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Fuego Brillante 3 страница



-Estoy hambrienta.

 

-Anoche... -empezó a decir é l-.

 

-No he dormido bien. Me siento fatal. ¡ Caramba! ¡ Qué hambre tengo! No lo entiendo.

 

-Anoche -volvió a decir é l-.

 

Ella observó distraí damente sus labios.

 

-¿ Qué ocurrió anoche?

 

-¿ No lo recuerdas?

 

_¿ Qué? ¿ Celebramos una juerga o algo por el estilo? Siento como una especie de jaqueca. ¡ Dios, qué hambre tengo! ¿ Quié n estuvo aquí?

 

-Varias personas.

 

-Es lo que me figuraba. -Mildred mordió su tostada-- Me duele el estó mago, pero tengo un hambre canina. Supongo que no cometí ninguna tonterí a durante la fiesta.

 

-No -respondió é l con voz queda-.

 

La tostadora le ofreció una rebanada untada con mantequilla. Montag alargó la mano, sintié ndose agradecido.

 

-Tampoco tú pareces estar demasiado en forma -dijo su esposa-.

 

 

A ú ltima hora de la tarde llovió, y todo el mundo adquirió un color grisá ceo oscuro. En el vestí bulo casa, Montag se estaba poniendo la insignia con la salamandra anaranjada. Levantó la mirada hacia la rejilla del aire acondicionado que habí a en el vestí bulo. Su esposa, examinando un guió n en la salita, apartó la mirada el tiempo suficiente para observarle,

 

-¡ Eh! -dijo-. ¡ El hombre está pensando!

 

-Sí -dijo é l-. Querí a hablarte. -Hizo una pausa-. Anoche, te tomaste todas las pí ldoras de tu botellita de somní feros.

 

-¡ Oh, jamá s harí a eso! -replicó ella, sorprendida

 

-El frasquito estaba vací o.

 

-Yo no harí a una cosa como é sa, ¿ Por qué tedrí a que haberlo hecho?

 

-Quizá te tomaste dos pí ldoras, lo olvidaste, volviste a tomar otras dos, y así sucesivamente hasta quedar tan aturdida que seguiste tomá ndolas mecá nicamente hasta tragar treinta o cuarenta de ellas.

 

-Cuentos -dijo ella-. ¿ Por qué podrí a haber querido hacer semejante tonterí a?

 

-No lo sé.

 

Era evidente que Mildred estaba esperando a que Montag se marchase.

 

-No lo he hecho -insistió la mujer-. No lo harí a ni en un milló n de añ os.

 

-Muy bien. Puesto que tú lo dices...

 

-Eso es lo que dice la señ ora.

 

Ella se concentró de nuevo en el guió n.

 

-¿ Qué dan esta tarde? -preguntó Montag con tono aburrido-.

 

Mildred volvió a mirarle.

 

-Bueno, se trata de una obra que transmitirá n en circuito moral dentro de diez minutos. Esta mañ ana me han enviado mi papel por correo. Yo les habí a enviado varias tapas de cajas. Ellos escriben el guió n con un papel en blanco. Se trata de una nueva idea. La concursante, o sea yo, ha de recitar ese papel. Cuando llega el momento de decir las lí neas que faltan, todos me miran desde las tres paredes, y yo les digo. Aquí, por ejemplo, el hombre dice: «¿ Qué te parece esta idea, Helen? » Y me mira mientras yo estoy sentada aquí en el centro del escenario, ¿ comprendes? Y yo replico, replico... –Hizo una pausa y, con el dedo, buscó una lí nea del guió n-. «¡ Creo que es estupenda! » Y así continú an con la obra hasta que é l dice: «¿ Está de acuerdo con esto, Helen? »,

y yo «¡ Claro que sí! » ¿ Verdad que es divertido, Guy?

 

El permaneció en el vestí bulo, mirá ndola.

 

-Desde luego, lo es -prosiguió ella-.

