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William Golding 8 страница—Cada uno se va por su lado y las cosas van fatal. En casa siempre habí a alguna persona mayor. Por favor, señ or; por favor, señ orita, y te daban una respuesta. ¡ Có mo me gustarí a...! —Me gustarí a que estuviese aquí mi tí a. —Me gustarí a que mi padre... ¡ Bueno, esto es perder el tiempo! —Hay que mantener vivo el fuego. La danza habí a terminado y los cazadores regresaban ahora a los refugios. —Los mayores saben có mo son las cosas —dijo Piggy—. No tienen miedo de la oscuridad. Aquí se habrí an reunido a tomar el té y hablar. Así ¡ o habrí an arreglado todo. —No prenderí an fuego a la isla. Ni perderí an... —Habrí an construido un barco... Los tres muchachos, en la oscuridad, se esforzaban en vano por expresar la majestad de la edad adulta. —No regañ arí an:.. —Ni me romperí an las gafas... —Ni hablarí an de fieras... —Si pudieran mandarnos un mensaje —gritó Ralph desesperadamente—. Si pudieran mandarnos algo suyo..., una señ al o algo. Un gemido tenue salido de la oscuridad les heló la sangre y les arrojó a los unos en brazos de los otros. Entonces el gemido aumentó, remoto y espectral, hasta convertirse en un balbuceo incomprensible. Percival Wemys Madison, de La Vicarí a, en Hartcourt St. Anthony, tumbado en la espesa hierba, viví a unos momentos que ni el conjuro de su nombre y direcció n podí a aliviar. No quedaba otra luz que la estelar. Cuando comprendieron de donde provení a aquel fantasmal ruido y Percival se hubo tranquilizado de nuevo, Ralph y Simó n le levantaron como pudieron y le llevaron a uno de los refugios. Piggy, a pesar de sus valientes palabras, siguió pegado a los otros y, juntos los tres muchachos, se dirigieron al refugio inmediato. Se tumbaron, inquietos, sobre las ruidosas hojas secas, observando el grupo de estrellas enmarcadas por la entrada que daba sobre la laguna. De cuando en cuando, uno de los pequeñ os gritaba en otros refugios, y en una ocasió n uno de los mayores habló en la oscuridad. Por fin, tambié n ellos se durmieron. Sobre el horizonte se alzaba una cinta curva de luna, tan estrecha que creaba un reguero finí simo de luz, apenas visible aun al posarse sobre el agua. Pero habí a otras luces en el cielo, que se moví an velozmente, que chispeaban o se apagaban; y, sin embargo, no les llegó a los muchachos ni el má s leve eco de la batalla que se libraba a quince kiló metros de altura. Y del mundo adulto —Por lo de... —... la hoguera y el cerdo. —Menos mal que la tomó con Jack y no con nosotros. —Sí. ¿ Te acuerdas del viejo «Cascarrabias» en el colegio? —« ¡ Muchacho... me-está s-volviendo-loco-poco-a-poco! ». Los mellizos compartieron su idé ntica risa; se acordaron despué s de la oscuridad y otras cosas, y miraron con inquietud en torno suyo. Las llamas, activas en torno a la pila de leñ a, atrajeron de nuevo la mirada de los muchachos. Eric observaba los gusanos de la madera, que se agitaban desesperadamente, pero nunca lograban escapar de las llamas, y recordó aquella primera hoguera, allá abajo, en el lado de mayor pendiente de la montañ a, donde ahora reinaba completa oscuridad. Pero aquel recuerdo le molestaba y volvió la vista hacia la cima. Ahora emanaba de la hoguera un calor que les acariciaba agradablemente. Sam se entretuvo arreglando las ramas de la hoguera tan cerca del fuego como le era posible. Eric extendió los brazos para averiguar a qué distancia se hací a insoportable el calor. Mirando distraí damente a lo lejos, iba restituyendo los contornos diurnos de las rocas aisladas que en