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William Golding 7 страница



Al instante se produjo un tumulto. Algunos muchachos se pusieron de pie a gritar mientras Ralph les contestaba con otros gritos.

—Porque si queré is una hoguera para cocer pescado o cangrejos no os va a pasar nada por subir hasta la montañ a. Así podremos estar seguros.

A la luz del sol poniente, una multitud de manos re clamaban la caracola. Ralph la apretó contra su cuerpo y de un brinco se subió al tronco.

—Eso era todo lo que os querí a decir. Y ya está dicho. Me votasteis para jefe, así que tené is que hacer lo que yo diga.

Se fueron calmando poco a poco hasta volver por fin a sus asientos. Ralph saltó al suelo y les habló con su voz normal.

—Así que no lo olvidé is. Las rocas son los retretes. Hay que mantener vivo el fuego para que el humo sirva de señ al. No se puede bajar lumbre de la montañ a; subid allí la comida.

Jack, con semblante ceñ udo bajo la penumbra, se levantó y tendió los brazos.

—Todaví a no he terminado.

—¡ Pero si no has hecho má s que hablar y hablar!

—Tengo la caracola.

Jack se sentó refunfuñ ando.

—Y ya lo ú ltimo. Esto lo podemos discutir si queré is. Aguardó hasta que en la plataforma reinó un silencio total.

—Las cosas no marchan bien. No sé por qué. Al principio está bamos bien; está bamos contentos. Luego...

Movió la caracola suavemente, mirando hacia lo lejos, sin fijarse en nada, acordá ndose de la fiera, de la serpiente, de la hoguera, de las alusiones al miedo.

—Luego la gente empezó a asustarse.

Un murmullo, . casi un gemido, surgió y desapareció. Jack habí a dejado de afilar el palo. Ralph continuó bruscamente:

—Pero esas cosas son chiquilladas. Eso ya lo arreglaremos. Así que, lo ú ltimo, la parte que podemos discutir, es ver si decidimos algo sobre el miedo.

El pelo le volví a a caer sobre los ojos.

—Tenemos que hablar de ese miedo y convencernos de que no hay motivo. Yo tambié n me asusto a veces, ¡ pero é sas son tonterí as! Como los fantasmas. Luego, cuando nos hayamos convencido, podremos empezar de nuevo y tener cuidado de cosas como la hoguera.

La imagen de tres muchachos paseando por la alegre playa cruzó su mente.

—Y ser felices.

Con gran ceremonia colocó Ralph Ja caracola sobre el tronco como señ al de que el discurso habí a acabado. La escasa luz solar les llegaba horizontalmente.

Jack se levantó y cogió la caracola.

—De modo que é sta es una reunió n para arreglar las cosas. Pues yo os diré lo que hay que arreglar. Los peques sois los que habé is empezado todo esto, con tanto hablar del miedo. ¡ Fieras! ¿ De dó nde iban a venir? Pues claro que nos entra miedo a veces, pero nos aguantamos. Ralph dice que chillá is durante la noche. Eso no son má s que pesadillas. Ademá s, ni cazá is, ni construí s refugios, ni ayudá is..., sois un montó n de lloricas y miedicas. Eso es lo que sois. Y en cuanto al miedo... os aguantá is igual que hacemos todos.

Ralph miraba boquiabierto a Jack, pero Jack no le prestó atenció n.

—Tené is que daros cuenta que el miedo no os puede hacer má s dañ o que un sueñ o. No hay bestias feroces en esta isla.

Recorrió con la mirada la fila de peques que cuchicheaban entre sí.

—Merecé is que viniese de verdad una fiera a asustaros; sois una pandilla de lloricas inú tiles. ¡ Pero da la casualidad que no hay ningú n animal...!

Ralph interrumpió malhumorado:

—¿ De qué está s hablando? ¿ Quié n ha dicho nada de animales?

