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Yacía como los pliegues de un brillante manto dorado 1 страница



Pero, ahora, só lo escucho

Su retumbar melancó lico, prolongado, lejano,

En receso, al aliento

Del viento nocturno, junto al melancó lico borde

De los desnudos guijarros del mundo.

 

Los sillones en que se sentaban las tres mujeres crujieron.

 

Montag terminó:

 

Oh, amor, seamos sinceros

El uno con el otro. Por el mundo que parece

Extenderse ante nosotros como una tierra de ensueñ os,

Tan diversa, tan bella, tan nueva,

Sin tener en realidad ni alegrí a, ni amor, ni luz,

Ni certidumbre, ni sosiego, ni ayuda en el dolor;

Y aquí estamos nosotros como en ló brega llanura,

Agitados por confusos temores de lucha y de huida

Donde ignorantes ejé rcitos se enfrentan cada noche.

Mrs. Phelps estaba llorando.

 

Las otras, en medio del desierto, observaban su llanto que iba acentuá ndose al mismo tiempo que su rostro se contraí a y deformaba. Permanecieron sentadas, sin tocarla, asombradas ante aquel espectá culo. Ella sollozaba inconteniblemente. El propio Montag estaba sorprendido Y emocionado.

 

-Vamos vamos -dijo Mildred-. Está s bien, Clara, deja de llorar. Clara, ¿ qué ocurre?

 

- Yo... yo -sollozó Mrs. Phe1ps-. No lo sé, no lo sé, es que no lo sé. ¡ Oh, no...

 

Mrs. Bowles se levantó y miró, furiosa, a Montag.

 

-¿ Lo ve? Lo sabí a, eso era lo que querí a demostrar. Sabí a que habí a de ocurrir. Siempre lo he dicho, poesí a y lá grimas, poesí a y suicidio y llanto y sentimientos terribles, poesí a y enfermedad. ¡ Cuá nta basura! Ahora acabo de comprenderlo. ¡ Es usted muy malo, Mr. Montag, es usted muy malo!

 

Faber dijo:

 

-Ahora...

 

Montag sintió que se volví a y, acercá ndose a la abertura que habí a en la pared, arrojó el libro a las llamas que aguardaban.

 

-Tontas palabras, tontas y horribles palabras, que acaban por herir -dijo Mrs. Bowles-. ¿ Por qué querrá la gente herir al pró jimo? Como si no hubiera suficiente maldad en el mundo, hay que preocupar a la gente con material de este estilo.

 

-Clara, vamos, Clara -suplicó Mildred, tirando de un brazo de su amiga-. Vamos, mostré monos alegres, conecta ahora la < familia». Adelante. Riamos y seamos felices. Vamos, deja de llorar, estamos celebrando una reunió n.

 

-No -dijo Mrs. Bowles-. Me marcho directamente a casa. Cuando quieras visitar mi casa y mi «familia», magní fico. ¡ Pero no volveré a poner los pies en esta absurda casa?

 

-Vá yase a casa. -Montag fijó los ojos en ella, serenamente-. Vá yase a casa y piense en su primer marido divorciado, en su segundo marido muerto en un reactor Y en su tercer esposo destrozá ndose el cerebro. Vá yase a casa y piense en eso, y en su maldita cesá rea

tambié n, y en sus hijos, que la odian profundamente, Vá yanse a casa y piensen en có mo ha sucedido todo en si han hecho alguna vez algo para impedirlo ¡ Acasa, a casa! -vociferó Montag-. Antes de que las derribe de un puñ etazo y las eche a patadas.         

 

Las puertas golpearon y la casa quedó vací a. Montag se quedó solo en la frí a habitació n, cuyas paredes tení an un color de nieve sucia.

 

En el cuarto de bañ o se oyó agua que corrí a. Montag escuchó có mo Mildred sacudí a en su mano las tabletas de dormir.

 

-Tonto, Montag, tonto. ¡ Oh, Dios, qué tonto! -repetí a Faber en su oí do-.

