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Fuego Brillante 4 страница



 

-Tu tí o dice, tu tí o dice... Tu tí o debe de ser un hombre notable.

 

-Lo es. Sí que lo es. Bueno, he de marcharme. Adios, Mr. Montag.

 

-Adió s.

 

-Adió s...

 

 

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete dí as: el cuartel de bomberos.

 

-Montag, está s puliendo esa barra como un pá jaro encaramado en un á rbol.

 

Tercer dí a.

 

-Montag, he visto que entrabas por la puerta posterior. ¿ Te preocupa el Sabueso?

 

-No, no.

 

Cuatro dí as.

 

-¡ Qué curioso, Montag! Esta mañ ana lo he oí do contar. Un bombero de Seattle sintonizó adrede un sabueso mecá nico con su propio complejo quí mico y, despué s, lo soltó. ¿ Qué clase de suicidio llamarí as a esto?

 

Cinco, seis, siete dí as.

 

Y, luego, Clarisse desapareció. Montag advirtió lo que ocurrí a aquella tarde, peor era no verla por allí. El cé sped estaba vací o, los á rboles vací os, la calle tambié n, y si bien al principio Montag ni siquiera comprendió que la echaba en falta o que la estaba buscando, la realidad era que cuando llegó al «Metro» sentí a en su interior dé biles impulsos de intranquilidad.

 

Algo ocurrí a, algo habí a alterado su rutina. Una rutina sencilla, es cierto, establecida en unos cuantos dí as, y, sin embargo...

 

Estuvo a punto de volver atrá s para rehacer el camino, para dar tiempo a que la muchacha apareciese. Estaba seguro de que si seguí a la misma ruta todo saldrí a bien. Pero era tarde, y la llegada del convoy puso punto final a sus planes.

 

El revoloteo de los naipes, el movimiento de las manos, de los pá rpados, el zumbido de la voz que anunciaba la hora en el techo del cuartel de bomberos: «... una treinta y cinco. Jueves mañ ana, 4 noviembre... Una treinta y seis... Una treinta y siete de la mañ ana... » El rumor de los naipes en la grasienta mesa... Todos los sonidos llegaban a Montag tras sus ojos cerrados, tras la barrera que habí a erigido momentá neamente. Percibí a el cuartel lleno de centelleos y de silencio, de colores de lató n, de colores de las monedas, de oro, de plata. Los hombres, invisibles, al otro lado de la mesa, suspiraban ante sus naipes, esperando. «... Una cuarenta y cinco... » El reloj oral pronunció lú gubremente la frí a hora de una frí a mañ ana de un añ o aú n má s frí o.

 

-¿ Qué te ocurre, Montag?

 

El aludido abrí ó los ojos.

 

Una radio susurraba en algú n sitio: ... “la guerra puede ser declarada en cualquier momento. El paí s está listo para defender sus... ”

 

El cuartel se estremeció cuando una numerosa escuadrilla de reactores lanzó su nota aguda en el oscuro cielo matutino

 

Montag parpadeó. Beatty le miraba como si fuese una estatua en un museo. En cualquier momento, Beatty podí a levantarse y acercá rsele, tocar, explorar su culpabilidad. ¿ Culpabilidad? ¿ Qué culpabilidad era aqué lla?

 

-Tú juegas, Montag.

 

Miró a aquellos hombres, cuyos rostros estaban tostados por un millar de incendios auté nticos y otros millones de imaginarios, cuyo trabajo les enrojecí a mejillas y poní a una mirada febril en sus ojos. Aquellos hombres que contemplaban con fijeza las llamas de encendedores de platino cuando encendí an sus boquillas que ardí an eternamente. Ellos y su cabello cubierto de carbó n, sus cejas sucias de hollí n y sus mejillas manchadas de ceniza cuando estaban recié n afeitados; pero parecí a su herencia. Montag dio un respingo y abrió la boca. ¿ Habí a visto, alguna vez, a un bombero que no tuviese el cabello negro, las cejas negras, un rostro fiero y un aspecto hirsuto, incluso recié n afeitado? ¡ Aquellos hombres eran reflejos de sí mismo! Así, pues ¿ se escogí a a los bomberos tanto por su aspecto como por sus inclinaciones? El color de las brasas y la ceniza en ellos, y el ininterrumpido olor a quemado de sus pipas. Delante de é l, el capitá n Beatty lanzaba nubes de humo de tabaco. Beatty abrí a un nuevo paquete de picadura, produciendo al arrugar el celofá n ruido de crepitar de llamas.

