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William Golding 11 страница



Esta vez fueron Robert y Maurice quienes se encargaron de representar los dos papeles, y la manera de imitar Maurice los esfuerzos de la cerda por esquivar la lanza resultó tan graciosa que los muchachos prorrumpieron en carcajadas.

Pero incluso aquello acabó por aburrirles. Jack comenzó a limpiarse en una roca las manos ensangrentadas. Despué s se puso a trabajar en el animal: le rajó el vientre, arrancó las calientes bolsas de tripas brillantes y las amontonó sobre la roca, mientras los otros le observaban. Hablaba sin abandonar lo que hací a.

—Vamos a llevar la carne a la playa. Yo voy a volver a la plataforma para invitarles al festí n. Eso nos dará tiempo.

—Jefe... —dijo Roger.

—¿ Qué...?

—¿ Có mo vamos a encender el fuego? Jack, en cuclillas, se detuvo y frunció el ceñ o contemplando el animal.

—Les atacaremos por sorpresa y nos traeremos un poco de fuego. Para eso necesito a cuatro: Henry, tú, Bill y Maurice. Podemos pintarnos la cara. Nos acercaremos sin que se den cuenta, y luego, mientras yo les digo lo que quiero decirles, Roger les roba una rama. Los demá s llevá is esto a donde está bamos antes. Allí haremos la hoguera. Y despué s...

Dejó de hablar y se levantó, mirando a las sombras bajo los á rboles. El tono de su voz era má s bajo cuando habló de nuevo.

—Pero una parte de la presa se la dejaremos aquí a...

Se arrodilló de nuevo y volvió a la tarea con su cuchillo. Los muchachos se apiñ aron a su alrededor. Le habló a Roger por encima del hombro.

—Afila un palo por los dos lados. Al poco rato se puso en pie, sosteniendo en las manos la cabeza chorreante del jabalí.

—¿ Dó nde está ese palo?

—Aquí.

—Clava una punta en el suelo. Caray... si es todo piedra. Mé tela en esa grieta. Allí.

Jack levantó la cabeza del animal y clavó la blanda garganta en la punta afilada del palo, que surgió por la boca del jabalí. Se apartó un poco y contempló la cabeza, allí clavada, con un hilo de sangre que se deslizaba por el palo.

Instintivamente se apartaron tambié n los muchachos; el silencio del bosque era casi total. Escucharon con atenció n, pero el ú nico sonido perceptible era el zumbido de las moscas sobre el montó n de tripas. Jack habló en un murmullo:

—Levantad el cerdo.

Maurice y Robert ensartaron la res en una lanza, levantaron aquel peso muerto y, ya listos, aguardaron En aquel silencio, de pie sobre la sangre seca, cobraron un aspecto furtivo.

Jack les habló en voz muy alta.

—Esta cabeza es para la fiera. Es un regalo.

El silencio aceptó la ofrenda y ellos se sintieron sobrecogidos de temor y respeto. Allí quedó la cabeza, con una mirada sombrí a, una leve sonrisa, oscurecié ndose la sangre entre los dientes. De improviso, todos a la vez, salieron corriendo a travé s del bosque, hacia la playa abierta.

Simó n, como una pequeñ a imagen bronceada, oculto por las hojas, permaneció donde estaba. Incluso al cerrar los ojos se le aparecí a la cabeza del jabalí como una reimpresió n en su retina. Aquellos ojos entreabiertos estaban ensombrecidos por el infinito escepticismo del mundo de los adultos. Le aseguraban a Simó n que todas las cosas acababan mal.

—Ya lo sé.

Simó n se dio cuenta de que habí a hablado en voz alta. Abrió los ojos rá pidamente a la extrañ a luz del dí a y volvió a ver la cabeza con su mueca de regocijo, ignorante de las moscas, del montó n de tripas, e incluso de su propia situació n indigna, clavada en un palo.

Se mojó los labios secos y miró hacia otro lado.

Un regalo, una ofrenda para la fiera. ¿ No vendrí a la fiera a recogerla? La cabeza, pensó é l, parecí a estar de acuerdo. Sal corriendo, le dijo la cabeza en silencio, vuelve con los demá s. Todo fue una broma... ¿ por qué te vas a preocupar? Te equivocaste; no es má s que eso. Un ligero dolor de cabeza, quizá te sentó mal algo que comiste. Vué lvete, hijo, decí a en silencio la cabeza.

