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William Golding 12 страница



En aquel momento, los muchachos que atendí an el asado se apresuraron a coger un gran trozo de carne y corrieron con é l hacia la hierba. Chocaron con Piggy, quemá ndole sin querer, y é ste empezó a chillar y dar saltos. Al instante, Ralph y el grupo entero de muchachos se unieron en un mismo sentimiento de alivio, que estalló en carcajadas. Piggy volvió a ser el centro de una burla pú blica, logrando que todos se sintieran alegres como en oí ros tiempos.

Jack se levantó y agitó su lanza.

—Dadles algo de carne.

Los muchachos que sostení an el asador dieron a Ralph y a Piggy suculentos trozos. Aceptaron, con ansia, el regalo. Se pararon a comer bajo un cielo de plomo que tronaba y anunciaba la tormenta.

De nuevo agitó Jack su lanza.

—¿ Habé is comido todos bastante?

Aú n quedaba comida, dorá ndose en los asadores de madera, apilada en las verdes bandejas. Piggy, traicionado por su estó mago, tiró un hueso roí do a la playa y se agachó para servirse otro trozo.

Jack habló de nuevo con impaciencia:

—¿ Habé is comido todos bastante?

Su voz indicaba una amenaza, nacida de su orgullo de propietario, y los muchachos se apresuraron a comer mientras les quedaba tiempo. Al comprobar que el festí n tardarí a en acabar, Jack se levantó de su trono de madera y caminó tranquilamente hasta el borde de la hierba. Escondido tras su pintura, miró a Ralph y a Piggy. Ambos se apartaron un poco, y Ralph observó la hoguera mientras comí a. Advirtió, aunque sin comprenderlo, que las llamas se hací an ahora visibles contra la oscura luz. La tarde habí a llegado, no con tranquila belleza, sino con la amenaza de violencia. ' Habló Jack:

—Traedme agua.

Henry le llevó un casco de coco y Jack bebió observando a Piggy y a Ralph por encima del mellado borde. Su fuerza se concentraba en los bultos oscuros de sus antebrazos; la autoridad se posaba sobre sus hombros y le cuchicheaba como un mono al oí do.

—Sentaos todos.

Los muchachos se colocaron en filas sobre la hierba frente a é l, pero Ralph y Piggy permanecieron apartados, en pie, en la suave arena, en un plano algo má s bajo. Jack les ignoró por el momento, volvió su careta hacia los muchachos sentados y les señ aló con la lanza.

—¿ Quié n se va a unir a mi tribu? Ralph hizo un movimiento brusco que acabó en un tropezó n. Algunos se volvieron a mirarle.

—Os he dado de comer —dijo Jack—, y mis cazadores os protegerá n de la fiera. ¿ Quié n quiere unirse a mi tribu?

—Yo soy el jefe —dijo Ralph— porque me elegisteis a mí. Habí amos quedado en mantener viva una hoguera. Y ahora salí s corriendo por un poco de comida...

—¡ Igual que tú! —gritó Jack—. ¡ Mira ese hueso que tienes en la mano!

Ralph enrojeció.

—Dije que vosotros erais los cazadores. Ese era vuestro trabajo.

Jack le ignoró de nuevo.

—¿ Quié n quiere unirse a mi tribu y divertirse?

—Yo soy el jefe —dijo Ralph con voz temblorosa—.

¿ Y qué va a pasar con la hoguera? Ademá s, yo tengo la caracola...

—No la has traí do aquí —dijo Jack con sorna—. La has olvidado. ¿ Te enteras, listo? Ademá s, en este extremo de la isla la caracola no cuenta...

De repente estalló el trueno. En vez de un estallido amortiguado fue esta vez el ruido de la explosió n en el punto de impacto.

—Aquí tambié n cuenta la caracola —dijo Ralph—, y en toda la isla.

—A ver. demué stramelo.

Ralph observó las filas de muchachos. No halló en ellos ayuda alguna, y miró a otro lado, aturdido y sudando.

—La hoguera..., el rescate —murmuró Piggy.

—¿ Quié n se une a mi tribu?

—Yo me uno.

—Yo.

—Yo me uno.