 

Montag examinó los naipes que tení a en manos.

 

-Es... estaba, pensando sobre el fuego de la semana pasada. Sobre el hombre cuya biblioteca liquidamos. ¿ Qué le sucedió?      

           

-Se lo llevaron, chillando, al manicomio.

                       

-Pero no estaba loco.

           

Beatty arregló sus naipes en silencio.

 

-Cualquier hombre que crea que puede engañ ar al Gobierno y a nosotros está loco.

 

-Trataba de imaginar -dijo Montag- qué sensació n producí a ver que los bomberos quemaban nuestras casas y nuestros libros.

 

-Nosotros no tenemos libros.

 

-Si los tuvié semos...            

           

-¿ Tienes alguno?

 

Beatty parpadeó lentamente.

 

-No.

 

Montag miró hacia la pared, má s allá de ellos, en la que habí a las listas mecanografiadas de un milló n de libros prohibidos. Sus nombres se consumí an en el fuego, destruyendo los añ os bajo su hacha y su manguera, que arrojaba petró leo en vez de agua.

 

-No.

 

Pero, procedente de las rejas de ventilació n de su casa, un fresco viento empezó a soplar helá ndole suavemente el rostro. Y, una vez má s, se vio en el parque hablando con un viejo, un hombre muy viejo, y tambié n el viento del parque era frí o

 

Montag vaciló:

 

-¿ Siempre..., siempre ha sido así? ¿ El cuartel de bomberos, nuestro trabajo? Bueno, quiero decir que hubo una é poca...

 

-¡ Hubo una é poca! -repitió Beatty-. ¿ Qué manera de hablar es é sa?

 

«Tonto -pensó Montag-, te has delatado. » En el ú ltimo fuego, un libro de cuentos de hadas, del que casualmente leyó una lí nea...

 

-Quiero decir -aclaro-, que en los viejos dí as, antes de que las casas estuviesen totalmente a prueba de incendios... -De pronto, pareció que una voz mucho má s joven hablaba por é l. Montag abrió la boca y fue Ciarisse MacCiellan la que preguntaba-: ¿ No se dedicaban los bomberos a apagar incendios en lugar de provocarlos y atizarlos?

 

-¡ Es el colmo!

 

Stoneman y Black sacaron su libro guí a, que tambié n contení a breves relatos sobre los bomberos de Amé rica Y los dejaron de modo que Montag, aunque familiarizado con ellos desde hací a mucho tiempo, pudiese leer

 

Establecidos en 1790 para quemar los libros influencia inglesa de las colonias. Primer bombe Benjamí n Franklin.

REGLA 1. Responder rá pidamente a la alarma.

2. Iniciar el fuego rá pidamente.

3. Quemarlo todo.

4. Regresar inmediatamente al cuartel.

5. Permanecer alerta para otras alarmas.

 

Todos observaban a Montag. É ste no se moví a.

 

Sonó la alarma.

 

La campana del techo tocó doscientas veces. De pronto hubo cuatro sillas vací as. Los naipes cayeron como copos de nieve. La barra de lató n se estremeció. Los hombres se habí an marchado.

 

Montag estaba sentado en su silla. Abajo, el dragó n anaranjado tosió y cobró vida.

 

Montag se deslizó por la barra, como un hombre que sueñ a.

 

El Sabueso Mecá nico daba saltos en su guerrera con los ojos convertidos en una llamarada verde.

 

-¡ Montag, te olvidas del casco!

 

El aludido lo cogió de la pared que quedaba a su espalda, corrió, saltó, y se pusieron en marcha, con el viento nocturno martilleado por el alarido de su sirena y su poderoso retumbar metá lico.

 

Era una casa de tres plantas, de aspecto ruinoso, en la parte antigua de la ciudad, que contarí a, por lo menos, un siglo de edad; pero, al igual que todas las casas, habí a sido recubierta muchos añ os atrá s por una delgada capa de plá stico, igní fuga, y aquella concha protectora parecí a ser lo que la mantuviera erguida en el aire.

 

-¡ Aquí está n!

 

El vehí culo se detuvo. Beatty, Stoneman y Black atravesaron corriendo la acera, repentinamente odiosos y gigantescos en sus gruesos trajes a prueba de llamas.