—Tú, el otro dí a. Dijiste que soñ aban y que empezaban a gritar. Ahora todo el mundo habla... y no só lo los peques, a veces tambié n mis cazadores... hablan de algo, de una cosa oscura, de una fiera o algo que se parece a un animal. Les he oí do. ¿ No lo sabí as, a que no? Ahora escuchadme. No hay aní males grandes en las islas pequeñ as. Só lo cerdos salvajes. Los leones y tigres só lo se ven en los paí ses grandes, como Á frica y la India...

—Y en el zooló gico...

—La caracola la tengo yo. Ahora no estoy hablando del miedo; hablo de la fiera. Podé is tener miedo si queré is. Pero en cuanto a esa fiera...

Jack calló, meciendo la caracola, y se volvió a los cazadores, que seguí an portando las sucias gorras negras.

—¿ Soy cazador o no?

Asintieron, sin má s. Pues claro que era un cazador. Nadie lo dudaba.

—Pues bien... he recorrido toda la isla. Yo solo. Si hubiese una fiera ya la habrí a visto. Seguiré is con el miedo porque sois así... pero no hay ninguna fiera en el bosque.

Jack devolvió la caracola y se sentó. Toda la asamblea prorrumpió en aplausos de alivio.

Entonces alzó Piggy el brazo.

—No estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho Jack; só lo con una parte. Claro que no hay una fiera en el bosque. ¿ Có mo iba a haberla? ¿ Qué comerí a una fiera?

—Cerdo.

—El cerdo lo comemos nosotros.

—¡ Cerdito! ¡ Piggy!

—¡ Tengo la caracola! —dijo Piggy indignado— Ralph, tienen que callarse, ¿ a que sí? ¡ Vosotros, los peques, a callar! Lo que quiero decir es que no estoy de acuerdo con eso del miedo. Claro que no hay nada para asustarse en el bosque. ¡ Yo tambié n he estado en el bosque! Luego empezaré is a hablar de fantasmas y cosas así. Sabemos todo lo que pasa en la isla y, si pasa algo malo, ya lo arreglará alguien.

Se quitó las gafas y guiñ ó los ojos. El sol habí a desaparecido como si alguien lo hubiese apagado.

Se dispuso a explicarles:

—Si os entra dolor de vientre, aunque sea pequeñ o o grande...

—El tuyo sí que es bien grande.

—Cuando acabé is de reí r, a lo mejor podemos seguir con la reunió n. Y si esos peques se vuelven a subir al columpio se van a caer en un periquete. Así que ya pueden sentarse en el suelo y escuchar. No. Hay mé dicos para todos, hasta para dentro de la mente. No me vais a decir que tenemos que pasarnos la vida asustados por nada. La vida —dijo Piggy animadamente— es una cosa cientí fica, eso es lo que es. Dentro de un añ o o dos, cuando acabe la guerra, ya se estará viajando a Marte y volviendo. Sé que no hay una fiera... con garras y todo eso, quiero decir, y tambié n sé que no hay que tener miedo.

Hubo una pausa.

—A no ser que... Ralph se movió inquieto.

—A no ser que, ¿ qué?

—Que nos dé miedo la gente.

Se oyó un rumor, mitad risa y mitad mofa, entre los muchachos.

Piggy agachó la cabeza y continuó rá pidamente:

—Así que vamos a preguntar a ese peque que habló de una fiera y a lo mejor le podemos convencer de que son tonterí as suyas.

Los peques se pusieron a charlar entre sí, hasta que uno de ellos se adelantó unos pasos.

—¿ Có mo te llamas?

—Phil.

Tení a bastante aplomo para ser uno de los peques; tendió los brazos y meció la caracola al estilo de Ralph, mirando en torno suyo antes de hablar, para atraerse la atenció n de todos.

—Anoche tuve un sueñ o..., un sueñ o terrible..., luchaba con algo. Estaba yo solo, fuera del refugio, y luchaba con algo, con esas cosas retorcidas de los á rboles.

Se detuvo y los otros peques rieron con aterrado compañ erismo.

—Entonces me asusté y me desperté. Y estaba solo fuera del refugio en la oscuridad y las cosas retorcidas se habí an ido.

