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William Golding 10 страница



—¿ Miedo?

No se sentí a asustado, sino má s bien paralizado; colgado, sin poder moverse, en la cima de una montañ a que empequeñ ecí a y oscilaba. Jack se escurrió a un lado; Roger tropezó, se orientó a tientas, mientras sus respiració n silbaba, y siguió adelante. Les oyó decirse en voz baja:

—¿ Ves algo?

—Ahí...

Delante de ellos, só lo a unos tres metros de distancia, vieron un bulto que parecí a una roca, pero en un lugar donde no debí a haber roca alguna. Ralph oyó un ligero rechinar que procedí a de alguna parte, quizá de su propia boca. Se armó de determinació n, fundió su temor y repulsió n en odio y se levantó. Avanzó dos pasos con torpes pies.

Detrá s de ellos, la cinta de luna se habí a ya levantado del horizonte; ante ellos, algo que se asemejaba a un simio enorme dormitaba sentado, la cabeza entre las rodillas. En aquel momento se levantó viento en el bosque, hubo un revuelo en la oscuridad y aquel ser levantó la cabeza, mostrá ndoles la ruina de un rostro.

Ralph se encontró atravesando con gigantescas zancadas el suelo de ceniza; oyó los gritos de otros seres y sus brincos y afrontó lo imposible en la oscura pendiente. Segundos despué s, la montañ a quedaba desierta, salvo los tres palos abandonados y aquella cosa que se inclinaba en una reverencia.

Piggy, con evidente malestar, apartó los ojos de la playa, que empezaba a reflejar la luz pá lida del alba, y los alzó hacia la sombrí a montañ a.

—¿ Está s seguro? ¿ De verdad está s seguro?

—No sé cuá ntas veces te lo tengo que repetir —dijo Ralph—. La vimos.

—¿ Crees que estamos a salvo aquí abajo?

—¿ Có mo demonios lo voy a saber yo?

Ralph se apartó bruscamente y avanzó unos pasos por la playa. Jack, arrodillado, se entretení a en dibujar con el dedo í ndice cí rculos en la arena. La voz de Piggy les llegó en un susurro:

—¿ Está s seguro? ¿ De verdad?

—Sube tú a verla —dijo Jack desdeñ osamente—, y hasta nunca.

—Má s quisieras.

—La fiera tiene dientes —dijo Ralph— y unos ojos negros muy grandes.

Tembló violentamente. Piggy se quitó las gafas y limpió su ú nica lente.

—¿ Qué vamos a hacer?

Ralph se volvió hacia la plataforma. La caracola brillaba entre los á rboles como un borujo blanco, en el lugar mismo por donde aparecerí a el sol.

Se echó hacia atrá s las greñ as.

—No lo sé.

Recordó la huida aterrorizada, ladera abajo.

—No creo que nos atrevamos jamá s contra una cosa de ese tamañ o; en serio, no nos atreverí amos. Hablamos mucho, pero tampoco pelearí amos contra un tigre. Saldrí amos corriendo a escondernos. Hasta Jack se esconderí a.

Jack seguí a contemplando la arena.

—¿ Y mis cazadores, qué?

Simó n salió furtivamente de las sombras que envolví an los refugios. Ralph no prestó atenció n a la pregunta de Jack. Señ aló hacia la pincelada amarilla sobre la lí nea del mar.

—Somos muy valientes mientras es de dí a. ¿ Pero despué s? Y ahora aquello está allí, agachado junto a la hoguera, como si quisiera impedir que nos rescaten...

Se retorcí a las manos al hablar, sin darse cuenta. Elevó la voz:

—Ya no habrá ninguna hoguera de señ al..., estamos perdidos.

Un punto de oro apareció sobre el mar, y en un instante se iluminó todo el cielo.

—¿ Y mis cazadores, qué?

—Son niñ os armados con palos. Jack se puso en pie. Su rostro se enrojeció mientras se alejaba. Piggy se puso las gafas y miró a Ralph.

—Ahora sí que la has hecho. Le has ofendido con lo de sus cazadores.