 

-¿ De qué trata la obra?

 

-Acabo de decí rtelo. Está n esas personas llamadas Bob, Ruth y Helen.

 

-¡ Oh!

 

-Es muy distraí da. Y aú n lo será má s cuando podamos instalar televisió n en la cuarta pared. ¿ Cuá nto crees que tardaremos ahora para poder sustituir esa pared por otra con televisió n? Só lo cuesta dos mil dó lares.

 

-Eso es un tercio de mi sueldo anual.

 

-Só lo cuesta dos mil dó lares -repitió ella-. Y creo que alguna vez deberí as tenerme cierta consideració n. Si tuvié semos la cuarta pared... ¡ Oh! Serí a como si esta sala ya no fuera nuestra en absoluto, sino que perteneciera a toda clase de gente exó tica. Podrí amos pasarnos de algunas cosas.

 

-Ya nos estamos pasando de algunas para pagar la tercera pared. Só lo hace dos meses que la instalamos. ¿ Recuerdas?

 

-¿ Tan poco tiempo hace? -se lo quedó mirando durante un buen rato-. Bueno, adió s.

 

 

-Adió s -dijo é l. Se detuvo y se volvió hacia su mujer-. ¿ Tiene un final feliz?          

 

-Aú n no he terminado de leerla.

 

Montag se acercó, leyó la ú ltima pá gina, asintió, dobló el guió n y se lo devolvió a Mildred. Salió de casa y se adentró en la lluvia.

 

 

El aguacero iba amainando, y la muchacha andaba por el centro de la acera, con la cabeza echada hacia atrá s para que las gotas le cayeran en el rostro. Cuando vio a Montag, sonrió.

 

-¡ Hola!

 

É l contestó al saludo y despué s, dijo:

 

-¿ Qué haces ahora?

 

-Sigo loca. La lluvia es agradable. Me encanta caminar bajo la lluvia.

 

-No creo que a mí me gustase.

 

-Quizá sí, si lo probara.

 

-Nunca lo he hecho.

 

Ella se lamió los labios.

 

-La lluvia incluso tiene buen sabor.

 

-¿ A qué te dedicas? ¿ A andar por ahí probá n todo una vez? -inquirió Montag-.

 

-A veces, dos.

 

La muchacha contempló algo que tení a en una mano

 

-¿ Qué llevas ahí?

 

-Creo que es el ú ltimo diente de leó n de este Me parecí a imposible encontrar uno en el cé sped, avanzada la temporada. ¿ No ha oí do decir eso de ftotarselo contra la barbilla? Mire.

 

Clarisse se tocó la barbilla con la flor, riendo.

 

-¿ Para qué?

 

-Si deja señ al, significa que estoy enamorada, ¿ ha ensuciado?

 

É l só lo fue capaz de mirar.

 

-¿ Qué? -preguntó ella

 

-Te has manchado de amarillo.

 

-¡ Estupendo! Probemos ahora con usted.

 

Conmigo no dará resultado.

 

-Venga. -Antes de que Montag hubiese podido moverse la muchacha le puso el diente de leó n bajo la barbilla. É l se echó hacia atrá s y ella rió -. ¡ Esté se quieto!

 

Atisbó bajo la barbilla de é l y frunció el ceñ o.

 

-¿ Qué? -dijo Montag-.

 

-¡ Qué vergü enza! No está enamorado de nadie.

 

-¡ Sí que lo estoy!

 

-Pues no aparece ninguna señ al.

 

-¡ Estoy muy enamorado! -Montag trató de evocar un rostro que encajara con sus palabras, pero no lo encontró -. ¡ Sí que lo estoy!

 

-¡ Oh, por favor, no me mire de esta manera!

 

-Es el diente de leó n -replicó é l-. Lo has gastado todo contigo. Por eso no ha dado resultado en mí.