aquel momento no eran má s que sombras planas. Allí mismo estaba la roca grande y las tres piedras, y la roca partida, y má s allá un hueco..., allí mismo... —Sam. —¿ Eh? —Nada. Las llamas se iban apoderando de las ramas; la corteza se enroscaba y desprendí a; la madera estallaba. Se desplomó la pila y arrojó un amplio cí rculo de luz sobre la cima de la montañ a. —Sam... —¿ Eh? —¡ Sam! ¡ Sam! Sam miró irritado a Eric. La intensidad de la mirada de Eric hizo temible el lugar hacia donde dirigí a su vista, lugar que quedaba a espaldas de Sam. Se arrastró alrededor del fuego, se acurrucó junto a Eric y miró. Se quedaron inmó viles, abrazados uno al otro: cuatro ojos, bien despejados, fijos en algo, y dos bocas abiertas. Bajo ellos, a lo lejos, los á rboles del bosque suspiraron y luego rugieron. Los cabellos se agitaron sobre sus frentes y nuevas llamas brotaron de los costados de la hoguera. A menos de quince metros de ellos sonó el aleteo de un tejido al desplegarse y henchirse. Ninguno de los dos muchachos gritó, pero se apretaron los brazos con má s fuerza y sus labios se fruncieron. Permanecieron así agachados quizá diez segundos má s, mientras el avivado fuego lanzaba humo y chispas y olas de variable luz sobre la cumbre de la montañ a. Despué s, como si entre los dos só lo tuviesen una ú nica y aterrorizada mente, saltaron sobre las rocas y huyeron. Ralph soñ aba. Se habí a quedado dormido tras lo que le parecieron largas horas de agitarse y dar vueltas sobre las crujientes hojas secas. No le alcanzaba ya ni el sonido de las pesadillas en los otros refugios; estaba de regreso en casa, ofreciendo terrones de azú car a los potros desde la valla del jardí n. Pero alguien le tiraba del bra2o y le decí a que era la hora del té. —¡ Ralph! ¡ Despierta! Las hojas rugí an como el mar. —¡ Ralph! ¡ Despierta! —¿ Qué pasa? —¡ Hemos visto... —... la fiera... —... bien claro! —¿ Quié nes sois? ¿ Los mellizos? —Hemos visto a la fiera... —Callaos. ¡ Piggy! Las hojas seguí an rugiendo. Piggy tropezó con é l, y uno de los mellizos le sujetó cuando se disponí a a correr, hacia el oblongo espacio que encuadraba la luz decadente de las estrellas. —¡ No vayas... es horrible! —Piggy, ¿ dó nde está n las lanzas? —Oigo el... —Entonces cá llate. No os mová is. Allí tendidos escucharon con duda al principio y despué s con terror, la narració n que los mellizos les susurraban entre pausas de extremo silencio. Pronto la oscuridad se llenó de garras, se llenó del terror de lo desconocido y lo amenazador. Un alba interminable borró las estrellas, y por fin la luz, triste y gris, se filtró en el refugio. Empezaron a agitarse, aunque fuera del refugio el mundo seguí a siendo insoportablemente peligroso. Se podí a ya percibir en el laberinto de oscuridad lo cercano y lo lejano, y en un punto elevado del cielo las nubé culas se calentaban en colores. Una solitaria ave marina aleteó hacia lo alto con un grito ronco cuyo eco pronto resonó, y el bosque respondió con graznidos. Flecos de nubes, cerca del horizonte, empezaron a resplandecer con tintes rosados, y las copas plumadas de las palmeras se hicieron verdes. Ralph se arrodilló en la entrada del refugio y miró con cautela a su alrededor. —Sam y Eric, llamad a todos para una asamblea. Con calma. Venga. Los mellizos, agarrados temblorosamente uno al otro, se arriesgaron a atravesar los pocos metros que les separaban del refugio pró ximo y difundieron la terrible noticia. Ralph, por razó n de dignidad, se puso en pie y caminó hasta el lugar de la asamblea, aunque por la espalda le corrí an escalofrí os. Le