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Fuego Brillante 2 страница



 

Só lo habí a la muchacha andando a su lado, con su rostro que brillaba como la nieve al claro de luna, y Montag comprendió que estaba meditando las preguntas que é l le habí a formulado, buscando las mejores respuestas.

 

-Bueno -le dijo ella por fin-, tengo diecisiete añ os y estoy loca. Mi tí o dice que ambas cosas van siempre juntas. Cuando la gente te pregunta la edad, dice, contesta siempre: diecisiete añ os y loca. ¿ Verdad que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.

 

Volvieron a avanzar en silencio y, finalmente, ella dijo, con tono pensativo:

 

-¿ Sabe? No me causa usted ningú n temor.

 

É l se sorprendió.

 

-¿ Por qué habrí a de causá rselo?

 

-Les ocurre a mucha gente. Temer a los bomberos, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es má s que un hombre...

 

Montag se vio en los ojos de ella, suspendido en dos brillantes gotas de agua, oscuro y diminuto, pero con mucho detalle; las lí neas alrededor de su boca, todo en su sitio, como si los ojos de la muchacha fuesen dos milagrosos pedacitos de á mbar violeta que pudiesen capturarle y conservarle intacto. El rostro de la joven, vuelto ahora hacia é l, era un frá gil cristal de leche con una luz suave y constante en su interior. No era la luz histé rica de la electricidad, sino... ¿ Qué? Sino la agradable, extrañ a y parpadeante luz de una vela. Una vez, cuando é l era niñ o, en un corte de energí a, su madre habí a encontrado y encendido una ú ltima vela, y se habí a producido una breve hora de redescubrimiento, de una iluminació n tal que el espacio perdió sus vastas dimensiones Y se cerró confortablemente alrededor de s, transformados, esperando ellos, madre e hijo, solitario que la energí a no volviese quizá demasiado Pronto...

 

En aquel momento, Clarisse MeClellan dijo:

 

-¿ No le importa que le haga preguntas? ¿ Cuá nto tiempo lleva trabajando de bombero?

 

-Desde que tení a veinte añ os, ahora hace ya diez añ os.

 

-¿ Lee alguna vez alguno de los libros que quema?

 

É l se echó a reir.

 

-¡ Está prohibido por la ley'

 

_¡ Oh! Claro...

 

-Es un buen trabajo. El lunes quema a Millay, el mié rcoles a Whitman, el viernes a Faulkner, convié rtelos en ceniza y, luego, quema las cenizas. Este es nuestro lema oficial.

 

Siguieron caminando y la muchacha preguntó:

 

-¿ Es verdad que, hace mucho tiempo, los bomberos apagaban incendios, en vez de provocarlos?

 

-No. Las casas han sido siempre a prueba de incendios. Puedes creerme. Te lo digo yo.

 

-¡ Es extrañ o! Una vez, oí decir que hace muchí simo tiempo las casas se quemaban por accidente y hací an falta bomberos para apagar las llamas.

 

Montag se echó a reí r.

 

Ella le lanzó una rá pida mirada.

 

-¿ Por qué se rí e?

 

-No lo sé. -Volvió a reí rse y se detuvo-, ¿ Por qué?

 

-Rí e sin que yo haya dicho nada gracioso, y contesta inmediatamente. Nunca se detiene a pensar en lo que le pregunto.

 

Montag se detuvo.

 

-Eres muy extrañ a -dijo, mirá ndola-. ¿ Ignoras qué es el respeto?

 

-No me proponí a ser grosera. Lo que me ocurre es que me gusta demasiado observar a la gente.

 

-Bueno, ¿ Y esto no significa algo para ti?

 

Y Montag se tocó el nú mero 451 bordado en su manga.

 

-Sí -susurró ella. Aceleró el paso-. ¿ Ha visto alguna vez los coches retropropulsados que corren por esta calle?

 

-¡ Está s cambiando de tema!

 

-A veces, pienso que sus conductores no saben có mo es la hierba, ni las flores, porque nunca las ven con detenimiento -dijo ella-. Si le mostrase a uno de esos chó feres una borrosa mancha verde, dirí a: ¡ Oh, sí, es hierba? ¿ Una mancha borrosa de color rosado? ¡ Es una rosaleda! Las manchas blancas son casas. Las manchas pardas son vacas. Una vez, mi tí o condujo lentamente por una carretera. Condujo a sesenta y cinco kiló metros por hora y lo, encarcelaron por dos dí as. ¿ No es curioso, y triste tambié n?