 

-¡ Cá llese!

 

Montag se quitó la bolita verde de la oreja y se la guardó en un bolsillo.

 

El aparato crepitó dé bilmente: «... Tonto... tonto...

 

Montag registró la casa y encontró los libros que Mildred habí a escondido apresuradamente detrá s del refrigerador. Faltaban algunos, y Montag comprendió

que ella habí a iniciado por su cuenta el lento proceso de dispersar la dinamita que habí a en su casa, cartucho por cartucho. Pero Montag no se sentí a furioso, só lo agotado y sorprendido de sí mismo. Llevó los libros al patio posterior y los ocultó en los arbustos contiguos a la verja que daba al callejó n. Só lo por aquella noche, en caso de que ella decida seguir utilizando el fuego.

 

Regresó a la casa.

           

-¿ Mildred?     

           

Llamó a la puerta del oscuro dormitorio. No se oí a ningú n sonido.

 

Fuera, atravesando el cé sped, mientras se dirigí a hacia su trabajo, Montag trató de no ver cuá n completamente oscura y desierta estaba la casa de Clarisse McCIellan...

 

Mientras se encaminaba hacia la ciudad, Montag estaba tan completamente embebido en su terrible error que experimentó la necesidad de una bondad y cordialidad ajena, que nací a de una voz familiar y suave que hablaba en la noche. En aquellas cortas horas le parecí a ya que habí a conocido a Faber toda la vida. Entonces, comprendió que é l era, en realidad, dos personas, que por encima de todo era Montag, quien nada sabí a, quien ni siquiera se habí a dado cuenta de que era un tonto, pero que lo sospechaba. Y supo que era tambié n el viejo que le hablaba sin cesar, en tanto que el «Metro» era absorbido desde un extremo al otro de la ciudad, con uno de aquellos prolongados y mareantes sonidos de succió n. En los dí as subsiguientes, y en las noches en que no hubiera luna, o en las que brillara con fuerza sobre la tierra, el viejo seguirí a hablando incesantemente, palabra por palabra, sí laba por sí laba, letra por letra. Su mente acabarí a por imponerse y ya no serí a má s Montag, esto era lo que le decí a el viejo, se lo aseguraba, se lo prometí a. Serí a Montag má s Faber, fuego má s agua. Y luego, un dí a, cuando todo hubiese estado listo y preparado en silencio, ya no habrí a ni fuego ni agua, sino vino. De dos cosas distintas y opuestas, una tercera. Y, un dí a, volverí a la cabeza para mirar al tonto y lo

reconocerí a. Incluso en aquel momento percibió el inicio del largo viaje, la despedida, la separació n del ser que hasta entonces habí a sido.

 

Era agradable escuchar el ronroneo del aparatito, el zumbido de mosquito adormilado y el delicado murmullo de la voz del viejo, primero, riñ é ndole y, despué s, consolá ndole, a aquella hora tan avanzada de la noche, mientras salí a del caluroso «Metro» y se dirigí a hacia el mundo del cuartel de bomberos.

 

-¡ Lá stima, Montag, lá stima! No les hostigues ni te burles de ellos. Hasta hace muy poco, tú tambié n has sido uno de esos hombres. Está n tan confiados que siempre seguirá n así. Pero no conseguirá n escapar. Ellos no saben que esto no es má s que un gigantesco y deslumbrante meteoro que deja una hermosa estela en el espacio, pero que algú n dí a tendrá que producir impacto. Ellos só lo ven el resplandor, la hermosa estela, lo mismo que la veí a usted.

 

»Montag, los viejos que se quedan en casa, cuidando sus delicados huesos, no tienen derecho a criticar. Sin embargo, ha estado a punto de estropearlo todo desde el principio. ¡ Cuidado! Estoy con usted, no lo olvide. Me hago cargo de có mo ha ocurrido todo. Debo admitir que su rabia ciega me ha dado nuevo vigor. ¡ Dios, cuá n joven me he sentido! Pero, ahora... Ahora, quiero que usted se sienta viejo, quiero que parte de mi cobardí a se destile ahora en usted. Las siguientes horas cuando vea al capitá n Beatty, manté ngase cerca de é l, dé jeme que le oiga, que perciba bien la situació n. Nuestra meta es la supervivencia. Olví dese de esas solas y estú pidas mujeres...

