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Fuego Brillante 8 страница



 

-Cuanto má s viejos, mejor. Pasará n inadvertidos. Usted conoce a docenas de ellos, admí talo.

 

-¡ Oh, hay muchos actores que no han interpretado a Pirandello, a Shaw o a Shakespeare desde añ os porque sus obras son demasiado conscientes del mundo. Podrí amos utilizar el enojo de é stos. Y podrí amos emplear la rabia honesta de los historiadores que no han escrito una lí nea desde hace cuarenta añ os. Es verdad, podrí amos organizar clases de meditació n y de lectura.

 

-¡ Sí!

 

-Pero eso só lo servirí a para mordisquear los bor es. Toda la cultura está deshecha. El esqueleto necesita un nuevo andamiaje y una nueva reconstitució n. ¡ Vá lgame Dios! No es tan sencillo como recoger un libro que se dejó hace medio siglo. Recuerde, los bomberos casi nunca actú an. El pú blico ha dejado de leer por propia iniciativa. Ustedes, los bomberos, constituyen un espectá culo en el que, de cuando en cuando, se incendia algú n edificio, y la multitud se reú ne a contemplar la bonita hoguera, pero, en realidad, se trata de un espectá culo de segunda fila, apenas necesario para mantener la disciplina. De modo que muy pocos desean ya rebelarse. Y, de esos pocos, la mayorí a, como yo, se asustan con facilidad. ¿ Puede usted andar má s aprisa que el Payaso Blanco, gritar má s alto que «Mr. Gimmick» y las «familias» de la sala de estar? Si puede, se abrirá camino, Montag. En cualquier caso, es usted un tonto. La gente se divierte.

 

-¡ Se está suicidando, asesinando!

 

Un vuelo de bombarderos habí a estado desplazá ndose hacia el Este, mientras ellos hablaban, y só lo entonces los dos hombres callaron para escuchar, sintiendo resonar dentro de sí mismos el penetrante zumbido de los reactores.

 

-Paciencia, Montag. Que la guerra elimine a las «familias». Nuestra civilizació n está destrozá ndose. Apá rtese de la centrí fuga.

 

-Cuando acabe por estallar, alguien tiene que estar preparado.

 

-¿ Quié n? ¿ Hombres que reciten a Milton? ¿ Qué digan: recuerdo a Só focles? ¿ Recordando a los supervivientes que el hombre tiene tambié n ciertos aspectos buenos? Lo ú nico que hará n será reunir sus piedras para arrojá rselas los unos a los otros. Vá yase a casa, Montag. Vá yase a la cama. ¿ Por qué desperdiciar sus horas finales, dando vueltas en su jaula y afirmando que no es una ardilla?

 

-Así, pues, ¿ ya no le importa nada?

 

-Me importa tanto que estoy enfermo.

 

-¿ Y no quiere ayudarme?

 

-Buenas noches, buenas noches.

 

Las manos de Faber recogieron la Biblia. Montag vio esta acció n y quedó sorprendido.

 

-¿ Desearí a poseer esto?

 

Faber dijo:

 

-Darí a el brazo derecho por ella.

 

Montag permaneció quieto, esperando a que ocurriera algo. Sus manos, por sí solas, como dos hombres que trabajaran juntos, empezaron a arrancar las pá ginas de] libro. Las manos desgarraron la cubierta y, despué s, la primera y la segunda pá gina.

 

-¡ Estú pido! ¿ Qué está haciendo?

 

Faber se levantó de un salto, como si hubiese recibido un golpe. Cayó sobre Montag. É ste le rechazó y dejó que sus manos prosiguieran. Seis pá ginas má s cayeron al suelo. Montag las recogió y agitó el papel bajo las narices de Faber.

 

-¡ No, oh, no lo haga! -dijo el viejo-.

 

-¿ Quié n puede impedí rmelo? Soy bombero. ¡ Puedo quemarlo!

 

El viejo se le quedó mirando.

 

-Nunca harí a eso.

 

-¡ Podrí a!

 

-El libro. No lo desgarre má s. -Faber se derrumbó en una silla, con el rostro muy pá lido y la boca temblorosa-. No haga que me sienta má s cansado. ¿ Qué desea?

 

-Necesito que me enseñ e.

 

-Está bien, está bien.

 

Montag dejó el libro. Empezó a recoger el papel arrugado Y a alisarlo, en tanto que el viejo le miraba con expresió n de cansancio.

 

Faber sacudió la cabeza como si estuviese despertando en aquel momento.