—Anda, cá llate.

Les interrumpió el sonido de la caracola, que alguien tocaba sin habilidad. Jack, como si ofreciese una serenata al sol naciente, siguió haciendo sonar la caracola, mientras en los refugios empezaban a agitarse las primeras señ ales de vida, los cazadores se deslizaban hacia la plataforma y los pequeñ os empezaban a lloriquear, como ahora hací an con tanta frecuencia. Ralph se levantó dó cilmente. Piggy Y é l se dirigieron a la plataforma.

—Palabras —dijo Ralph amargamente—, palabras y má s palabras.

Quitó la caracola a Jack.

—Esta reunió n... Jack le interrumpió:

—La he convocado yo.

—Lo mismo iba a hacer yo. Lo ú nico que has hecho es soplar la caracola.

—Bueno, ¿ y no es eso?

—¡ Tó mala, anda! ¡ Sigue..., habla! Ralph arrojó la caracola a los brazos de Jack y se sentó en el tronco de palmera.

—He convocado esta asamblea por muchas razones —dijo Jack—. En primer lugar... ya sabé is que hemos visto a la fiera. Nos acercamos a gatas; estuvimos a unos cuantos metros de la fiera. Levantó la cabeza y nos miró. No sé qué hace allí. Ni siquiera sabemos lo que es...

—Esa fiera sale del mar...

—De la oscuridad...

—De los á rboles...

—¡ Silencio! —gritó Jack—. A ver si escuchá is. La fiera está allí sentada, sea lo que sea...

—A lo mejor está esperando...

—O cazando...

—Eso es, cazando.

—Cazando —dijo Jack. Recordó los temblores que se apoderaban de é l en el bosque—. Sí, esa fiera sale a cazar. ¡ Pero callaos de una vez! Otra cosa: fue imposible matarla. Y ademá s, os diré lo que acaba de decirme Ralph de mis cazadores: que no sirven para nada.

—¡ No he dicho nada de eso!

—Yo tengo la caracola. Ralph cree que sois unos cobardes, que el jabalí y la fiera 'os hacen salir corriendo. Y eso no es todo.

Se oyó en la plataforma algo como un suspiro, como si todos supiesen lo que iba a seguir. La voz de Jack continuó, tré mula pero decidida, presionando contra el pasivo silencio.

—Es igual que Piggy; dice las mismas cosas que Piggy. No es un verdadero jefe. Jack apretó la caracola contra sí.

—Ademá s, es un cobarde.

Hizo una breve pausa y despué s continuó:

—Allá en la cima, cuando Roger y yo seguimos adelante, é l se quedó atrá s.

—¡ Yo tambié n seguí!

—Pero despué s.

Los dos muchachos se miraron, a travé s de las pantallas de sus melenas, amena2antes.

—Yo tambié n seguí —dijo Ralph—; eché a correr luego, pero tú hiciste lo mismo.

—Llá mame cobarde si quieres. Jack se volvió a los cazadores:

—No sabe cazar. Nunca nos habrí a conseguido carne. No es ningú n prefecto, y no sabemos nada de é l. No hace má s que dar ó rdenes y espera que se le obedezca porque sí. Venga a hablar...

—¡ Venga a hablar! —gritó Ralph—. ¡ Hablar y hablar! ¿ Quié n ha empezado? ¿ Quié n ha convocado esta reunió n?

Jack se volvió con la cara enrojecida y la barbilla hundida en el pecho. Le atravesó con la mirada.

—Muy bien —dijo, y su tono indicaba una intenció n decidida, y una amenaza—, muy bien.

Con una mano apretó la caracola contra su pecho y con la otra cortó el aire.

—¿ Quié n cree que Ralph no debe ser el jefe?

Miró con esperanza a los muchachos agrupados en torno suyo, que habí an quedado ató nitos. Hubo un silencio absoluto bajo las palmeras.

—Que levanten las manos —dijo Jack con firmeza— los que no quieren que Ralph sea el jefe.

El silencio continuó, suspenso, grave y avergonzado.