 

-Claro, debe de ser esto. ¡ Oh! Ahora, le he enojado. Ya lo veo. Lo siento, de verdad.

 

La muchacha le tocó en un codo.

 

-No, no -se apresuró a decir é l-. No me ocurre absolutamente nada.

 

-He de marcharme. Diga que me perdona. No quiero que esté enojado conmigo.

 

-No estoy enojado. Alterado, sí.

 

-Ahora he de ir a ver a mi psiquiatra. Me obligan a ir. Invento cosas que decirle. Ignoro lo que pensará de mí ¡ Dice que soy una cebolla muy original! Le tengo ocupado pelando capa tras capa.

 

-Me siento inclinado a creer que necesitas a ese psiquiatra -dijo Montag-.

           

-No lo piensa en serio.

           

É l inspiró profundamente, soltó el aire y, por ú ltimo dijo:

 

-No, no lo pienso en serio.

           

-El psiquiatra quiere saber por qué salgo a pasear por el bosque, a observar a los pá jaros y a coleccionar mariposas. Un dí a, le enseñ aré mi colecció n.

 

-Bueno.

 

-Quieren saber lo que hago a cada momento. les digo que a veces me limito a estar sentada y a pensar. Pero no quiero decirles sobre qué. Echarí an a correr. Y, a veces, les digo, me gusta echar la cabeza hacia atrá s, así, y dejar que la lluvia caiga en mi boca. Sabe a vino. ¿ Lo ha probado alguna vez?

 

-No, yo...

 

, -Me ha perdonado usted, ¿ verdad?

 

-Sí -Montag meditó sobre aquello-. Si, te perdonado. Dios sabrá por qué. Eres extrañ a, eres irritante y, sin embargo, es fá cil perdonarte. ¿ Dices que tienes diecisiete añ os?

 

-Bueno, los cumpliré el mes pró ximo.

 

-Es curioso. Mi esposa tiene treinta y, sin embargo, hay momentos en que pareces mucho mayor ella. No acabo de entenderlo.

 

-Tambié n usted es extrañ o, Mr. Montag. A veces, hasta olvido que es bombero. Ahora, ¿ puedo encolerizarle de nuevo?

 

-Adelante.

 

-¿ Có mo empezó eso? ¿ Có mo intervino usted? ¿ Có mo escogió su trabajo y có mo se le ocurrió buscar empleo que tiene? Usted no es como los demá s. He visto a unos cuantos. Lo sé. Cuando hablo, usted me mira Anoche, cuando dije algo sobre la luna, usted la miró. Los otros nunca harí an eso. Los otros se alejarí an, dejá ndome con la palabra en la boca. 0 me amenazarí an. Nadie tiene ya tiempo para nadie. Usted es uno de pocos que congenian conmigo. Por eso pienso que tan extrañ o que sea usted bombero. Porque la verdad que no parece un trabajo indicado para usted.

 

Montag sintió que su cuerpo se dividí a en calor y frialdad, en suavidad y dureza, en temblor y firmeza ambas mitades se fundí an la una contra la otra.

 

-Será mejor que acudas a tu cita -dijo, por fin-.

 

Y ella se alejó corriendo y le dejó plantado allí, bajo lluvia. Montag tardó un buen rato en moverse.

 

Y luego, muy lentamente, sin dejar de andar, levantó el rostro hacia la lluvia, só lo por un momento, y abrió la boca...

 

 

El Sabueso Mecá nico dormí a sin dormir, viví a sin y ivir en el suave zumbido, en la suave vibració n de la perrera dé bilmente iluminada, en un rincó n oscuro de la parte trasera del cuartel de bomberos. La dé bil luz de la una de la madrugada, el claro de luna enmarcado en el gran ventanal tocaba algunos puntos del lató n, el cobre y el acero de la bestia levemente temblorosa. La luz se reflejaba en porciones de vidrio color rubí y en sensibles pelos capilares, del hocico de la criatura, que temblaba suave, suavemente, con sus ocho patas de pezuñ as de goma recogidas bajo el cuerpo.