 

-Montag, ¿ tiene dinero?

 

-Un poco. Cuatrocientos o quinientos dó lares qué?

 

-Trá igalos. Conozco a un hombre que, hace medio siglo, imprimió el diario de nuestra Universidad. Fue el añ o en que, al acudir a la clase, al principio del nuevo semestre, só lo encontré a un estudiante que quisiera seguir el curso dramá tico, desde Esquilo hasta O'Neil ¿ Lo ve? Era como una hermosa estatua de hielo que se derritiera bajo el sol. Recuerdo que los diarios morí an como gigantescas mariposas. No interesaban a nadie. Nadie les echaba en falta. Y el Gobierno, al darse cuenta de lo ventajoso que era que la gente leyese só lo acerca de labios apasionados y de puñ etazos en el estó mago, redondeó la situació n con sus devoradores llameantes. De modo, Montag, que hay ese impresor sin trabajo. Podrí amos empezar con unos pocos libros, y esperar a que la guerra cambiara las cosas y nos diera el impulso que necesitarnos. Unas cuantas bombas, y en las paredes de todas las casas las «familias» desaparecerá n como ratas asustadas. En el silencio, nuestro susurro pudiera ser oí do.

 

Ambos se quedaron mirando el libro que habí a en la mesa.

 

-He tratado de recordar -dijo Montag-. Pero ¡ diablo!, en cuanto vuelvo la cabeza, lo olvido. ¡ Dios! ¡ Cuá nto deseo tener algo que decir al capitá n! Ha leí do bastante, y se sabe todas las respuestas, o lo parece. Su voz es como almí bar. Temo que me convenza para que vuelva a ser como era antes. Hace só lo una semana, mientras rociaba con petró leo unos libros, pensaba: «¡ Caramba, qué divertido! »

 

El viejo asintió con la cabeza.

 

-Los que no construyen deben destruir. Es algo tan viejo como la Historia y la delincuencia juvenil.

 

-De modo que eso es lo que yo soy.

 

-En todos nosotros hay algo de ello.

 

 

Montag se dirigió hacia la puerta de la calle.

 

-¿ Puede ayudarme de algú n modo para esta noche, con mi capitá n? Necesito un paraguas que me proteja de 1a lluvia. Estoy tan asustado que me ahogaré si vuelve a meterse conmigo.

 

El viejo no dijo nada, y miró otra vez hacia su dormitorio, muy nervioso.

 

Montag captó la mirada.

 

-¿ Bien?

 

El viejo inspiró profundamente, retuvo el aliento y, luego, lo exhaló. Repitió la operació n, con los ojos cerrados, la boca apretada, y, por ú ltimo, soltó el aire.

 

-Montag...

 

El viejo acabó por volverse y decir:

 

-Venga. En realidad, me proponí a dejar que se marchara de mi casa. Soy un viejo tonto y cobarde.

 

Faber abrió la puerta del dormitorio e introdujo a Montag en una pequeñ a habitació n, donde habí a una mesa sobre la que se encontraba cierto nú mero de herramientas metá licas, junto con un amasijo de alambres microscó picos, pequeñ os resortes, bobinas y lentes.

 

-¿ Qué es eso? -preguntó Montag-.

 

-Una prueba de mi tremenda cobardí a. He vivido solo demasiados añ os, arrojando con mi mente imá genes a las paredes. La manipulació n de aparatos electró nicos y radiotransmisores ha sido mi entretenimiento. Mi cobardí a es tan apasionada, complementando el espí ritu revolucionario que vive a su sombra, que me he visto obligado a diseñ ar esto.

 

Faber cogió un pequeñ o objeto de metal, no mayor que una bala de fusil.

 

-He pagado por esto... ¿ Có mo? Jugando a la Bolsa, claro está, el ú ltimo refugio del mundo para los intelectuales peligrosos y sin trabajo. Bueno, he jugado a la Bolsa, he construido todo esto y he esperado. He esperado, temblando, la mitad de mi vida, a que alguien me hablara. No me atreví a a hacerlo con nadie. Aquel dí a, en el parque, cuando nos sentamos juntos, comprendí que alguna vez quizá se presentase usted, con fuego o amistad, resultaba dificil adivinarlo. Hace meses que tengo preparado este aparatito. Pero he estado a punto de dejar que se marchara usted, tanto miedo tengo.

 

-Parece una radio auricular.