Montag les siguió.

 

Destrozaron la puerta principal y aferraron a una mujer, aunque é sta no corrí a, no intentaba escapar. Se limitaba a permanecer quieta, balanceá ndose de uno a otro pie, con la mirada fija en el vací o de la pared, como si hubiese recibido un terrible golpe en la cabeza. Moví a la boca, y sus ojos parecí an tratar de recordar algo. y, luego, lo recordaron y su lengua volvió a moverse:

 

-«Pó rtate como un hombre, joven Ridley. Por la gracia de Dios, encenderemos hoy en Inglaterra tal hoguera que confí o en que nunca se apagará. »

 

-¡ Basta de eso! -dijo Beatty-. ¿ Dó nde está n.

 

Abofeteó a la mujer con sorprendente impasibilidad, y repitió la pregunta. La mirada de la vieja se fijó en Beatty.

 

-Usted ya sabe dó nde está n, o, de lo contrario, no habrí a venido -dijo-.

 

Stoneman alargó la tarjeta de alarma telefó nica, con la denuncia firmada por duplicado, en el dorso:

 

“Tengo motivos para sospechar del á tico. Elm, nú mero 11 ciudad.

E. B”.

 

-Debe de ser Mrs. Blake, mi vecina -dijo la mujer, leyendo las iniciales-.

 

-¡ Bueno, muchachos, a por ellos!

 

Al instante, iniciaron el ascenso en la oscuridad, golpeando con sus hachuelas plateadas puertas que, sin embargo, no estaban cerradas, tropezando los unos con los otros, como chiquillos, gritando y alborotando.

 

¡ Eh!

 

Una catarata de libros cayó sobre Montag mientras é ste ascendí a vacilantemente la empinada escalera. ¡ Qué inconveniencia! Antes, siempre habí a sido tan sencillo como apagar una vela. La Policí a llegaba primero, amordazaba y ataba a la ví ctima y se la llevaba en sus resplandecientes vehí culos, de modo que cuando llegaban los bomberos encontraban la casa vací a. No se dañ aba a nadie, ú nicamente a objetos. Y puesto que los objetos no podí an sufrir, puesto que los objetos no sentí an nada ni chillaban o gemí an, como aquella mujer podí a empezar a hacerlo en cualquier momento, no habí a razó n para sentirse, despué s, una conciencia culpable. Era tan só lo una operació n de limpieza. Cada cosa en su sitio. ¡ Rá pido con el petró leo! ¿ Quié n tiene una cerilla?

 

Pero aquella noche, alguien se habí a equivocado. Aquella mujer estropeaba el ritual. Los hombres armaban demasiado ruido, riendo, bromeando, para disimular el terrible silencio acusador de la mujer. Ella hací a que las habitaciones vací as clamaran acusadoras y desprendieran un fino polvillo de culpabilidad que era sorbido por ellos al moverse por la casa. Montag sintió una irritació n tremenda. ¡ Por encima de todo, ella no deberí a estar allí!

 

Los libros bombardearon sus hombros, sus brazos, su rostro levantado. Un libro aterrizó, casi obedientemente como una paloma blanca, en sus manos, agitando las alas. A la dé bil e incierta luz, una pá gina desgajada asomó, y era como un copo de nieve, con las palabras delicadamente impresas en ella. Con toda su prisa Y su celo, Montag só lo tuvo un instante para leer una lí nea é sta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero. El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus brazos.

 

-¡ Montag, sube!

 

La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera devoció n, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caí an como pá jaros asesinados, y la mujer permanecí a abajo, como una niñ a, entre los cadá veres.

 

Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se habí a convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vací a, con agilidad de prestidigitador. ¡ Mira aquí! ¡ inocente! ¡ Mira!

 

Montag contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia, como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.

 

-¡ Montag!

 

El aludido se volvió con sobresalto.

 

-¡ No te quedes ahí parado, estú pido!

 

Los libros yací an como grandes montones de peces puestos a secar. Los hombres bailaban, resbalaban y caí an sobre ellos. Los tí tulos hací an brillar sus ojos dorados, caí an, desaparecí an.

 

-¡ Petró leo!

 

Bombearon el frí o fluido desde los tanques con el nú mero 451 que llevaban sujetos a sus hombros. Cubrieron cada libro, inundaron las habitaciones.