siguieron Piggy v Simó n y detrá s los otros chicos, cautelosamente. Ralph tomó la caracola, que yací a sobre el pulimentado asiento, y la acercó a sus labios; pero dudó un momento y, en lugar de hacerla sonar, la alzó mostrá ndola a los demá s y todos comprendieron. Los rayos del sol, que asomando sobre el horizonte se desplegaban en alto como un abanico, giraron hacia abajo, al nivel de los ojos. Ralph observó durante unos instantes la creciente lá mina de oro que les alumbraba por la derecha y parecí a permitirles hablar. Delante de é l, las lanzas de caza se erizaban sobre el cí rculo de muchachos. Cedió la caracola a Eric, el mellizo má s pró ximo a é l. —Hemos visto la fiera con nuestros propios ojos. No..., no está bamos dormidos... Sam continuó el relato. Era ya costumbre que la caracola sirviese a la vez para ambos mellizos, pues todos reconocí an su sustancial unidad. —Era peluda. Algo se moví a detrá s de su cabeza... unas alas. Y ella tambié n se moví a... —Era horrible. Parecí a que se iba a sentar... —El fuego alumbraba todo... —Acabá bamos de encenderlo... —... habí amos echado má s leñ a... —Tení a ojos... —Dientes... —Garras... —Salimos corriendo con todas nuestras fuerzas... —Tropezamos muchas veces... —La fiera nos siguió... —La vi escondié ndose detrá s de los á rboles... —Casi me tocó... Ralph señ aló temeroso a la cara de Eric, cruzada por los arañ azos de los matorrales en que habí a tropezado. —¿ Có mo te hiciste eso? Eric se llevó una mano a la cara. —Está llena de rasguñ os. ¿ Estoy sangrando? El cí rculo de muchachos se apartó con horror. Johnny, bostezando aú n, rompió en ruidoso llanto, pero recibió unas bofetadas de Bill que lograron callarle. La luminosa mañ ana estaba llena de amenazas y el cí rculo comenzó a deformarse. Se orientaba hacia fuera má s que hacia dentro y las lanzas de afilada madera formaban como una empalizada. Jack les ordenó volver hacia el centro. —¡ Esta será una cacerí a de verdad! ¿ Quié n viene? Ralph accionó con impaciencia. —Esas lanzas son de madera. No seas tonto. Jack se rió de é l. —¿ Tienes miedo? —Pues claro que tengo miedo, ¿ quié n no lo iba a tener? Se volvió hacia los mellizos, anhelante, pero sin esperanzas. —Supongo que no nos estaré is tomando el pelo. La respuesta fue demasiado firme para que alguien la dudase. Piggy cogió la caracola. —¿ No podrí amos... quedarnos aquí... y nada má s? A lo mejor la fiera no se acerca a nosotros. Só lo la sensació n de tener algo observá ndoles evitó que Ralph le gritase. —¿ Quedarnos aquí? ¿ Y estar enjaulados en este trozo de isla, siempre vigilando? ¿ Có mo í bamos a conseguir comida? ¿ Y la hoguera, qué? —Vamos —dijo Jack, inquieto—, que estamos perdiendo el tiempo. —No es verdad. Y ademá s, ¿ qué vamos a hacer con los peques? —¡ Que les den el biberó n! —Alguien se tiene que ocupar de ellos. —Nadie lo ha hecho hasta ahora. —¡ Porque no hací a falta! Pero ahora sí. Piggy se ocupará de ellos. —Eso es. Que Piggy no corra peligro. —Piensa un poco. ¿ Qué puede hacer con un solo ojo? Los demá s muchachos miraban de Jack a Ralph con curiosidad. —Y otra cosa. No puede ser una cacerí a como las demá s, porque la fiera no deja huellas. Si lo hiciese ya la habrí ais visto. No sabemos si saltará por los á rboles igual que hace el animal ese... Asintieron todos. —Así que hay que pensar. Piggy se quitó sus rotas gafas y limpió el ú nico cristal. —¿ Y qué hacemos nosotros, Ralph? —No tienes la caracola. Tó mala. —Quiero decir... ¿ qué hacemos nosotros si viene la fiera cuando todos os habé is ido? No veo bien y si me entra el