 

-¡ Y algo má s! ¡ Oye! Si se lo pone en su oreja, Montag, puedo sentarme có modamente en casa, calentando mis atemorizados huesos, y oí r y analizar el mundo de

los bomberos, descubrir sus debilidades, sin peligro, Soy la reina abeja, bien segura en la colmena. Usted será el zá ngano, la oreja viajera. En caso necesario, podrí a

colocar oí dos en todas las partes de la ciudad, con diversos hombres, que escuchen y evalú en. Si los zá nganos mueren, yo sigo a salvo en casa, cuidando mi temor con

un má ximo de comodidad y un mí nimo de peligro. ¿ Se da cuenta de lo precavido que llego a ser, de lo despreciable que llego a resultar?          

 

Montag se colocó el pequeñ o objeto metá lico en la oreja. El viejo insertó otro similar en la suya y movió los labios.

 

-¡ Montag!

 

La voz sonó en la cabeza de Montag.

 

-¡ Le oigo!

 

Faber se echó a reí r.

 

-¡ Su voz tambié n me llega perfectamente! -Susurró el viejo. Pero la voz sonaba con claridad en la cabeza de Montag-. Cuando sea hora, vaya al cuartel de bomberos Yo estaré con usted. Escuchemos los dos a ese capitá n Beatty. Pudiera ser uno de los nuestros. ¡ Sabe Dios! Le diré lo que debe decir. Representaremos una buena comedia para é l. ¿ Me odia por esta cobardí a electró nica? Aquí estoy, enviá ndole hacia el peligro, en tanto que yo me quedo en las trincheras, escuchando con mi maldito aparato có mo usted se juega la cabeza.

 

-Todos hacemos lo que debemos hacer -dijo Montag-. Puso la Biblia en manos del viejo-. Tome. Correré el riesgo de entregar otro libro. Mañ ana...

 

- Veré al impresor sin trabajo. Sí, eso puedo hacerlo.

 

-Buenas noches, profesor.

 

_No, buenas noches, no. Estaré con usted el resto de la noche, como un insecto que le hostigará el oí do me necesite. Pero, de todos modos, buenas noches y buena suerte.

 

La puerta se abrió y se cerró. Montag se encontró otra vez en la oscura calle, frente al mundo.

 

Podí a percibirse có mo la guerra se iba gestando aquella noche en el cielo. La manera como las nubes desaparecí an y volví an a asomar, y el aspecto de las estrellas, un milló n de ellas flotando entre las nubes, como los discos enemigos, y la sensació n de que el cielo podí a caer sobre la ciudad y convertirla en polvo, mientras la luna estallaba en fuego rojo; é sa era la sensació n que producí a la noche.

 

Montag salió del «Metro» con el dinero en el bolsillo. Habí a visitado el Banco que no cerraba en toda la noche, gracias a su servicio de cajeros automá ticos, y mientras andaba, escuchaba la radio auricular que llevaba en una oreja... «Hernos movilizado a un milló n de hombres. Conseguiremos una rá pida victoria si estalla la guerra... » La mú sica dominó rá pidamente la voz y se apagó despué s.

 

-Diez millones de hombres movilizados -susurró la voz de Faber en el otro oí do de Montag-. Pero dice un milló n. Resulta má s tranquilizador.

 

-¿ Faber?

 

-Si.

 

-No estoy pensando. Só lo hago lo que se me dice, como siempre. Usted me ha pedido que tuviera dinero, y ya lo tengo. Ni siquiera me he parado a meditarlo. ¿ Cuando empezaré a tener iniciativas propias?

 

-Ha empezado ya, al pronunciar esas palabras. Tendrá que fiarse de mí.

 

-¡ Me he estado fiando de los demá s!

 

-Sí, y fijese adó nde hemos ido a parar. Durante algú n tiempo, deberá caminar a ciegas. Aquí está mi brazo para guiarle.

 

-No quiero cambiar de bando y que só lo se me diga lo que debo hacer. En tal caso, no habrí a razó n para el cambio.

 

-¡ Es usted muy sensato!

 

Montag sintió que sus pies le llevaban por la acera hacia su casa.

 

-Siga hablando.

 

-¿ Le gustarí a que leyese algo? Lo haré para que pueda recordarlo. Por las noches, só lo duermo cinco horas. No tengo nada que hacer. De modo que, si 1o desea, le leeré durante las noches. Dicen que si alguien te susurra los conocimientos al oí do incluso estando dormido, se retienen.

 

-Sí.

 

-¡ Ahí va! -Muy lejos, en la noche, al otro lado de la ciudad, el leví simo susurro de una pá gina al volverse-. El Libro de Job.