El rostro de Jack fue perdiendo color poco a poco, para recobrarlo despué s en un brote doloroso. Se mordió los labios y volvió la cabeza a un lado, evitando a sus ojos el bochorno de unirse a la mirada de otro.

—¿ Cuá ntos creen...?

Su voz cedió. Las manos que sostení an la caracola temblaron. Tosió y alzó la voz:

—Muy bien.

Con extremado cuidado dejó la caracola en la hierba, a sus pies. Lá grimas de humillació n corrí an de sus ojos.

—No voy a seguir má s este juego. No con vosotros.

La mayorí a de los muchachos habí an bajado la vista,

fijá ndola en la hierba o en sus pies. Jack volvió a toser.

—No voy a seguir en la pandilla de Ralph... Recorrió con la mirada los troncos a su derecha, contando los cazadores que una vez fueron coro.

—Me voy por mi cuenta. Que atrape é l sus cerdos. Si alguien quiere cazar conmigo, puede venir tambié n.

Con pasos torpes salió del triá ngulo, hacia el escaló n que llevaba hasta la blanca arena.

—¡ Jack!

Jack se volvió y miró a Ralph. Calló por un momento y luego lanzó un grito estridente y furioso:

—... ¡ No!

Saltó de la plataforma y corrió por la playa sin hacer caso de las copiosas lá grimas que iba derramando; Ralph le siguió con la mirada hasta que se adentró en el bosque.

Piggy estaba indignado.

—Yo venga a hablarte, Ralph, y tú ahí parado, como... Ralph miró a Piggy sin verle y se habló a sí mismo quedamente:

—Volverá. Cuando el sol se ponga, volverá. Vio la caracola en las manos de Piggy.

—¿ Qué?

—¡ Pues eso!

Piggy abandonó la intenció n de reprender a Ralph. Volvió a limpiar su lente hasta hacerla relucir y volvió a su tema.

—No necesitamos a Jack Merridew. No es el ú nico en esta isla. Pero ahora que tenemos una fiera de verdad, aunque no puedo casi creerlo, vamos a tener que quedarnos cerca de la plataforma a todas horas; y ya no " nos van a servir de mucho ni é l ni su caza. Así que ahora podremos decidir de una vez lo que hay que hacer.

—Es inú til, Piggy. No podemos hacer nada.

Permanecieron sentados durante unos momentos en abatido silencio. Se levantó Simó n de pronto y le quitó la caracola a Piggy, quien se vio tan sorprendido que no tuvo tiempo para reaccionar. Ralph alzó los ojos hacia Simó n.

—¿ Simó n? ¿ Qué quieres ahora? Un apagado rumor de risas recorrió el cí rculo entero y perturbó visiblemente a Simó n.

—Creo que hay algo que podrí amos hacer. Algo que nosotros...

Su voz se vio de nuevo sofocada por la opresió n de la asamblea. En busca de ayuda y comprensió n, se dirigió a Piggy. Con la caracola apretada contra su bronceado pecho, se volvió a medias hacia é l.

—Creo que deberí amos subir a la montañ a.

El cí rculo entero se estremeció. Simó n se interrumpió y buscó con la mirada a Piggy, que le observaba con cara de burlona incomprensió n.

—¿ Y qué vamos a hacer allí arriba, si Ralph y los otros no pudieron con la fiera? Simó n susurró su respuesta:

—¿ Qué otra cosa podemos hacer?

Concluida su breve alocució n, dejó que Piggy tomase de sus manos la caracola. Despué s se retiró y fue a sentarse al lugar má s apartado que encontró.

Piggy hablaba ahora con má s aplomo y con algo en su voz que los demá s, en circunstancias menos graves, habrí an interpretado como placer.

—Ya os dije que cierta persona no nos hace ni pizca de falta. Y ahora os digo que tenemos que decidir lo que vamos a hacer. Y me parece que sé lo que Ralph os va a decir en seguida. La cosa má s importan te en esta isla es el humo y no se puede tener humo sin fuego. Ralph se movió inquieto.