 

Corrieron escaleras abajo; Montag avanzó en pos de ellos, entre los vapores del petró leo.

 

-¡ Vamos, mujer!

 

É sta se arrodilló entre los libros, acarició la empapada piel, el impregnado cartó n, leyó los tí tulos dorados con los dedos mientras su mirada acusaba a Montag.

 

-No Pueden quedarse con mis libros -dijo-.

 

Ya conoce la ley -replicó Beatty-. ¿ Dó nde está su sentido comú n? Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva aquí encerrada añ os con una condenada torre de Babel. ¡ Olví dese de ellos! La gente de esos libros nunca ha existido. ¡ Vamos!

 

Ella meneó la cabeza.

 

-Toda la casa va a arder -advirtió Beatty-

.

Con torpes movimientos, los hombres traspusieron la puerta. Volvieron la cabeza hacia Montag, quien permanecí a cerca de la mujer.                  

           

-¡ No iré is a dejarla aquí! -protestó é l-.

           

-No quiere salir.

           

-¡ Entonces, obligadla!

           

Beatty levantó una mano, en la que llevaba oculto el deflagrador.

           

-Hemos de regresar al cuartel. Ademá s, esos faná ticos siempre tratan de suicidarse. Es la reacció n familiar.

 

Montag apoyó una de sus manos en el codo mujer.

 

-Puede venir conmigo.

 

-No -contestó ella-. Gracias, de todos modos.

 

-Vamos a contar hasta diez -dijo Beatty-. Uno, Dos.

 

-Por favor -dijo Montag-.

 

-Má rchese -replicó la mujer-. Tres. Cuatro.

 

-Vamos.

 

Montag tiró de la mujer.

 

-Quiero quedarme aquí -contestó ella con serenidad-.

 

-Cinco. Seis.

 

-Puedes dejar de contar -dijo ella-.

 

Abrió ligeramente los dedos de una mano; en la palma de la misma habí a un objeto delgado.

 

Una vulgar cerilla de cocina.

 

Esta visió n hizo que los hombres se precipitaran fuera y se alejaran de la casa a todo correr. Para mantener su dignidad, el capitá n Beatty retrocedió lentamente a travé s de la puerta principal, con el rostro quemado, brillante gracias a un millar de incendios y de emociones nocturnas. “Dios -pensó Montag-, ¡ cuá n cierto es! La alarma siempre llega de noche. ¡ Nunca durante el dí a” ¿ Se debe a que el fuego es má s bonito por la noche?

¿ Má s espectacular, má s llamativo? El rostro sonrojado de Beatty mostraba, ahora, una leve expresió n depá nico. Los dedos de la mujer se engarfiaron sobre la cerilla. Los vapores del petró leo la rodeaban. Montag sintió que el libro oculto latí a como un corazó n contra su pecho.

 

- Vá yase -dijo la mujer-.

 

y Montag, mecá nicamente, atravesó el vestí bulo, saltó por la puerta en pos de Beatty, descendió los escalones, cruzó el jardí n, donde las huellas del petró leo formaban un rastro semejante al de un caracol maligno.

 

En el porche frontal, a donde ella se habí a asomado para calibrarlos silenciosamente con la mirada, y habí a una condena en aquel silencio, la mujer permaneció inmó vil.

 

Beatty agitó los dedos para encender el petró leo.

 

Era demasiado tarde. Montag se quedó boquiabierto.

 

La mujer, en el porche, con una mirada de desprecio hacia todos, alargó el brazo y encendió la cerilla, frotá ndola contra la barandilla.

 

La gente salió corriendo de las casas a todo lo largo de la calle.

 

 

No hablaron durante el camino de regreso al cuartel, Rehuí an mirarse entre sí. Montag iba sentado en el banco delantero con Beatty y con Black. Ni siquiera fumaron sus pipas. Permanecí an quietos, mirando por la parte frontal de la gran salamandra mientras doblaban una esquina y proseguí an avanzando silenciosamente.

 

-Joven Ridley -dijo Montag por ú ltimo-.

 

-¿ Qué? -Preguntó Beatty-.

 

-Ella ha dicho «joven Ridley»-. Cuando hemos llegado a la puerta, ha dicho algo absurdo. «Pó rtate como un hombre, joven Ridley», dijo. Y no sé qué má s.