 

-Creo que hace añ os que no eran tan desgraciadas –dijo Montag-. Me ha sorprendido ver llorar a Mrs Phe1ps. Tal vez tengan razó n, quizá sea mejor no enfrentarse con los hechos, huir, divertirse. No lo sé, me siento culpable...

 

-¡ No, no debe sentirse! Si no hubiese guerra, si reinara paz en el mundo, dirí a, estupendo, divertios. Pero, Montag, no debe volver a ser simplemente un bombero No todo anda bien en el mundo.

 

Montag empezó a sudar.

 

-Montag, ¿ me escucha?

 

-Mis pies -dijo Montag-. No puedo moverme. ¡ Me siento tan condenadamente tonto! ¡ Mis pies no quieren moverse!

 

-Escuche. Tranquilí cese -dijo el viejo con voz suave-. Lo sé, lo sé. Teme usted cometer errores. No tema. De los errores, se puede sacar provecho. ¡ Si cuando yo era joven arrojaba mi ignorancia a la cara de la gente! Me golpeaban con bastones. Pero cuando cumplí los cuarenta añ os, mi romo instrumento habí a sacado una fina y aguzada punta. Si esconde usted su ignorancia, nadie le atacará y nunca llegará a aprender. Ahora, esos pies, y directo al cuartel de bomberos. Seamos gemelos, ya no estamos nunca solos. No estamos separados en diversos salones, sin contacto entre ambos. Si necesita ayuda, cuando Beatty empiece a hacerle preguntas, yo estaré sentado aquí, junto a su tí mpano,

tomando notas.

 

Montag sintió que el pie derecho y, despué s, el izquierdo empezaban a moverse.

 

-Viejo -dijo-, qué dese conmigo.

 

El Sabueso Mecá nico no estaba. Su perrera aparecí a vací a y en el cuartel reinaba un silencio total, en tanto que la salamandra anaranjada dormí a con la barriga llena de petró leo y las mangueras lanzallamas cruzadas sobre sus flancos. Montag penetró en aquel silencio, tocó la barra de lató n y se deslizó hacia arriba, en la oscuridad, volviendo la cabeza para observar la perrera desierta, sintiendo que el corazó n se le aceleraba; despué s, se tranquilizaba; luego, se aceleraba otra vez. Por el momento, Faber parecí a haberse quedado dormido.

 

Beatty estaba junto al agujero, esperando, pero de espaldas, como si no prestara ninguna atenció n.

 

-Bueno -dijo a los hombres que jugaban a las cartas-, ahí llega un bicho muy extrañ o que en todos los idiomas recibe el nombre de tonto.

 

Alargó una mano de lado, con la palma hacia arriba, en espera de un obsequio. Montag puso el libro en ella. Sin ni siquiera mirar el tí tulo, Beatty lo tiró a la papelera y encendió un cigarrillo.

 

-Bien venido, Montag. Espero que te quedes con nosotros, ahora que te ha pasado la fiebre y ya no está s enfermo. ¿ Quieres sentarte a jugar una mano de pó quer?  

 

Se instalaron y distribuyeron los naipes. En presencia de Beatty, Montag se sintió lleno de culpabilidad. Sus dedos eran como hurones que hubiesen cometido alguna fechorí a y ya nunca pudiesen descansar, siempre agitados Y ocultos en los bolsillos, huyendo de la mirada penetrante de Beatty, Montag tuvo la sensació n de que si Beatty hubiese llegado a lanzar su aliento sobre ellos, sus manos se marchitarí an, irí an deformá ndose y nunca má s recuperarí an la vida; habrí an de permanecer enterradas para siempre en las mangas de su chaqueta olvidadas. Porque aqué llas eran las manos que habí an obrado por su propia cuenta, independientemente de é l, fue en ellas donde se manifestó primero el impulso apoderarse de libros, de huir con Job y Ruth y Shakespeare; y, ahora, en el cuartel, aquellas manos parecí an bañ adas en sangre.