 

La luna se elevó en el cielo, en tanto que Montag andaba. Sus labios se moví an ligerí simamente.

 

 

Eran las nueve de la noche y estaba tomando un cena ligera cuando se oyó el ruido de la puerta de 1a calle y Mildred salió corriendo como un nativo que huyera de una erupció n del Vesubio. Mrs. Phelps Y Mrs. Bowles entraron por la puerta de la calle y se desvanecieron en la boca del volcá n con «martinis» en sus manos. Montag dejó de comer. Eran como un monstruoso candelabro de cristal que produjese un millar de sonidos, y Montag vio sus sonrisas felinas atravesando las paredes de la casa y có mo chillaban para hacerse oí r.

 

Montag se encontró en la puerta del saló n, con boca llena aú n de comida.

 

-¡ Todas tené is un aspecto estupendo! Estupendo.

 

-¡ Está s magní fica, Millie!

 

-Magní fica.

 

-¡ Es extraordinario!

 

-¡ Extraordinario!

 

Montag la observó.

 

-Paciencia -susurró Faber-.

 

-No deberí a de estar aquí -murmuró Montag, casi para sí mismo-. Tendrí a que estar en camino para llevarle el dinero.

 

-Mañ ana habrá tiempo. ¡ Cuidado!

 

-¿ Verdad que ese espectá culo es maraviloso? -preguntó Mildred-.

 

-¡ Maravilloso!

 

En una de las paredes, una mujer sonreí a al mismo tiempo que bebí a zumo de naranja. «¿ Có mo hará las dos cosas a la vez? », pensó Montag, absurdamente. En las otras paredes, una radiografí a de la misma mujer mostraba el recorrido del refrescante brebaje hacia el anhelante estó mago. De repente, la habitació n despegó de un vuelo raudo hacia las nubes, se lanzó en picado sobre un mar verdoso, donde peces azules se comí an otros peces rojos y amarillos. Un minuto má s tarde, tres muñ ecos de dibujos animados se destrozaron mutuamente los miembros con acompañ amiento de grandes oleadas de risa. Dos minutos má s tarde, y la sala abandonó la ciudad para ofrecer el espectá culo de unos autos a reacció n que recorrí an velozmente un autó dromo golpeá ndose unos contra otros incesantemente. Montag vio que algunos cuerpos volaban por el aire.

 

-¿ Has visto eso, Millie?

 

-¡ Lo he visto, lo he visto!

 

Montag alargó la mano y dio vuelta al conmutador del saló n Las imá genes fueron empequeñ ecié ndose como si el agua de un gigantesco recipiente de cristal, con peces histé ricos, se escapara.

 

Las tres mujeres se volvieron con lentitud Y miraron a Montag con no disimulada irritació n, que fue convirtié ndose en desagrado.

 

-¿ Cuá ndo creé is que va a estallar la guerra? -preguntó é l-. Veo que vuestros maridos no han venido esta noche.

           

-Oh, vienen y van, vienen y van –dijo Mrs. Phe1ps-. Una y otra vez. El Ejé rcito llamó ayer a Pete. Estará de regreso la semana pró xima. Eso ha dicho el Ejé rcito. Una guerra rá pida. Cuarenta y ocho horas, y todos a casa. Eso es lo que ha dicho el Ejercito. Una guerra rá pida. Pete fue llamado ayer y dijeron que estarí a de regreso la semana pró xima. Una guerra...   

 

Las tres mujeres se agitaron y miraron, nerviosas, las vací as paredes.       

 

-No estoy preocupada -dijo Mrs. Phe1ps-. Dejo que sea Pete quien se preocupe. -Rió estridentemente-. Que sea el viejo Pete quien cargue con las preocupaciones. No yo. Yo no estoy preocupada.

 

-Sí -dijo Millie-. Que el viejo Pete cargue con las preocupaciones.

 

-Dicen que siempre muere el marido de otra.

 

-Tambié n lo he oí do decir. Nunca he conocido ningú n hombre que muriese en una guerra. Que se matara arrojá ndose desde un edificio, sí, como lo hizo marido de Gloria, la semana pasada. Pero a causa las guerras, no.

 

-No a causa de las guerras -dijo Mrs. Phelps- De todos modos, Pete y yo siempre hemos dicho que nada de lá grimas ni algo por el estilo. Es el tercer matrimonio de cada uno de nosotros, y somos independientes. Seamos independientes, decimos siempre. É l me dijo: «Si me liquidan, tú sigue adelante y no llores. Cá sate otra vez y no pienses en mí. »

 

-Ahora que recuerdo -dijo Mildred-. ¿ visteis. anoche, en la televisió n la aventura amorosa de cinco minutos de Clara Dove? Bueno, pues se referí a a esa mujer que...

