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William Golding 14 страница



Ralph habló de nuevo, elevando la voz:

—Voy a reunir la asamblea.

Les recorrió a todos con la mirada.

—¿ Dó nde está Jack?

Los muchachos se agitaron y consultaron entre sí. Un rostro pintado habló con la voz de Robert.

—Está cazando. Y ha dicho que no os dejemos entrar.

—He venido por lo del fuego —dijo Ralph— y por lo de las gafas de Piggy.

Los que formaban el grupo frente a é l se agitaron como una masa flotante, y sus risas ligeras y excitadas resonaron entre las altas rocas y fueron devueltas por estas.

Una voz habló a espaldas de Ralph.

—¿ Qué quieres?

Los mellizos saltaron al otro lado de Ralph y quedaron entre é l y la entrada. Ralph se volvió rá pidamente. Jack, reconocible por la fuerza de su personalidad y la melena roja, vení a del bosque. A cada lado de é l se arrodillaba un cazador. Los tres se escondí an tras las má scaras negras y verdes de pintura. En la hierba, detrá s de ellos, habí an depositado el cuerpo ventrudo y decapitado de una jabalina.

Piggy gimió:

—¡ Ralph! ¡ No me dejes solo!

Abrazó la roca con grotesco cuidado, apretá ndose contra ella, de espaldas al mar y a su ruido de succió n. Las risas de los salvajes se convirtieron en abierta burla.

Jack gritó por encima de aquel ruido:

—Ya te puedes largar, Ralph. Tú qué date en tu lado de la isla. É ste es mi lado y esta es mi tribu. Así que dé jame en paz.

Las burlas se desvanecieron.

—Birlaste las gafas de Piggy —dijo Ralph excitado— y tienes que devolverlas.

—¿ Ah sí? ¿ Y quié n lo dice? Ralph se volvió a é l con violencia.

—¡ Lo digo yo! Para eso me votasteis como jefe, ¿ Es que no has oí do la caracola? Fue un jugada sucia..., te habrí amos dado fuego si lo hubieras pedido...

La sangre le acudió a las mejillas y su ojo lastimado le parecí a a punto de estallar.

—Podí as haber pedido fuego cuando quisieras, pero no: tuviste que venir a escondidas, como un ladró n, a robarle a Piggy sus gafas.

—¡ Di eso otra vez!

—¡ Ladró n! ¡ Ladró n! Piggy chilló:

—¡ Ralph! ¡ Que estoy aquí!

Jack se lanzó contra Ralph y estuvo a punto de clavarle en el pecho su lanza. Ralph adivinó la direcció n del arma por la posició n del brazo de Jack y pudo esquivarla con el mango de su propia lanza. Despué s dio vuelta a su lanza y asestó a Jack un golpe cortante en la oreja. Cuerpo a cuerpo, respiraban fuertemente, se empujaban y devoraban con la mirada.

—¿ A quié n has llamado ladró n?

—¡ A ti!

Jack se libró y blandió la lanza contra Ralph. Ambos usaban ahora las lanzas como sables, sin atreverse a emplear las mortales puntas. El golpe se deslizó por la lanza de Ralph hasta llegar dolorosamente a sus dedos. Estaban de nuevo separados en posiciones invertidas: Jack del lado del Peñ ó n del Castillo y Ralph hacia la isla. Ambos respiraban aguadamente.

—Vamos, atré vete...

—Atré vete tú...

Se enfrentaban ferozmente, pero se mantení an a una distancia discreta.

—¡ Tú atré vete y verá s!

—¡ Tú atré vete...!

Piggy, pegado al suelo, intentaba llamar la atenció n de Ralph. Ralph se acercó e inclinó, sin apartar de Jack la mirada.

—Ralph... acué rdate a lo que vinimos. El fuego. Mis gafas.

Ralph asintió. Aflojó sus tensos mú sculos, se calmó y clavó en el suelo el mango de la lanza. Jack le miraba hermé ticamente a travé s de su pintura. Ralph alzó la vista hacia los piná culos, despué s la volvió al grupo de salvajes.