 

Dos veces en media hora, Montag tuvo que dejar la partida e ir al lavabo a lavarse las manos. Cuando regresaba, las ocultaba bajo la mesa.

 

Beatty se echó a reí r.

 

-Mué stranos tus manos, Montag. No es qué desconfiemos de ti, compré ndelo, pero...

 

Todos se echaron a reí r.

 

-Bueno -dijo Beatty-, la crisis ha pasado y está bien. La oveja regresa al redil. Todos somos ovejas que alguna vez se han extraviado. La verdad es la verdad. Al final de nuestro camino, hemos llorado. Aquellos a quienes acompañ an nobles sentimientos nunca está n solos, nos hemos gritado. Dulce alimento de sabidurí a manifestada dulcemente, dijo Sir Philip Sidney. Pero por otra parte: Las palabras son como hojas, y cuanto má s abundan raramente se encuentra debajo demasiado fruto o sentido, Alexander Pope. ¿ Qué opinas de esto?

 

-No lo sé.

 

-¡ Cuidado! -susurró Faber, desde otro mundo muy lejano-.

 

-¿ 0 de esto? Un poco de instrucció n es peligrosa. Bebe copiosamente, o no pruebes el manantial de la sabidurí a; esas corrientes profundas intoxican el cerebro, y beber en abundancia nos vuelve a serenar. Pope. El mismo ensayo. ¿ Dó nde te deja esto?

 

Montag se mordió los labios.

 

-Yo te lo diré -prosiguió Beatty, sonriendo a sus naipes-. Esto te ha embriagado durante un breve plazo. Lee algunas lí neas y te caes por el precipicio. Vamos, está s dispuesto a trastornar el mundo, a cortar cabezas, a aniquilar mujeres y niñ os, a destruir la autoridad. Lo sé, he pasado por todo ello.

 

-Ya estoy bien -dijo Montag, muy nervioso-.

 

-Deja de sonrojarte. No estoy pinchá ndote, de veras que no. ¿ Sabes? Hace una hora he tenido un sueñ o. Me habí a tendido a descabezar un sueñ ecito. Y, en este sueñ o, tú y yo, Montag, nos enzarzamos en un furioso debate acerca de los libros. Tú estabas lleno de rabia, me lanzabas citas. Yo paraba, con calma, cada ataque. Poder, he dicho. Y tú, citando al doctor Johnson, has replicado: ¡ El conocimiento es superior a la fuerza! Y yo he dicho: «Bueno, querido muchacho», el doctor Johnson tambié n dijo: Ningú n hombre sensato abandonará una cosa cierta por otra insegura. Qué date con los bomberos, Montag. ¡ Todo lo demá s es un caos terrible!

 

-No le hagas caso -susurró Faber-. Está tratando de confundirte. Es muy astuto. ¡ Cuidado!

 

Beatty rió entre dientes.

 

-Y tú has replicado, tambié n con una cita: La verdad saldrá a la luz, el crimen no permanecerá oculto mucho tiempo. Y yo he gritado de buen humor: ¡ Oh, Dios! ¡ Só lo está hablando de su caballo! Y: El diablo puede citar las Escrituras para conseguir sus fines. Y tú has vociferado: Esta é poca hace má s caso de un tonto con oropeles que de un santo andrajoso, de la escuela de la sabidurí a. Y yo he susurrado amablemente: La

dignidad de la verdad se pierde con demasiadas protestas. Y tú has berreado: Las carroñ as sangran ante la presencia del asesino. Y yo he dicho, palmoteá ndote una mano: ¿ Có mo? ¿ Te produzco anginas? Y tú has chillado: ¡ La sabidurí a rí a es poder! Y: Un enano sobre los hombros de un gigante es el má s alto de los dos. Y he resumido mi opinió n con extraordinaria serenidad: La tonterí a de confundir una metá fora con una prueba, un torrente de verborrea con un manantial de verdades bá sicas, y a sí mismo con un orá culo, es innato en nosotros, dijo Mr. Valé ry en una ocasió n.