 

-Piensas demasiado -dijo Montag, incó modo-.

 

-Casi nunca veo la televisió n mural, ni voy a las carreras o a los parques de atracciones. Así, pues, dispongo de muchí simo tiempo para dedicarlos a mis absurdos pensamientos. ¿ Ha visto los carteles de sesenta metros que hay fuera de la ciudad? ¿ Sabí a que hubo una é poca en que los carteles só lo tení an seis metros de largo? Pero los automó viles empezaron a correr tanto que tuvieron que alargar la publicidad, para que durase un poco má s.

 

-¡ Lo ignoraba!

 

-Apuesto a que sé algo má s que usted desconoce. Por las mañ anas, la hierba está cubierta de rocí o.

 

De pronto, Montag no pudo recordar si sabí a aquello o no, lo que le irritó bastante.

 

-Y sí se fija -prosiguió ella, señ alando con la barbilla hacia el cielo- hay un hombre en la luna.

 

Hací a mucho tiempo que é l no miraba el saté lite.

 

Recorrieron en silencio el resto del camino. El de ella, pensativo, el de é l, irritado e incó modo, acusando

 

-Bueno, ¿ y esto no significa algo para ti?

 

Y Montag se tocó el nú mero 451 bordado en su manga.

 

-Sí -susurró ella. Aceleró el paso-. ¿ Ha visto alguna vez los coches retropropulsados que corren por esta calle?

 

-¡ Está s cambiando de tema!

 

-A veces, pienso que sus conductores no saben có mo es la hierba, ni las flores, porque nunca las ven con detenimiento -dijo ella-. Si le mostrase a uno de esos chó feres una borrosa mancha verde, dirí a: ¡ Oh, sí, es hierba! ¿ Una mancha borrosa de color rosado? ¡ Es una rosaleda! Las manchas blancas son casas. Las manchas pardas son vacas. Una vez, mi tí o condujo lentamente por una carretera. Condujo a sesenta y cinco kiló metros por hora y lo encarcelaron por dos dí as. ¿ No es curioso, y triste tambié n?

 

-Piensas demasiado -dijo Montag, incó modo.

 

-Casi nunca veo la televisió n mural, ni voy a las carreras o a los parques de atracciones. Así, pues, dispongo de muchí simo tiempo para dedicarlos a mis absurdos pensamientos. ¿ Ha visto los carteles de sesenta metros que hay fuera de la ciudad? ¿ Sabí a que hubo una é poca en que los carteles só lo tení an seis metros de largo? Pero los automó viles empezaron a correr tanto que tuvieron que alargar la publicidad, para que durase un poco má s.

 

-¡ Lo ignoraba!

 

-Apuesto a que sé algo má s que usted desconoce. Por las mañ anas, la hierba está cubierta de rocí o.

 

De pronto, Montag no pudo recordar si sabí a aquello o no, lo que le irritó bastante.

 

-Y si se fija -prosiguió ella, señ alando con la barbilla hacia el cielo- hay un hombre en la luna.

 

Hací a mucho tiempo que é l no miraba el saté lite.

 

Recorrieron en silencio el resto del camino. El de ella, pensativo, el de é l, irritado e incó modo, acusando el impacto de las miradas inquisitivas de la muchacha. Cuando llegaron a la casa de ella, todas sus luces estaban encendidas.

 

-¿ Qué sucede?

 

Montag nunca habí a visto tantas luces en una casa.

 

-¡ Oh! ¡ Son mis padres y mi tí o que está n sentados, charlando! Es como ir a pie, aunque má s extrañ o aú n. A mi tí o, le detuvieron una vez por ir a pie. ¿ Se lo habí a contado ya? ¡ Oh! Somos una familia muy extrañ a.

 

-Pero, ¿ de qué charlá is?

 

Al oí r esta pregunta, la muchacha se echó a reí r.

 

-¡ Buenas noches!

 

Empezó a andar por el pasillo que conducí a hacia su casa. Despué s, pareció recordar algo y regresó para mirar a Montag con expresió n intrigrada y curiosa.

 

-¿ Es usted feliz? -preguntó -.

 

-¿ Que si soy qué? -replicó é l-.

 

Pero ella se habí a marchado, corriendo bajo el claro de luna. La puerta de la casa se cerró con suavidad.

 

 

-¡ Feliz! ¡ Menuda tonterí a!

 

Montag dejó de reí r.