—Escuchadme. Os voy a decir a lo que hemos venido. Primero, tené is que devolver las gafas de Piggy. No puede ver sin ellas. Así no se juega...

La tribu de salvajes pintados se agitó en risas y la mente de Ralph vaciló. Se echó el pelo hacia atrá s y contempló la má scara verde y negra frente a é l, intentando recordar el verdadero aspecto de Jack.

Piggy murmuró:

—Y lo del fuego.

—Ah, sí. En cuanto a lo del fuego, lo vuelvo a decir. Y llevo repitié ndolo desde que caí mos en la isla. Alzó su lanza y señ aló a los salvajes.

—La ú nica esperanza es mantener una hoguera de señ al para que se vea mientras haya luz. Así puede que un barco vea el humo y venga a rescatarnos y llevarnos a casa. Pero sin ese humo vamos a tener que esperar hasta que se acerque un barco por casualidad. Podrí amos pasarnos añ os esperando; hasta hacernos viejos...

La risa tré mula, cristalina e irreal de los salvajes regó el aire y se desvaneció en la lejaní a. Una rá faga de ira sacudió a Ralph. Su voz se quebró.

—¿ Es que no lo entendé is, imbé ciles pintarrajeados? Nosotros cuatro —Sam, Eric, Piggy y yo— no somos bastantes. Tratamos de mantener viva la hoguera, pero no pudimos. Y vosotros aquí no hacé is má s que jugar a la caza...

Señ aló el lugar, detrá s de ellos, donde el hilo de humo se dispersaba en una atmó sfera de ná car.

—¡ Mirad eso! ¿ A eso le llamá is una hoguera de señ al? Eso es una fogata para cocinar. Y ahora comeré is y ya no habrá humo. ¿ Es que no lo entendé is? Puede que haya un barco allá fuera...

Calló, vencido por el silencio y la disfrazada anonimidad del grupo que defendí a la entrada. El Jefe abrió una boca sonrosada y se dirigió a Sam y Eric, que estaban entre é l y su tribu.

—Vosotros dos. Echaos hacia atrá s.

Nadie le respondió. Los mellizos, asombrados, se miraron uno al otro, mientras Piggy, tranquilizado por el cese de la violencia, se levantaba con precaució n. Jack miró a Ralph y despué s a los mellizos.

—¡ Cogedles!

Nadie se movió. Jack gritó enfurecido:

—¡ He dicho que les cojá is!

El grupo enmascarado se movió nerviosamente y rodeó a Samyeric. De nuevo corrió la cristalina risa.

Las protestas de Samyeric brotaron del corazó n del mundo civilizado.

—¡ Por favor!

—¡... en serio!

Les quitaron las lanzas.

—¡ Atadles!

Ralph gritó, consternado, a la negra y verde má scara:

—¡ Jack!

—Vamos, atadles.

El grupo de enmascarados sintió por vez primera la realidad fí sica ajena de Samyeric, y el poder que ahora tení an. Excitados y en confusió n derribaron a los mellizos. Jack estaba inspirado. Sabí a que Ralph intentarí a rescatarles. Giró en un cí rculo sibilante la lanza y Ralph tuvo el tiempo justo para esquivar el golpe. Detrá s de ellos, la tribu y los mellizos eran un montó n agitado y ruidoso. Piggy se agazapó de nuevo. Momentos despué s, los mellizos estaban en el suelo, ató nitos, rodeados por la tribu. Jack se volvió hacia Ralph y le dijo entre dientes:

—¿ Ves? Hacen lo que yo les ordeno.

De nuevo se hizo el silencio. Los mellizos se hallaban en el suelo, atados burdamente, y la tribu observaba a Ralph, en espera de su reacció n.

Les contó a travé s de su melena y lanzó una mirada al esté ril humo. Su có lera estalló. Gritó a Jack:

—¡ Eres una bestia, un cerdo y un maldito... un maldito ladró n!

Se abalanzó.