 

Montag meneó la cabeza doloridamente. Le parecí a que le golpeaban implacablemente en la frente, en los ojos, en la nariz, en los labios, en la barbilla, en los hombros, en los brazos levantados. Deseaba gritar: « ¡ Calla! ¡ Está s tergiversando las cosas, deté nte! » alargó la mano para coger una muñ eca del otro.

 

-¡ Caramba, vaya pulso! Te he excitado mucho, ¿ verdad, Montag? ¡ Vá lgame Dios! Su pulso suena como el dí a despué s de la guerra. ¡ Todo son sirenas Y campanas! ¿ He de decir algo má s? Me gusta tu expresió n de pá nico. Swahili, indio, inglé s... ¡ Hablo todos los idiomas! ¡ Ha sido un excelente y estú pido discurso!

 

-¡ Montag, resista! -La vocecita sonó en el oí do de Montag-. ¡ Está enfangando las aguas!

 

-Oh, te has asustado tontamente -dijo Beatty- porque he hecho algo terrible al utilizar esos libros a lo que tú te aferrabas, en rebatirte todos los puntos. ¡ Qué traidores pueden ser los libros! Te figuras que te ayudan, y se vuelven contra ti. Otros pueden utilizarlos tambié n, y ahí está s perdido en medio del pantano, entre un gran tumulto de nombres, verbos y adjetivos. Y al final de mi sueñ o, me he presentado con la salamandra y he dicho: «¿ Vas por mi camino? » Y tú has subido, y hemos regresado al cuartel en medio de un silencio beatí fico, llenos de un profundo sosiego. -Beatty soltó la muñ eca de Montag, dejó la mano flá ccidamente. apoyada en la mesa-. A buen fin, no hay mal principio.

 

Silencio. Montag parecí a una estatua tallada en piedra. El eco del martillazo final en su cerebro fue apagá ndose lentamente en la oscura cavidad donde Faber esperaba a que esos ecos desapareciesen. Y, entonces, cuando el polvo empezó a depositarse en el cerebro de Montag, Faber empezó a hablar, suavemente:

 

-Está bien, ha dicho lo que tení a que decir. Debe aceptarlo. Yo tambié n diré lo que debo en las pró ximas horas. Y usted lo aceptará. Y tratará de juzgarlas y podrá decidir hacia qué lado saltar, o caer. Pero quiero que sea su decisió n, no la mí a ni la del capitá n. Sin embargo, recuerde que el capitá n pertenece a los enemigos má s peligrosos de la verdad y de la libertad, al só lido e inconmovible ganado de la mayorí a. ¡ Oh, Dios! ¡ La terrible tiraní a de la mayorí a! Todos tenemos nuestras arpas para tocar. Y, ahora, le corresponderá a usted saber con qué oí do quiere escuchar.

 

Montag abrió la boca para responder a Faber. Le salvó de este error que iba a cometer en presencia de los otros el sonido del timbre del cuartel. La voz de alarma proveniente del techo se dejó oí r. Hubo un tic tac cuando el telé fono de alarma mecanografió la direcció n. El capitá n Beatty, con las cartas de pó quer en una mano, se acercó al telé fono con exagerada lentitud y arrancó la direcció n cuando el informe hubo terminado. La miró fugazmente y se la metió en el bolsillo. Regresó Y volvió a sentarse a la mesa. Los demá s le miraron.

 

-Eso puede esperar cuarenta segundos exactos, que es lo que tardaré en acabar de desplumaros -dijo Beatty, alegremente-.

