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William Golding 13 страница



Los tres muchachos se adentraron en el bosque y regresaron con brazadas de leñ a podrida. De nuevo se alzó el humo, espeso y amarillo.

—Vamos a buscar algo de comer.

Fueron juntos a los frutales: llevaban sus lanzas; hablaron poco, comieron apresuradamente. Cuando regresaron del bosque el sol estaba a punto ya de ponerse y en la hoguera só lo brillaban rescoldos, sin humo alguno.

—No puedo traer má s leñ a —dijo Eric—. Estoy rendido.

Ralph tosió:

—Allá arriba logramos mantener la hoguera.

—Pero era muy pequeñ a. Esta tiene que ser grande. Ralph arrojó un leñ o al fuego y observó el humo que se alejaba hacia el crepú sculo.

—Tenemos que mantenerla encendida. Eric se tiró al suelo.

—Estoy demasiado cansado. Y ademá s, ¿ de qué nos va a servir?

—¡ Eric! —gritó Ralph con voz escandalizada—. ¡ No hables así!

Sam se arrodilló al lado de Eric.

—Bueno, ya me dirá s para qué sirve.

Ralph, indignado, trató de recordarlo é l mismo. La hoguera tení a su importancia, era tremendamente importante...

—Ya te lo ha dicho Ralph mil veces —dijo Piggy contrariado—. ¿ Có mo nos van a rescatar si no?

—¡ Pues claro! Si no hacemos fuego...

Se agachó al lado de ellos, en la creciente oscuridad.

—¿ Es que no lo entendé is? ¿ Para qué sirve pensar en radios y barcos?

Extendió el brazo y apretó el puñ o.

—Só lo podemos hacer una cosa para salir de este lí o.

Cualquiera puede jugar a la caza, cualquiera puede traernos carne...

Pasó la vista de un rostro a otro. Pero en el momento de mayor ardor y convicció n la cortinilla volvió a cubrir su mente y olvidó lo que habí a intentado expresar. Se arrodilló, con los puñ os cerrados y dirigió una mirada solemne primero a un muchacho, despué s al otro. Por fin, se levantó la cortinilla:

—Eso es. Tenemos que tener humo; y má s humo...

—¡ Pero si no podemos! ¡ Tú mira eso! La hoguera morí a ante ellos.

—Dos se ocupará n de la hoguera —dijo Ralph, má s para sí que para los otros—... eso supone doce horas al dí a.

—No podemos traer má s leñ a, Ralph...

—... de noche, no...

—... en la oscuridad, no...

—Podemos encenderla todas las mañ anas —dijo Piggy—. Nadie va a ver humo en la oscuridad. Sam asintió ené rgicamente.

—Era distinto cuando el fuego estaba...

—... allá arriba.

Ralph se levantó con una curiosa sensació n de falta de defensa ante la creciente oscuridad.

—De acuerdo, dejaremos que se apague la hoguera esta noche.

Se encaminó, con los demá s detrá s, hacia el primer refugio, que aú n se mantení a en pie, aunque bastante dañ ado. Dentro se hallaban los lechos de hojas, secas y ruidosas al tacto. En el refugio vecino, uno de los pequeñ os hablaba en sueñ os. Los cuatro mayores se deslizaron dentro del refugio y se acurrucaron bajo las hojas. Los mellizos se acomodaron uno junto al otro y Ralph y Piggy se tumbaron en el otro extremo. Durante algú n tiempo se oyó el continuo crujir y susurrar de hojas mientras los muchachos buscaban la postura má s có moda.

— Piggy —

—¿ Qué?

—¿ Está s bien?

—Supongo.

Por fin reinó el silencio en el refugio, salvo algú n ocasional susurro. Frente a ellos colgaba un cuadro de oscuridad realzado con brillantes lentejuelas; del arrecife llegaba el bronco sonido de las olas. Ralph se entregó a su juego nocturno de suposiciones:

«Si nos llevasen a casa en jet, aterrizarí amos en el enorme aeropuerto de Wiltshire antes de amanecer. Irí amos en auto, no, para que todo sea perfecto, irí amos en tren, hasta Devon y alquilarí amos aquella casa otra vez. Allí, al fondo del jardí n, vendrí an los potros salvajes a asomarse por la valla... »

Ralph se moví a inquieto entre las hojas. Dartmoon era un lugar solitario, con potros salvajes. Pero el atractivo de lo salvaje se habí a disipado.