Jack comprendió que era el momento crí tico e hizo lo mismo. Chocaron uno contra el otro y el propio choque los separó. Jack lanzó un puñ etazo a Ralph que le llegó a la oreja. Ralph alcanzó a Jack en el estó mago y le hizo gemir. De nuevo quedaron cara a cara, jadeantes y furiosos, pero sin impresionarse por la ferocidad del contrario. Advirtieron el ruido que serví a de fondo a la pelea, los ví tores agudos y constantes de la tribu a sus espaldas.

La voz de Piggy llegó hasta Ralph.

—Deja que yo hable.

Estaba de pie, en medio del polvo desencadenado por la lucha, y cuando la tribu advirtió su intenció n los ví tores se transformaron en un prolongado abucheo.

Piggy alzó la caracola; el abucheo cedió un poco para surgir despué s con má s fuerza.

—¡ Tengo la caracola! Volvió a gritar:

—¡ Os digo que tengo la caracola!

Sorprendentemente, se hizo el silencio esta vez; la tribu sentí a curiosidad por oí r las divertidas cosas que dirí a.

Silencio y pausa; pero en el silencio, un extrañ o ruido, como de aire silbante, se produjo cerca de la cabeza de Ralph. Le prestó atenció n a medias, pero volvió a oí rse. Era un ligero «zup». Alguien arrojaba piedras; era Roger, que aú n tení a una mano sobre la palanca. A sus pies, Ralph no era má s que un montó n de pelos y Piggy un saco de grasa.

—Esto es lo que quiero deciros, que os está is comportando como una pandilla de crí os.

Volvieron a abuchearle y a guardar silencio cuando Piggy alzó la blanca y má gica caracola.

—¿ Qué es mejor, ser una panda de negros pintarrajeados como vosotros o tener sentido comú n como Ralph?

Se alzó un gran clamor entre los salvajes. De nuevo gritó Piggy:

—¿ Qué es mejor, tener reglas y estar todos de acuerdo o cazar y matar?

De nuevo el clamor y de nuevo: «¡ Zup! ». Ralph trató de hacerse oí r entre el alboroto.

—¿ Qué es mejor, la ley y el rescate o cazar y destrozarlo todo?

Ahora tambié n Jack gritaba y ya no se podí an oí r las palabras de Ralph. Jack habí a retrocedido hasta reunirse con la tribu y constituí an una masa compacta, amenazadora, con sus lanzas erizadas. Empezaba a atraerles la idea de atacar; se prepararon, decididos a llevarlo a cabo y despejar así el istmo. Ralph se encontraba frente a ellos, ligeramente desviado a un lado y con la lanza preparada. Junto a é l estaba Piggy, siempre en sus manos el talismá n, la frá gil y refulgente belleza de la caracola. La tormenta de ruido les alcanzó como un conjuro de odio. Roger, en lo alto, apoyó todo su peso sobre la palanca, con delirante abandono.

Ralph oyó la enorme roca mucho antes de verla. Sintió el temblor de la tierra a travé s de las plantas de los pies y oyó el ruido de las piedras quebrá ndose sobre el acantilado. Entonces, la monstruosa masa encarnada saltó al istmo y Ralph se arrojó al suelo mientras la tribu prorrumpí a en chillidos.

La roca dio de pleno sobre el cuerpo de Piggy, desde el mentó n a las rodillas: la caracola estalló en un millar de blancos fragmentos y dejó de existir. Piggy, sin una palabra, sin tiempo ni para un lamento, saltó por los aires, al costado de la roca, girando al mismo tiempo. La roca botó dos veces y se perdió en la selva. Piggy cayó a má s de doce metros de distancia y quedó tendido boca arriba sobre la cuadrada losa roja que emergí a del mar. El crá neo se partió y de é l salió una materia que enrojeció en seguida. Los brazos y las piernas de Piggy temblaron un poco, como las patas de un cerdo despué s de ser degollado. El mar respiró de nuevo con un largo y pausado suspiro; las aguas hirvieron, blancas y rosadas, sobre la roca, y al retirarse, en la succió n, el cuerpo de Piggy habí a desaparecido. El silencio aquella vez fue total. Los labios de Ralph esbozaron una palabra, pero no surgió sonido alguno.