 

Montag no habló, y contempló los rostros de las mujeres, del mismo modo que, en una ocasió n, habí a observado los rostros de los santos en una extrañ a iglesia en que entró siendo niñ o. Los rostros de aquellos muñ ecos esmaltados no significaban nada para é l, pese a que les hablaba y pasaba muchos ratos en aquella iglesia, tratando de identificarse con la religió n, de averiguar qué era la religió n, intentando absorber el suficiente incienso y polvillo del lugar para que su sangre se sintiera afectada por el significado de aquellos hombres y mujeres descoloridos, con los ojos de porcelana y los labios rojos como rubí es. Pero no habí a nada, nada; era como un paseo por otra tienda, y su moneda era extrañ a y no podí a utilizarse allí, y no sentí a ninguna emoció n, ni siquiera cuando tocaba la madera, el yeso y la arcilla. Lo mismo le ocurrí a entonces, en su propio saló n, con aquellas mujeres rebullendo en sus butacas bajo la mirada de é l, encendiendo cigarrillos, exhalando nubes de humo, tocando sus cabelleras descoloridas y examinando sus enrojecidas uñ as, que parecí an arder bajo la mirada de é l. Los rostros de las mujeres fueron ponié ndose tensos, en el silencio. Se adelantaron en sus asientos al oí r el sonido que produjo Montag cuando tragó el ú ltimo bocado de comida. Escucharon la respiració n febril de é l, Las tres vací as paredes del saló n eran como pá lidos pá rpados de gigantes dormidos, vací os de sueñ os. Montag tuvo la impresió n de que si tocaba aquellos tres pá rpados sentirí a un ligero sudor salobre en la punta de los dedos. La transpiració n fue aumentando con el silencio, así como el temblor no audible que rodeaba a las tres mujeres, llenas de tensió n. En cualquier momento, Podí an lanzar un largo siseo y estallar.

 

Montag movió los labios.

 

-Charlemos.

 

Las mujeres se le quedaron mirando.

 

¿ Có mo está n sus hijos, Mrs. Phelps? –pré guntó el.

 

-¡ Sabe que no tengo ninguno! ¡ Nadie en su juicio los tendrí a, bien lo sabe Dios! --exclamó Mrs. Phelps, no muy segura de por qué estaba furiosa contra aquel hombre-.

 

-Yo no afirmarí a tal cosa -dijo Mrs. Bowles-. He tenido dos hijos mediante una cesá rea. No objeto pasar tantas molestias por un bebé. El mundo ha de reproducirse, la raza ha de seguir adelante. Ademá s hay veces en que salen igualitos a ti, y eso resulta agradable. Con dos cesá reas, estuve lista. Sí, señ or. ¡ Oh! El doctor dijo que las cesá reas no son imprescindibles, tení a buenas caderas, que todo irí a normalmente, yo insistí.

 

-Con cesá rea o sin ella, los niñ os resultan ruinosos. Está s completamente loca -dijo Mrs. Phelps.

 

-Tengo a los niñ os en la escuela nueve dí as de cada diez. Me entiendo con ellos cuando vienen a cada tres dí as al mes. No es completamente insoportable. Los pongo en el «saló n» y conecto el televisor. Es como lavar ropa; meto la colada en la má quina y cierro la tapadera. -Mrs. Bowles rió entre dientes-. Son capaces de besarme como de pegarme una patada. ¡ Gracias a Dios, yo tambié n sé pegarlas!

           

Las mujeres rieron sonoramente.

           

Mildred permaneció silenciosa un momento Y, luego, al ver que Montag seguí a junto a la puerta, dio una palmada.

           

-í Hablemos de polí tica, así Guy estará contento!

 

       -Me parece estupendo -dijo Mrs. Bowles- Voté en las ú ltimas elecciones, como todo el mundo, y lo hice por el presidente Noble. Creo que es uno de 1os hombres má s atractivos que han llegado a la presidencia.

 

-Pero, ¿ qué me decí s del hombre que presentaron frente a é l?

           

-No era gran cosa, ¿ verdad? Pequeñ ajo y tí mido. No iba muy bien afeitado y apenas si sabí a peinarse.  