 

Montag dejó sus cartas.

 

-¿ Cansado, Montag? ¿ Te retiras de la partida?

 

-Sí.

 

-Resiste. Bueno, pensá ndolo bien, podemos terminar luego esta mano. Dejad vuestros naipes boca abajo

 

-Preparad el equipo. Ahora será doble. -Y Beatty volvió a levantarse-. Montag, ¿ no te encuentras bien? Sentirí a que volvieses a tener fiebre...

 

-Estoy bien.

 

-Magní fico! É ste es un caso especial. ¡ Vamos, apresú rate!

 

cuando el polvo empezó a depositarse en el cerebro de Montag, Faber empezó a hablar, suavemente:

 

, _Está bien, ha dicho lo que tení a que decir. Debe

 

aceptarlo. Yo tambié n diré lo que debo en las pró ximas horas. Y usted lo aceptará. Y tratará de juzgarlas y podrá decidir hacia qué lado saltar, o caer. Pero quiero que sea su decisió n, no la mí a ni la del capitá n. Sin embargo, recuerde que el capitá n pertenece a los enemigos má s peligrosos de la verdad y de la libertad, al só lido e inconmovible ganado de la mayorí a. ¡ Oh, Dios! ¡ La terrible tiraní a de la mayorí a! Todos tenemos nuestras arpas para tocar. Y, ahora, le corresponderá a usted saber con qué oí do quiere escuchar.

 

Montag abrió la boca para responder a Faber. Le salvó de este error que iba a cometer en presencia de los otros el sonido del timbre del cuartel. La voz de alarma proveniente del techo se dejó oí r. Hubo un tic tac cuando el telé fono de alarma mecanografió la direcció n. El capitá n Beatty, con las cartas de pó quer en una mano, se acercó al telé fono con exagerada lentitud y arrancó la direcció n cuando el informe hubo terminado. La miró fugazmente y se la metió en el bolsillo. Regresó Y volvió a sentarse a la mesa. Los demá s le miraron.

 

-Eso puede esperar cuarenta segundos exactos, que es lo que tardaré en acabar de desplumaros -dijo Beatty, alegremente-.

 

Montag dejó sus cartas.

 

¿ Cansado, Montag? ¿ Te retiras de la partida?

 

-Sí.

 

-Resiste. Bueno, pensá ndolo bien, podemos terminar luego esta mano. Dejad vuestros naipes boca abajo

 

Preparad el equipo. Ahora será doble. -Y Beatty volvió a levantarse-. Montag, ¿ no te encuentras bien?

 

Sentirí a que volvieses a tener fiebre...

 

-Estoy bien.

 

Magní fico! É ste es un caso especial. ¡ Vamos, apresú rate!

 

Saltaron al aire y se agarraron a la barra de lató n como si se tratase del ú ltimo punto seguro sobre la avenida que amenazaba ahogarles; luego, con gran decepció n por parte de ellos, la barra de metal les bajó hacia la oscuridad, a las toses, al resplandor y la succió n del dragó n gaseoso que cobraba vida.

 

-¡ Eh!

 

Doblaron una esquina con gran estré pito del motor y la sirena, con chirrido de ruedas, con un desplazamiento de la masa del petró leo en el brillante tanque de lató n, como la comida en el estó mago de un gigante mientras los dedos de Montag se apartaban de la barandilla plateada, se agitaban en el aire, mientras el viento empujaba el pelo de su cabeza hacia atrá s. El viento silbaba entre sus dientes, y é l, pensaba sin cesar en

mujeres, en aquellas charlatanas de aquella noche en su saló n, y en la absurda idea de é l de leerles un libro. Era tan insensato y demente como tratar de apagar un fuego con una pistola de agua. Una rabia sustituida por otra. Una có lera desplazando a otra. ¿ Cuá ndo dejarí a de estar furioso y se tranquilizarí a, y se quedarí a completamente tranquilo?

 

-¡ Vamos allá!