Bruscamente, Jack se separó de la tribu y empezó a gritar enfurecido:

—¿ Ves? ¿ Ves? ¡ Eso es lo que te espera! ¡ Lo digo en serio! ¡ Te has quedado sin caracola! Corrió inclinado hacia delante.

—¡ Soy el Jefe!

Con maldad, con la peor intenció n, arrojó su lanza contra Ralph. La punta rasgó la piel y la carne sobre las costillas de Ralph; se partió y se fue a parar al agua. Ralph estuvo a punto de desvanecerse, má s por el pá nico que por el dolor, y la tribu, que gritaba ahora con la misma violencia que su Jefe, avanzó hacia é l. Sintió junto a su mejilla el zumbido de otra lanza, que no logró alcanzarle por estar curvada, y despué s, otra, arrojada desde lo alto por Roger. Los mellizos quedaban escondidos detrá s de la tribu, y los anó nimos rostros diabó licos invadí an el istmo. Ralph dio vuelta y escapó. A sus espaldas surgió un gran ruido que parecí a proceder de innumerables gaviotas. Obedeciendo a un instinto hasta entonces ignorado por é l, giró bruscamente hacia el descampado y las lanzas se perdieron en el espacio. Vio el cuerpo decapitado del cerdo y pudo saltar a tiempo sobre é l. Momentos despué s entraba bajo la protecció n de la selva, aplastando ramas y follaje.

El jefe se paró junto al cerdo abatido, dio la vuelta y alzó los brazos.

—¡ Atrá s! ¡ A la fortaleza!

Pronto regresó la bulliciosa tribu al istmo, donde Roger salió a su encuentro. El Jefe le habló con dureza:

—¿ Por qué no está s de guardia?

Los ojos de Roger reflejaban gravedad.

—Acababa de bajar para...

Emanaba de é l ese horror que infunde el verdugo. El Jefe no le dijo má s y volvió su mirada hacia Samyeric.

—Tené is que entrar en la tribu.

—Sué ltame...

—... y a mí.

El Jefe arrebató una de las pocas lanzas que quedaban y con ella sacudió las costillas a Sam.

—¿ Qué es lo que te proponí as, eh? —dijo el enfurecido Jefe—. ¿ Qué es eso de venir aquí con lanzas? ¿ Qué es eso de negarte a entrar en mi tribu, eh?

Los movimientos de la lanza se sucedí an rí tmicamente. Sam gritó:

— ¡ Así no se juega!

Roger pasó junto al jefe y estuvo a punto de empujarle con el hombro. Los gritos cesaron; Samyeric, tendidos en el suelo, alzaban los ojos en mudo terror. Roger se acercó a ellos como quien esgrime una misteriosa autoridad.

Ralph se habí a detenido en un soto a examinar sus heridas. La parte afectada cubrí a varios centí metros del lado derecho del tó rax, y una herida inflamada y ensangrentada señ alaba el lugar donde la lanza le habí a alcanzado. Tení a la melena cubierta de suciedad y los mechones de pelo se enredaban como los zarcillos de una trepadora. Se habí a producido arañ azos y erosiones en todo el cuerpo durante su huida por el bosque. Cuando por fin recobró el aliento decidió que el cuidado de sus heridas habrí a de esperar. ¿ Có mo iba a oí r el paso de unos pies descalzos si se encontraba chapuzá ndose en el agua? ¿ Có mo iba a estar a salvo junto al arroyuelo o en la playa abierta?

Escuchó atentamente. No se hallaba muy lejos del Peñ ó n del Castillo. En los primeros momentos de pá nico creyó oí r el ruido de la persecució n, pero no habí a sido má s que una breve incursió n de los cazadores por los bordes de la zona boscosa, quizá en busca de las lanzas perdidas, porque al poco rato corrieron de vuelta hacia la soleada roca como si les hubiese aterrado la oscuridad bajo el follaje. Habí a logrado ver a uno de ellos, una figura de rayas marrones, negras y rojas que le pareció ser Bill. Pero, pensó Ralph, realmente no era Bill. La imagen de aquel salvaje se negaba siempre a fundirse con la antigua estampa de un muchacho que vestí a camiseta y pantalones cortos.

