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William Golding 9 страница



Ralph volvió las manos para examinarlas. Se habí a mordido las uñ as hasta lo vivo, aunque no recordaba en qué momento habí a vuelto a aquel há bito, ni cuá ndo lo hací a.

—Voy a acabar chupá ndome el dedo si sigo así...

Miró en torno suyo furtivamente. No parecí a haberle oí do nadie. Los cazadores estaban sentados, atracá ndose de aquel fá cil manjar y tratando de convencerse a sí mismos de que los plá tanos y aquella otra fruta gelatinosa color de aceituna les dejaba satisfechos. Utilizando como modelo el recuerdo de su propia persona cuando estaba limpia, Ralph les observó de arriba a abajo. Estaban sucios, pero no con esa suciedad espectacular de los chicos que se han caí do en el barro o se han visto sorprendidos por un fuerte aguacero. Ninguno de ellos se veí a en aparente necesidad de una ducha, y sin embargo... el pelo demasiado largo, enmarañ ado aquí y allá, enredado alrededor de una hoja muerta o una ramilla; las caras bastante limpias, por la acció n continuada de comer y sudar, pero marcadas en los á ngulos menos accesibles por ciertas sombras; la ropa desgastada, tiesa por el sudor, como la suya propia, que llevaba puesta no por decoro o comodidad, sino por costumbre; la piel del cuerpo, costrosa por el salitre...

Descubrió, con ligero desá nimo, que é sas eran las caracterí sticas que ahora le parecí an normales y que no le molestaban. Suspiró y arrojó lejos el tallo del que habí a desprendido los frutos. Ya iban desapareciendo los cazadores, para atender a sus actividades, en el bosque o abajo, en las rocas. Dio media vuelta para mirar del lado del mar. Allí, al otro lado de la isla, la vista era completamente distinta. Los encantamientos nebulosos del espejismo no podí an soportar el agua frí a del océ ano, y el horizonte recortado se destacaba limpio y azul. Ralph caminó distraí do hasta las rocas. Desde allí abajo, casi al mismo nivel del mar, era posible seguir con la vista el incesante y combado paso de las olas marinas profundas, cuya anchura era de varios kiló metros y en nada se parecí an a las rompientes ni a las crestas de aguas poco profundas. Pasaban a lo largo de la isla con aire de ignorarla, absortas en otros asuntos; no era tanto una sucesió n como un portentoso subir y bajar del océ ano entero. Ahora, en su descenso, el mar succionaba el aire de la orilla formando cascadas y cataratas; se hundí a tras las rocas y dejaba aplastadas las algas como si fuesen cabellos resplandecientes; despué s, tras una breve pausa, reuní a todas sus fuerzas y se alzaba con un rugido para lanzarse irresistible sobre picos y crestas, escalaba el pequeñ o acantilado y, por ú ltimo, enviaba a lo largo de una hendidura un brazo de rompiente que vení a a morir, a no má s de un metro de é l, en dedos de espuma. Ola tras ola siguió Ralph aquel subir y bajar hasta que algo propio del cará cter distante del mar le embotó la mente. Despué s, poco a poco, la dimensió n casi infinita de aquellas aguas le forzó a fijarse en ellas. Aquí estaba la barrera, la divisoria. En el otro lado de la isla, envuelto al mediodí a por los efectos del espejismo, protegido por el escudo de la tranquila laguna, se podí a soñ ar con el rescate; pero aquí, enfrentado con la brutal obcecació n del océ ano y tantos kiló metros de separació n, uno se sentí a atrapado, se sentí a indefenso, se sentí a condenado, se sentí a... Simó n le estaba hablando casi al oí do. Ralph se encontró asido con ambas manos, dolorosamente, a una roca; sintió su cuerpo arqueado, los mú sculos tensos, la boca entreabierta y rí gida.

—Ya volverá s a tu casa.

Simó n asentí a con la cabeza al hablar. Con una pierna arrodillada, le miraba desde una roca má s alta, en la que se apoyaba con ambas manos; avanzaba la otra pierna hasta el nivel donde se encontraba Ralph.

