base es un juego estupendo.

 

Ahora Beatty era casi invisible, só lo una voz en algú n punto, detrá s de una cortina de humo.

 

-¿ Qué es esto? -preguntó Mildred, casi con ale grí a. Montag se echó hacia atrá s y cayó sobre los brazos de ella-. ¿ Qué hay aquí?

 

- ¡ Sié ntate! -gritó Montag. Ella se apartó de un salto, con las manos vací as-. ¡ Estamos hablando!

 

Beatty prosiguió como si nada hubiese ocurrido.

 

-Te gustan los bolos, ¿ verdad, Montag?

 

-Los bolos, sí.

 

-¿ Y el golf?

 

-El golf es un juego magní fico.

 

-¿ Baloncesto?

 

-Un juego magní fico.

 

-¿ Billar? ¿ Fú tbol?

 

-Todos son excelentes.

 

-Má s deportes para todos, espí ritu de grupo, diversió n, y no hay necesidad de pensar, ¿ eh? Organiza y superorganiza superdeporte. Má s chistes en los libros. Má s ilustraciones. La mente absorbe menos Y menos. Impaciencia. Autopistas llenas de multitudes que van a algú n sitio, a algú n sitio, a algú n sitio, a ningú n sitio. El refugio de la gasolina. Las ciudades se convierten en moteles, la gente siente impulsos nó madas y va de un sitio para otro, siguiendo las mareas, viviendo una noche en la habitació n donde otro ha dormido durante el dí a y el de má s allá la noche anterior.

 

Mildred salió de la habitació n y cerró de un portazo. Las «tí as» de la sala de estar empezaron a reí rse de los «tí os» de la sala de estar.

 

-Ahora, consideremos las minorí as en nuestra civilizació n. Cuanto mayor es la població n, má s minorí as hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los mé dicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generació n, suecos, italianos, alemanes, tejanos, irlandeses, gente de Oregó n o de Mé xico. En este libro, en esta obra, en este seria¡ de televisió n la gente no quiere representar a ningú n pintor, cartó grafo o mecá nico que exista en la realidad. Cuanto mayor es el

mercado, Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto. Todas las minorí as menores con sus ombligos que hay que mantener limpios. Los autores, llenos de malignos pensamientos, aporrean má quinas de escribir. Eso hicieron. Las revistas se convirtieron en una masa insulsa y amorfa. Los libros, segú n dijeron los crí ticos esnobs, eran como agua sucia. No es extrañ o que los libros dejaran de venderse, decí an los crí ticos. Pero el pú blico, que sabí a lo que querí a, permitió la supervivencia de los libros de historietas. Y de las revistas eró ticas tridimensionales, claro está. Ahí tienes, Montag. No era una imposició n del Gobierno. No hubo ningú n dictado, ni declaració n, ni censura, no. La tecnologí a, la explotació n de las masas y la presió n de las minorí as produjo el fenó meno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente, se le permite leer historietas ilustradas o perió dicos profesionales.



  

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