El intenso horror de lo que contaba, algo tan posible y tan claramente aterrador, les mantení a a todos en silencio. La voz del niñ o siguió trinando desde el otro lado de la blanca caracola.

—Y me asusté, y empecé a llamar a Ralph, y entonces vi que se moví a algo entre los á rboles, una cosa grande y horrible.

Calló, medio asustado por aquel recuerdo, pero orgulloso de la sensació n que iba causando en los demá s.

—Eso fue una pesadilla —dijo Ralph—; caminaba dormido.

La asamblea murmuró en tí mido acuerdo. El pequeñ o movió la cabeza obstinadamente.

—Estaba dormido cuando esas cosas retorcidas luchaban, y cuando se fueron estaba despierto y vi una cosa grande y horrible que se moví a entre los á rboles.

Ralph recogió la caracola y el peque se sentó.

—Estabas dormido. No habí a nadie allí. ¿ Có mo iba a haber alguien rondando por la selva en la noche? ¿ Fue alguno de vosotros? ¿ Salió alguien?

Hubo una larga pausa mientras la asamblea sonreí a ante la idea de alguien paseá ndose en la oscuridad. Entonces se levantó Simó n, y Ralph le miró estupefacto.

—¡ Tú! ¿ Qué tení as que husmear en la oscuridad? Simó n, deseoso de acabar de una vez, arrebató la caracola.

—Querí a... ir a un sitio..., a un sitio que conozco.

—¿ Qué sitio?

—A un sitio que conozco. Un sitio en la jungla.

Dudó.

Jack resolvió para ellos la duda con aquel desprecio en su voz capaz de expresar tanta burla y resolució n a la vez:

—Serí a un apretó n.

Sintiendo la humillació n de Simó n, Ralph cogió de nuevo la caracola, y al hacerlo le miró a la cara con severidad.

—No vuelvas a hacerlo. ¿ Me oyes? No vuelvas a hacer eso de noche. Ya tenemos bastantes tonterí as con lo de las fieras para que los peques te vean deslizá ndote por ahí como un...

La risa burlona que se produjo indicaba miedo y censura. Simó n abrió la boca para decir algo, pero Ralph tení a la caracola, de modo que se retiró a su asiento. Cuando la asamblea se apaciguó, Ralph se volvió hacia Piggy.

—¿ Qué má s, Piggy?

—Habí a otro. Ese.

Los peques empujaron a Percival hacia adelante y le dejaron solo. Estaba en el centro, con la hierba hasta las rodillas, y miraba a sus ocultos pí es, tratando de hacerse la ilusió n de hallarse dentro de una tienda de campañ a. Ralph se acordó de otro niñ o que habí a adoptado aquella misma postura y apartó rá pidamente aquel recuerdo. Habí a alejado de sí aquel pensamiento, habí a conseguido retirarlo de su vista, pero ante un recuerdo tan rotundo como este volví a a la superficie. No habí an vuelto a hacer recuento de los niñ os, en parte porque no habí a manera de asegurarse que en é l quedaran todos incluidos, y en parte porque Ralph conocí a la respuesta a una, por lo menos, de las preguntas que Piggy formulase en la cima de la montañ a. Habí a niñ os pequeñ os, rubios, morenos, con pecas, y todos ellos sucios, pero observaba siempre con espanto que ninguno de esos rostros tení a un defecto especial. Nadie habí a vuelto a ver la mancha de nacimiento morada. Pero Piggy habí a estado tan insistente aquel dí a, habí a estado tan dominante al interrogar... Admitiendo tá citamente que recordaba aquello que no podí a mencionarse, Ralph hizo un gesto a Piggy.

—Venga. Pregú ntale.

Piggy se arrodilló con la caracola en las manos.

—Vamos a ver, ¿ có mo te llamas?

El niñ o se fue acurrucando en su tienda de campañ a. Piggy, derrotado, se volvió hacia Ralph, que dijo con severidad:

—¿ Có mo te llamas?

Aburrida por el silencio y la negativa, la asamblea prorrumpió en un sonsonete:

—¿ Có mo te llamas? ¿ Có mo te llamas?