Ralph, desconcertado, buscaba algú n signo en el rostro de Simó n.

—Es que es tan grande... Simó n asintió.

—De todos modos, volverá s; seguro. Por lo menos, eso pienso.

EÍ cuerpo de Ralph habí a perdido algo de su tensió n. Miró hacia el mar y luego sonrió amargamente a Simó n.

—¿ Es que tienes un barco en el bolsillo? Simó n sonrió y sacudió la cabeza.

—Entonces, ¿ có mo lo sabes?

En el silencio de Simó n, Ralph dijo secamente:

—A tí te falta un tornillo.

Simó n movió la cabeza con violencia, haciendo volar su á spera melena negra hacia un lado y otro de la cara.

—No, no me falta nada. Simplemente creo que volverá s.

No hablaron má s durante unos instantes. Y, de pronto, se sonrieron mutuamente.

Roger llamó desde el interior del bosque.

—¡ Venid a ver!

La tierra junto a la trocha de los cerdos estaba removida y habí a en ella excrementos que aú n despedí an vapor. Jack se agachó hasta ellos como si le atrajesen.

—Ralph..., necesitamos carne, aunque estemos buscando lo otro.

—Si no nos salimos del camino, de acuerdo, cazaremos.

Se pusieron de nuevo en marcha: los cazadores, agrupados por su temor a la fiera, mientras que Jack se adelantaba, afanoso en la bú squeda. Avanzaban menos de lo que Ralph se habí a propuesto, pero en cierto modo se alegraba de perder un poco el tiempo, y caminaba meciendo su lanza. Jack tropezó con alguna dificultad y pronto se detuvo la procesió n entera. Ralph se apoyó contra un á rbol; inmediatamente brotaron los ensueñ os a su alrededor. Jack tení a a su cargo la caza y ya habrí a tiempo para ir a la montañ a...

Una vez, cuando a su padre le trasladaron de Chatam a Devonport, habí an vivido en una casa de campo al borde de las marismas. De todas las casas que Ralph habí a conocido, aqué lla se destacaba con especial claridad en su recuerdo porque de allí le enviaron al colegio. Mamá aú n estaba con ellos y papá vení a a casa todos los dí as Los potros salvajes se acercaban a la tapia de piedra al fondo del jardí n, y habí a nieve. Detrá s de la casa se encontraba una especie de cobertizo y allí podí a uno tenderse a contemplar los copos que se alejaban en remolinos. Veí a las manchas hú medas donde los copos morí an; luego observaba el primer copo que yací a sin derretirse y veí a có mo todo el suelo se volví a blanco. Cuando sentí a frí o, entraba en la casa a mirar por la ventana, entre la lustrosa tetera de cobre y el plato con los hombrecillos azules...

A la hora de acostarse le esperaba siempre un tazó n lleno de cornflakes con leche y azú car. Y los libros... estaban en la estanterí a junto a la cama, descansando unos en otros, pero siempre habí a dos o tres que yací an encima, sobre un costado, porque no se habí a molestado en ponerlos de nuevo en su sitio. Tení an dobladas las esquinas de las hojas y estaban arañ ados. Habí a uno, claro y brillante, acerca de Topsy y Mopsy, que nunca leyó porque trataba de dos chicas; tambié n, aquel sobre el Mago, que se leí a con una especie de reprimido temor, saltando la pá gina veintisiete, que tení a una ilustració n espantosa de una arañ a; otro libro contaba la historia de unas personas que habí an encontrado cosas enterradas, cosas egipcias, y luego estaban los libros para muchachos; El libro de los trenes y El libro de los naví os. Se presentaban ante é l con entera realidad; los podrí a haber alcanzado y tocado, sentí a el peso de El libro de los mamuts y su lento deslizarse al salir del estante... Todo marchaba bien entonces; todo era grato y amable.