Simó n alzó los ojos, sintiendo el peso de su melena empapada, y contempló el cielo. Por una vez estaba cubierto de nubes, enormes torreones de tonos grises, marfileñ os y cobrizos que parecí an brotar de la propia isla. Pesaban sobre la tierra, destilando, minuto tras minuto, aquel opresivo y angustioso calor. Hasta las mariposas abandonaron el espacio abierto donde se hallaba esa cosa sucia que esbozaba una mueca y goteaba. Simó n bajó la cabeza, con los ojos muy cerrados y cubiertos, luego, con una mano. No habí a sombra bajo los á rboles; só lo una quietud de ná car que lo cubrí a todo y transformaba las cosas reales en ilusorias e indefinidas. El montó n de tripas era un borbolló n de moscas que zumbaban como una sierra. Al cabo de un rato, las moscas encontraron a Simó n. Atiborradas, se posaron junto a los arroyuelos de sudor de su rostro y bebieron. Le hací an cosquillas en la nariz y jugaban a dar saltos sobre sus muslos. Eran de color negro y verde iridiscente, e infinitas. Frente a Simó n, el Señ or de las Moscas pendí a de la estaca y sonreí a en una mueca. Por fin se dio Simó n por vencido y abrió los ojos; vio los blancos dientes y los ojos sombrí os, la sangre... y su mirada quedó cautiva del antiguo e inevitable encuentro. El pulso de la sien derecha de Simó n empezó a latirle.

Ralph y Piggy, tumbados en la arena, contemplaban el fuego y arrojaban perezosamente piedrecillas al centro de la hoguera, limpia de humo.

—Esa rama se ha consumido.

—¿ Dó nde está n Samyeric?

—Debí amos traer má s leñ a. No nos quedan ramas verdes.

Ralph suspiró y se levantó. No habí a sombras bajo las palmeras de la plataforma; tan só lo aquella extrañ a luz que parecí a llegar de todas partes a la vez. En lo alto, entre las macizas nubes, los truenos se disparaban como cañ onazos.

—Va a llover a cá ntaros.

—¿ Qué vamos a hacer con la hoguera?

Ralph salió brincando hacia el bosque y regresó con una gran brazada de follaje, que arrojó al fuego. La rama crujió, las hojas se rizaron y el humo amarillento se extendió.

Piggy trazó un garabato en la arena con los dedos.

—Lo que pasa es que no tenemos bastante gente para mantener un fuego. A Samyeric hay que darles el mismo turno. Siempre lo hacen todo juntos...

—¡ Claro!

—Sí, pero eso no es justo. ¿ Es que no lo entiendes? Debí an hacer dos turnos distintos.

Ralph reflexionó y lo entendió. Le molestaba comprobar que apenas reflexionaba como las personas mayores, y suspiró de nuevo. La isla cada vez estaba peor.

Piggy miró al fuego.

—Pronto vamos a necesitar otra rama verde. Ralph rodó al otro costado.

—Piggy, ¿ qué vamos a hacer?

—Pues arreglá rnoslas sin ellos.

—Pero... la hoguera.

Ceñ udo, contempló el negro y blanco desorden en que yací an las puntas no calcinadas de las ramas. Intentó ser má s preciso:

—Estoy asustado.

Vio que Piggy alzaba los ojos y continuó como pudo.

—Pero no de Ja fiera..., bueno tambié n tengo miedo de eso. Pero es que nadie se da cuenta de lo del fuego. Si alguien te arroja una cuerda cuando te está s ahogando..., si un mé dico te dice que te tomes esto porque si no te mueres..., lo harí as, ¿ verdad?

—Pues claro que sí.

—¿ Es que no lo entienden? ¿ No se dan cuenta que sin una señ al de humo nos moriremos aquí? ¡ Mira eso!

Una ola de aire caliente tembló sobre la ceniza, pero sin despedir la má s ligera huella de humo.