 

-«Por la gracia de Dios, encenderemos hoy en Inglaterra tal hoguera que confí o en que nunca se apagará » -dijo Beatty-.

 

Stoneman lanzó una mirada al capitá n, lo mismo que Montag, ató nitos ambos.

 

Beatty se frotó la barbilla.

 

-Un hombre llamado Latimer dijo esto a otro, llamado Ridley mientras eran quemados vivos en Oxford por herejí a, el 16 de octubre de 1555.

 

Montag y Stoneman volvieron a contemplar la que parecí a moverse bajo las ruedas del vehí culo.

 

-Conozco muchí simas sentencias -dijo Beatley-. Es algo necesario para la mayorí a de los capitanes de bomberos. A veces, me sorprendo a mí mismo. ¡ Cuidado, Stoneman!

 

Stoneman frenó el vehí culo.

 

-¡ Diantre! -exclamó Beatty-. Has dejado, la esquina por la que doblamos para ir al cuartel.

 

 

-¿ Quié n es?

 

-¿ Quié n podrí a ser? -dijo Montag, apoyá ndose en la oscuridad contra la puerta cerrada-.

 

Su mujer dijo, por fin:

 

-Bueno, enciende la luz.

 

-No quiero luz.

 

-Acué state.

 

Montag oyó có mo ella se moví a impaciente; los resortes de la cama chirriaron.

 

-¿ Está s borracho?

 

De modo que era la mano que lo habí a empezado. todo. Sintió una mano y, luego, la otra que desabrochaba su chaqueta y la dejaba caer en el suelo. Sostuvo sus pantalones sobre un abismo y los dejó caer en la oscuridad. Sus manos estaban hambrientas. Y sus ojos empezaban a estarlo tambié n, como si tuviera necesidad de ver algo, cualquier cosa, todas las cosas.

 

-¿ Qué está s haciendo? -preguntó su esposa-.

 

Montag se balanceó en el espacio con el libro entre sus dedos sudorosos y frí os.

 

Al cabo de un minuto, ella insistió:

 

-Bueno, no te quedes plantado en medio de la habitació n.

 

É l produjo un leve sonido.

 

-¿ Qué? -preguntó Mildred-.

 

Montag produjo má s sonidos suaves. Avanzó dando traspié s hacia la cama y metió, torpemente, el libro bajo la frí a almohada. Se dejó caer en la cama y su mujer lanzó una exclamació n, asustada. É l yací a lejos de ella, al otro lado del dormitorio, en una isla invernal separada por un mar vací o. Ella le habló desde lo que parecí a una gran distancia, y se refirió a esto y aquello, y no eran má s que palabras, como las que habí a escuchado en el cuarto de los niñ os de un amigo, de boca de un pequeñ o de dos añ os que articulaba sonidos al aire. Pero Montag no contestó y, al cabo de mucho rato, cuando só lo é l producí a los leves sonidos, sintió que ella se moví a en la habitació n, se acercaba a su cama, se inclinaba sobre é l y le tocaba una mejilla con la mano. Montag estaba seguro de que cuando ella retirara la mano de su rostro, la encontrarí a mojada.

 

 

Má s avanzada la noche, Montag miró a Mildred. Estaba despierta. Una dé bil melodí a flotaba en el aire, Y su radio auricular volví a a estar enchufada en su oreja, mientras escuchaba a gente lejana de lugares remotos, con unos ojos muy abiertos que contemplaban las negras profundidades que habí a sobre ella, en el techo.

 

¿ No habí a un viejo chiste acerca de la mujer que hablaba tanto por telé fono que su esposo, desesperado, tuvo que correr a la tienda má s pró xima para telefonearle y preguntar qué habí a para la cena? Bueno, entonces, ¿ Por qué no se compraba é l una emisora para radio auricular y hablaba con su esposa ya avanzada noche, murmurando, susurrando, gritando, vociferando? Pero, ¿ qué le susurrarí a, qué le chillarí a? ¿ Qué hubiese podido decirle?

 

Y, de repente, le resultó tan extrañ a que Montag no pudo creer que la conociese. Estaba en otra casa, esos chistes que contaba la gente acerca del caballero embriagado que llegaba a casa ya entrada la noche, abrí a una puerta que no era la suya, se metí a en la habitació n que no era la suya, se acostaba con un desconocida, se levantaba temprano y se marchaba a trabajar sin que ninguno de los dos hubiese notado nada

 

-Millie... -susurró -.