—¡ A callar!

Ralph contempló al muchacho en el crepú sculo.

—Ahora dinos, ¿ có mo te llamas?

—Percival Wemys Madison, La Vicarí a, Harcourt St. Anthony, Hants, telé fono, telé fono, telé...

El pequeñ o, como si aquella informació n estuviese profundamente enraizada en las fuentes del dolor, se echó a llorar. Empezó con pucheros, despué s las lá grimas le saltaron a los ojos y sus labios se abrieron mostrando un negro agujero cuadrado. Pareció al principio una imagen muda del dolor, pero despué s dejó salir un lamento fuerte y prolongado como el de la caracola.

—¿ Te quieres callar? ¡ Cá llate!

Pero Percival Wemys Madison no querí a callar. Habí an perforado un manantial que no cedí a ni a la autoridad ni a la presió n fí sica. Gemido tras gemido continuó su llanto, que parecí a haber clavado al niñ o, derecho como una estaca, al suelo.

—¡ Cá llate! ¡ Cá llate!

Los peques habí an roto el silencio. Recordaban tambié n sus propias penas y quizá sintiesen que compartí an un dolor universal. Se unieron en simpatí a a Percival en su llanto; dos de ellos, sollozando casi tan fuerte.

Maurice fue la salvació n. Gritó:

—¡ Miradme!

Fingió caerse. Se frotó el trasero y se sentó en el tronco columpio hasta conseguir caerse sobre la hierba. No era un gran payaso, pero logró que Percival y los otros se fijaran en é l, suspirasen y empezaran a reí rse. Al cabo de un rato reí an tan có micamente que hasta los mayores se unieron a ellos.

Jack fue el primero en hacerse oí r. No tení a la caracola y, por tanto, rompí a las reglas, pero a nadie le importó.

—¿ Y qué hay de esa fiera?

Algo raro le ocurrí a a Percival. Bostezó y se tambaleó de tal modo que Jack le agarró por los brazos y le sacudió.

—¿ Dó nde vive la fiera?

El cuerpo de Percival se escurrí a inerme.

—Tiene que ser una fiera muy lista —dijo Piggy en guasa— si puede esconderse en esta isla.

—Jack ha estado por todas partes...

—¿ Dó nde podrí a vivir una fiera?

—¿ Qué fiera ni que ocho cuartos? Percival masculló algo y la asamblea volvió a reí r. Ralph se inclinó.

—¿ Qué dice?

Jack escuchó la respuesta de Percival y despué s le soltó. El niñ o, al verse libre y rodeado de la confortable presencia de otros seres humanos, se dejó caer sobre la tupida hierba y se durmió:

Jack se aclaró la garganta y les comunicó tranquilamente:

—Dice que la fiera sale del mar.

Se desvaneció la ú ltima risa. Ralph, a quien veí an como una forma negra y encorvada frente a la laguna, se volvió sin querer. Toda la asamblea siguió la direcció n de su mirada; contemplaron la vasta superficie de agua y la alta mar detrá s, la misteriosa extensió n añ il de infinitas posibilidades; escucharon en silencio los murmullos y el susurro del arrecife.

Habló Maurice, en un tono tan alto que se sobresaltaron.

—Papá me ha dicho que todaví a no se conocen todos los animales que viven en el mar.

Comenzó de nuevo la polé mica. Ralph ofreció la centellante caracola a Maurice, quien la recibió obedientemente. La reunió n se apaciguó.

—Quiero decir que lo que nos ha dicho Jack, que uno tiene miedo porque la gente siempre tiene miedo, es verdad. Pero eso de que só lo hay cerdos en esta isla supongo que será cierto, pero nadie puede saberlo, no lo puede saber del todo. Quiero decir que no se puede estar seguro —Maurice tomó aliento—. Papá dice que hay cosas, esas cosas que echan tinta, los calamares, que miden cien tos de metros y se comen ballenas enteras.

De nuevo guardó silencio y rió alegremente.