—No podemos mantener viva ni una sola hoguera. Y a ellos ni les importa. Y lo peor es que... —clavó los ojos en el rostro sudoroso de Piggy— lo peor es que a mí tampoco me importa a veces. Suponte que yo me vuelva como los otros, que no me importe. ¿ Qué serí a de nosotros?

Piggy, profundamente afligido, se quitó las gafas.

—No sé, Ralph, Hay que seguir, como sea. Eso es lo que harí an los mayores.

Una vez emprendida la tarea de desahogarse, Ralph la llevó hasta su fin.

—Piggy, ¿ qué es lo que pasa? Piggy le miró con asombro.

—¿ Quieres decir por lo de la...?

—No... quiero decir... que, ¿ por qué se ha estropeado todo? . -_..

Piggy se limpió las gafas despacio y pensativo. Al darse cuenta hasta qué punto le habí a aceptado Ralph, se sonrojó de orgullo.

—No sé, Ralph. Supongo que la culpa la tiene é l.

—¿ Jack?

—Jack.

Alrededor de esa palabra se iba tejiendo un nuevo tabú.

Ralph asintió con solemnidad.

—Sí —dijo—, supongo que es cierto.

Cerca de ellos, el bosque estalló en un alborozo. Surgieron unos seres demoní acos, con rostros blancos, rojos y verdes, que aullaban y gritaban. Los pequeñ os huyeron llorando. Ralph vio de reojo có mo Piggy echaba a correr. Dos de aquellos seres se abalanzaron hacia el fuego y Ralph se preparó para la defensa, pero tras apoderarse de unas cuantas ramas ardiendo escaparon a lo largo de la playa. Los otros tres se quedaron quietos, frente a Ralph; vio que el má s alto de ellos, sin otra cosa sobre su cuerpo má s que pintura y un cinturó n, era Jack.

Ralph habí a recobrado el aliento y pudo hablar.

—Bueno, ¿ qué quieres?

Jack no le hizo caso; alzó su lanza y empezó a gritar.

—Escuchadme todos. Yo y mis cazadores estamos viviendo en la playa, junto a la roca cuadrada. Cazamos, nos hinchamos a comer y nos divertimos. Si queré is uniros a mi tribu, venid a vernos. A lo mejor dejo que os quedé is. O a lo mejor no.

Se calló y miró en torno suyo. Tras la careta de pintura, se sentí a libre de vergü enza o timidez y podí a mirarles a todos de uno en uno. Ralph estaba arrodillado junto a los restos de la hoguera como un corredor en posició n de salida, con la cara medio tapada por el pelo y el hollí n. Samyeric se asomaban como un solo ser tras una palmera al borde del bosque. Uno de los peques, con la cara encarnada y contraí da, lloraba a gritos junto a la poza; sobre la plataforma, aferrada en sus manos la caracola, se hallaba Piggy.

—Esta noche vamos a darnos un festí n. Hemos matado un jabalí y tenemos carne. Si queré is, podé is venir a comer con nosotros.

En lo alto, los cañ ones de las nubes volvieron a disparar. Jack y los dos anó nimos salvajes que le acompañ aban se sobresaltaron, alzaron los ojos y luego recobraron la calma. El peque seguí a llorando a gritos. Jack esperaba algo. Apremió, en voz baja, a los otros:

—¡ Venga... ahora!

Los dos salvajes murmuraron. Jack les dijo con firmeza:

—¡ Venga!

Los dos salvajes se miraron, levantaron sus lanzas y dijeron a la vez:

—El jefe ha hablado.

Despué s, los tres dieron media vuelta y se alejaron a paso ligero. Ralph se levantó entonces, con la vista fija en el lugar por donde habí an desaparecido los salvajes. Al llegar Samyeric balbucearon en un murmullo de temor:

—Creí que era...

—... y sentí...

—... miedo.

Piggy estaba en la plataforma, en un plano má s alto, sosteniendo aú n la caracola.

—Eran Jack, Maurice y Robert —dijo Ralph—. Se está n divirtiendo de lo lindo, ¿ verdad?

—Yo creí que me iba a dar un ataque de asma.

—Al diablo con tu asma.

—En cuanto vi a Jack pensé que se tiraba a la caracola. No sé por qué.