 

Metió la mano en el agujero en forma de guante de su puerta principal y le dejó percibir su tacto. La puerta, se deslizó hasta quedar abierta.

 

«Claro que soy feliz. ¿ Qué cree esa muchacha? ¿ Qué no lo soy? », preguntó a las silenciosas habitaciones.

 

inmovilizó con la mirada levantada hacia la reja del ventilador del vestí bulo, y, de pronto, recordó que algo estaba oculto tras aquella reja, algo que parecí a estar espiá ndole en aquel momento. Montag se apresuró, a desviar su mirada.

 

¡ Qué extrañ o encuentro en una extrañ a noche! recordaba nada igual, excepto una tarde, un añ o atrá s, en que se encontró con un viejo en el parque y ambos hablaron...

 

Montag meneó la cabeza. Miró una pared desnuda. , rostro de la muchacha estaba allí, verdaderamente hermoso por lo que podí a recordar; o mejor dicho, sorprelidente. Tení a un rostro muy delgado, como la esfera de un pequeñ o reloj entrevisto en una habitació n oscura a medianoche, cuando uno se despierta para ver la hora y descubre el reloj que le dice la hora, el minuto y el segundo, con un silencio blanco y un resplandor, lleno de seguridad y sabiendo lo que debe decir de la noche que discurre velozmente hacia ulteriores tinieblas, pero que tambié n se mueve hacia un nuevo sol.

 

-¿ Qué? -preguntó Montag a su otra mitad, aquel imbé cil subconsciente que a veces andaba balbuceando, completamente desligado de su voluntad, su costumbre y su conciencia-.

 

Volvió a mirar la pared. El rostro de ella tambié n se parecí a mucho a un espejo. Imposible, ¿ cuá nta gente habí a que refractase hacia uno su propia luz? Por lo general, la gente era -Montag buscó un sí mil, lo encontró en su trabajo- como antorchas, que ardí an hasta consumirse. ¡ Cuá n pocas veces los rostros de las otras personas captaban algo tuyo y te devolví an tu propia expresió n, tus pensamientos má s í ntimos! ¡ Aquella muchacha tení a un increí ble poder de identificació n; era como el á vido espectador de una funció n de marionetas, previendo cada parpadeo, cada movimiento de una mano, cada estremecimiento de un dedo, un momento antes de que sucediese. ¿ Cuá nto rato habí an caminado juntos? ¿ Tres minutos? ¿ Cinco? Sin embargo, ahora le parecí a un rato interminable. ¡ Qué inmensa figura tení a ella en el escenario que se extendí a ante sus ojos! ¡ Qué sombra producí a en la pared con su esbelto cuerpo! Montag se dio cuenta de que, si le picasen los ojos, ella Pestañ earí a. Y de que si los mú sculos de sus mandí bulas se tensaran imperceptiblemente, ella bostezarí a mucho antes de que lo hiciera é l.

 

«Pero -pensó Montag-, ahora que caigo en ello, la chica parecí a estar esperá ndome allí, en la calle, tan avanzada hora de la noche... »

 

Montag abrió la puerta del dormitorio.

 

Era como entrar en la frí a sala de un mausoleo des, pué s de haberse puesto la luna. Oscuridad completa, ni un atisbo del plateado mundo exterior; las ventanas hermé ticamente cerradas convertí an la habitació n en un mundo de ultratumba en el que no podí a penetrar ningú n ruido de la gran ciudad. La habitació n no estaba vací a.

 

Montag escuchó.

 

El delicado zumbido en el aire, semejante al de un mosquito, el murmullo elé ctrico de una avispa oculta en su cá lido nido. La mú sica era casi lo bastante fuerte para que é l pudiese seguir la tonada.

 

Montag sintió que su sonrisa desaparecí a, se fundí a, era absorbida por su cuerpo como una corteza de sebo, como el material de una vela fantá stica que hubiese ardido demasiado tiempo para acabar derrumbá ndose y apagá ndose. Oscuridad. No se sentí a feliz. No era feliz. Pronunció las palabras para sí mismo. Reconocí a que é ste era el verdadero estado de sus asuntos. Llevaba su felicidad como una má scara, y la muchacha se habí a marchado con su careta y no habí a medio de ir hasta su puerta y pedir que se la devolviera.