—Tocaré la caracola —dijo Ralph, sin aliento— y convocaré una asamblea.

—No le vamos a hacer caso. Piggy tocó a Ralph en la muñ eca.

—Vá monos. Va a haber jaleo. Ya nos hemos llenado de carne.

Hubo un chispazo de luz brillante detrá s del bosque y volvió a estallar un trueno, asustando a uno de los pequeñ os, que empezó a lloriquear. Comenzaron a caer gotas de lluvia, cada una con su sonido individual.

—Va a haber tormenta —dijo Ralph—, y vais a tener lluvia otra vez, como cuando caí mos aquí. Y ahora, ¿ quié n es el listo? ¿ Dó nde está n vuestros refugios? ¿ Qué es lo que vais a hacer?

Los cazadores contemplaban intranquilos el cielo, retrocediendo ante el golpe de las gotas. Una ola de inquietud sacudió a los muchachos, impulsá ndoles a correr aturdidos de un lado a otro. Los chispazos de luz se hicieron má s brillantes y el estruendo de los truenos era ya casi insoportable. Los pequeñ os corrí an sin direcció n y gritaban.

Jack saltó a la arena.

—¡ Nuestra danza! ¡ Vamos! ¡ A bailar!

Corrió como pudo por la espesa arena hasta el espacio pedregoso, detrá s de la hoguera. Entre cada dos destellos de los relá mpagos el aire se volví a oscuro y terrible; los muchachos, con gran alboroto, siguieron a Jack. Roger hizo de jabalí, gruñ endo y embistiendo a Jack, que trataba de esquivarle. Los cazadores cogieron sus lanzas, los cocineros sus asadores de madera y el resto, garrotes de leñ a. Desplegaron un movimiento circular y entonaron un cá ntico. Mientras Roger imitaba el terror del jabalí, los pequeñ os corrí an y saltaban en el exterior del cí rculo. Piggy y Ralph, bajo la amenaza del cielo, sintieron ansias de pertenecer a aquella comunidad desquiciada, pero hasta cierto punto segura. Les agradaba poder tocar las bronceadas espaldas de la fila que cercaba al terror y le domaba.

¡ Mata a la fiera! ¡ Có rtale el cuello! ¡ Derrama su sangre!

El movimiento se hizo rí tmico al perder el cá ntico su superficial animació n original y empezar a latir como un pulso firme. Roger abandonó su papel para convertirse en cazador, dejando ocioso el centro del circo. Algunos de los pequeñ os formaron su propio cí rculo, y los cí rculos complementarios giraron una y otra vez, como si aquella repetició n trajese la salvació n consigo. Era el aliento y el latido de un solo organismo.

El oscuro cielo se vio rasgado por una flecha azul y blanca. Un instante despué s el estallido caí a sobre ellos como el golpe de un lá tigo gigantesco.

El cá ntico se elevó en tono de agoní a.

¡ Mata a la fiera! ¡ Có rtale el cuello! ¡ Derrama su sangre!

Surgió entonces del terror un nuevo deseo, denso, urgente, ciego.

¡ Mata a la fiera! ¡ Có rtale el cuello! ¡ Derrama su sangre!

De nuevo volvió a rasgar el cielo la mellada flecha azul y blanca, al tiempo que una explosió n sulfurosa azotaba la isla. Los pequeñ os chillaron y se escabulleron por donde pudieron, huyendo del borde del bosque; uno de ellos, en su terror, rompió el cí rculo de los mayores.

—¡ Es ella! ¡ Es ella!

El cí rculo se abrió en herradura. Algo salí a a gatas del bosque. Una criatura oscura, incierta. Los chillidos estridentes que se alzaron ante la fiera parecí an la expresió n de un dolor. La fiera penetró a tropezones en la herradura.

¡ Mata a la fiera! ¡ Có rtale el cuello! ¡ Derrama su sangre!

La flecha azul y blanca se repetí a incesantemente; el ruido se hizo insoportable.

Simó n gritaba algo acerca de un hombre muerto en una colina.

¡ Mata a la fiera! ¡ Có rtale el cuello! ¡ Derrama su sangre! ¡ Acaba con ella!