 

Montag levantó la cabeza. Beatty nunca guiaba pero esta noche sí lo hací a, doblando las esquinas con la salamandra, inclinado hacia delante en el asiento del conductor, con su maciza capa negra agitá ndose a su espalda, lo que le daba el aspecto de un enorme murcié lago que volara sobre el vehí culo, sobre los nú meros de lató n, recibiendo todo el viento.

 

-¡ Allá vamos para que el mundo siga siendo feliz. Montag!

 

Las mejillas sonrojadas y fosforescentes de Beatty brillaban en la oscuridad, y el hombre sonreí a furiosamente.

 

-¡ Ya hemos llegado!

 

La salamandra se detuvo de repente, sacudiendo hombres. Montag permaneció con la mirada fija en la brillante barandilla de metal que apretaba con toda la fuerza de sus puñ os.

 

«No puedo hacerlo -pensó -. ¿ Có mo puedo realizar esta nueva misió n, có mo puedo seguir quemando cosas? No me será posible entrar en ese sitio. »

 

Beatty, con el olor del viento a travé s del cual se habí a precipitado, se acercó a Montag.

 

-¿ Todo va bien, Montag?

 

Los hombres se movieron como lisiados con sus embarazosas botas, tan silenciosos como arañ as.

 

Montag acabó por levantar la mirada y volverse. Beatty estaba observando su rostro.

 

-¿ Sucede algo, Montag?

 

-Caramba -dijo é ste, con lentitud-. Nos hemos detenido delante de mi casa.

 

Fuego vivo

 

Las luces iban encendié ndose y las puertas de las casas abrié ndose a todo lo largo de la calle, para observar el espectá culo que se preparaba. Montag y Beatty miraban, el uno con seca satisfacció n, el otro con incredulidad, la casa que tení an delante, aquella pista central en la que se agitarí an numerosas antorchas y se comerí a fuego.

 

-Bueno -dijo Beatty-; ahora lo has conseguido. El viejo Montag querí a volar cerca del sol y ahora que se ha quemado las malditas alas se pregunta por qué. ¿ No te insinué lo suficiente al enviar el Sabueso a merodear por aquí?

 

El rostro de Montag estaba totalmente inmó vil e inexpresivo; sintió que su cabeza se volví a hacia la casa contigua, bordeada por un colorido macizo de flores.

 

Beatty lanzó un resoplido.

 

-¡ OhI no' No te dejarí as engañ ar por la palabrerí a de esa pequeñ a estú pida, ¿ eh? Flores, mariposas, hojas, puestas de sol... ¡ Oh, diablo! Aparece todo en su archivo Que me ahorquen. He dado en el blanco. Fí jate en el aspecto enfermizo que tienes. Unas pocas briznas de hierba y las fases de la luna. ¡ Valiente basura! ¿ Qué pudo ella conseguir con todo eso?

 

Montag se sentó en el frí o parachoques del vehí culo, desplazando la cabeza un par de centí metros a la izquierda, un par de centí metros a la derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda...

 

-Ella lo veí a todo. Nunca hizo dañ o a nadie. los dejaba tranquilos.

 

-¿ Tranquilos? ¡ Narices! Revoloteaba a tu alrededor, ¿ verdad? Uno de esos malditos seres cargados de buenas intenciones y con cara de no haber roto... un plato, cuyo ú nico talento es hacer que los demá s se sientan culpables. ¡ Aparecen como el sol de medianoche para hacerle sudar a uno en la cama!

 

La puerta de la casa se abrió; Mildred bajó los escalones, corriendo, con una maleta colgando rí gidamente de una mano, en tanto que un taxi se detení a junto al bordillo.

 

-¡ Mildred!

 

Ella cruzó corriendo, con el cuerpo rí gido, el rostro cubierto de polvos, la boca invisible, sin carmí n.

 

-¡ Mildred, no has sido tú quien ha dado la alarma!

 

Ella metió la maleta en el taxi, subió al vehí culo y se sentó, mientras murmuraba:



  

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