La tarde avanzó; las manchas circulares de sol pasaban sin descanso sobre la verde fronda y las fibras pardas, pero no llegaba ruido alguno del peñ ó n. Por fin, Ralph se deslizó entre los helechos y salió sigilosamente hasta el borde de los impenetrables matorrales frente al istmo. Ya en el borde, se asomó con extraordinaria cautela entre unas ramas y vio a Robert montando guardia en la cima del acantilado. En la mano izquierda sostení a una lanza y con la derecha arrojaba al aire una piedra que luego volví a a recoger. Tras é l se alzaba una columna de humo espeso. Ralph sintió un cosquilleo en la nariz y la boca se le hizo agua. Se pasó el dorso de una mano por la cara y por vez primera desde la mañ ana sintió hambre. La tribu, seguramente, estarí a sentada alrededor del destripado cerdo, viendo có mo su grasa goteaba y ardí a entre las ascuas. Estarí an embobados en el festí n. Un nuevo rostro que no reconoció apareció junto a Robert y le entregó algo; luego dio la vuelta y desapareció detrá s de la roca. Robert dejó la lanza en la roca a su lado y empezó a comer algo que sostení a en las manos. El festí n, al parecer, habí a comenzado y el vigilante acababa de recibir su porció n.

Ralph comprendió que por el momento no corrí a riesgo. Se alejó cojeando hacia los frutales, atraí do por aquel mí sero alimento, pero amargado por el recuerdo del festí n. Hoy festí n, y mañ ana...

Intentó, aunque sin lograrlo, convencerse a sí mismo de que quizá se olvidasen de é l, llegando incluso a declararle desterrado. Pero, en seguida, el instinto le devolví a a la negra e inmediata realidad. La destrucció n de la caracola y las muertes de Piggy y Simó n cubrí an la isla como una niebla. Aquellos salvajes pintados se atreverí an a má s y má s violencias. Ademá s, aú n existí a aquella indefinible relació n entre é l y Jack, que jamá s le dejarí a en paz, jamá s.

Se detuvo, su rostro salpicado por el sol, y se arrimó a una rama, dispuesto a esconderse tras ella. Le sacudió un espasmo de terror y exclamó en voz alta:

—No. No son de verdad tan malos. Fue un accidente.

Pasó bajo la rama, corrió inseguro y despué s se detuvo a escuchar. Llegó a la devastada zona de los frutales y comió con voracidad. Encontró a dos de los pequeñ os e, ignorando por completo su propio aspecto, se extrañ ó de verlos salir gritando.

Despué s de comer se dirigió a la playa. El sol llegaba ahora inclinado sobre las palmeras, junto al destrozado refugio. Allí estaban la plataforma y la poza. Lo mejor era rechazar aquel peso que le oprimí a el corazó n y confiar en el sentido comú n de la tribu, en la cordura que el sol de la mañ ana les devolverí a. Ahora que la tribu habí a comido, lo ló gico era que lo intentase de nuevo. Y, ademá s, no podí a quedarse allí toda la noche, en un refugio vací o junto a la playa abandonada. La piel se le erizó y todo su ser tembló bajo el sol vespertino. Ni hoguera, ni humo, ni rescate. Se volvió y marchó cojeando a travé s del bosque, hacia el extremo de la isla que le pertenecí a a Jack.

Los rayos oblicuos del sol se perdí an entre las ramas. Llegó por fin a un claro en la selva donde la roca impedí a el crecimiento de la vegetació n. En aquellos momentos no era má s que una charca de sombras y Ralph estuvo a punto de estrellarse contra un á rbol cuando vio algo en el centro; pero pronto advirtió que el blanco rostro era en realidad hueso, que la calavera del cerdo le sonreí a desde el extremo de una estaca. Se dirigió lentamente hacia el centro del claro y contempló fijamente el crá neo que brillaba con la mejor blancura de la caracola y parecí a sonreí rle burlonamente. Una hormiga curioseaba en la cuenca de uno de los ojos, pero aparte de eso, aquel objeto no ofrecí a señ al de vida.