—Yo no creo que exista esa fiera, claro que no. Como dice Piggy, la vida es una cosa cientí fica, pero no se puede estar seguro de nada, ¿ verdad? Quiero decir, no de) todo. Alguien gritó:

—¡ Un calamar no puede salir del agua!

—¡ Sí que puede!

—¡ No puede!

Pronto se llenó la plataforma de sombras que discutí an y se agitaban. Ralph, que aú n permanecí a sentado, temió que todo aquello fuese el comienzo de la locura. Miedo y fieras... pero no se reconocí a que lo esencial era la hoguera, y cuando uno trataba de aclarar las cosas la discusió n se desgarraba hacia un asunto nuevo y desagradable.

Logró ver algo blanco en la oscuridad, cerca de é l. Le arrebató la caracola a Maurice y sopló con todas sus fuerzas. La asamblea, sobresaltada, quedó en silencio. Simó n estaba a su lado, extendiendo las manos hacia la caracola. Sentí a una arriesgada necesidad de hablar, pero hablar ante una asamblea le resultaba algo aterrador.

—Quizá —dijo con vacilació n—, quizá haya una fiera. La asamblea lanzó un grito terrible y Ralph se levantó asombrado.

—¿ Tú, Simó n? ¿ Tú crees en eso?

No lo sé —dijo Simó n. Los latidos del corazó n le ahogaban—. Pero... Estalló la tormenta.

—¡ Sié ntate!

—¡ Cá llate la boca!

—¡ Coge la caracola!

—¡ Que te den por...!

—¡ Cá llate! Ralph gritó:

—¡ Escuchadle! ¡ Tiene la caracola!

—Lo que quiero decir es que... a lo mejor somos nosotros.

—¡ Narices!

Era Piggy, a quien el asombro le habí a hecho olvidarse de todo decoro. Simó n prosiguió:

—Puede que seamos algo...

A pesar de su esfuerzo por expresar la debilidad fundamental de la humanidad, Simó n no encontraba palabras. De pronto, se sintió inspirado.

—¿ Cuá l es la cosa má s sucia que hay?

Como respuesta, Jack dejó caer en el turbado silencio que siguió una palabra tan vulgar como expresiva. La sensació n de alivio que todos sintieron fue como un paroxismo. Los pequeñ os, que se habí an vuelto a sentar en el columpio, se cayeron de nuevo, sin importarles. Los cazadores gritaban divertidos.

El vano esfuerzo de Simó n se desplomó sobre é l en ruinas; las risas le herí an como golpes crueles y, acobardado e indefenso, regresó a su asiento.

Por fin reinó de nuevo el silencio.

Alguien habló fuera de turno.

—A lo mejor quiere decir que es algú n fantasma.

Ralph alzó la caracola y escudriñ ó en la penumbra.. El lugar má s alumbrado era la pá lida playa. ¿ Estarí an los peques con ellos? Sí, no habí a duda, se habí an acurrucado en el centro, sobre la hierba, formando un apretado nudo de cuerpos. Una rá faga de aire sacudió las palmeras, cuyo murmullo se agigantó ahora en la oscuridad y el silencio. Dos troncos grises rozaron uno contra otro, con un agorero crujido que nadie habí a percibido durante el dí a.

Piggy le quitó la caracola. Su voz parecí a indignada.

—¡ Nunca he creí do en fantasmas..., nunca! Tambié n Jack se habí a levantado, absolutamente furioso.

—¿ Qué nos importa lo que tú creas? ¡ Gordo!

—¡ Tengo la caracola!

Se oyó el ruido de una breve escaramuza y la caracola cruzó de un lado a otro.

—¡ Devué lveme la caracola!

Ralph se interpuso y recibió un golpe en el pecho. Logró recuperar la caracola, sin saber có mo, y se sentó sin aliento.

—Ya hemos hablado bastante de fantasmas. Debí amos haber dejado todo esto para la mañ ana.

Una voz apagada y anó nima le interrumpió.

—A lo mejor la fiera es eso..., un fantasma. La asamblea se sintió como sacudida por un fuerte viento.