—No hay nada que hacer, Piggy. No tenemos ninguna hoguera. Y esa cosa está allá arriba sentada...; tendremos que quedarnos aquí.

Piggy, como para dar con ello realce a sus palabras, alzó la caracola.

—No tenemos una hoguera en la montañ a, pero podemos tenerla aquí. Se puede hacer en esas rocas. O en la arena; da igual. Así tambié n tendrí amos humo,

—¡ Eso!

—¡ Humo!

—¡ Junto a la poza!

Todos hablaban al mismo tiempo. Pero Piggy era el ú nico con suficiente audacia intelectual para sugerir que se trasladase a otro lugar el fuego de la montañ a.

—Bueno, haremos la hoguera aquí abajo —dijo Ralph mirando a su alrededor—. La podemos hacer aquí mismo, entre la poza y la plataforma. Claro que...

Se interrumpió y, con el ceñ o fruncido, meditó el asunto, mordié ndose sin darse cuenta una uñ a ya casi desgastada.

—Claro que el humo no se verá tan bien; no se verá desde tan lejos. Pero así no tendremos que acercarnos, acercarnos a...

Los otros, que le comprendí an perfectamente, asintieron. No habrí a necesidad de acercarse.

—Podemos hacerla ya.

Las ideas má s brillantes son siempre las má s sencillas. Ahora que tení an algo que hacer, trabajaron con entusiasmo. Piggy se sentí a tan lleno de alegrí a y tan plenamente libre con la marcha de Jack, tan lleno de orgullo por su contribució n al bienestar comú n, que ayudó a acarrear la leñ a. La que aportó estaba bien a mano: uno de los troncos caí dos en la plataforma, que nadie usaba durante las asambleas. Pero para los demá s la condició n sagrada de la plataforma se extendí a a todo cuanto en ella se hallaba, protegiendo incluso lo má s inú til. Los mellizos comentaron que serí a un alivio tener una hoguera junto a ellos durante la noche, y aquel descubrimiento hizo a unos cuantos peques bailar y batir palmas de alegrí a.

Aquella leñ a no estaba tan seca como la de la montañ a. Casi toda ella se encontraba podrida por la humedad y llena de insectos huidizos. Tení an que levantar los troncos con cuidado, porque si no se deshací an en un polvo hú medo. Ademá s, los muchachos, con tal de no penetrar mucho en el bosque, se conformaban con el primer leñ o que encontraban, por muy cubierto que estuviese de retoñ os verdes. Las faldas del monte y el desgarró n del bosque les eran familiares; estaban cerca de la caracola y los refugios, que ofrecí an un aspecto bastante acogedor a la luz del sol. Nadie se molestaba en pensar qué aspecto cobrarí an en la oscuridad. Trabajaron, pues, con gran animació n y alegrí a, aunque a medida que pasaba el tiempo podí an advertirse indicios de pá nico en aquella animació n y de histeria en la alegrí a. Levantaron una pirá mide de hojas y palos, de ramas y troncos, sobre la desnuda arena contigua a la plataforma. Por vez primera en la isla, Piggy se quitó sus gafas sin pedí rselo nadie, se arrodilló y enfocó el sol sobre la leñ a. Pronto tuvieron un techo de humo y un abanico de llamas amarillas.

Los pequeñ os, que desde la primera catá strofe habí an visto muy pocas hogueras, se excitaron, saltando de alegrí a. Bailaron, cantaron y la reunió n cobró un aire de fiesta.

Ralph dio al fin por terminado el trabajo y se levantó, enjugá ndose el sudor de la cara con un sucio brazo.

—Tiene que ser una hoguera mas pequeñ a. Esta es demasiado grande para poder mantenerla viva.

Piggy se sentó con cuidado en la arena y se dispuso a limpiar su lente.

—¿ Por qué no hacemos un experimento? Podí amos intentar hacer una hoguera pequeñ a con un fuego muy fuerte, y luego le echamos ramas verdes para que salga humo. Seguro que algunas hojas son mejores que otras para el humo.