Cayeron los palos y de la gran boca formada por el nuevo cí rculo salieron crujidos, y gritó. La fiera estaba de rodillas en el centro, sus brazos doblados sobre la cara. Gritaba, en medio del espantoso ruido, acerca de un cuerpo en la colina. La fiera avanzó con esfuerzo, rompió el cí rculo y cayó por el empinado borde de la roca a la arena, junto al agua. Inmediatamente, salió el grupo tras ella; los muchachos saltaron la roca, cayeron sobre la fiera, gritaron, golpearon, mordieron, desgarraron. No se oyó palabra alguna y no hubo otro movimiento que el rasgar de dientes y uñ as. Se abrieron entonces las nubes y el agua cayó como una cascada. Se precipitó desde la cima de la montañ a; destrozó hojas y ramas de los á rboles; se vertió como una ducha frí a sobre el montó n que luchaba en la arena. Al fin, el montó n se deshizo y los muchachos se alejaron tambaleá ndose. Só lo la fiera yací a inmó vil a unos cuantos metros del mar. A pesar de la lluvia, pudieron ver lo pequeñ a que era. Su sangre comenzaba ya a manchar la arena.

Un fuerte viento sesgó la lluvia, haciendo que cayera en cascadas el agua de los á rboles del bosque. En la cima de la montañ a, el paracaí das se infló y agitó; se deslizó la figura; se incorporó; giró; bajó balanceá ndose por una vasta extensió n de aire hú medo y paseó con movimientos desgarbados sobre las copas de los á rboles. Bajando poco a poco, siguió en direcció n a la playa, y los muchachos huyeron gritando hacia la oscuridad. El paracaí das impulsó a la figura hacia adelante, surcó con ella la laguna y la arrojó, sobre el arrecife, al mar.

A medianoche dejó de llover y las nubes se alejaron. El cielo se pobló una vez má s con los increí bles fanalillos de las estrellas. Despué s, tambié n la brisa se calmó y no hubo otro ruido que el del agua al gotear y chorrear por las grietas y sobre las hojas hasta entrar en la parda tierra de la isla. El aire era fresco, hú medo y transparente; al poco tiempo cesó incluso el sonido del agua. El monstruo yací a acurrucado sobre la pá lida playa; las manchas se iban extendiendo muy lentamente.

El borde de la laguna se convirtió en una veta fosforescente que avanzaba por instantes al elevarse la gran ola de la marea. El agua transparente reflejaba la claridad del cielo y las constelaciones, resplandecientes y angulosas. La lí nea fosforescente se curvaba sobre los guijarros y los granos de arena; retení a a cada uno en un cí rculo de tensió n, para de improviso acogerlos con un murmullo imperceptible y proseguir su recorrido.

A lo largo de la playa, en las aguas someras, la progresiva claridad se hallaba poblada de extrañ as criaturas minú sculas con cuerpos bañ ados por la luna y ojos chispeantes. Aquí y allá aparecí a algú n guijarro de mayor tamañ o, aferrado a su propio espacio y cubierto de una capa de perlas. La marea llenaba los hoyos formados en la arena por la lluvia y lo pulí a todo con un bañ o argentado. Rozó la primera mancha de las que fluí an del destrozado cuerpo y las extrañ as criaturas del mar formaron un reguero mó vil de luz al concentrarse en su borde. El agua avanzó aú n má s y puso brillo en la á spera melena de Simó n. La lí nea de su mejilla se iluminó de plata y la curva del hombro se hizo má rmol esculpido. Las extrañ as criaturas del cortejo, con sus ojos chispeantes y rastros de vapor, se animaron en torno a la cabeza. El cuerpo se alzó sobre la arena apenas un centí metro y una burbuja de aire escapó de la boca con un chasquido hú medo. Luego giró suavemente en el agua.

En algú n lugar, sobre la oscurecida curva del mundo, el sol y la luna tiraban de la membrana de agua del planeta terrestre, levemente hinchada en uno de sus lados, sostenié ndola mientras la só lida bola giraba. Siguió avanzando Ja gran ola de la marea a lo largo de la isla y el agua se elevó. Suavemente, orlado de inquisitivas y brillantes criaturas, convertido en una forma de plata bajo las inmó viles constelaciones, el cuerpo muerto de Simó n se alejó mar adentro.