 

Montag se deslizó por la barra de lató n abajo. Se asomó a observar la ciudad, y las nubes habí an desaparecido por completo; encendió un cigarrillo, retrocedió para inclinarse y mirar al Sabueso. Era como una gigantesca abeja que regresaba a la colmena desde algú n campo donde la miel está llena de salvaje veneno, de insania o de pesadilla, con el cuerpo atiborrado de aquel né ctar excesivamente rico, y, ahora, estaba durmiendo para eliminar de sí los humores malignos.

 

-Hola -susurró Montag, fascinado como siempre, Por la bestia muerta, la bestia viviente-.

 

De noche, cuando se aburrí a, lo que ocurrí a a diario los hombres se dejaban resbalar por las barras de lató n y Poní an en marcha las combinaciones del sistema olfativo del Sabueso, y soltaban ratas en el á rea del cuartel de bomberos; otras veces, pollos, y otras, gatos que, de todos modos, hubiesen tenido que ser ahogados, Y se hací an apuestas acerca qué presa el Sabueso cogerí a primero. Los animales eran soltados. Tres segundos má s tarde, el fuego habí a terminado, la rata, el gato pollo atrapado en mitad del patio, sujeto por las suaves pezuñ as, mientras una aguja hueca de diez centí metros surgí a del morro del Sabueso para inyectar una dosis masiva de morfina o de procaí na. La presa era arrojada luego al incinerador. Empezaba otra partida.

 

Cuando ocurrí a esto, Montag solí a quedarse arriba. Hubo una vez, dos añ os atrá s, en que hizo una apuesta y perdió el salario de una semana, debiendo enfrentarse con la furia insana de Mildred, que aparecí a en sus venas y sus manchas rojizas. Pero, ahora, durante la noche, permanecí a tumbado en su litera, con el rostro vuelto hacia la pared, escuchando las carcajadas de abajo y el rumor de las patas de los roedores, seguidos del rá pido y silencioso movimiento del Sabueso que saltaba bajo la cruda luz, encontrando, sujetando a su victima, insertando la aguja y regresando a su perrera para morir como si se hubiese dado vueltas a un conmutador.

 

Montag tocó el hocico. El Sabueso gruñ ó.

 

Montag dio un salto hacia atrá s.

 

El Sabueso se levantó a medias en su perrera miró con ojos verdeazulados de neó n que parpadea, en sus globos repentinamente activados. Volvió a gruñ ir, una extrañ a combinació n de siseo elé ctrico, de pitar y de chirrido de metal, un girar de engranajes parecí an oxidados y llenos de recelo.

 

-No, no, muchacho -dijo Montag-.           

 

El corazó n le latió fuertemente. Vio que la aguja plateada asomaba un par de centí metros, volví a a ocultarse, asomaba un par de centí metros, volví a a ocultarse, asomaba, se ocultaba. El gruñ ido se acentuó, la bestia miró a Montag.

 

É ste retrocedió. El Sabueso adelantó un paso en su perrera. Montag cogió la barra de metal con una mano. La barra, reaccionando, se deslizó hacia arriba y silenciosamente, le llevó má s arriba del techo, dé bilmente iluminada. Estaba tembloroso y su rostro tení a un color blanco verdoso. Abajo, el Sabueso habí a vuelto a agazaparse sobre sus increí bles ocho patas de insecto y volví a a ronronear para sí mismo, con sus ojos de mú ltiples facetas en paz.

 

Montag esperó junto al agujero a que se calmaran sus temores. Detrá s de é l, cuatro hombres jugaban a los naipes bajo una luz con pantalla verde, situada en una esquina. Los jugadores lanzaron una breve mirada a Montag, pero no dijeron nada. Só lo el hombre que llevaba el casco de capitá n y el signo del cenit en el mismo, habló por ú ltimo, con curiosidad, sosteniendo las cartas en una de sus manos, desde el otro lado de la larga habitació n.