Al apagarse la hoguera, se apagó con ella la excitació n de los muchachos. Los pequeñ os abandonaron su baile y su canto y se alejaron hacia el mar, o a los frutales, o a los refugios.

Ralph se dejó caer sobre la arena.

—Tendremos que hacer una nueva lista para ver quié n se ocupa del fuego.

—Si es que encuentras a alguien.

Miró en torno suyo. Advirtió entonces por vez primera qué pocos eran en realidad los chicos mayores y comprendió por qué habí a resultado tan arduo el trabajo.

—¿ Dó nde está Maurice? Piggy volvió a frotar su lente.

—Supongo que... no, no se meterí a solo en el bosque, ¿ verdad?

Ralph se puso en pie de un salto, corrió alrededor de la hoguera y se detuvo junto a Piggy, apartá ndose la melena con las manos.

—¡ Pero es que necesitamos una lista! Estamos tú y yo y Samyeric y...

Con voz normal, pero sin atreverse a mirar a Piggy, preguntó:

—¿ Dó nde está n Bill y Roger?

Piggy se agachó y arrojó un trozo de leñ a al fuego.

—Supongo que se han ido. Supongo que ellos tampoco van a jugar con nosotros.

Ralph volvió a sentarse y se entretuvo abriendo con los dedos orificios en la arena. Se sorprendió al ver una gota de sangre junto a uno de ellos. Se miró con atenció n la uñ a mordida y vio otra gota de sangre que se formaba sobre la piel desgarrada.

Siguió hablando Piggy.

—Les vi salir a escondidas cuando está bamos recogiendo leñ a. Se fueron por allá, por el mismo camino que tomó é l.

Ralph acabó su examen y alzó los ojos. El cielo parecí a distinto aquel dí a, como en atenció n a los grandes cambios Ocurridos entre ellos, y estaba tan brumoso que en algunas partes el cá lido aire parecí a blanco. El disco del sol era de un plata plomizo, con lo que parecí a má s cercano y menos ardiente, y, sin embargo, el aire sofocaba.

—Siempre nos han estado creando problemas, ¿ verdad?

Aquella voz le llegaba desde muy cerca, desde su hombro, y parecí a inquieta.

—No les necesitamos. Estaremos má s contentos ahora, ¿ a que sí?

Ralph se sentó. Llegaron los mellizos con un gran tronco a rastras y sonriendo triunfalmente. Soltaron el tronco sobre los rescoldos y una lluvia de chispas salpicó el aire.

—Nos las arreglaremos por nuestra cuenta, ¿ verdad?

Durante largo rato, mientras el tronco se secaba, prendí a y ardí a, Ralph permaneció sentado en la arena sin decir nada. No vio a Piggy acercarse a los mellizos y murmurarles algo; ni vio tampoco a los tres muchachos adentrarse en el bosque.

—Aquí tienes.

Se sobresaltó. A su lado se encontraban Piggy y los mellizos con las manos cargadas de fruta.

—Pensé que no serí a mala idea —dijo Piggy— tener un festí n o algo por el estilo.

Los tres muchachos se sentaron. Habí an traí do gran cantidad de fruta, toda ella madura. Cuando Ralph empezó a comer le sonrieron.

—Gracias —dijo. Despué s, acentuando la agradable sorpresa, repitió:

—¡ Gracias!

—Nos las arreglaremos muy bien por nuestra cuenta —dijo Piggy—. Los que crean problemas en esta isla son ellos, que no tienen ni pizca de sentido comú n. Haremos una hoguera pequeñ a, que arda bien...

Ralph recordó lo que le habí a estado preocupando.

—¿ Dó nde está Simó n?

—No sé.

—No se habrá ido a la montañ a, ¿ verdad?

Piggy prorrumpió en estrepitosa risa y tomó má s fruta.

—A lo mejor —se tragó el bocado—. Está como una cabra.