Piggy observó atentamente la figura que se aproximaba. Habí a descubierto que a veces veí a mejor si se quitaba las gafas y aplicaba su ú nica lente al otro ojo. Pero despué s de lo que habí a sucedido, incluso al mirar con su ojo bueno, Ralph seguí a siendo inconfundiblemente Ralph. Salí a del á rea de los cocoteros cojeando, sucio, con hojas secas prendidas de los mechones rubios; uno de sus ojos era una rendija abierta en la hinchada mejilla; en su rodilla derecha se habí a formado una gran costra. Ralph se detuvo un momento y miró a la figura que se encontraba en la plataforma.

—¿ Piggy? ¿ Está s solo?

—Está n algunos de los peques,

—Esos no cuentan. ¿ No está ninguno de los mayores?

—Bueno... Samyeric. Está n cogiendo leñ a.

—¿ No hay nadie má s?

—Que yo sepa, no.

Ralph se subió con cuidado a la plataforma. La hierba estaba aú n agostada allí donde solí a reunirse la asamblea; la frá gil caracola blanca brillaba junto al pulido asiento. Ralph se sentó en la hierba, frente al sitio del jefe y la caracola. A su izquierda se arrodilló Piggy y durante algú n tiempo los dos permanecieron en silencio. Por fin Ralph carraspeó y murmuró algo.

—¿ Qué has dicho? —murmuró Piggy a su vez. Ralph alzó la voz:

—Simó n.

Piggy no dijo nada, pero sacudió la cabeza con seriedad. Siguieron allí sentados, contemplando con su mermada visió n el asiento del jefe y la resplandeciente laguna. La luz verde y las brillantes manchas del sol jugueteaban sobre sus cuerpos sucios.

Al cabo de un rato Ralph se levantó y se acercó a la caracola. La cogió, en una caricia, con ambas manos y se arrodilló reclinado contra un tronco.

—Piggy-

—¿ Eh?

—¿ Qué vamos a hacer?

Piggy señ aló la caracola con un movimiento de cabeza.

—Podí as...

—¿ Convocar una asamblea?

Ralph lanzó una carcajada al pronunciar aquella palabra y Piggy frunció el ceñ o.

—Sigues siendo el Jefe. Ralph volvió a reí r.

—Lo eres. De todos nosotros.

—Tengo la caracola.

—¡ Ralph! Deja de reí r así. ¡ Venga, Ralph, no hagas eso! ¿ Qué van a pensar los otros?

Por fin se detuvo Ralph. Estaba temblando.

—Piggy-

—¿ Eh?

—Era Simó n.

—Eso ya lo has dicho.

—Piggy-

—¿ Eh?

—Fue un asesinato.

—¿ Te quieres callar? —dijo Piggy con un chillido—. ¿ Qué vas a sacar con decir esas cosas?

De un salto se puso en pie y se acercó a Ralph.

—Estaba todo oscuro. Y luego ese... ese maldito baile. Y los relá mpagos y truenos, ademá s, y la lluvia. ¡ Está bamos asustados!

—Yo no estaba asustado —dijo Ralph despacio—. Estaba... no sé có mo estaba.

—¡ Está bamos asustados! —dijo Piggy excitado—•. Podí a haber pasado cualquier cosa. No fue... eso que tú has dicho.

Gesticulaba, en busca de una fó rmula.

—¡ Por favor, Piggy!

Los gestos de Piggy cesaron ante la voz ahogada y dolorida de Ralph. Se agachó y esperó. Ralph se balanceaba de un lado a otro meciendo la caracola.

—¿ Es que no lo entiendes, Piggy? Las cosas que hicimos...

—A lo mejor todaví a está...

—No.

—A lo mejor só lo fingí a...

La voz de Piggy se apagó al ver el rostro de Ralph.

—Tú estabas fuera. Estabas fuera del cí rculo. Nunca llegaste a entrar. ¿ Pero no viste lo que nosotros... lo que hicieron?

Habí a horror en su voz y a la vez una especie de febril excitació n.

—¿ No lo viste, Piggy?