A unos cuantos pasos de ellos los arbustos sonaron como una explosió n. Los muchachos salí an como locos de la trocha de los cerdos y se deslizaban entre las trepadoras, gritando. Ralph vio a Jack caer de un empujó n. Y de pronto apareció un animal que vení a por la trocha lanzado hacia é l, con colmillos deslumbrantes y un rugido temible. Ralph se dio cuenta de que era capaz de medir la distancia con calma y apuntar. Cuando el jabalí se encontraba só lo a cuatro metros, le lanzó el ridí culo palo de madera que llevaba; vio que le daba en el enorme hocico y que colgaba de é l por un momento. El timbre del gruñ ido se transformó en un chillido y el jabalí giró bruscamente de costado, entrando en el soto-bosque. La trocha se volvió a llenar de muchachos vociferantes; Jack regresó corriendo, y hurgó con su lanza en la maleza.

—Por aquí...

—¡ Pero nos puede coger!

—He dicho que por aquí...

El jabalí se les escapaba. Encontraron otra trocha paralela a la primera y Jack se lanzó corriendo. Ralph estaba lleno de temor, de aprensió n y de orgullo.

—¡ Le di! La lanza se clavó...

Llegaron inesperadamente a un espacio abierto, junto al mar. Jack dio con el puñ o en la desnuda roca y manifestaba su disgusto.

—Se ha ido..

—Le alcancé —repitió Ralph—, y la lanza se clavó... Sintió la necesidad de testigos.

—¿ No me visteis? Maurice asintió.

—Yo te vi. De lleno en el hocico. ¡ Yiiii! Ralph, excitado, siguió hablando.

—Que si le dí. Le clavé la lanza. ¡ Le herí! Sintió el calor del nuevo respeto que sentí an por é l y pensó que cazar valí a la pena, despué s de todo.

—Le di un buen golpe. ¡ Yo creo que esa era la fiera! Jack regresó.

—No era la fiera. Era un jabalí.

—Le alcancé.

—¿ Por qué no le atrapaste? Yo lo intenté... La voz de Ralph se alzó:

—¿ A un jabalí?

De repente Jack se acaloró:

—Dijiste que nos podí a atropellar. ¿ Por qué tuviste que lanzarla? ¿ Por qué no esperaste?

Extendió el brazo.

—Mira.

Volvió el antebrazo izquierdo para que todos pudiesen verlo. Tení a un rasguñ o en la cara exterior; pequeñ o, pero ensangrentado.

—Me lo hizo con los colmillos. No pude bajar la lanza a tiempo.

Jack pasó a ser el foco de atenció n.

—Eso es una herida —dijo Simó n—, y tienes que chupar la sangre. Como Berengaria. Jack aplicó los labios a la herida.

—Yo le di —dijo Ralph indignado—. Le di con la lanza; le herí.

Trató de atraer la atenció n general.

—Vení a por el sendero. Tiré así...

Robert lanzó un gruñ ido. Ralph aceptó el juego y todos rieron. Pronto se encontraron atacando a Robert, que fingí a embestirles.

Jack gritó:

—¡ Haced un cí rculo!

El cí rculo se fue estrechando y girando. Robert chillaba con fingido terror, despué s con dolor verdadero.

—¡ Ay! ¡ Quietos! ¡ Me está is haciendo dañ o! Cayó el extremo de una lanza sobre su espalda mientras trataba de esquivar a los demá s.

—¡ Agarradle!

Le cogieron por los brazos y las piernas. Ralph, dejá ndose llevar por una fuerte excitació n repentina, arrebató la lanza de Eric y con ella aguijoneó a Robert.

—¡ Matadle! ¡ Matadle!

A la vez, Robert gritaba y luchaba con la fuerza que produce la desesperació n. Jack le tení a agarrado por el pelo y blandí a su cuchillo. Detrá s de é l, luchando por acercarse, estaba Roger. El canto surgió como un ritual, como si fuese el instante final de una danza o una cacerí a.

¡ Mata al jabalí! ¡ Có rtale el cuello! ¡ Mata al jabalí! ¡ Pá rtele el crá neo!