El grupo de muchachos miró a la blanca caracola con cariñ oso respeto. Piggy la puso en manos de Ralph y los pequeñ os, al ver aquel sí mbolo familiar, empezaron a regresar.

—Aquí no.

Sintiendo la necesidad de algo má s ceremonioso se dirigió hacia la plataforma. Ralph iba en primer lugar, meciendo la caracola; le seguí a Piggy, con gran solemnidad; detrá s, los mellizos, los pequeñ os y todos los demá s.

—Sentaos todos. Nos han atacado para llevarse el fuego. Se está n divirtiendo mucho. Pero la...

Ralph se sorprendió ante la cortina que nublaba su cerebro. Iba a decirles algo, cuando la cortinilla se cerró.

—Pero la...

Le observaban muy serios, sin sentir aú n ninguna duda sobre su capacidad. Ralph se apartó de los ojos la molesta melena y miró a Piggy.

—Pero la... la... ¡ la hoguera! ¡ Pues claro, la hoguera!

Empezó a reí rse; se contuvo y recobró la fluidez de palabra.

—La hoguera es lo má s importante de todo. Sin ella no nos van a rescatar. A mí tambié n me gustarí a pintarme el cuerpo como los guerreros y ser un salvaje, pero tenemos que mantener esa hoguera encendida. Es la cosa má s importante de la isla, porque, porque...

De nuevo tuvo que hacer una pausa; la duda y el asombro llenaron el silencio.

Piggy le murmuró rá pidamente:

—El rescate.

—Ah, sí. Sin una hoguera no van a poder rescatarnos. Así que nos tenemos que quedar junto al fuego y hacer que eche humo.

Cuando dejó de hablar todos permanecieron en silencio. Despué s de tantos discursos brillantes escuchados en aquel mismo lugar, los comentarios de Ralph les parecieron torpes, incluso a los pequeñ os. Por fin, Bill tendió las manos hacia la caracola.

—Ahora que no podemos tener la hoguera allá arriba... porque es imposible tenerla allá arriba... vamos a necesitar má s gente para que se ocupe de ella. ¿ Por qué no vamos a ese festí n y les decimos que lo del fuego es mucho trabajo para nosotros solos? Y, ademá s, salir a cazar y todas esas cosas... ser salvajes, quiero decir... debe ser estupendo.

Samyeric cogieron la caracola.

—Bill tiene razó n, debe ser estupendo... y nos han invitado. ..

—... a un festí n...

—... con carne...

—... recié n asada...

—... ya me gustarí a un poco de carne... Ralph levantó la mano.

—¿ Y quié n dice que nosotros no podemos tener nuestra propia carne?

Los mellizos se miraron. Bill respondió:

—No queremos meternos en la jungla.

Ralph hizo una mueca.

—El sí se mete, ya lo sabé is.

—Es un cazador. Todos ellos son cazadores. Eso es otra cosa.

Nadie habló en seguida, hasta que Piggy, mirando a la arena, dijo entre dientes:

—Carne...

Los pequeñ os, sentados, pensaban seriamente en la carne y la sentí an ya en sus bocas. Los cañ onazos resonaron de nuevo sobre ellos y las copas de las palmeras repiquetearon bajo un repentino soplo de aire cá lido.

—Eres un niñ o tonto —dijo el Señ or de las Moscas—. No eres má s que un niñ o tonto e ignorante.

Simó n movió su lengua hinchada, pero nada dijo.

—¿ No está s de acuerdo? —dijo el Señ or de las Moscas—. ¿ No es verdad que eres un niñ o tonto? Simó n le respondió con la misma voz silenciosa.

—Bien —dijo el Señ or de las Moscas—, entonces, ¿ por qué no te vas a jugar con los demá s? Creen que está s chiflado. Tu no quieres que Ralph piense eso de tí, ¿ verdad? Quieres mucho a Ralph, ¿ no es cierto? Y a Piggy y a Jack.

Simó n tení a la cabeza ligeramente alzada. Sus ojos no podí an apartarse: frente a é l, en el espacio, pendí a el Señ or de las Moscas.

—¿ Qué haces aquí solo? ¿ No te doy miedo? Simó n tembló.

—No hay nadie que te pueda ayudar. Solamente yo. Y yo soy la Fiera.