—No muy bien, Ralph. Ahora só lo tengo un ojo; lo debí as saber ya, Ralph.

Ralph siguió balanceá ndose de un lado a otro.

—Fue un accidente —dijo Piggy bruscamente—-; eso es lo que fue, un accidente. Su voz volvió a elevarse.

—Saliendo así de la oscuridad..., ¿ a quié n se le ocurre salir arrastrá ndose así de la oscuridad? Estaba chiflado. El mismo se lo buscó.

Volvió a hacer grandes gestos.

—Fue un accidente.

—Tú no viste lo que hicieron...

—Mira, Ralph, hay que olvidar eso. No nos va a servir de nada pensar en esas cosas, ¿ entiendes?

—Estoy aterrado. De nosotros. Quiero irme a casa. ¡ Quiero irme a mi casa!

—Fue un accidente —dijo Piggy con obstinació n—, y nada má s.

Tocó el hombro desnudo de Ralph y Ralph tembló ante aquel contacto humano.

—Y escucha, Ralph —Piggy lanzó una rá pida mirada en torno suyo y despué s se le acercó —... no les digas que está bamos tambié n en esa danza. No se lo digas a Samyeric.

—¡ Pero está bamos allí! ¡ Está bamos todos! Piggy movió la cabeza.

—Nosotros no nos quedamos hasta el final. Y como estaba todo oscuro, nadie se fijarí a. Ademá s, tú mismo has dicho que yo estaba fuera...

—Y yo tambié n —murmuró Ralph—. Yo tambié n estaba fuera.

Piggy asintió con ansiedad.

—Eso. Está bamos fuera. No hemos hecho nada; no hemos visto nada.

Calló un momento y despué s continuó:

—Nos iremos a vivir por nuestra cuenta, nosotros cuatro...

—Nosotros cuatro. No vamos a ser bastantes para tener encendida la hoguera.

—Lo podemos intentar. ¿ Ves? La encendí yo.

Llegaron del bosque Samyeric arrastrando un gran tronco. Lo tiraron junto al fuego y se dirigieron a la poza. Ralph se puso en pie de un salto.

—¡ Eh, vosotros dos!

Los mellizos se detuvieron unos instantes y despué s siguieron adelante.

—Se van a bañ ar, Ralph.

—Será mejor acabar con ello de una vez. Los mellizos se sorprendieron al ver a Ralph. Se sonrojaron, sin atreverse a mirarle.

—Ah, ¿ eres tú, Ralph? Hola.

—Hemos estado en el bosque...

—... cogiendo leñ a para la hoguera...

—... anoche nos perdimos. Ralph se miró a los pies:

—Os perdisteis despué s de... Piggy limpió su lente.

—Despué s de la fiesta —dijo Sam con voz apagada. Eric asintió:

—Sí, despué s de la fiesta.

—Nosotros nos fuimos muy pronto —se apresuró a decir Piggy—, porque está bamos cansados.

—Nosotros tambié n...

—... muy pronto...

—... está bamos muy cansados.

Sam se llevó la mano a un rasguñ o en la frente y la retiró en seguida. Eric se tocó el labio cortado.

—Sí, está bamos muy cansados —volvió a decir Sam—, así que nos fuimos pronto. ¿ Estuvo bien la...?

El aire estaba cargado de cosas inconfesables que nadie se atreví a a admitir. Sam giró el cuerpo y lanzó la repugnante palabra:

—¿... danza?

El recuerdo de aquella danza, a la que ninguno de ellos habí a asistido sacudió a los cuatro muchachos como una convulsió n.

—Nos fuimos pronto.

Cuando Roger llegó al istmo que uní a el Peñ ó n del Castillo a la tierra firme no se sorprendió al oí r la voz de alto. Durante la espantosa noche habí a ya imaginado que encontrarí a a algunos de la tribu protegié ndose en el lugar má s seguro contra los horrores de la isla. La firme voz sonó desde lo alto, donde se balanceaba la pirá mide de riscos.

—¡ Alto! ¿ Quié n va?

—Roger.

—Puedes avanzar, amigo. Roger avanzó.

—Sabí as muy bien que era yo.

—El jefe nos ha dicho que tenemos que dar el alto a todos.