Tambié n Ralph luchaba por acercarse, para conseguir un trozo de aquella carne bronceada, vulnerable. El deseo de agredir y hacer dañ o era irresistible.

El brazo de Jack descendió; el delirante grupo aplaudió y lanzó gruñ idos que imitaban los de un jabalí moribundo. Se calmaron entonces, jadeantes y escuchando el asustado lloriqueo de Robert, que se limpió la cara con un brazo sucio y se esforzó por recobrar su dignidad.

—¡ Ay, mi trasero!

Se frotó dolorido. Jack se volvió:

—Fue un juego divertido.

—Era só lo un juego —dijo Ralph, incó modo—. Menudo dañ o me hicieron una vez jugando al rugby.

—Deberí amos tener un tambor —dijo Maurice—, así podrí amos hacerlo como es debido. Ralph lo miró.

—¿ Y có mo es eso?

—No sé... Se necesita un fuego, creo, y un tambor, y vas guardando el compá s con el tambor.

—Lo que se necesita es un cerdo —dijo Roger—, como en las cacerí as de verdad.

—O alguien que haga de cerdo —dijo Ralph—. Alguien se podrí a disfrazar de cerdo y luego representar..., ya sabes, fingir que me tiraba al suelo y todo lo demá s...

—Lo que se necesita es un cerdo de verdad —dijo Robert, que se frotaba aú n atrá s—, porque tené is que matarle.

—Podemos usar a uno de los peques —dijo Jack, y todos rieron.

Ralph se incorporó.

—Bueno, a este paso no vamos a encontrar lo que buscamos.

Uno a uno se levantaron, arreglá ndose los harapos. Ralph miró a Jack.

—Ahora, a la montañ a.

—¿ No deberí amos volver con Piggy —dijo Maurice— antes de que anochezca?

Los mellizos asintieron como si fuesen un solo muchacho.

—Sí eso. Podemos subir por la mañ ana. Ralph miró a lo lejos y vio el mar.

—Tenemos que prender la hoguera otra vez.

—No tenemos las gafas de Piggy —dijo Jack—, así que no se puede.

—Pues entonces veremos si en la montañ a hay algo. Maurice, indeciso, no queriendo parecer un gallina, dijo:

—¿ Y si está la fiera? Jack blandió su lanza.

—La matamos.

El sol parecí a algo má s fresco. Jack cortó el aire con la lanza.

—¿ A qué esperamos?

—Supongo —dijo Ralph— que si seguimos por aquí, junto al mar, llegaremos al pie del terreno quemado y desde allí podemos trepar a la montañ a.

Una vez má s les guió Jack a lo largo del aquel mar que absorbí a y expelí a sus aguas cegadoras. Una vez má s soñ ó Ralph, dejando que sus há biles pies se ocupasen de las irregularidades del camino. Sin embargo, sus pies parecí an aquí menos há biles que antes. La mayor parte del camino lo tuvieron que recorrer pegados a la desnuda roca, junto al agua, y se vieron obligados a avanzar de lado entre aqué lla y la oscura exuberancia del bosque. Tení an que escalar pequeñ os acantilados, algunos de los cuales habí an de servir como senderos, largos pasajes en los que se usaban tanto las manos como los pies. Pisaban rocas recié n mojadas por las olas, para saltar sobre los transparentes charcos formados por la marea. Llegaron a una hondonada que, como una trinchera, partí a la estrecha banda de playa. Parecí a no tener fondo; con asombro, observaron la oscura hendidura, donde borboteaba el agua. En ese momento regresó la ola, la hondonada hirvió ante sus ojos y saltó espuma hasta las mismas trepadoras, dejando a los muchachos empapados y gritando. Trataron de continuar por el bosque, pero era demasiado espeso y las plantas se entretejí an como un nido de pá jaros. Al fin tuvieron que decidirse a ir saltando uno a uno, esperando hasta que descendí a el agua; y aú n así, algunos recibieron un segundo remojó n. A partir de allí las rocas se hací an cada vez má s intransitables, así que se sentaron durante un rato, mientras se secaban sus harapos, contemplando los perfiles recortados de las olas profundas, que con tanta lentitud pasaban a lo largo de la isla. Encontraron fruta en un refugio de brillantes pajarillos que revoloteaban a la manera de los insectos. Ralph dijo entonces que iban demasiado despacio. Se subió é l mismo a un á rbol, entreabrió el dosel de la copa y vio la cuadrada cumbre de la montañ a, que aú n parecí a muy lejana. Trataron de apresurarse siguiendo sobre las rocas, pero Robert se hizo un mal corte en la rodilla y tuvieron que admitir que aquel sendero habrí a de tomarse con tranquilidad si querí an permanecer indemnes. Desde aquel punto continuaron como si estuviesen escalando una peligrosa montañ a hasta que las rocas se transformaron en un verdadero acantilado, cubierto de una jungla impenetrable y cortado a tajo sobre el mar.