miedo... Jack le interrumpió desdeñ osamente. —A ti siempre te entra el miedo. —La caracola la tengo yo... —¡ Caracola! ¡ Caracola! —gritó Jack—. Ya no necesitamos la caracola. Sabemos quié nes son los que deben hablar. ¿ Para qué ha servido que hable Simó n, o Bill, o Walter? Ya es hora de que se enteren algunos que tienen que callarse y dejar que el resto de nosotros decida las cosas... Ralph no podí a seguir ignorando aquel discurso. Sintió la sangre calentar sus mejillas. —Tú no tienes la caracola —dijo—. Sié ntate. Jack empalideció de tal modo que sus pecas parecieron verdaderos lunares. Se pasó la lengua por los labios y permaneció de pie. —Esta es una tarea para cazadores. Los demá s muchachos observaban atentamente. Piggy, ante la embarazosa situació n, dejó la caracola sobre las piernas de Ralph y se sentó. El silencio se hizo opresivo y Piggy contuvo la respiració n. —Esto es má s que una tarea para cazadores —dijo por fin Ralph—, porque no podé is seguir las huellas de la fiera. Y, ademá s, ¿ es que no queré is que nos rescaten? Se volvió a la asamblea. —¿ No queré is todos que nos rescaten? Miró a Jack. —Ya dije antes que lo má s importante es la hoguera. Y ahora ya debe estar apagada. Le salvó su antigua exasperació n, que le dio energí as para atacar. —¿ Es que no hay nadie aquí con un poco de sentido comú n? Tenemos que volver a encender esa hoguera. ¿ Nunca piensas en eso, verdad Jack? ¿ O es que no queré is que nos rescaten? Sí, todos querí an ser rescatados, no habí a que dudarlo, y con un violento giro en favor de Ralph pasó la crisis. Piggy expulsó el aliento con un ahogo; luego quiso aspirar aire y no pudo. Se apoyó contra un tronco, abierta la boca, mientras unas sombras azules circundaban sus labios. Nadie le hizo caso. —Piensa ahora, Jack. ¿ Queda algú n lugar en la isla que no hayas visto? Jack contestó de mala gana: —Só lo... ¡ pues claro! ¿ No te acuerdas? El rabo donde acaba la isla, donde se amontonan las rocas. He estado cerca. Las piedras forman un puente. Só lo se puede llegar por un camino. —Quizá viva ahí la fiera. Toda la asamblea hablaba a la vez. —¡ Bueno! De acuerdo. Allí es donde buscaremos. Si la fiera no está allí subiremos a buscarla a la montañ a, y a encender la hoguera. —Vá monos... —Primero tenemos que comer. Luego iremos —Ralph calló un momento—. Será mejor que llevemos las lanzas. Despué s de comer, Ralph y los mayores se pusieron en camino a lo largo de la playa. Dejaron a Piggy sentado en la plataforma. El dí a prometí a ser, como todos los demá s, un bañ o de sol bajo una cú pula azul. Frente a ellos, la playa se alargaba en una suave curva que la perspectiva acababa uniendo a la lí nea del bosque; porque era aú n demasiado pronto para que el dí a se viera enturbiado por los cambiantes velos del espejismo. Bajo la direcció n de Ralph siguieron prudentemente por la terraza de palmeras para evitar la arena ardiente junto al agua. Dejó que Jack guiase, y Jack caminaba con teatral cautela, aunque habrí an divisado a cualquier enemigo a veinte metros de distancia. Ralph iba detrá s, contento de eludir la responsabilidad por un rato. Simó n, que caminaba delante de Ralph, sintió un brote de incredulidad: una fiera que arañ aba con sus garras, que estaba allá sentada en la cima de la montañ a, que nunca dejaba huellas y, sin embargo, no era lo bastante rá pida como para atrapar a Sam y Eric. De cualquier modo que Simó n imaginase a la fiera, siempre se alzaba ante su mirada interior como la imagen de un hombre, heroico y doliente a la vez. Suspiró. Para otros resultaba fá cil levantarse