Simó n habí a atravesado la zona de los frutales, pero aquel dí a los pequeñ os andaban demasiado ocupados con la hoguera de la playa para correr tras é l. Continuó su camino entre las lianas hasta alcanzar la gran estera tejida junto al claro y, a gatas, penetró en ella.

Al otro lado de la pantalla de hojas, el sol vertí a sus rayos y en el centro del espacio libre las mariposas seguí an su interminable danza. Se arrodilló y le alcanzaron las flechas del sol. La vez anterior el aire parecí a simplemente vibrar de calor; pero ahora le amenazaba. No tardó en caerle el sudor por su larga melena lacia. Se movió de un lado a otro, pero no habí a manera de evitar el sol. Al rato sintió sed; despué s una sed enorme.

Permaneció sentado.

En la playa, en una parte alejada, Jack se encontraba frente a un pequeñ o grupo de muchachos. Parecí a radiante de felicidad.

—A cazar —dijo. Examinó a todos detenidamente. Portaban los restos andrajosos de una gorra negra, y, en tiempo lejaní simo, aquellos muchachos habí an formado en dos filas ceremoniosas para entonar con sus voces el canto de los á ngeles.

—Nos dedicaremos a cazar y yo seré el jefe. Asintieron, y la crisis pasó imperceptiblemente.

—Y ahora... en cuanto a esa fiera... Se agitaron; todas las miradas se volvieron hacia el bosque.

—Os voy a decir una cosa. No vamos a hacer caso de esa fiera.

Les dirigió un ademá n afirmativo con la cabeza:

—Nos vamos a olvidar de la fiera.

—¡ Eso es!

—¡ Eso!

—¡ Vamos a olvidarla!

Si Jack sintió asombro ante aquel fervor, no lo demostró.

—Y otra cosa. Aquí ya no tendremos tantas pesadillas. Estamos casi al final de la isla.

Desde lo má s profundo de sus atormentados espí ritus, asintieron apasionadamente.

—Y ahora, escuchad. Podemos acercarnos luego al peñ ó n del castillo, pero ahora voy a apartar de la caracola y de todas esas historias a otro de los mayores. Luego mataremos un cerdo y podremos darnos una comilona.

Hizo un silencio y despué s continuó con voz má s pausada:

—Y en cuanto a la fiera, cuando matemos algo le dejaremos un trozo a ella. Así a lo mejor no nos molesta. Bruscamente se puso en pie.

—Ahora, al bosque, a cazar.

Dio media vuelta y salió a paso rá pido; segundos despué s todos le seguí an dó cilmente.

Una vez en el bosque, se dispersaron con cierto recelo. Pronto se topó Jack con unas raí ces sueltas, arrancadas, que anunciaban la presencia de un cerdo, y momentos despué s encontraban huellas má s recientes. Jack mandó callar a los muchachos con una señ a y se adelantó é l solo. Se sentí a feliz; vestí a la hú meda oscuridad del bosque como si fuesen sus antiguas prendas. Se deslizó por una cuesta hasta llegar a una zona de roca y á rboles diseminados al borde del mar.

Los cerdos, como hinchadas bolsas de tocino, disfrutaban sensualmente la sombra de los á rboles. No soplaba ni la má s ligera brisa y nada pudieron sospechar; ademá s, la experiencia habí a prestado a Jack el silencio mismo de las sombras. Se apartó sigilosamente del lugar y dio instrucciones a los ocultos cazadores. Despué s fueron acercá ndose todos, palmo a palmo, sudando en el silencio y el calor. Bajo los á rboles se movió distraí damente una oreja: algo apartada de los demá s, sumergida en arrobo maternal, descansaba la hembra má s grande de la mana da. Era negra y rosada; un hilera de cochinillos que dormitaban o se apretujaban contra la madre y gruñ í an, orlaban sus enormes ubres.

Jack se detuvo a una quincena de metros de la manada y con su brazo extendido señ aló a la hembra. Miró * a su alrededor para cerciorarse de que todos habí an comprendido, y los muchachos asintieron con la cabeza. La fila de brazos derechos giró en arco hacia atrá s.

—¡ Ahora!