Ralph examinó el sol con atenció n.

—El final de la tarde. Ha pasado la hora del té, eso seguro.

—No recuerdo este acantilado -—dijo Jack cabizbajo—; debe ser el trozo de costa que no he recorrido.

Ralph asintió.

—Dé jame pensar.

Ya no sentí a vergü enza alguna por pensar en pú blico, y podí a estudiar las decisiones del dí a como si se tratase de una partida de ajedrez. Lo malo era que jamá s serí a un buen jugador de ajedrez. Pensó en los peques y en Piggy. Veí a a Piggy completamente solo, acurrucado en un refugio donde todo era silencio, excepto los gritos de las pesadillas.

—No podemos dejar solos a Piggy y a los peques toda la noche.

Los otros muchachos no dijeron nada; todos, sin embargo, se quedaron mirá ndole.

—Pero tardarí amos horas en volver.

Jack tosió y habló con un tono extrañ o, seco.

—Hay que cuidar a Piggy, ¿ verdad? Ralph se tecleó en los dientes con la sucia punta de la lanza de Eric.

—Si atravesamos... Miró a su alrededor.

—Alguien tiene que atravesar la isla y decirle a Piggy que llegaremos despué s de que anochezca. Bill, asombrado, dijo:

—¿ A solas por el bosque? ¿ Ahora?

—Só lo podemos prescindir de uno.

Simó n se abrió camino hasta llegar junto a Ralph:

—Puedo ir yo, si quieres. No me importa, de verdad.

Antes de que Ralph tuviese tiempo de contestar, sonrió rá pidamente, dio la vuelta y ascendió en direcció n al bosque.

Ralph volvió los ojos a Jack, vié ndole, con exasperació n, por primera vez:

—Jack... aquella vez que hiciste todo el camino hasta la roca del castillo...

Jack le miró hoscamente.

—¿ Sí?

—Seguiste un trozo de esta orilla... bajo la montañ a, hasta má s allá.

—Sí.

—¿ Y luego?

—Encontré una trocha de jabalí es. Es larguí sima. Ralph asintió con la cabeza. Señ aló hacia el bosque:

—Entonces la trocha debe estar ahí cerca. Todo el mundo asintió, sabiamente.

—Bueno, pues nos iremos abriendo camino hasta que demos con la trocha.

Dio un paso y se detuvo:

—¡ Pero espera un momento! ¿ Hacia dó nde va esa trocha?

—A la montañ a —dijo Jack—, ya te lo he dicho —Rió con sorna—: ¿ No quieres ir a la montañ a?

Ralph suspiró; advertí a que aumentaba el antagonismo tan pronto como Jack abandonaba el mando.

—Pensaba en la falta de luz. Vamos a tener que andar a tropezones.

—^—Habí amos quedado en ir a buscar la fiera...

—No habrá bastante luz.

—A mí no me importa seguir —dijo Jack acalorado—. Cuando lleguemos allí la buscaré. ¿ Y tú? ¿ Prefieres volver a los refugios para hablar con Piggy?

Ahora le tocaba a Ralph enrojecer, pero habló en tono desalentado, con la nueva lucidez que Piggy le habí a dado.

—¿ Por qué me odias?