Su imaginació n giró hacia otro pensamiento, el de una ciudad civilizada, donde lo salvaje no podrí a existir. ¿ Qué lugar ofrecí a tanta seguridad como la central de autobuses con sus luces y ruedas?

Sin saber có mo, se encontró bailando alrededor de un farol. Un autobú s se deslizaba abandonando la estació n, un autobú s extrañ o...

—¡ Ralph! ¡ Ralph!

—¿ Qué pasa?

—No hagas ese ruido...

—Lo siento.

De la oscuridad del otro extremo del refugio llegó un lamento de terror, y en su pá nico hicieron crujir las hojas. Samyeric, enlazados en un abrazo, luchaban uno contra el otro.

—¡ Sam! ¡ Sam!

—¡ Eh... Eric!

Renació el silencio.

Piggy dijo en voz baja a Ralph:

—Tenemos que salir de esto.

—¿ Qué quieres decir?

—Que tienen que rescatarnos.

Por primera vez aquel dí a, y a pesar del acecho de la oscuridad, Ralph pudo reí r.

—En serio —murmuró Piggy—. Si no volvemos pronto a casa nos vamos a volver chiflados.

—Como chivas.

—Chalados.

—Tarumbas.

Ralph se apartó de los ojos los rizos hú medos.

—¿ Por qué no escribes una carta a tu tí a? Piggy lo pensó seriamente.

—No sé dó nde estará ahora. Y no tengo sobre ni sello. Y no hay ningú n buzó n. Ni cartero.

El resultado de su broma excitó a Ralph. Le dominó la risa; su cuerpo se estremecí a y saltaba.

Piggy amonestó en tono solemne:

—No es para tanto...

Ralph siguió riendo, aunque ya! „• dolí a el pecho. Su risa le agotó; quedó rendido y con la respiració n entrecortada, en espera de un nuevo espasmo. Durante uno de aquellos intervalos, el sueñ o le sorprendió.

—... ¡ Ralph! Ya está s haciendo ese ruido otra vez. Por favor, Ralph, cá llate... porque...

Ralph se removió entre las hojas. Tení a razones para agradecer la interrupció n de su pesadilla, pues el autobú s se aproximaba má s y má s y se le veí a ya muy cerca.

—¿ Por qué has dicho «porque»...?

—Calla... y escucha.

Ralph se echó con cuidado, provocando un largo susurro de las hojas. Eric gimoteó algo y se quedó quieto. La oscuridad era espesa como un manto, salvo por el inú til cuadro que contení a las estrellas.

—No oigo nada.

—Algo se mueve ahí afuera.

Ralph sintió un cosquilleo en su cabeza; el ruido de su sangre ahogaba todo otro sonido; despué s se apaciguó.

—Sigo sin oí r nada.

—Tú escucha. Escucha un rato.

A poco má s de un metro, a espaldas del refugio, se oyó el claro e indudable chasquido de un palo al quebrarse. La sangre volvió a palpitar en los oí dos de Ralph; confusas imá genes se perseguí an una a otra en su mente. Y algo que participaba de todas aquellas imá genes les acechaba desde el exterior. Sintió la cabeza de Piggy contra su hombro y el crispado apretó n de su mano.

—¡ Ralph! ¡ Ralph!

—Calla y escucha.

Con desesperació n, rezó Ralph para que la fiera escogiese a alguno de los pequeñ os. Se oyó afuera una voz aterradora que murmuraba:

—Piggy... Piggy. --

—¡ Ya está aquí! —dijo Piggy sin aliento— ¡ Era verdad!

Se asió a Ralph e intentó recobrar el aliento.

—Piggy, sal afuera. Te busco a ti, Piggy. Ralph apretó la boca junto al oí do de Piggy:

—No digas nada.

—Piggy..., ¿ dó nde está s, Piggy?