 

-Montag...

 

-No le gusto a é se -dijo Montag-.

 

-¿ Quié n, al Sabueso? -El capitá n estudió sus naipes-. Olví date de ello. É se no quiere ni odia. Simplemente, funciona. Es como una lecció n de balí stica. Tiene una trayectoria que nosotros determinamos. É l la sigue rigurosamente. Persigue el blanco, lo alcanza, y nada má s. Só lo es alambre de cobre, baterí as de carga y electricidad.

 

Montag tragó saliva.

 

-Sus calculadoras pueden ser dispuestas para cualquier combinació n, tantos aminoá cidos, tanto azufre, tanta grasa, tantos á lcalis. ¿ No es así?

 

-Todos sabemos que sí.

 

-Las combinaciones quí micas y porcentajes de cada uno de nosotros está n registrados en el archivo general del cuartel, abajo. Resultarí a fá cil para alguien introducir en la memoria del Sabueso una combinació n parcial, quizá un toque de aminoá cido. Eso explicarí a lo que el animal acaba de hacer. Ha reaccionado contra mí.

 

-¡ Diablos! -exclamó el capitá n-.

 

-Irritado, pero no completamente furioso. Só lo con la suficiente memoria para gruñ irme al tocarlo.

 

-¿ Quié n podrí a haber hecho algo así? -preguntó el capitá n-. Tú no tienes enemigos aquí, Guy.

 

-Que yo sepa, no. -¿ Quié n podrí a haber hecho algo así? -pregu el capitá n-. Tú no tienes enemigos aquí, Guy.

 

-Que yo sepa, no. J,

 

-Mañ ana haremos que nuestros té cnicos verifique¡ el Sabueso.

 

-No es la primera vez que me ha amenaz -dijo Montag-. El mes pasado ocurrió dos veces. j

 

-Arreglaremos esto, no te preocupes.

 

Pero Montag no se movió y siguió pensando en reja de¡ ventilador del vestí bulo de su casa, y en lo que habí a oculto detrá s de la misma. Si alguien del cuartd de bomberos estuviese enterado de lo del ventilado; ¿ no podrí a ser que se lo «contara» al Sabueso... ?

 

El capitá n se acercó al agujero de la sala y lan una inquisitiva mirada a Montag.

 

-Estaba pensando -dijo Montag- en qué es pensando el Sabueso Mecá nico ahí abajo, toda la che. ¿ Está vivo de veras? Me produce escalofrí os.

 

-É l no piensa nada que no deseemos que piense.

 

-Es una pena -dijo Montag con voz queda-, porque lo ú nico que ponemos en su cerebro es cacerí a, bú squeda y matanza. ¡ Qué vergü enza que solamente haya de conocer eso!

 

Beatty resopló amablemente.

 

-¡ Diablos! Es una magní fica pieza de artesaní a, 'J proyectil que busca su propio objetivo y garantiza blanco cada vez.

 

-Por eso no quisiera ser su pró xima ví ctima plicó Montag-.

 

-¿ Por qué? ¿ Te remuerde la conciencia acercOC algo?

 

Montag levantó la mirada con rapidez.

 

Beatty permanecí a allí, mirá ndole fijamente a ojos, en tanto que su boca se abrí a y empezaba a con suavidad.

 

 

-Mañ ana haremos que nuestros té cnicos verifiquen el Sabueso.

 

-No es la primera vez que me ha amenazado -dijo Montag-. El mes pasado ocurrió dos veces.

 

-Arreglaremos esto, no te preocupes.

 

Pero Montag no se movió y siguió pensando en reja del ventilador del vestí bulo de su casa, y en lo que habí a oculto detrá s de la misma. Si alguien del cuartel de bomberos estuviese enterado de lo del ventilador; ¿ no podrí a ser que se lo «contara» al Sabueso...?