Los muchachos se agitaron incó modos, como si se hubiese pronunciado una palabra indecente. El silencio se alargó.

Ralph, excitado y dolorido aú n, fue el primero en emprender el camino.

—Vamos.

Se puso a la cabeza y decidió que serí a é l mismo quien, por derecho propio, abrirí a paso entre las trepadoras. Jack, desplazado y de mal talante, cerraba la marcha.

La trocha de jabalí es era un tú nel oscuro, pues el sol se iba deslizando rá pidamente hacia el borde del mundo y en el bosque siempre acechaban las sombras. Era un sendero ancho y trillado, y pudieron correr por é l a un trote ligero. Al poco rato se abrió el techo de hojas y todos se detuvieron, con la respiració n entrecortada, a contemplar las pocas estrellas que despuntaban a un lado de la cima de la montañ a.

—Ahí está.

Los muchachos se miraron vacilantes. Ralph tomó una decisió n:

—Iremos derechos a la plataforma y ya subiremos mañ ana.

Murmuraron en asentimiento; pero Jack estaba junto a é l, casi rozá ndole el hombro.

—Claro, si tienes miedo... Ralph se enfrentó con é l.

—Pues entonces...

Uno junto al otro, bajo las miradas de los silenciosos muchachos, emprendieron la marcha hacia la montañ a.

—Qué tonterí a. ¿ Có mo vamos a ir los dos solos? Si encontramos algo, necesitaremos ayuda...

Les llegó el rumor de los muchachos que escapaban corriendo. Con asombro, vieron una figura oscura moverse de espaldas a la marea.

—¿ Roger?

—Sí.

—Entonces, ya somos tres.

De nuevo comenzaron a escalar la falda de la montañ a. La oscuridad parecí a fluir en torno suyo como si fuese la propia marea. Jack, que habí a permanecido callado, empezó a atragantarse y toser; una rá faga de aire les hizo escupir a los tres. Las lá grimas cegaban a Ralph.

—Es ceniza. Estamos al borde del terreno quemado.

Sus pasos, y en ocasiones la brisa, iban levantando remolinos de polvo. Al parar de nuevo, Ralph tuvo tiempo de pensar, mientras tosí a, en la tonterí a que estaban cometiendo. Si no habí a ninguna fiera —y casi seguro que no la habrí a—, en ese caso, bien estaba; pero si habí a algo esperá ndoles en la cima de la montañ a..., ¿ qué iban a hacer ellos tres, impedidos por la oscuridad y llevando consigo só lo unos palos?

—Somos unos locos.

De la oscuridad llegó la respuesta:

—¿ Miedo?

Ralph se irguió lleno de irritació n. La culpa de todo la tení a Jack.

—Pues claro, pero de todos modos somos unos locos.

—Si no quieres seguir —dijo la voz con sarcasmo—, subiré yo solo.

Ralph oyó aquella burla y sintió odio hacia Jack. El escozor de la ceniza en sus ojos, el cansancio y el temor le enfurecieron.

—¡ Pues sube! Te esperamos aquí. Hubo un silencio.

—¿ Por qué no subes? ¿ Tienes miedo? Una mancha en la oscuridad, una mancha que era Jack, se destacó y empezó a alejarse.

—Bien, hasta luego.

La mancha se desvaneció. Otra vino a tomar su lugar.

Ralph sintió que su rodilla tocaba una cosa dura: sus piernas mecieron un tronco carbonizado, á spero al tacto. Sintió las calcinadas rugosidades —que habí an sido cortezas— rozarle detrá s de las rodillas y supo así que Roger se habí a sentado. Buscó a tientas y se acomodó junto a Roger, mientras el tronco se mecí a entre cenizas invisibles. Roger, poco hablador por naturaleza, permaneció callado. No expresó lo que pensaba de la fiera ni le dijo a Ralph por qué se habí a decidido a acompañ arles en aquella insensata expedició n. Se limitaba a permanecer allí sentado, meciendo el tronco suavemente. Ralph escuchó unos golpecillos rá pidos y enervantes y comprendió que Roger estaba golpeando algo con su estú pido palo de madera.