Algo rozó contra la pared del refugio. Piggy se mantuvo inmó vil durante unos instantes, despué s vino el ataque de asma. Dobló la espalda y pataleó las hojas. Ralph rodó para apartarse.

En la entrada del refugio se oyó un gruñ ido salvaje y siguió la invasió n de una masa viva y mó vil. Alguien cayó sobre el rincó n de Ralph y Piggy, que se convirtió en un caos de gruñ idos, golpes y patadas. Ralph pegó y al hacerlo se vio entrelazado con lo que parecí a una docena de cuerpos que rodaban por el suelo con é l, cambiando golpes, mordiscos y arañ azos. Sacudido y lleno de rasguñ os, encontró unos dedos junto a su boca y mordió con todas sus fuerzas. Un puñ o retrocedió y volvió como un pistó n sobre Ralph, que sintió explotar el refugio en un estallido de luz. Ralph se desvió hacia un lado y cayó sobre un cuerpo que se retorció bajo é l; sintió junto a sus mejillas un aliento ardiente. Golpeó aquella boca como si su puñ o fuese un martillo; sus golpes eran má s colé ricos, má s histé ricos a medida que aquel rostro se volví a má s resbaladizo. Cayó hacia un lado cuando una rodilla se clavó entre sus piernas; el dolor le sobrecogió y le obligó a abandonar la pelea, que continuó en torno suyo. En aquel momento el refugio se derrumbó con apresiva resolució n y las anó nimas figuras se apresuraron a buscar una salida. Oscuros personajes fueron levantá ndose entre las ruinas y huyeron; por fin, pudieron oí rse de nuevo los gritos de los pequeñ os y los ahogos de

Piggy-Con voz tré mula ordenó Ralph:

—Vosotros, los peques, volved a acostaros. Ha sido una pelea con los otros. Ahora iros a dormir. Samyeric se acercaron a ver a Ralph.

—¿ Está is los dos bien?

—Supongo...

—... a mí me dieron una buena paliza.

—Y a mí. ¿ Qué tal está Piggy?

Sacaron a Piggy de las ruinas y le apoyaron contra un á rbol. La noche habí a refrescado y se hallaba libre de nuevos terrores. La respiració n de Piggy era algo má s pausada.

—¿ Te hicieron dañ o, Piggy?

—No mucho.

—Eran Jack y sus cazadores —dijo Ralph con amargura—. ¿ Por qué no nos dejará n en paz?

—Les dimos un buen escarmiento —dijo Sam. La sinceridad le obligó a añ adir:

—Por lo menos tú sí que se lo diste. Yo me hice un lí o con mi propia sombra en un rincó n.

—A uno de ellos le hice ver las estrellas —dijo Ralph—. Le hice pedazos. No tendrá ganas de volver a pelear con nosotros en mucho tiempo.

—Yo tambié n —dijo Eric—. Cuando me desperté, uno me estaba dando patadas en la cara. Creo que estoy sangrando por toda la cara, Ralph. Pero al final salí ganando yo.

—¿ Qué le hiciste?

—Levanté la rodilla —dijo Eric con sencillo orgullo— y le di en las pelotas. ¡ Si le oí s gritar! Ese tampoco va a volver en un buen rato. Así que no lo hicimos mal del todo.

Ralph hizo un brusco movimiento en la oscuridad; pero oyó a Eric hacer ruido con la boca.

—¿ Qué te pasa?

—Es só lo un diente que se me ha soltado. Piggy dobló las piernas.

—¿ Está s bien, Piggy?

—Creí que vení an por la caracola.

Ralph bajó corriendo por la pá lida playa y saltó a la plataforma. La caracola seguí a brillando junto al asiento del jefe. Se quedó observá ndola unos instantes y despué s volvió al lado de Piggy.

—Sigue ahí.

—Ya lo sé. No vinieron por la caracola. Vinieron por otra cosa. Ralph... ¿ qué voy a hacer?