 

Sin encender la luz, Montag imaginó qué aspecto tendrí a la habitació n. Su esposa tendida en la cama, descubierta y frí a, como un cuerpo expuesto en el borde de la tumba, su mirada fija en el techo mediante invisibles hilos de acero, inamovibles. Y en sus orejas las diminutas conchas, las radios como dedales fuertemente apretadas, y un océ ano electró nico de sonido, de mú sica y palabras, afluyendo sin cesar a las playas de su cerebro despierto. Desde luego la habitació n estaba vací a noche, las olas llegaban y se la llevaban con 51 gran marea de sonido, flotando, ojiabierta hacia la mañ ana en que Mildred no hubiese navegado por aquel mar, no se hubiese adentrado espontá neamente por ter-

 

cera vez

 

La habitació n era fresca; sin embargo, Montag sin- que no podí a respirar. No querí a correr las cortinas y abrir los ventanales, porque no deseaba que la luna penetrara en el cuarto.

 

por lo tanto, con la sensació n de un hombre que ha de morir en menos de una hora, por falta de aire que respirar, se dirigió a tientas hacia su cama abierta, separada y, en consecuencia frí a.

 

Un momento antes de que su pie tropezara con el objeto que habí a en el suelo, advirtió lo que iba a ocurrir. Se asemejaba a la sensació n que habí a experimentado antes de doblar la esquina y atropellar casi a la muchacha. Su pie, al enviar vibraciones hacia delante, habí a recibido los ecos de la pequeñ a barrera que se cruzaba en su camino antes de que llegara a alcanzarlo. El objeto produjo un tintineo sordo y se deslizó en la oscuridad.

 

Montag permaneció muy erguido, atento a cualquier sonido de la persona que ocupaba la oscura cama en la oscuridad totalmente impenetrable. La respiració n que surgí a por la nariz era tan dé bil que só lo afectaba a las formas má s superficiales de vida, una diminuta hoja, una pluma negra, una fibra de cabello.

 

Montag seguí a sin desear una luz exterior. Sacó su encendedor, oyó que la salamandra rascaba en el disco de plata, produjo un chasquido...

 

Dos pequeñ as lunas le miraron a la luz de la llamita; dos lunas pá lidas, hundidas en un arroyo de agua clara, sobre las que pasaba la vida del mundo, sin alcanzarlas.

 

-¡ Mildred!

 

El rostro de ella era como una isla cubierta de nieve sobre la que podí a caer la lluvia sin causar ningú n efecto; sobre la que podí an pasar las movibles sombras de las nubes, sin causarle ningú n efecto. Só lo habí a el canto de las diminutas radios en sus orejas hermé ticamente taponadas, y su mirada vidriosa, y su respiració n suave, dé bil, y su indiferencia hacia los movimientos de Montag.

 

El objeto que é l habí a enviado a rodar con el resplandeció bajo el borde de su propia cama. La botellita de cristal previamente llena con treinta pí ldoras para dormir y que, ahora, aparecí a destapada y vací a a la luz de su encendedor.

 

Mientras permanecí a inmó vil, el cielo que se extendí a sobre la casa empezó a aullar. Se produjo un sonido desgarrador, como si dos manos gigantes hubiesen desgarrado por la costura veinte mil kiló metros de tela negra. Montag se sintió partido en dos. Le pareció que su pecho se hundí a y se desgarraba. -Las bombas cohetes siguieron pasando, pasando, una, dos, una dos, seis de ellas, nueve de ellas, doce de ellas, una y una y otra y otra lanzaron sus aullidos por é l. Montag abrió la boca y dejó que el chillido penetrara y volviera a salir entre sus dientes descubiertos. La casa se estremeció El encendedor se apagó en sus manos. Las dos pequeñ as lunas desaparecieron. Montag sintió que su mano se precipitaba hacia el telé fono.

 

Los cohetes habí an desaparecido. Montag sintió que sus labios se moví an, rozaban el micró fono del aparato telefó nico.

 

-Hospital de urgencia.

 

Un susurro terrible.

 

Montag sintió que las estrellas habí an sido pulverizadas por el sonido de los negros reactores, y que, la mañ ana, la tierra estarí a cubierta con su polvo, como si se tratara de una extrañ a nieve. Aqué l fue el absurdo pensamiento que se le ocurrió mientras se estremecí a. la oscuridad, mientras sus labios seguí an movié ndose.