Y así permanecieron: el hermé tico Roger continuaba con su balanceo y sus golpecitos; Ralph alimentaba su indignació n. Les rodeaba un cielo cargado de estrellas, salvo en aquel lugar donde la montañ a perforaba un orificio de oscuridad. Oyeron el ruido de algo que se moví a por encima de ellos, en lo alto; era el ruido de alguien que se acercaba a gigantescos y arriesgados pasos sobre roca o ceniza. Llegó Jack. Temblaba y tartamudeaba, con una voz que apenas reconocieron como la suya.

—VÍ una cosa en la cumbre.

Le oyeron tropezar con el tronco, que se meció violentamente. Permaneció callado un momento, luego balbuceó:

—Estad bien atentos, porque puede haberme seguido. Una lluvia de ceniza cayó en torno a ellos. Jack se incorporó.

—Vi algo que se hinchaba, en la montañ a.

—Te lo imaginarí as —dijo Ralph con voz tré mula—, porque no hay nada que se hinche. No hay seres así.

Habló Roger y ambos se sobresaltaron porque se habí an olvidado de é l.

—Las ranas.

Jack rió tontamente y se estremeció.

—Menuda rana. Y, ademá s, oí un ruido. Algo que hací a ¡ paf! Y entonces se infló la cosa esa.

Ralph se sorprendió a sí mismo, no tanto por la calidad de su voz, que no temblaba, sino por la bravata que llevaba su invitació n:

—Vamos a echar un vistazo.

Ralph, por primera vez desde que conocí a a Jack, le vio dudar:

—¿ Ahora...?

Su voz habló por é l.

—Pues claro.

Se levantó y comenzó a andar sobre las crujientes cenizas hacia la sombrí a altura, seguido por los otros dos.

Ante el silencio de su voz fí sica, la voz í ntima de la razó n y otras voces se hicieron escuchar. Piggy le llamó crí o. Otra voz le decí a que no fuese loco; y la oscuridad y la arriesgada empresa daban a la noche el cará cter irreal que adquieren las cosas desde el silló n del dentista.

Al llegar a la ú ltima cuesta, Jack y Roger se acercaron y dejaron de ser dos manchas de tinta para convertirse en figuras discernibles. Se detuvieron por comú n acuerdo y se apretaron uno junto al otro. Tras ellos, en el horizonte, destacaba un trozo de cielo má s claro, donde surgirí a la luna de un momento a otro. Rugió el viento en el bosque y los harapos se pegaron a sus cuerpos.

Ralph urgió:

—Vamos.

Avanzaron sigilosamente, Roger algo rezagado. Jack y Ralph cruzaron juntos la cumbre de la montañ a. La extensió n centelleante de la laguna yací a bajo ellos y má s lejos se veí a una larga mancha blanca, que era el arrecife. Roger se unió a ellos.

Jack murmuró:

—Vamos a acercarnos a gatas; a lo mejor está durmiendo.

Roger y Ralph avanzaron, mientras Jack se quedaba esa vez atrá s, a pesar de sus valientes palabras. Llegaron a la cumbre roma, donde las manos y las rodillas sentí an la dureza de la roca.

Una criatura que se inflaba.

Ralph metió la mano en la frí a y suave ceniza de la hoguera y sofocó un grito. Le temblaban la mano y el hombro por aquel inesperado contacto. Unas lucecillas verdes de ná useas aparecieron por un momento y horadaron la oscuridad. Roger estaba detrá s de é l y Jack tení a la boca pegada a su oreja.

—Allí, entre las rocas, donde antes habí a un hueco. Una especie de bulto... ¿ lo ves?

La hoguera apagada sopló ceniza a la cara de Ralph. No podí a ver ni el hueco ni nada, porque las lucecillas verdes volví an a abrirse y extenderse y la cima de la montañ a se iba inclinando hacia un lado. Una vez má s volvió a oí r el murmullo de Jack, desde muy lejos.



  

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