La manada se sobresaltó; desde una distancia de diez metros escasos, las lanzas de maderas con puntas endurecidas al fuego volaron hacia el animal elegido. Uno de los cochinillos, con alaridos enloquecidos, corrió a lanzarse al mar arrastrando tras sí la lanza de Roger. La cerda lanzó un angustiado chillido y se levantó tambaleá ndose, con dos lanzas clavadas en su grueso flanco. Los muchachos avanzaron gritando; los cochinillos se dispersaron y la hembra, rompiendo la fila que vení a hacia ella, aplastó los obstá culos y penetró en el bosque.

—¡ A por ella!

Corrieron por la trocha, pero el bosque estaba demasiado oscuro y cerrado, y Jack, maldiciendo, tuvo que detener a los muchachos y conformarse con escudriñ ar entre los á rboles. Permaneció en silencio por algú n tiempo, pero respiraba con tanta energí a que los demá s se sintieron atemorizados y se miraron con intranquilo asombro. Por fin apuntó al suelo con un dedo extendido.

—Ahí...

Antes de que los demá s tuviesen tiempo de examinar la gota de sangre, Jack ya se habí a vuelto para rastrear una huella y tantear una rama que cedí a al tacto. Avanzó, con misteriosa certeza y seguridad, seguido por los cazadores.

Se detuvo ante un matorral.

—Ahí dentro.

Rodearon el matorral, pero la cerda volvió a escapar, con la punzada de una nueva lanza en su flanco. Los extremos de las lanzas, arrastrá ndose por el suelo, estorbaban los movimientos del animal y las afiladas puntas, cortadas en cruz, eran un tormento. Al tropezar con un á rbol, una de las lanzas se hundió aú n má s; cualquiera de los cazadores podí a ya seguir fá cilmente las gotas de sangre viva. La tarde, brumosa, hú meda y asfixiante, pasaba lentamente; sangrante y enloquecida, la cerda avanzaba con creciente dificultad, y los cazadores la perseguí an, unidos a ella por el deseo, excitados por la larga persecució n y la sangre derramada. Podí an verla ahora y estuvieron a punto de alcanzarla, pero con un esfuerzo supremo logró de nuevo distanciarse de ellos. Estaba ya a su alcance cuando penetró en un claro donde brillaban las flores multicolores y las mariposas bailaban en cí rculos en el aire cá lido y pesado.

Allí, abatido por el calor, el animal se desplomó y los cazadores se arrojaron sobre la presa. Enloqueció ante aquella espantosa irrupció n de un mundo desconocido; gruñ í a y embestí a; el aire se llenó de sudor, de ruido, de sangre y de terror. Roger corrí a alrededor de aquel montó n, y en cuanto asomaba la piel de la cerda clavaba en ella su lanza. Jack, encima del animal, lo apuñ alaba con el cuchillo. Roger halló un punto de apoyo para su lanza y la fue hundiendo hasta que todo su cuerpo pesaba sobre ella. La punta del arma se hundí a lentamente y los gruñ idos aterrorizados se convirtieron en un alarido ensordecedor. En ese momento, Jack encontró la garganta del animal y la sangre caliente saltó en borbotones sobre sus manos. El animal quedó inmó vil bajo los muchachos, que descansaron sobre su cuerpo, rendidos y complacidos. En el centro del claro, las mariposas seguí an absortas en su danza.

Cedió, al fin, la tensió n inmediata al acto de matar. Los muchachos se apartaron y Jack se levantó, con las manos extendidas.

—Mirad.

Jack sonreí a y agitaba las manos, mientras los muchachos reí an ante sus malolientes palmas. Jack sujetó a Maurice y le frotó las mejillas con aquella suciedad. Roger comenzaba a sacar su lanza cuando los muchachos lo advirtieron por primera vez. Rober sintetizó el descubrimiento en una frase que los demá s acogieron con gran alborozo:

—¡ Por el mismí simo culo!

—¿ Has oí do?

—¿ Habé is oí do lo que ha dicho?

—¡ Por el mismí simo culo!



  

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