y hablar ante una asamblea, al parecer, sin sentir esa terrible presió n de la personalidad; podí an decir lo que tení an que decir como si hablasen ante una sola persona. Se echó a un lado y miró hacia atrá s. Ralph vení a con su lanza al hombro. Tí midamente, Simó n retardó el paso hasta encontrarse junto a Ralph. Le miró a travé s de su lacio pelo negro, que ahora le caí a hasta los ojos. Ralph miró de soslayo; sonrió ligeramente, como si hubiese olvidado que Simó n se habí a puesto en ridí culo, y volvió la mirada al vací o. Simó n, por unos momentos, sintió la alegrí a de ser aceptado y dejó de pensar en sí mismo. Cuando tropezó contra un á rbol, Ralph miró a otro lado con impaciencia y Robert no disimuló su risa. Simó n se sintió vacilar y una mancha blanca que habí a aparecido en su frente enrojeció y empezó a sangrar. Ralph se olvidó de Simó n para volver a su propio infierno. Tarde o temprano llegarí an al castillo y el jefe tendrí a que ponerse a la cabeza. Vio a Jack retroceder hacia é l con paso ligero. —Estamos ya a la vista. —Bueno, nos acercaremos lo má s que podamos. Siguió a Jack hacia el castillo, donde el terreno se elevaba ligeramente. Cerraba el lado izquierdo una marañ a impenetrable de trepadoras y á rboles. —¿ No podrí a haber algo ahí dentro? —Ya lo ves. No hay nada que entre ni salga por ahí. —Bueno, ¿ y en el castillo? —Mira. Ralph abrió un hueco en la pantalla de hierba y miró a travé s. Quedaban só lo unos metros má s de terreno pedregoso y despué s los dos lados de la isla llegaban casi a juntarse, de modo que la vista esperaba encontrar el pico de un promontorio. Pero en su lugar, un estrecho arrecife, de unos cuantos metros de anchura y unos quince de longitud, prolongaba la isla hacia el mar. Allí se encontraba otro de aquellos grandes bloques rosados que constituí an la estructura de la isla. Este lado del castillo, de unos treinta metros de altura, era el baluarte rosado que habí an visto desde la cima de la montañ a. El peñ ó n del acantilado estaba partido y su cima casi cubierta de grandes piedras sueltas que parecí an a punto de desplomarse. A espaldas de Ralph la alta hierba estaba poblada de silenciosos cazadores. —Tú eres el cazador. —Ya lo sé. Está bien. Algo muy profundo en Ralph le obligó a decir: —Yo soy el jefe. Iré yo. No discutas. Se volvió a los otros. Vosotros escondeos ahí y esperadme. Advirtió que su voz tendí a o a desaparecer o a salir con demasiada fuerza. Miró a Jack. —¿ Tú... crees? Jack balbuceó. —He estado por todas partes. Tiene que estar aquí. —Bien. Simó n murmuró confuso: —Yo no creo en esa fiera. Ralph le contestó corté smente, como si hablasen del tiempo: —No, claro que no. Tení a los labios pá lidos y apretados. Despacio, se echó el pelo hacia atrá s. —Bueno, hasta luego. Obligó a sus pies a impulsarle hasta llegar al angostoso paso. Se encontró con un abismo a ambos lados. No habí a dó nde esconderse, aunque no se tuviese que seguir avanzando. Se detuvo sobre el estrecho paso rocoso y miró hacia abajo. Pronto, en unos cuantos siglos, el mar transformarí a el castillo en isla. A la derecha estaba la laguna, turbada por el mar abierto, y a la izquierda... Ralph tembló. La laguna les habí a protegido del Pací fico y por alguna razó n só lo Jack habí a descendido hasta el agua por el otro lado. Tení a ante sí el oleaje del mar, tal como lo ve el hombre de tierra, como la respiració n de un ser fabuloso. Lentamente, las aguas se hundí an entre las rocas, dejando al descubierto rosadas masas de granito, extrañ as floraciones de coral, pó lipos y algas. Bajaban