 

El capitá n se acercó al agujero de la sala y lanzó una inquisitiva mirada a Montag.

 

-Estaba pensando -dijo Montag- en qué está pensando el Sabueso Mecá nico ahí abajo, toda la noche. ¿ Está vivo de veras? Me produce escalofrí os.

 

-É l no piensa nada que no deseemos que piense.

 

-Es una pena -dijo Montag con voz queda-, porque lo ú nico que ponemos en su cerebro es cacerí a, bú squeda y matanza. ¡ Qué vergü enza que solamente haya de conocer eso!

 

Beatty resopló amablemente.

 

-¡ Diablos! Es una magní fica pieza de artesaní a, un proyectil que busca su propio objetivo y garantiza blanco cada vez.

 

-Por eso no quisiera ser su pró xima ví ctima -replicó Montag-.

 

-¿ Por qué? ¿ Te remuerde la conciencia acerca de algo?

 

Montag levantó la mirada con rapidez.

 

Beatty permanecí a allí, mirá ndole fijamente a ojos, en tanto que su boca se abrí a y empezaba a con suavidad.

 

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete dí as. Y cada vez que é l salí a de la casa. Clarisse estaba por allí, en algú n jugar del mundo. Una vez, Montag la vio sacudiendo un nogal; otra, sentada en el cé sped, tejiendo un jersey azul; en tres o cuatro ocasiones, encontró un ramillete de flores tardí as en el porche de su casa, o un puñ ado de nueces en un pequeñ o saquito, o varias hojas otoñ ales pulcramente clavadas en una cuartilla de papel blanco, sujeta en su puerta. Clarisse le acompañ aba cada dí a hasta la esquina. Un dí a, lloví a; el siguiente, estaba despejado; el otro, soplaba un fuerte viento, y el de má s allá, todo estaba tranquilo y en calma; el dí a siguiente a ese dí a en calma fue semejante a un horno veraniego y Clarisse apareció con el rostro quemado por el sol.

 

-¿ Por qué será -dijo é l una vez, en la entrada del «Metro»- que tengo la sensació n de conocerte desde hace muchos añ os?

 

-Porque le aprecio a usted -replicó ella-, y no deseo nada suyo. Y porque nos conocemos mutuamente.

 

-Me haces sentir muy viejo y parecido a un padre.

 

-¿ Puede explicarme por qué no tiene ninguna hija como yo, si le gustan tanto los niñ os?

 

-Lo ignoro.

 

-¡ Bromea usted!

 

-Quiero decir... -Montag calló y meneó la cabeza-. Bueno, es que mi esposa... Ella nunca ha deseado tener niñ os.

 

La muchacha dejó de sonreí r.

 

-Lo siento. Me habí a parecido que se estaba burlando de mí. Soy una tonta.

 

-No, no -replicó Montag-. Ha sido una buena pregunta. Hací a mucho tiempo que nadie se interesaba por mí para hacé rmela. Una buena pregunta.

 

-Hablemos de otra cosa. ¿ Ha olido alguna vez unas hojas viejas? ¿ Verdad que huelen a cinamomo? Tome. huela.

 

-Caramba, sí, en cierto modo, parece cinamomo.

 

Clarisse le miró con sus transparentes ojos oscuros

 

-Siempre parece ofendido.

 

-Es que no he tenido tiempo...

 

-¿ Se fijó en los carteles alargados, tal como le dije?

 

-Creo que sí. Sí.

 

Montag tuvo que reí rse.

 

-Su risa parece mucho má s simpá tica que antes.

 

-¿ De veras?

 

-Mucho má s tranquila.

 

Montag se sintió a gusto y có modo,

 

-¿ Por qué no está s en la escuela? Cada dí a te encuentro vagabundeando por ahí.