Lejos ya, siguiendo la lí nea arqueada de la playa, corrí an tres figuras en direcció n al Peñ ó n del Castillo. Se mantení an junto al agua, tan alejados del bosque como podí an. De vez en cuando cantaban a media voz; y otras veces se paraban a dar volteretas junto a la mó vil lí nea fosforescente del agua. Iba delante el jefe, que corrí a con pasos ligeros y firmes, exultante por su triunfo. Ahora sí era verdaderamente un jefe, y con su lanza apuñ aló el aire una y otra vez. En su mano izquierda bailaban las gafas rotas de Piggy.

En el breve frescor del alba, los cuatro muchachos se agruparon en torno al negro tizó n que señ alaba el lugar de la hoguera, mientras Ralph se arrodillaba y soplaba. Cenizas grises y ligeras como plumas saltaban de un lado a otro impelidas por su aliento, pero no brilló entre ellas ninguna chispa. Los mellizos miraban con ansiedad y Piggy se habí a sentado, sin expresió n alguna, detrá s del muro luminoso de su miopí a. Ralph siguió soplando hasta que los oí dos le zumbaron por el esfuerzo, pero entonces la primera brisa de la madrugada vino a relevarle y le cegó con cenizas. Retrocedió, lanzó una palabrota y se frotó los ojos hú medos.

—Es inú til.

Eric le observó a travé s de una má scara de sangre seca. Piggy fijó su mirada hacia el lugar donde adivinaba la figura de Ralph.

—Pues claro que es inú til, Ralph. Ahora ya no tenemos ninguna hoguera. Ralph acercó su cara a poco má s de medio metro de la de Piggy.

—¿ Puedes verme?

—Un poco.

Ralph dejó que la hinchazó n de su mejilla volviera a cubrir el ojo.

—Se han llevado nuestro fuego. La ira elevó su voz en un grito:

—¡ Nos lo han robado!

—Así son ellos —dijo Piggy—. Me han dejado ciego, ¿ te das cuenta? Así es Jack Merridew. Convoca una asamblea, Ralph, tenemos que decidir lo que vamos a hacer.

—¿ Una asamblea con los pocos que somos?

—Es lo ú nico que nos queda. Sam... deja que me apoye en ti.

Se dirigieron a la plataforma.

—Suena la caracola —dijo Piggy—. Só plala con todas tus fuerzas.

Resonó el bosque entero; los pá jaros se elevaron y las copas de los á rboles se llenaron de sus chirridos, como en aquella primera mañ ana que parecí a ya siglos atrá s. La playa estaba desierta a ambos lados, pero de los refugios salieron unos cuantos peques. Ralph se sentó en el pulido tronco y los otros tres se quedaron en pie, frente a é l. Hizo una señ al con la cabeza y Samyeric se sentaron a su derecha. Ralph pasó a Piggy la caracola. Con gran cuidado sostuvo el brillante objeto y guiñ ó los pá rpados en direcció n a Ralph.

—Bueno, empieza.

—He cogido la caracola para deciros esto: no puedo ver nada y esos me tienen que devolver mis gafas. Se han hecho cosas horribles en esta isla. Yo te voté a ti para jefe. Es el ú nico que sabí a lo que hací a. Así que habla tú ahora, Ralph, y dinos lo que tenemos que hacer... O si no...

Los sollozos obligaron a Piggy a callar. Ralph tomó de sus manos la caracola al tiempo que se sentaba.

—Encender una hoguera comú n y corriente. No parece una cosa muy difí cil, ¿ verdad? Só lo una señ al de humo para que nos rescaten. ¿ Es que somos salvajes o qué? Ahora ya no tenemos ninguna señ al. Y a lo mejor ahora mismo, está pasando algú n barco cerca. ¿ Os acordá is cuando salimos a cazar y la hoguera se apagó y pasó un barco? Y todos piensan que é l serí a el mejor jefe. Y luego lo de, lo de... eso tambié n fue culpa suya. Si no es por é l nunca hubiese pasado. Y ahora Piggy no puede ver. Vinieron a escondidas —Ralph elevó la voz—, de noche, en la oscuridad, y nos robaron el fuego. Lo robaron. Les habrí amos dado un poco de fuego si nos lo piden. Pero tuvieron que robarlo y ya no tenemos ninguna señ al y no nos van a rescatar jamá s. ¿ Os dais cuenta de lo que digo? Nosotros les hubié semos dado para que tambié n tuviesen fuego, pero tení an que robarlo. Yo...