Los labios de Simó n, con esfuerzo, lograron pronunciar palabras perceptibles.

—Cabeza de cerdo en un palo.

—¡ Qué ilusió n, pensar que la Fiera era algo que se podí a cazar, matar! —dijo la cabeza. Durante unos momentos, el bosque y todos los demá s lugares apenas discernibles resonaron con la parodia de una risa—. Tú lo sabí as, ¿ verdad? ¿ Que soy parte de ti? ¡ Caliente, caliente, caliente! ¿ Que soy la causa de que todo salga mal? ¿ De que las cosas sean como son? La risa trepidó de nuevo.

—Vamos —dijo el Señ or de las Moscas—, vuelve con los demá s y olvidaremos lo ocurrido.

La cabeza de Simó n oscilaba. Sus ojos entreabiertos parecí an imitar a aquella cosa sucia clavada en una estaca. Sabí a que iba a tener una de sus crisis. El Señ or de las Moscas se iba hinchando como un globo.

—Esto es absurdo. Sabes muy bien que só lo me encontrará s allá abajo, así que, ¡ no intentes escapar!

El cuerpo de Simó n estaba rí gido y arqueado. El Señ or de las Moscas habló con la voz de un director de colegio.

—Esto pasa de la raya, jovencito. Está s equivocado, ¿ o es que crees saber má s que yo? Hubo una pausa.

—Te lo advierto. Vas a lograr que me enfade. ¿ No lo entiendes? Nadie te necesita. ¿ Entiendes? Nos vamos a divertir en esta isla. ¿ Entiendes? ¡ Nos vamos a divertir en esta isla! Así que no lo intentes, jovencito, o si no...

Simó n se encontró asomado a una enorme boca. Dentro de ella reinaba una oscuridad que se iba extendiendo poco a poco.

—... O si no—dijo el Señ or de las Moscas—, acabaremos contigo. ¿ Has entendido? Jack, y Roger, y Maurice, y Robert, y Bill, y Piggy, y Ralph. Acabaremos contigo, ¿ has entendido?

Simó n estaba en el interior de la boca. Cayó al suelo y perdió el conocimiento.

 

Las nubes seguí an acumulá ndose sobre la isla. Durante todo el dí a, una corriente de aire caliente se fue elevando de la montañ a y subió a má s de tres mil metros de altura; turbulentas masas de gases acumularon electricidad está tica hasta que el aire pareció a punto de estallar. Al llegar la tarde, el sol se habí a ocultado y un resplandor broncí neo vino a reemplazar la clara luz del dí a. Incluso el aire que llegaba del mar era asfixiante, sin ofrecer alivio alguno. Los colores del agua se diluí an, y los á rboles y la rosada superficie de las rocas, al igual que las nubes blancas y oscuras, emanaban tristeza. Todo se paralizaba, salvo las moscas, que poco a poco ennegrecí an a su Señ or y daban a la masa de intestinos el aspecto de un montó n de brillantes carbones. Ignoraron por completo a Simó n, incluso al rompé rsele una vena de la nariz y brotarle la sangre; preferí an el fuerte sabor del cerdo.

Al fluir la sangre, el ataque de Simó n se convirtió en cansancio y sueñ o. Quedó tumbado en la estera de lianas mientras la tarde avanzaba y el cañ ó n seguí a tronando. Por fin despertó y vio, con ojos aú n adormecidos, la oscura tierra junto a su mejilla. Pero tampoco entonces se movió; permaneció echado, con un lado del rostro pegado a la tierra, observando confusamente lo que tení a enfrente. Despué s se dio vuelta, dobló las piernas y se asió a las lianas para ponerse en pie. Al temblar estas, las moscas huyeron con un maligno zumbido, pero en seguida volvieron a aferrarse a la masa de intestinos. Simó n se levantó. La luz parecí a llegar de otro mundo. El Señ or de las Moscas pendí a de su estaca como una pelota negra

Simó n habló en voz alta, dirigié ndose al espacio en claro.

—¿ Qué otra cosa puedo hacer?