 

-¿ Qué idea tuvieron los «Outs» para presentarlo? No es posible contender con un hombre tan bajito contra otro tan alto. Ademá s, tartamudeaba. La mitad del tiempo no entendí lo que decí a. Y no podí a entender las palabras que oí a.

 

-Tambié n estaba gordo y no intentaba disimularlo con su modo de vestir. No es extrañ o que la masa votara por Winston Noble. Incluso los hombres ayudaron. Comparad a Winston Noble con Hubber Hoag durante diez segundos, y ya casi pueden adivinarse los resultados.

 

-¡ Maldita sea! -gritó Montag-. ¿ Qué saben ustedes de Hoag y de Noble?

 

-¡ Caramba! No hace ni seis meses estuvieron en esa mismí sima pared. Uno de ellos se rascaba incesantemente la nariz. Me poní a muy nerviosa.

 

-Bueno, Mr. Montag -dijo Mrs. Phelps-, ¿ Querí a que votá semos por un hombre así?

 

Mildred mostró una radiante sonrisa.

 

-Será mejor que te apartes de la puerta, Guy, y no nos pongas nerviosas.

 

Pero Montag se marchó y regresó al instante con un libro en la mano.

 

-í Guy!

 

-¡ Maldito sea todo, maldito sea todo, maldito sea!

 

-¿ Qué tienes ahí? ¿ No es un libro? Creí a que, ahora, toda la enseñ anza especial se hací a mediante pelí culas- -Mrs. Phelps parpadeó -. ¿ Está estudiando la teorí a de los bomberos?

 

-¡ Al diablo la teorí a! -dijo Montag-. Esto es poesí a.

 

-Montag.

 

Un susurro.

 

-¡ Dejadme tranquilo!

 

Montag se dio cuenta de que describió un gran cí rculo, mientras gritaba y gesticulaba.

 

-Montag, deté nte, no...

 

-¿ Las has oí do, has oí do a esos monstruos de monstruos? ¡ Oh, Dios! ¡ De qué modo charlan sobre la gente y sobre sus propios hijos y sobre ellas mismas y tambié n respecto a sus esposos, y sobre la guerra, malditas sean!, y aquí está n, y no puedo creerlo.

 

-He de participarle que no he dicho ni una sola palabra acerca de ninguna guerra –replicó Mrs. Phe1ps-.

 

-En cuanto a la poesí a, la detesto -dijo Mrs. Bowles-.

 

-¿ Ha leí do alguna?

 

-Montag. -La voz de Faber resonó en su interior---. Lo hundirá todo. ¡ Cá llese, no sea estú pido!

 

Las tres mujeres se habí an puesto en pie.

 

-¡ Sié ntense!

 

Se sentaron.

 

-Me marcho a casa -tartamudeó Mrs. Bowles-.

 

-Montag, Montag, por favor, en nombre de Dios, ¿ qué se propone usted? -suplicó Faber-.

 

-¿ Por qué no nos lee usted uno de esos poemas de su librito? -propuso Mrs. Phe1ps-. Creo que serí a muy interesante.     

 

-¡ Eso no está bien! -gimió Mrs. Bowles-. No podemos hacerlo.

 

-Bueno, mira a Mr. Montag, é l lo desea, se nota. Y si escuchamos atentamente, Mr. Montag estará contento y, luego, quizá podamos dedicarnos a otra cosa.

 

La mujer miró, nerviosa, el extenso vací o de las paredes que les rodeaban.

 

-Montag, si sigue con esto cortaré la comunicació n, cerraré todo contacto -susurró el auricular en su oí do-. ¿ De qué sirve esto, qué desea demostrar?

 

-¡ Pegarles un susto tremendo, só lo eso! Í Darles un buen escarmiento!

 

Mildred miró a su alrededor.

 

-Oye, Guy, ¿ con quié n está s hablando?

 

Una aguja de plata taladró el cerebro de Montag.

 

-Montag, escuche, só lo hay una escapatoria, diga que se trata de una broma, disimule, finja no estar enfadado. Luego, dirí jase al incinerador de pared y eche el libro dentro.

 

Mildred anticipó esto con voz temblorosa.

 

-Amigas, una vez al añ o, cada bombero está autorizado para llevarse a casa un libro de los viejos tiempos, a fin de demostrar a su familia cuá n absurdo era todo, cuá n nervioso puede poner a uno esas cosas, cuá n demente. La sorpresa que Guy nos reserva para esta noche es leeros una muestra que revela lo embrolladas que está n las cosas. Así pues, ninguna de nosotras tendrá que preocuparse nunca má s acerca de esa basura, ¿ no es verdad?



  

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