 

-¡ Oh, no me echan en falta! -contestó ella-. creen que soy insociable. No me adapto. Es muy extrañ o. En el fondo, soy muy sociable. Todo depende de lo se entienda por ser sociable, ¿ no? Para mí, representa hablar de cosas como é stas. -Hizo sonar unas nueces que habí an caí do del á rbol del patio-. 0 comentar lo extrañ o que es el mundo. Estar con la gente es agradable. Pero no considero que sea sociable reunir a un grupo de gente y, despué s, no dejar que hable. Una hora de clase TV, una hora de baloncesto, de pelota base o de carreras, otra hora de transcripció n o de reproducció n de imá genes, y má s deportes. Pero ha de saber que nunca hacemos preguntas, o por lo menos, la mayorí a no las hace; no hacen má s que lanzarte las respuestas izas!, izas!, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase cinematográ fica. Esto no tiene nada que ver con la sociabilidad. Hay muchas chimeneas y mucha agua que mana por ellas, y todos nos decimos es vino, cuando no lo es. Nos fatigan tanto que al terminar el dí a, só lo somos capaces de acostarnos, ir a un Parque de Atracciones para empujar a la gente, romper cristales en el Rompedor de Ventanas o triturar automó viles en el Aplastacoches; con la gran bola de acero. Al salir en automó vil y recorrer las calles, intentando comprobar cuá n cerca de los faroles es posible detenerte, o quien es el ú ltimo que salta del vehí culo antes de que se estrelle. Supongo que soy todo lo que dicen de mí, desde luego. No tengo ningú n amigo. Esto debe demostrar que soy anormal. Pero todos aquellos a quienes conozco andan gritando o bailando por ahí como locos, o golpeá ndose mutuamente. ¿ Se ha dado cuenta de có mo, en la actualidad, la gente se zahiere entre sí?

 

-Hablas como una vieja.

 

-A veces, lo soy. Temo a los jó venes de mi edad. Se matan mutuamente. ¿ Siempre ha sido así? Mi tí o dice que no. Só lo en el ú ltimo añ o, seis de mis compañ eros han muerto por disparo. Otros diez han muerto en accidente de automó vil. Les temo, y ellos no me quieren por este motivo. Mi tí o dice que su abuelo recordaba cuando los niñ os no se mataban entre sí. Pero de eso hace mucho, cuando todo era distinto. Mi tí o dice que creí an en la responsabilidad. Ha de saber que yo soy responsable. Añ os atrá s, cuando lo merecí a, me azotaban. Y hago a mano todas las compras de la casa, y tambié n la limpieza. Pero por encima de todo -prosiguió diciendo Clarisse-, me gusta observar a la gente. A veces, me paso el dí a entero en el «Metro», y los contemplo y los escucho. Só lo deseo saber qué son, qué desean y adó nde van. A veces, incluso voy a los parques de atracciones y monto en los coches cohetes cuando recorren los arrabales de la ciudad a medianoche y la Policí a no se mete con ellos con tal de que esté n asegurados. Con tal de que todos tengan un seguro de diez mil, todos contentos. A veces, me deslizo a hurtadillas y escucho en el «Metro». 0 en las cafeterí as. Y, ¿ sabe qué?

 

_¿ Qué?

 

-La gente no habla de nada.

 

-¡ Oh, de algo hablará n!

 

-No, de nada. Citan una serie de automó viles, de ropa o de piscinas, y dicen que es estupendo. Pero todos dicen lo mismo y nadie tiene una idea original. los café s, la mayorí a de las veces funcionan las má quinas de chistes, siempre los mismos, o la pared musical encendida y todas las combinaciones coloreadas y bajan, pero só lo se trata de colores y de dibujo abstracto. Y en los museos... ¿ Ha estado en ellos? Todo es abstracto. Es lo ú nico que hay ahora. Mi tí o dice antes era distinto. Mucho tiempo atrá s, los cuadros algunas veces, decí an algo o incluso representaban personas.



  

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