Nadie le contestó. Se apartó del claro y se arrastró entre las lianas hasta llegar a la penumbra del bosque. Caminó penosamente entre los á rboles, con el rostro vací o de expresió n, seca ya la sangre alrededor de la boca y la barbilla. Pero a veces, cuando apartaba las lianas y elegí a la orientació n segú n la pendiente del terreno, pronunciaba palabras que nunca alcanzaban el aire.

A partir de un punto, los á rboles estaban menos festoneados de lianas y entre ellos podí a verse la difusa luz ambarina que derramaba el cielo. Aqué lla era la espina dorsal de la isla, un terreno ligeramente má s elevado, al pie de la montañ a, donde el bosque no presentaba ya la espesura de la jungla. Allí, los vastos espacios abiertos se veí an salpicados de sotos y enormes á rboles; la pendiente del terreno lo llevó hacia arriba al dirigirse hacia los espacios libres. Siguió adelante, desfalleciendo a veces por el cansancio, pero sin llegar nunca a detenerse. El habitual brillo de sus ojos habí a desaparecido; caminaba con una especie de triste resolució n, como si fuese un viejo.

Un golpe de viento le hizo tambalearse y vio que se hallaba fuera del bosque, sobre rocas, bajo un cielo plomizo. Notó que sus piernas flaqueaban y que el dolor de la lengua no cesaba. Cuando el viento alcanzó la cima de la montañ a vio algo insó lito: una cosa azul aleteaba ante la pantalla de nubes oscuras. Siguió esforzá ndose en avanzar y el viento sopló de nuevo, ahora con mayor violencia, abofeteando las copas del bosque, que rugí an y se inclinaban para esquivar sus golpes. Simó n vio que una cosa encorvada se incorporaba de repente en la cima y le miraba desde allí. Se tapó la cara y siguió a duras penas.

Tambié n las moscas habí an encontrado aquella figura. Sus movimientos, que parecí an tener vida, las asustaban por un momento y se apiñ aban alrededor de la cabeza en una nube negra. Despué s, cuando la tela azul del para-caí das se desinflaba, la corpulenta figura se inclinaba hacia adelante, con un suspiro, y las moscas volví an una vez má s a posarse.

Simó n sintió el golpe de la roca en sus rodillas Se arrastró hacia adelante y pronto comprendió. El enredo de cuerdas le mostró la mecá nica de aquella parodia; examinó los blancos huesos nasales, los dientes, los colores de la descomposició n. Vio cuan despiadadamente los tejidos de caucho y lona sostení an ceñ ido aquel pobre cuerpo que deberí a estar ya pudrié ndose. De nuevo sopló el viento y la figura se alzó, se inclinó y le arrojó directamente a la cara su aliento pestilente. 'Simó n, arrodillado, apoyó las manos en el suelo y vomitó hasta vaciar por completo su estó mago. Despué s agarró los tirantes, los soltó de las rocas y libró a la figura de los ultrajes del viento. Por fin, apartó la vista para contemplar la playa bajo é l. La hoguera de la plataforma parecí a estar apagada, o al menos sin humo. En una zona má s lejana de la playa, detrá s del riachuelo y cerca de una gran losa de roca, podí a verse un fino hilo de humo que trepaba hacia el cielo. Simó n, sin acordarse ya de las moscas, colocó ambas manos a modo de visera y contempló el humo. Aun a aquella distancia pudo comprobar que la mayorí a de los muchachos —quizá todos ellos— se encontraban allí reunidos. De modo que habí an cambiado el lugar del campamento para alejarse de la fiera. Al pensar en ello, Simó n volvió los ojos hacia aquella pobre cosa sentada junto a é l, abatida y pestilente. El monstruo era inofensivo y horrible, y esa noticia tení a que llegar a los demá s lo antes posible. Empezó el descenso, pero sus piernas no le respondí an. Por mucho que se esforzaba só lo lograba tambalearse.

—A bañ arnos —dijo Ralph—, es lo mejor que podemos hacer.

Piggy observaba a travé s de su lente el cielo amenazador.

—Esas nubes me dan mala espina. ¿ Te acuerdas có mo lloví a, justo despué s de aterrizar?

—Va a llover otra vez.

Ralph se lanzó a la poza. Una pareja de pequeñ os jugaba en la orilla, buscando alivio en un agua má s caliente que la propia sangre. Piggy se quitó las gafas, se metió con gran precaució n en el agua y se las volvió a poner. Ralph salió a la superficie y le sopló agua a la cara.