La cortinilla volvió a desplegarse en su mente y se detuvo, aturdido.

Piggy tendió la mano hacia la caracola.

—¿ Qué piensas hacer, Ralph? Estamos venga a hablar sin decidir nada. Quiero mis gafas.

—Estoy tratando de pensar. Supó n que fué semos con nuestro aspecto de antes: limpios y peinados... Despué s de todo, la verdad es que no somos salvajes y lo del rescate no es ningú n juego...

Entreabrió el ojo oculto por la inflamada mejilla y miró a los mellizos.

—Podí amos adecentarnos un poco y luego ir...

—Debí amos llevar las lanzas —dijo Sam—, y Piggy tambié n.

—... porque podemos necesitarlas.

—¡ Tú no tienes la caracola! Piggy mostró en alto la caracola.

—Podé is llevar las lanzas si queré is, pero yo no pienso hacerlo. ¿ Para qué me sirve? De todas formas me vais a tener que llevar como a un perro. Eso es, reí ros. Venga. Hay gente en esta isla que se parte de risa por todo. ¿ Y qué es lo que ha pasado? ¿ Qué van a pensar los mayores? Han asesinado a Simó n. Y ese otro crí o, el de la cara marcada. ¿ Quié n le ha visto desde que llegamos aquí?

—¡ Piggy! ¡ Calla un momento!

—Tengo la caracola. Voy a buscar a ese Jack Merridew y decirle un par de cosas, eso es lo que voy a hacer.

—Te van a hacer dañ o.

—Ya me han hecho todo lo que podí an hacerme. Le voy a decir un par de cosas. Deja que yo lleve la caracola, Ralph. Le voy a enseñ ar la ú nica cosa que no ha cogido.

Piggy se calló por un momento y miró a las difusas figuras en torno suyo. La sombra de las antiguas asambleas, pisoteada sobre la hierba, le escuchaba.

—Voy a ir con esta caracola en las manos y voy a hacer que la vean todos. Oye, le voy a decir, eres má s fuerte que yo y no tienes asma. Puedes ver, le voy a decir, y con los dos ojos. Pero no te voy a pedir que me devuelvas mis gafas, no te lo voy a pedir como un favor. No te estoy pidiendo que te portes como un hombre, le diré, no porque seas má s fuerte que yo, sino porque lo que es justo es justo. Dame mis gafas, le voy a decir... ¡ tienes que dá rmelas!

Terminó, acalorado y tembloroso. Puso la caracola rá pidamente en manos de Ralph como si tuviese prisa por deshacerse de ella y se secó las lá grimas. La verde luz que les rodeaba era muy suave y la caracola reposaba a los pies de Ralph frá gil y blanca. Una gota escapada de los dedos de Piggy brillaba ahora como una estrella sobre la delicada curva.

Ralph se irguió por fin en su asiento y se echó el pelo hacia atrá s.

—Está bien. Quiero decir que..., que lo intentes si quieres. Iremos todos contigo.

—Estará pintarrajeado —dijo Sam tí midamente—, ya sabé is có mo va a estar...

—... no nos va a hacer ni pizca de caso...

—... y si se enfada, estamos listos... Ralph miró enfadado a Sam. Recordó vagamente algo que Simó n le habí a dicho una vez junto a las rocas.

—No seas idiota —dijo, y luego añ adió de prisa—: Vamos.

Tendió la caracola a Piggy, cuyo rostro se encendió, pero aquella vez de orgullo.

—Tienes que ser tú quien la lleve.

—La llevaré cuando estemos listos...

Piggy buscó en su cabeza palabras que expresasen a los demá s su deseo apasionado de llevar la caracola frente a cualquier riesgo.

—... no me importa. Lo haré encantado, Ralph, pero me tendré is que llevar de la mano.

Ralph puso la caracola sobre el brillante tronco.

—Será mejor que comamos algo y nos preparemos.