las aguas, bajaban murmurando como el viento entre las alturas del bosque. Habí a allí una roca lisa, que se alargaba como una mesa, y las aguas, al ser absorbidas entre la vegetació n de sus cuatro costados, daban a é stos el aspecto de acantilados. Respiró entonces el adormecido leviatá n: las aguas subieron, removieron las algas y el agua hirvió sobre el tablero con un bramido. No se sentí a el paso de las olas; só lo aquel prolongado, minuto a minuto, bajar y subir. Ralph se volvió hacia el rojo acantilado. Allí, entre la alta hierba, esperaban todos, esperaban a ver qué hací a é l. Notó que el sudor de sus manos era frí o ahora; con sorpresa advirtió que en realidad no esperaba encontrar ninguna fiera y que no sabrí a qué hacer si la encontraba. Vio que le serí a fá cil escalar el acantilado, pero no era necesario. La estructura vertical del macizo habí a dejado una especie de zó calo a su alrededor, de manera que a la derecha del lado de la laguna se podí a avanzar, palmo a palmo, por un saliente hasta volver la esquina y perderse de vista. Era un camino fá cil y pronto se halló al otro lado del macizo. Era lo que esperaba y nada má s: rosadas peñ as dislocadas, cubiertas como una tarta por una capa de guano, y una cuesta empinada que subí a hasta las rocas sueltas que coronaban el bastió n. Un ruido a sus espaldas le hizo volverse. Jack se acercaba por el zó calo. —No podí a dejar que lo hicieses tú solo. Ralph no dijo nada. Siguió adelante y avanzó entre las rocas; inspeccionó una especie de semicueva que no contení a nada má s temible que un montó n de huevos podridos y por fin se sentó, mirando a su alrededor y golpeando la roca con el extremo de su lanza. Jack estaba excitado. —¡ Menudo lugar para un fuerte! Una columna de rocí o mojó sus cuerpos. —No hay agua para beber. —Entonces, ¿ qué es aquello? Habí a, en efecto, una alargada mancha verde a media altura del macizo. Treparon hasta allí y probaron el hilo de agua. —Podrí amos colocar un casco de coco ahí para que estuviese siempre lleno. —Yo no. Este sitio es un asco. Uno junto al otro, escalaron el ú ltimo tramo hasta llegar al sitio donde las rocas apiladas terminaban en una gran piedra partida. Jack golpeó con el puñ o la que tení a má s cerca, que rechinó ligeramente. —Te acuerdas... Pero el recuerdo de los malos tiempos que habí an vivido entre aquellas dos ocasiones dominó a los dos. Jack se apresuró a hablar: —Si metié ramos un tronco de palmera por debajo, cuando el enemigo se acercase... ¡ mira! Debajo de ellos, a unos treinta metros, se encontraba el estrecho paso, despué s el terreno pedregoso, despué s la hierba salpicada de cabezas y detrá s de todo aquello el bosque. —¡ Un empujó n —gritó Jack exultante— y... zas...! Hizo un gesto amplio con la mano. Ralph miró hacia la montañ a. —¿ Qué te pasa? Ralph se volvió. —¿ Por qué lo dices? —Mirabas de una manera... que no sé. —No hay ninguna señ al ahora. Nada que se pueda ver. —Qué maní a con la señ al. Les cercaba el tenso horizonte azul, roto só lo por la cumbre de la montañ a. —Es lo ú nico que tenemos. Descansó la lanza contra la piedra oscilante y se echó hacia atrá s dos mechones de pelo. —Vamos a tener que volver y subir a la montañ a Allí es donde vieron la fiera. —No va a estar allí. —¿ Y que má s podemos hacer? Los otros, que aguardaban en la hierba, vieron a Jack y Ralph ilesos y salieron de su escondite hacia la luz del sol. La emoció n de explorar les hizo olvidarse de la fiera. Cruzaron como un enjambre el puente y pronto se hallaron trepando y gritando. Ralph descansaba ahora con una