—Cuidado con mis gafas —dijo Piggy—. Si se me moja el cristal tendré que salirme para limpiarlas.

Ralph volvió a escupirle, pero falló. Se rió de Piggy, esperando verle retirarse en su dolido silencio, sumiso como siempre. Pero Piggy, por el contrario, golpeó el agua con las manos.

—¡ Está te quieto! —gritó —. ¿ Me oyes? Con rabia, arrojó agua al rostro de Ralph.

—Bueno, bueno —dijo Ralph—; no pierdas los estribos.

Piggy se detuvo.

—Tengo un dolor aquí, en la cabeza... Ojalá viniera un poco de aire fresco.

—Si lloviese...

—Si pudié semos irnos a casa...

Piggy se reclinó contra la pendiente del lado arenoso de la poza. Su estó mago emergí a del agua y se secó con el aire. Ralph lanzó un chorro de agua al cielo. El movimiento del sol se adivinaba por una mancha de luz que se distinguí a entre las nubes. Se arrodilló en el agua y miró en torno suyo,

—¿ Dó nde está n todos? Piggy se incorporó.

—A lo mejor está n tumbados en el refugio.

—¿ Dó nde está Samyeric?

—¿ Y Bill?

Piggy señ aló a un lugar detrá s de la plataforma.

—Se fueron por ahí. A la fiesta de Jack.

—Que se vayan —dijo Ralph inquieto—. Me trae sin cuidado.

—Y só lo por un poco de carne...

—Y por cazar —dijo Ralph juiciosamente—, y para jugar a que son una tribu y pintarse como los guerreros.

Piggy removió la arena bajo el agua y no miró a Ralph.

—A lo mejor debí amos ir tambié n nosotros. Ralph le miró inmediatamente y Piggy se sonrojó.

—Quiero decir... para estar seguros que no pasa nada. Ralph volvió a lanzar agua con la boca.

Mucho antes de que Ralph y Piggy llegasen al encuentro con la pandilla de Jack, pudieron oí r el alboroto de la fiesta. Las palmeras daban paso a una franja ancha de cé sped entre el bosque y la orilla. A só lo un paso de la hierba se hallaba la blanca arena llevada por el viento fuera del alcance de la marea: una arena cá lida, seca y hollada. A continuació n se veí a una roca que se proyectaba hacia la laguna. Má s allá, una pequeñ a extensió n de arena, y luego, el borde del agua. Una hoguera ardí a sobre la roca y la grasa del cerdo que estaban asando goteaba sobre las invisibles llamas. Todos los muchachos de la isla, salvo Piggy, Ralph y Simó n y los dos que cuidaban del cerdo se habí an agrupado en el cé sped. Reí an y cantaban, tumbados en la hierba, en cuclillas o en pie, con comida en las manos. Pero a juzgar por las caras grasientas, el festí n de carne habí a ya casi acabado; algunos bebí an de unos cocos. Antes de comenzar el banquete habí an arrastrado un tronco enorme hasta el centro del cé sped y Jack, pintado y enguirnaldado, se sentó en é l como un í dolo. Habí a cerca de é l montones de carne sobre hojas verdes, y tambié n fruta y cocos llenos de agua.

Llegaron Piggy y Ralph al borde de la verde plataforma. Al verles, los muchachos fueron enmudeciendo uno a uno hasta só lo oí rse la voz del que estaba junto a Jack. Despué s, el silencio alcanzó incluso a aquel recinto y Jack se volvió sin levantarse. Les contempló durante algú n tiempo. Los chasquidos del fuego eran el ú nico ruido que se oí a por encima del rumor del arrecife. Ralph volvió los ojos a otro lado, y Sam, creyendo que se habí a vuelto hacia é l con intenció n de acusarle, soltó con una risita nerviosa el hueso que roí a. Ralph dio un paso inseguro, señ aló a una palmera y murmuró algo a Piggy que los demá s no oyeron; despué s ambos rieron como lo habí a hecho Sam. Apartando la arena con los pies, Ralph empezó a caminar. Piggy intentaba silbar.



  

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