 

-¿ Qué?

 

-No me proponí a asustarte. Lo que sí quiero saber es...

 

-Di.

 

-Cuá ndo nos encontramos. Y dó nde.

 

-¿ Cuá ndo nos encontramos para qué? -preguntó ella-.

 

-Quiero decir... por primera vez.

 

Montag comprendió que ella estarí a frunciendo el ceñ o en la oscuridad.

 

Aclaró conceptos:

 

-¿ Dó nde y cuá ndo nos conocimos?

 

-Í Oh! Pues fue en...

 

La mujer calló.

 

-No lo sé -reconoció al fin-.

 

Montag sintió frí o.

 

-¿ No puedes recordarlo?

 

-Hace mucho tiempo.

 

-¡ Só lo diez añ os, eso es todo, só lo diez!

 

-No te excites, estoy tratando de pensar. -Mildred emitió una extrañ a risita que fue hacié ndose má s y má s aguda-. ¡ Qué curioso! ¡ Qué curioso no acordarse de dó nde o cuá ndo se conoció al marido o a la mujer!

 

Montag se frotaba los ojos, las cejas y la nuca, con lentos movimientos. Apoyó ambas manos sobre sus ojos y apretó con firmeza, como para incrustar la memoria en su sitio. De pronto, resultaba má s importante que cualquier otra cosa en su vida saber dó nde habí a conocido a Mildred.

 

_No importa.

 

Ella estaba ahora en el cuarto de bañ o, y Montag oyó correr el agua y el ruido que hizo Mildred al beberla.

 

-No, supongo que no -dijo-.

 

Trató de contar cuá ntas veces tragaba, y pensó en la visita de los dos operarios con los cigarrillos en sus bocas rectilí neas y la serpiente de ojo electró nico descendiendo a travé s de capas y capas de noche y de piedra y de agua remansada de primavera, y deseó gritar a su mujer: «¿ Cuá ntas te has tomado esta noche? ¡ Las cá psulas! ¿ Cuá ntas te tomará s despué s sin saberlo? ¡ Y seguir así hora tras hora! ¡ Y quizá no esta noche, sino mañ ana! ¡ Y yo sin dormir esta noche, ni mañ ana, ni ninguna otra durante mucho tiempo, ahora que esto ha empezado! » Y Montag se la imaginó tendida en la cama, con los dos operarios erguidos a su lado, no inclinados con preocupació n, sino erguidos, con los brazos cruzados' Y recordó haber pensado entonces, que si ella morí a, estaba seguro que no habí a de llorar. Porque serí a la muerte de una desconocida, un rostro visto en la calle, una imagen del perió dico; y, de repente, le resultó todo tan triste que habí a empezado a llorar, no por la muerte, sino el pensar que no llorarí a cuando Mildred muriera, un absurdo hombre vací o junto a una absurda mujer vací a, en tanto que la hambrienta serpiente la dejaba aú n má s vací a.

 

«¿ Có mo se consigue quedar tan vací o? -se preguntó Montag-. ¿ Quié n te vací a? ¡ Y aquella horrible flor del otro dí a, el diente de leó n! Lo habí a comprendido todo ¿ verdad? " ¡ Qué vergü enza! ¡ No está enamorado de nadie! " y ¿ por qué no? »

 

Bueno, ¿ no existí a una muralla entre é l y Mildred pensá ndolo bien? Literalmente, no só lo un muro,. tres, en realidad. Y, ademá s, muy caros. Y los tí os, las tí as, los primos, las sobrinas, los sobrinos que viví an en aquellas paredes, la farfullante pandilla de simios que no decí an nada, nada, y lo decí an a voz en grito. Desde el principio, Montag se habí a acostumbrado a llamarlos parientes. «¿ Có mo está hoy, tí o Louis? » «¿ Quié n? » «¿ tí a Maude? » En realidad, el recuerdo má s significativo que tení a de Mildred era el de una niñ ita en un bosque sin á rboles (¡ qué extrañ o) o, má s bien, de una niñ ita perdida en una meseta donde solí a haber á rboles (podí a percibirse el recuerdo de sus formas por doquier), sentada en el centro de la «sala de estar». La sala de estar ¡ Qué nombre má s bien escogido! Llegara cuando llegara, allí estaba Mildred, escuchando có mo las paredes le hablaban.



  

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