mano contra un enorme bloque rojo, un bloque tan grande como una rueda de molino, que se habí a partido y colgaba tambaleá ndose. Observaba la montañ a con expresió n sombrí a. Golpeó la roja muralla a su derecha con el puñ o cerrado, como un martillo. Tení a los labios muy apretados y sus ojos, bajo el fleco de pelo, parecí an anhelar algo. —Humo. Se chupó el puñ o lastimado. —¡ Jack! Vamos. Pero Jack no estaba allí. Un grupo de muchachos, produciendo un gran ruido que no habí a percibido hasta entonces, hací a oscilar y empujaba una roca. Al volverse é l, la base se cuarteó y toda aquella masa cayó al mar, haciendo saltar una columna de agua ensordecedora que subió hasta media altura del acantilado. —¡ Quietos! ¡ Quietos! Su voz produjo el silencio de los demá s. —Humo. Una cosa extrañ a le pasaba en la cabeza. Algo revoloteaba allí mismo, ante su mente, como el ala de un murcié lago enturbiando su pensamiento. —Humo. De pronto, le volvieron las ideas y la ira. —Necesitamos humo. Y vosotros os poné is a perder el tiempo rodando piedras. Roger gritó: —Tenemos tiempo de sobra. Ralph movió la cabeza. —Hay que ir a la montañ a. Estalló un griterí o. Algunos de los muchachos querí an regresar a la playa. Otros querí an rodar má s piedras. El sol brillaba y el peligro se habí a disipado con la oscuridad. —Jack. A lo mejor la fiera está al otro lado. Guí a otra vez. Tú ya has estado allí. —Podemos ir por la orilla. Allí hay fruta. Bill se acercó a Ralph. —¿ Por qué no nos podemos quedar aquí un rato? —Eso. —Vamos a hacer una fortaleza... —Aquí no hay comida —dijo Ralph— ni refugios. Y poca agua dulce. —Esto serí a una fortaleza fantá stica. —Podemos rodar piedras... —Hasta el puente... —¡ Digo que vamos a seguir! —gritó Ralph enfurecido—. Tenemos que estar seguros. Ahora Vá monos. —Era mejor quedarnos aquí. —Vá monos al refugio... —Estoy cansado... —¡ No! Ralph se despellejó los nudillos. No parecieron dolerle. —Yo soy el jefe. Tenemos que estar bien seguros. ¿ Es que no veis la montañ a? No hay ninguna señ al. Puede haber un barco allá afuera. ¿ Es que está is todos chiflados? Con aire levantisco, los muchachos guardaron silencio o murmuraron entre sí. Jack les siguió camino abajo hasta cruzar el puente. La trocha de los cerdos se extendí a junto a las pilas de rocas que bordeaban el agua en el lado opuesto, y Ralph se contentó con caminar por ella siguiendo a Jack. Si uno lograba cerrar los oí dos al lento ruido del mar cuando era absorbido en el descenso y a su hervor durante el regreso de las aguas; si uno lograba olvidar el aspecto sombrí o y nunca hollado de la cubierta de helechos a ambos lados, cabí a entonces la posibilidad de olvidarse de la fiera y soñ ar por un rato. El sol habí a pasado ya la vertical del cielo y el calor de la tarde se cerraba sobre la isla. Ralph pasó un mensaje a Jack y al llegar a los frutales el grupo entero se detuvo para comer. Apenas se hubo sentado, sintió Ralph por primera vez el calor aquel dí a. Tiró de su camisa gris con repugnancia y pensó si podrí a aventurarse a lavarla. Sentado bajo el peso de un calor poco corriente, incluso para la isla, Ralph trazó el plan de su aseo personal. Quisiera tener unas tijeras para cortase el pelo —se echó hacia atrá s la marañ a—, para cortarse aquel asqueroso pelo a un centí metro, como antes. Quisiera tomar un bañ o, un verdadero bañ o, bien enjabonado. Se pasó la lengua por la dentadura para comprobar su estado y decidió que tambié n le vendrí a bien un cepillo de dientes. Y luego, las uñ as...
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