 

 

Tení an aquella má quina. En realidad, tení an dos. Una de ellas se deslizaba hasta el estó mago como una cobra negra que bajara por un pozo en busca de agua antigua y del tiempo antiguo reunidos allí. Bebí a la sustancia verduzca que subí a a la superficie en un lento hervir. ¿ Bebí a de la oscuridad? ¿ Absorbí a todos los venenos acumulados por los añ os? Se alimentaba en silencio, con un ocasional sonido de asfixia interna y ciega bú squeda. Aquello tení a un Ojo. El impasible operario de la má quina podí a, ponié ndose un casco ó ptico especial, atisbar en el alma de la persona a quien estaba analizando. ¿ Qué veí a el Ojo? No lo decí a. Montag veí a, aunque sin ver, lo que el Ojo estaba viendo. Toda la operació n guardaba cierta semejanza con la excavació n de una zanja en el patio de su propia casa. La mujer que yací a en la cama no era má s que un duro estrato de má rmol al que habí an llegado. De todos modos, adelante, hundamos má s el taladro, extraigamos el vací o, si es que podí a sacarse el vací o mediante la succió n de la serpiente.

 

El operario fumaba un cigarrillo. La otra má quina funcionaba tambié n.

 

La manejaba un individuo igualmente impasible, vestido con un mono de color pardo rojizo. Esta má quina extraí a toda la sangre del cuerpo y la sustituí a por sangre nueva y suero.

 

-Hemos de limpiamos de ambas maneras -dijo el operario, incliná ndose sobre la silenciosa mujer-. Es inú til lavar el estó mago si no se lava la sangre. Si se deja esa sustancia en la sangre, é sta golpea el cerebro con la fuerza de un mazo, mil, dos mil veces, hasta que el cerebro ya no puede má s y se apaga.

 

-¡ Deté nganse! -exclamó Montag-.

 

-Es lo que iba a decir -dijo el operario-.

 

-¿ Han terminado?

 

Los hombres empaquetaron las má quinas.

 

-Estamos listos..

 

La có lera de Montag ni siquiera les afectó. Permanecieron con el cigarrillo en los labios, sin que el humo que penetraba en su nariz y sus ojos les hiciera parpadear.

 

-Será n cincuenta dó lares.

 

-Ante todo, ¿ por qué no me dicen si sanará?

 

-¡ Claro que se curará! Nos llevamos todo el ve; no en esa maleta y, ahora, ya no puede afectarle. como he dicho, se saca lo viejo, se pone lo nuevo y que dan mejor que nunca.

 

-Ninguno de ustedes es mé dico. ¿ Por qué no han enviado uno?

 

-¡ Diablo! -El cigarrillo del operario se movió, sus labios-. Tenemos nueve o diez casos como é se cada noche. Tantos que hace unos cuantos añ os tuvimos que construir estas má quinas especiales. Con lente ó ptica, claro está, resultan una novedad, el re es viejo. En un caso así no hace falta doctor; lo ú nico que se requiere son dos operarios há biles y liquidar e1 problema en media hora. Bueno -se dirigió hacia! puerta-, hemos de irnos. Acabamos de recibir otra llamada en nuestra radio auricular. A diez manzanas aquí. Alguien se ha zampado una caja de pí ldoras, si vuelve a necesitamos, llá menos. Procure que su es permanezca quieta. Le hemos inyectado un antisedante, Se levantará bastante hambrienta. Hasta la vista.

 

Y los hombres cogieron la má quina y el tubo, caja de melancolí a lí quida y traspasaron la puerta.

 

Montag se dejó caer en una silla y contempló mujer. Ahora tení a los ojos cerrados, apaciblemente é l alargó una mano para sentir en la palma la tibieza la respiració n.

 

-Mildred -dijo por fin-.

 

«Somos demasiados -pensó ---. Somos miles de millones, es excesivo. Nadie conoce a nadie. Llegan u desconocidos y te violan, llegan unos desconocidos desgarran el corazó n. Llegan unos desconocidos y llevan la sangre. ¡ Vá lgame Dios! ¿ Quié nes son hombres? ¡ Jamá s les habí a visto! »

 

Transcurrió media hora.

 

El torrente sanguí neo de aquella mujer era nuevo y parecí a haberla cambiado. Sus mejillas estaban muy sonrojadas Y sus labios aparecí an frescos y llenos de color, suaves y tranquilos. Allí habí a la sangre de otra persona. Si hubiera tambié n la carne, el cerebro y la memoria de otro... Si hubiesen podido llevarse su cerebro a la lavanderí a, para vaciarle los bolsillos y limpiarlo a fondo, devolvié ndolo como nuevo a la mañ ana siguiente... Si...