—Está is hablando todos fuera de turno —dijo Ralph—, y no se puede tener una asamblea como es debido si no se guardan las reglas.

Calló una vez má s. Su cuidadoso programa para aquella asamblea se habí a venido a tierra.

—¿ Qué puedo deciros? Hice mal en convocar una asamblea a estas horas. Pero podemos votar sobre eso; sobre los fantasmas, quiero decir. Y despué s nos vamos todos a los refugios, porque estamos cansados. No... ¿ eres tú, Jack?... espera un momento. Os voy a decir aquí y ahora que no creo en fantasmas. Por lo menos eso me parece. Pero no me gusta pensar en ellos. Digo ahora, en la oscuridad. Bueno, pero í bamos a arreglar las cosas.

Alzó la caracola.

—Y supongo que una de esas cosas que hay que arreglar es saber si existen fantasmas o no...

Se paró un momento a pensar y despué s formuló la pregunta:

—¿ Quié n cree que pueden existir fantasmas?

Hubo un largo silencio y aparente inmovilidad. Despué s, Ralph contó en la penumbra las manos que se habí an alzado. Dijo con sequedad:

—Ya.

El mundo, aquel mundo comprensible y racional, se escapaba sin sentir. Antes se podí a distinguir una cosa de otra, pero ahora... y, ademá s, el barco se habí a ido.

Alguien le arrebató la caracola de las manos y la voz de Piggy chilló.

—¡ Yo no voté por ningú n fantasma! Se volvió hacia la asamblea.

—¡ Ya podé is acordaros de eso! Le oyeron patalear.

—¿ Qué es lo que somos? ¿ Personas? ¿ O animales? ¿ O salvajes? ¿ Que van a pensar de nosotros los mayo res? Corriendo por ahí..., cazando cerdos..., dejando que se apague la hoguera..., ¡ y ahora!

Una sombra tempestuosa se le enfrentó.

—¡ Cá llate ya, gordo asqueroso!

Hubo un momento de lucha y la caracola brilló en movimiento.

Ralph saltó de su asiento.

—¡ Jack! ¡ Jack! ¡ Tú no tienes la caracola! Dé jale hablar.

El rostro de Jack flotaba junto al suyo.

—¡ Y tú tambié n te callas! ¿ Quié n te has creí do que eres? Ahí sentado... dicié ndole a la gente lo que tiene que hacer. No sabes cazar, ni cantar.

—Soy el jefe. Me eligieron.

¿ Y que má s da que te elijan o no? No haces má s que dar ó rdenes estú pidas...

—Piggy tiene la caracola.

—¡ Eso es, dale la razó n a Piggy, como siempre!

—¡ Jack!

La voz de Jack sonó con amarga mí mica:

—¡ Jack! ¡ Jack!

—¡ Las reglas! —gritó Ralph— ¡ Está s rompiendo las reglas!

—¿ Y qué importa?

Ralph apeló a su propio buen juicio.

—¡ Las reglas son lo ú nico que tenemos! Jack le rebatí a a gritos.

—¡ Al cuerno las reglas! ¡ Somos fuertes..., cazamos! ¡ Si hay una fiera, iremos por ella! ¡ La cercaremos, y con un golpe, y otro, y otro...!

Con un alarido frené tico saltó hacia la pá lida arena. Al instante se llenó la plataforma de ruido y animació n, de brincos, gritos y risas. La asamblea se dispersó; todos salieron corriendo en alocada desbandada desde las palmeras en direcció n a la playa y despué s a lo largo de ella, hasta perderse en la oscuridad de la noche. Ralph, sintiendo la caracola junto a su mejilla, se la quitó a Piggy.

—¿ Qué van a decir las personas mayores? —exclamó Piggy de nuevo—. ¡ Mira esos!

De la playa llegaba el ruido de una fingida cacerí a, de risas histé ricas y de auté ntico terror.

—Que suene la caracola, Ralph. Piggy se encontraba tan cerca que Ralph pudo ver el destello de su ú nico cristal.