Se abrieron camino hasta los arrasados frutales. Ayudaron a Piggy a alcanzar fruta y é l mismo pudo recoger alguna al tacto. Mientras comí an, Ralph pensó en aquella tarde.

—Volveremos a ser como antes. Nos lavaremos... Sam tragó lo que tení a en la boca y protestó:

—¡ Pero si nos bañ amos todos los dí as! Ralph contempló las andrajosas figuras que tení a delante y suspiró.

—Nos debí amos peinar, pero tenemos el pelo demasiado largo.

—Yo tengo mis dos calcetines guardados en el refugio —dijo Eric—. Nos los podí amos poner en la cabeza como si fuesen gorras o algo así.

—Podí amos buscar algo —dijo Piggy— para que os até is el pelo por detrá s.

—¡ Como si fué semos chicas!

—No. Tienes razó n.

—Entonces vamos a tener que ir tal como estamos —dijo Ralph—; pero ellos no van tener mejor pinta que nosotros.

Eric hizo un gesto que les obligó a recapacitar.

—¡ Pero estará n todos pintados! Ya sabes lo que eso te hace...

Los otros asintieron. Sabí an demasiado bien que la pintura encubridora daba rienda suelta a los actos má s salvajes.

—Pues nosotros no nos vamos a pintar —dijo Ralph—, porque no somos salvajes. Samyeric se miraron uno al otro.

—De todos modos... Ralph gritó:

—¡ Nada de pintarse!

Hizo un esfuerzo por recordar.

—El humo —dijo—, el humo es lo que nos interesa. Se volvió ené rgicamente hacia los mellizos.

— ¡ He dicho humo! Necesitamos humo.

Hubo un silencio casi total, só lo quebrado por el bordoneo gregario de las abejas. Por ú ltimo, habló Piggy, afablemente:

—Pues claro. Lo necesitamos porque es una señ al y sin humo no nos van a rescatar.

—¡ Eso ya lo sabí a yo! —gritó Ralph apartando su brazo de Piggy— ¿ O es que intentas decir que...?

—Só lo repetí a lo que tú nos dices siempre —se apresuró a decir Piggy—. Pensé que por un momento..

—Pues te equivocas —dijo Ralph elevando la voz—. Lo sabí a muy bien. No lo habí a olvidado. Piggy asintió con á nimo de aplacarle.

—Tú eres el jefe, Ralph. Tú siempre te acuerdas de todo.

—No lo habí a olvidado.

—Pues claro que no.

Los mellizos observaban a Ralph con interé s, como si le viesen entonces por vez primera.

Emprendieron la marcha por la playa. Ralph abrí a la formació n, cojeando un poco, con la lanza al hombro. Veí a las cosas medio cubiertas por el temblor de la bruma, creada por el calor de la arena centelleante, y por su melena y las heridas. Los mellizos caminaban tras é l, con cierta preocupació n en aquellos momentos, pero rebosantes de inagotable vitalidad; hablaban poco y llevaban a rastras las lanzas, porque Piggy se habí a dado cuenta de que podí a verlas moverse sobre la arena si miraba hacia abajo y protegí a del sol sus ojos cansados. Marchaba, pues, entre los dos palos, con la caracola cuidadosamente protegida con ambas manos. Avanzaban por la playa en grupo compacto, acompañ ados de cuatro sombras como lá minas que bailaban y se entremezclaban bajo ellos. No quedaba señ al alguna de la tormenta y la playa relucí a como la hoja de una navaja recié n afilada. El cielo y la montañ a se encontraban a enorme distancia, vibrando en medio del calor; por espejismo, el arrecife flotaba en el aire, en una especie de laguna plateada, a media distancia del cielo.

Atravesaron el lugar donde la tribu habí a celebrado su danza. Los palos carbonizados seguí an sobre las rocas, allí donde la lluvia los habí a apagado, pero al borde del agua la arena habí a recobrado su uniforme superficie. Pasaron aquel lugar en silencio. No dudaban que encontrarí an a la tribu en el Peñ ó n del Castillo, y cuando este apareció ante ellos se detuvieron todos a la vez. A su izquierda se encontraba la espesura má s densa de toda la isla, una masa de tallos entrelazados, negra, verde, impenetrable; y frente a ellos se mecí a la alta hierba de una pradera. Ralph dio unos pasos hacia delante.