 

Montag se levantó, descorrió las cortinas y abrió las ventanas de par en par para dejar entrar el aire nocturno. Eran las dos de la madrugada. ¿ Era posible que só lo hubiera transcurrido una hora desde que encontró a Clarisse McCIellan en la calle, que é l habí a entrado para encontrar la habitació n oscura, desde que su pie habí a golpeado la botellita de cristal? Só lo una hora, pero el mundo se habí a derrumbado y vuelto a constituirse con una forma nueva e incolora.

 

De la casa de Clarisse, por encima M cé sped iluminado por el claro de luna, llegó el eco de unas risas; la de Clarisse, la de sus padres y la del tí o que sonreí a tan sosegado y á vidamente. Por encima de todo, sus risas eran tranquilas y vehementes, jamá s forzadas, y procedí an de aquella casa tan brillantemente iluminada a avanzada hora de la noche, en tanto que todas las demá s estaban cerradas en sí mismas, rodeadas de oscuridad. Montag oyó las voces que hablaban, hablaban, tejiendo y volviendo a tejer su hipnó tica tela.

 

Montag salió por el ventana¡ y atravesó el cé sped, sin darse cuenta de lo que hací a. Permaneció en la sombra, frente a la casa iluminada, pensando que podí a llamar a la puerta y susurrar:

 

«Dejadrne pasar. No diré nada. Só lo deseo escuchar. ¿ De qué está is hablando? »

 

Pero, en vez de ello, permaneció inmó vil, muy frí o Con e1 rostro convertido en una má scara de hielo, escuchando una voz de hombre -¿ la del tí o? - que hablaba con tono sosegado:

 

-Bueno, al fin y al cabo, é sta es la era del tejido disponible. Dale un bufido a una persona, atá cala, ahuyé ntala, localiza otra, bufa, ataca, ahuyenta. Todo el mundo utiliza las faldas de todo el mundo. ¿ Có mo puede esperarse que uno se encariñ e por el equipo de casa cuando ni siquiera se tiene un programa o se conocen los nombres? Por cierto, ¿ qué colores de camiseta llevan cuando salen al campo?

 

Montag regresó a su casa, dejó abierta la venta comprobó el estado de Mildred, la arropó cuidadosamente y, despué s, se tumbó bajo el claro de luna, que formaba una cascada de plata en cada uno de sus ojos.

 

Una gota de lluvia. Clarisse. Otra gota. Mildred. Una tercera. El tí o. Una cuarta. El fuego esta noche. Una, Clarisse. Dos, Mildred. Tres, tí o. Cuatro, fuego. Una, Mildred, dos Clarisse. Una, dos, tres, cuatro, cinco, Clarisse, Mildred, tí o, fuego, tabletas soporí feras, hombres, tejido disponible, faldas, bufido, ataque, rechazo, Clarisse, Mildred, tí o, fuego, tabletas, tejidos, bufido, ataques, rechace. ¡ Una, dos, tres, una, dos, tres! Lluvia. La tormenta. El tí o riendo. El trueno descendiendo desde lo alto. Todo el mundo cayendo convertido en lluvia. El fuego ascendiendo en el volcá n. Todo mezclado en un estré pito ensordecedor y en un torrente, que se encaminaba hacia el amanecer.

 

-Ya no entiendo nada de nadie -dijo Montag-

 

Y dejó que una pastilla soporí fera se disolviera en su lengua.

 

 

A las nueve de la mañ ana, la cama de Mildred estaba vací a.

 

Montag se levantó apresuradamente. Su corazó n latí a rá pidamente, corrió vestí bulo abajo y se detuvo la puerta de la cocina.

 

una tostada asomó por el tostador plateado, y fue -da por una mano metá lica que la embadurnó de mantequilla derretida.

 

Mildred contempló có mo la tostada pasaba a su plato. Tení a las orejas cubiertas con abejas electró nicas que, con su susurro, ayudaban a pasar el tiempo. De pronto, la mujer levantó la mirada, vio a Montag, le saludó con la cabeza.

 

-¿ Está s bien? -preguntó Montag-.

 

Mildred era experta en leer el movimiento de los labios, a consecuencia de diez añ os de aprendizaje con las pequeñ as radios auriculares. Volvió a asentir. Introdujo otro pedazo de pan en la tostadora.

 

Montag se sentó.

 

Su esposa dijo:

 

-No entiendo por qué estoy tan hambrienta.

 

-Es que...

 



  

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