¿ O sí?

Un escalofrí o le recorrió la espalda. Se paró para apartarse de los ojos, con ambas manos, el pelo. El crá neo y su propio rostro se encontraban casi al mismo nivel; los dientes se mostraban en una sonrisa, y las vací as cuencas parecí an sujetar, como por magia, la mirada de Ralph. ¿ Qué era aquello?

El crá neo le contemplaba como alguien que conoce todas las respuestas, pero se niega a revelarlas. Se vio sobrecogido de pá nico e ira febriles. Golpeó con furia aquella cosa asquerosa que se balanceaba frente a é l como un juguete y volví a a su sitio siempre con la misma sonrisa, obligando a Ralph a asestarle nuevos golpes y a gritarle sus insultos. Se detuvo para frotarse los nudillos lastimados y contemplar la estaca vací a, mientras el crá neo, partido en dos, le sonreí a aú n desde el suelo a dos metros. Arrancó la temblorosa estaca y a modo de lanza lo interpuso entre é l y los blancos trozos. Despué s se apartó poco a poco, sin desviar la mirada de aquel crá neo que sonreí a al cielo.

Cuando el verde resplandor del horizonte desapareció y llegó la noche, Ralph regresó al soto frente al Peñ ó n del Castillo. Al asomarse comprobó que la cima aú n estaba ocupada y que el vigilante, quienquiera que fuese, tení a su lanza preparada. Se arrodilló entre las sombras, con una amarga sensació n de soledad. Eran salvajes, desde luego, pero eran personas como é l. Y en aquellos momentos los escondidos terrores de la profunda noche emprendí an su camino.

Ralph gimió quedamente. A pesar de su agotamiento, el temor a la tribu no le permití a cobijarse en el descanso ni el sueñ o. ¿ No serí a posible penetrar osadamente en la fortaleza, decir «vengo en son de paz», sonreí r y dormir en compañ í a de los otros? ¿ No podrí a actuar como si aú n fueran niñ os, colegiales que en otro tiempo decí an cosas como «Señ or, sí, señ or» y llevaban gorras de uniforme? La respuesta del sol mañ anero quizá hubiera sido «sí », pero la oscuridad y el terror de la muerte decí an «no». Allí tumbado, en la oscuridad, comprendió que era un desterrado.

—Y só lo por tener un poco de sentido comú n.

Se frotó una mejilla con el antebrazo y pudo percibir el á spero olor a sal y sudor y el hedor de la suciedad. A su izquierda, las olas del océ ano respiraban, se contraí an y volví an a hervir sobre la roca.

Oyó ruidos que vení an de detrá s del Peñ ó n del Castillo. Escuchó atentamente, desviando su mente del movimiento del mar, y logró descifrar un cá ntico familiar.

¡ Mata a la fiera! ¡ Có rtale el cuello! ¡ Derrama su sangre!

La tribu danzaba. En alguna parte, tras aquella rocosa muralla, habrí a un cí rculo oscuro, un fuego resplandeciente y carne. Estarí an saboreando tanto el alimento como el sosiego de su seguridad.

Un ruido má s cercano le espantó. Unos cuantos salvajes escalaban el Peñ ó n del Castillo hacia la cima y pudo oí r algunas voces. Se acercó unos cuantos metros a gatas y observó que la figura sobre la roca cambiaba de forma y se agrandaba. Só lo dos muchachos en toda la isla hablaban y se moví an de aquel modo.