Allí estaba la aplastada hierba donde iodos habí an descansado mientras é l fue a explorar. Y tambié n el istmo de tierra y el saliente que rodeaba el peñ ó n; y allí, en lo alto, estaban los rojizos piná culos.

—Sam le tocó el brazo.

—Humo.

Una leve señ al de humo vacilaba en el aire al otro lado del peñ ó n.

—Vaya un fuego..., por lo menos no lo parece. Ralph se volvió.

¿ Y por qué nos escondemos?

Atravesó la pantalla de hierba hasta llegar al pequeñ o descampado que conducí a a la estrecha lengua de tierra.

—Vosotros dos seguid detrá s. Yo iré en cabeza, y a un paso de mí, Piggy. Tened las lanzas preparadas.

Piggy miró con ansiedad el luminoso velo que colgaba entre é l y el mundo.

—¿ No será peligroso? ¿ No hay un acantilado? Oigo el ruido del mar.

—Tú camina pegado a mí.

Ralph llegó al istmo. Dio con el pie a una piedra que rodó hasta el agua. En aquel momento el mar aspiró y dejó al descubierto un cuadrado rojo, tapizado de algas, a menos de quince metros del brazo izquierdo de Ralph.

—¿ No me pasará nada? —dijo Piggy tembloroso—, me siento muy mal...

Desde lo alto de los piná culos llegó un grito repentino, y tras é l la imitació n de un grito de guerra al cual contestaron una docena de voces tras el peñ ó n.

—Dame la caracola y qué date quieto.

—¡ Alto! ¿ Quié n va?

Ralph echó la cabeza hacia atrá s y pudo adivinar el oscuro rostro de Roger en la cima.

—¡ Sabes muy bien quié n soy! —gritó — ¡ Deja de hacer tonterí as!

Se llevó la caracola a los labios y empezó a sonarla. Aparecieron unos cuantos salvajes, que comenzaron a bajar por el saliente en direcció n al istmo; sus rostros pintarrajeados les hací an irreconocibles. Llevaban lanzas y se preparaban para defender la entrada. Ralph siguió tocando, sin hacer caso del terror de Piggy.

—Andad con cuidado..., ¿ me oí s? —gritaba Roger.

Ralph apartó por fin los labios de la caracola y se paró a recobrar el aliento. Sus primeras palabras fueron un sonido entrecortado pero perceptible.

—... a convocar una asamblea.

Los salvajes que guardaban el istmo murmuraron entre sí sin moverse. Ralph dio unos cuantos pasos hacia delante. A sus espaldas susurró una voz con urgencia:

—No me dejes solo, Ralph.

—Arrodí llate —dijo Ralph de lado— y espera hasta que yo vuelva.

Se detuvo en el centro del istmo y miró de frente a los salvajes. Gracias a la libertad que la pintura les concedí a, se habí an atado el pelo por detrá s y estaban mucho má s có modos que é l. Ralph se prometió a sí mismo atarse el pelo de la misma manera cuando regresase. En realidad sentí a deseos de decirles que esperasen un momento y atá rselo allí mismo, pero eso era imposible. Los salvajes prorrumpieron en burlonas risitas durante unos instantes, y uno de ellos señ aló a Ralph con su lanza. Roger se inclinó desde lo alto para ver lo que ocurrí a, despué s de apartar su mano de la palanca. Los muchachos que aguardaban en el istmo parecí an estar dentro de un charco formado por sus propias sombras, del que só lo sobresalí an las greñ as de las cabezas. Piggy seguí a agachado; su espalda era algo tan informe como un saco.

—Voy a reunir la asamblea.

Silencio.

Roger cogió una piedra pequeñ a y la arrojó entre los mellizos con intenció n de fallar. Ambos se estremecieron y Sam estuvo a punto de caer a tierra. Una extrañ a sensació n de poder empezaba a latir en el cuerpo de Roger.



  

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