—Tenemos que cuidar del fuego, ¿ es que no se dan cuenta? Ahora tienes que ponerte duro. Oblí gales a hacer lo que les mandas.

Ralph respondió con el indeciso tono de quien está aprendié ndose un teorema.

—Si toco la caracola y no vuelven, entonces sí que se acabó todo. Ya no habrá hoguera. Seremos igual que los animales. No nos rescatará n jamá s.

—Si no llamas vamos a ser como animales de todos modos, y muy pronto. No puedo ver lo que hacen, pero les oigo.

Las dispersas figuras se habí an reunido de nuevo en la arena y formaban una masa compacta y negra en continuo movimiento. Canturreaban algo, pero los pequeñ os, cansados ya, se iban alejando con pasos torpes y llorando a viva voz. Ralph se llevó la caracola a los labios, pero en seguida bajó el brazo.

—Lo malo es que... ¿ Existen los fantasmas, Piggy? ¿ O los monstruos?

—Pues claro que no.

—¿ Por qué está s tan seguro?

—Porque si no las cosas no tendrí an sentido. Las casas, y las calles, y... la tele..., nada de eso funcionarí a.

Los muchachos se habí an alejado bailando y cantando, y las palabras de su cá ntico se perdí an con ellos en la lejaní a.

—¡ Pero suponte que no tengan sentido! ¡ Que no tengan sentido aquí en la isla! ¡ Suponte que hay cosas que nos está n viendo y que esperan!

Ralph, sacudido por un temblor, se arrimó a Piggy y ambos se sobresaltaron al sentir el roce de sus cuerpos.

—¡ Deja de hablar así! Ya tenemos bastantes problemas, Ralph, y ya no aguanto má s. Si hay fantasmas...

—Deberí a renunciar a ser jefe. Tú escú chales.

—¡ No, Ralph! ¡ Por favor! Piggy apretó el brazo de Ralph.

—Si Jack fuese jefe no harí amos otra cosa que cazar, y no habrí a hoguera. Tendrí amos que quedarnos aquí hasta la muerte.

Su voz se elevó en un chillido.

—¿ Quié n está ahí sentado?

—Yo, Simó n.

—Pues vaya un grupo que hacemos —dijo Ralph—. Tres ratones ciegos '•'•". Voy a renunciar.

—Si renuncias —dijo Piggy en un aterrado murmullo—, ¿ qué me va a pasar a mí?

—Nada.

—Me odia. No sé por qué; pero si se le deja hacer lo que quiere... A ti no te pasarí a nada, te tiene respeto. Ademá s, tú podrí as defenderte.

—Tú tampoco te quedaste corto hace un momento en esa pelea.

—Yo tení a la caracola —dijo Piggy sencillamente—. Tení a derecho a hablar.

Simó n se agitó en la oscuridad.

—Sigue de jefe.

—¡ Cá llate, Simó n! ¿ Por qué no fuiste capaz de decirles que no habí a ningú n monstruo?

—Le tengo miedo —dijo Piggy— y por eso le conozco. Si tienes miedo de alguien le odias, pero no puedes dejar de pensar en é l. Te engañ as dicié ndote que de verdad no es tan malo, pero luego, cuando vuelves a verle... es como el asma, no te deja respirar. Te voy a decir una cosa. A tí tambié n te odia, Ralph.

—¿ A mí? ¿ Por qué a mí?

—No lo sé. Le regañ aste por lo de la hoguera; ademá s, tú eres jefe y é l no.

—¡ Pero é l es... é l es Jack Merridew!

—Me he pasado tanto tiempo en la cama que he podido pensar algo. Conozco a la gente.

(*) Three blind mice, canció n infantil muy popular. (N. de la T

Y me conozco. Y a é l tambié n. A ti no te puede hacer dañ o, pero si te echas a un lado, le hará dañ o al que tienes má s cerca. Y é se soy yo.

—Piggy tiene razó n, Ralph. Está is tú y Jack. Tienes que seguir siendo jefe.



  

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