Ralph reclinó la cabeza sobre los brazos y aceptó aquel descubrimiento como una nueva herida. Samyeric se habí an unido a Ja tribu. Defendí an el Peñ ó n del Castillo contra é l. No habí a posibilidad alguna de rescatarles y formar con ellos una tribu de deportados, al otro extremo de la isla. Samyeric eran salvajes como los demá s; Piggy habí a muerto y la caracola estallado en mil pedazos. Al cabo de un rato, el vigilante se retiró. Los dos que permanecieron no parecí an sino una oscura prolongació n de la roca. Tras ellos apareció una estrella que fue momentá neamente eclipsada por el movimiento de las siluetas.

Ralph siguió adelante a gatas, tanteando el escarpado terreno como un ciego. Vastas extensiones de aguas apenas perceptibles se extendí an a su derecha y junto a su mano izquierda estaba el inquieto océ ano, tan temible como la boca de un pozo. Una vez por minuto las aguas se alzaban en torno a la losa de la muerte y caí an como flores en una pradera de blancura. Ralph siguió a rastras hasta que alcanzó el borde de la entrada. Justo encima de é l se hallaban los vigí as y pudo ver la punta de una lanza asomando sobre la roca. Muy suavemente llamó:

—Samyeric...

No hubo respuesta. Debí a hablar má s alto si querí a hacerse oí r, pero así llamarí a la atenció n de aquellos seres pintarrajeados y hostiles que festejaban junto al fuego. Se armó de valor y empezó a escalar, buscando a tientas los salientes de la roca. La estaca que habí a servido de soporte a una calavera le estorbaba, pero no querí a deshacerse de su ú nica arma. Estaba casi a la altura de los mellizos cuando habló de nuevo.

—Samyeric...

Oyó una exclamació n y un brusco movimiento en la roca. Los mellizos estaban abrazados, balbuceando algo indescifrable.

—Soy yo, Ralph.

Atemorizado por si salí an corriendo a dar la alarma, se alzó hasta asomar la cabeza y los hombros sobre el borde de la cima. Bajo é l, a gran distancia, pudo ver la luminosa floració n envolviendo la losa.

—Soy yo, no os asusté is.

Por fin se agacharon y vieron su cara.

—Creí amos que era...

—... no sabí amos lo que era...

—... creí amos...

Recordaron su nuevo y vergonzoso vasallaje. Eric permaneció callado, pero Sam se esforzó por cumplir con su deber.

—Será mejor que te vayas, Ralph. Vete ya... Sacudió su lanza, esbozando un gesto ené rgico.

—Lá rgate, ¿ me oyes?

Eric le secundó con la cabeza y sacudió la lanza en el aire. Ralph se apoyó sobre sus brazos, sin moverse.

—Os vine a ver a los dos.

Hablaba con gran esfuerzo; sentí a dolor en la garganta, aunque no la tení a herida.

—Os vine a ver a los dos...

Meras palabras no podí an expresar el sordo dolor que sentí a. Guardó silencio, mientras las brillantes estrellas se derramaban y bailaban por todo el cielo. Sam se movió intranquilo.

—En serio, Ralph, es mejor que te vayas. Ralph volvió a alzar los ojos.

—Vosotros dos no os habé is pintarrajeado. ¿ Có mo podé is...? Si fuese de dí a...

Si fuese de dí a sentirí an el escozor de la vergü enza por admitir aquellas cosas. Pero la noche era oscura. Eric habló primero, pero en seguida los mellizos reanudaron su habla antifonal.

—Tienes que irte porque aquí no está s seguro...

—... nos obligaron. Nos hicieron dañ o...

—¿ Quié n? ¿ Jack?

—Oh no...

Se inclinaron cerca de é l y bajaron sus voces.

—Vete, Ralph...

—... es una tribu...

—... no podí amos hacer otra cosa... Cuando de nuevo habló Ralph, lo hizo con voz má s apagada; parecí a faltarle el aliento.

—¿ Pero qué he hecho yo? Me era simpá tico... y yo só lo querí a que nos viniesen a rescatar...

De nuevo se derramaron las estrellas por el cielo. Eric sacudió la cabeza preocupado.

—Escucha, Ralph. No trates de hacer las cosas con sentido comú n. Eso ya se acabó...



  

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