Roger alzó los ojos.

—Ya me dirá s có mo ibas a impedir que pasara.

—Sube y verá s.

Roger trepó por el acantilado, con sus salientes a guisa de escalones

—Tú mira esto.

Habí an empotrado un tronco bajo la roca má s alta y otro bajo aquel haciendo palanca. Robert se apoyó ligeramente en la palanca y la roca rechinó. Un esfuerzo mayor la hubiese lanzado tronando sobre el istmo. Roger se quedó asombrado.

—Menudo Jefe tenemos, ¿ verdad? Robert asintió.

—Nos va a llevar de caza.

Indicó con la barbilla en direcció n a los lejanos refugios, de donde salí a un hilo de humo blanco que trepaba hacia el cielo. Roger, sentado en el borde mismo del acantilado, se volvió para contemplar con aire sombrí o la isla, mientras se hurgaba en un diente suelto. Su mirada se posó sobre la cima de la lejana montañ a y Robert se apresuró a desviar el silenciado tema.

—Le va a dar una paliza a Wilfred.

—¿ Por qué?

Robert movió la cabeza en señ al de ignorancia.

—No sé. No ha dicho nada. Se enfadó y nos obligó a atar a Wilfred. Lleva... —lanzó una risita excitada— lleva horas ahí atado, esperando...

—¿ Y el Jefe no ha dicho por qué?

—Yo no le he oí do nada.

Roger, sentado en las gigantescas rocas, bajo un sol abrasador, recibió aquellas noticias como una revelació n. Dejó de tirarse del diente y se quedó quieto, reflexionando sobre las posibilidades de una autoridad irresponsable. Despué s, sin má s palabras, descendió por detrá s de las rocas y se dirigió a la caverna para reunirse con el resto de la tribu.

Allí, sentado, estaba el jefe, desnudo hasta la cintura y con la cara pintada de rojo y blanco. Ante é l, sentados en semicí rculo, estaban los miembros de la tribu. Wilfred, recié n azotado y libre de ataduras, gemí a ruidosamente al fondo. Roger se sentó con los demá s.

—Mañ ana —continuó el Jefe— iremos otra vez a cazar.

Señ aló con la lanza a unos cuantos salvajes.

—Algunos os tené is que quedar aquí para arreglar bien la cueva y defender la entrada. Yo me iré con unos cuantos cazadores para traer carne. Los centinelas tienen que cuidar que los otros no se metan aquí a escondidas...

Uno de los salvajes levantó la mano y el Jefe volvió hacia é l un rostro rí gido y pintado.

—¿ Por qué iban a querer entrar a escondidas, Jefe? El Jefe habló con seriedad, pero sin precisar:

—Porque sí. Intentará n estropear todo lo que hagamos. Así que los centinelas tienen que andar con cuidado. Y otra cosa...

El Jefe se detuvo. La lengua asomó a sus labios como una lagartija rosada y desapareció bruscamente.

—... y otra cosa; puede que la fiera intente entrar. Ya os acordá is có mo vino arrastrá ndose...

El semicí rculo de muchachos asintió con estremecimientos y murmullos.

—Vino... disfrazado. Y a lo mejor vuelve otra vez, aunque le dejemos la cabeza de nuestra caza para su comida. Así que hay que estar atentos y tener cuidado.

Stanley levantó el brazo que tení a apoyado contra la roca y alzó un dedo inquisitivo.

—¿ Sí?

—¿ Pero es que no la..., no la...? Se turbó y miró al suelo.

—¡ No!

En el silencio que sucedió, cada uno de los salvajes intentó huir de sus propios recuerdos.

—¡ No! ¿ Có mo í bamos a poder... matarla... nosotros? Con alivio por lo que aquello implicaba, pero asusta dos por los terrores que les guardaba el futuro, los salvajes murmuraron de nuevo entre sí.

—Así que no os acerqué is a la montañ a —dijo el Jefe en tono serio—, y dejadle la cabeza de la presa siempre que cacé is algo.

Sidney volvió a levantar un dedo.

—Yo creo que la fiera se disfrazó.

—Quizá —dijo el Jefe. Se enfrentaban con una especulació n teoló gica—. De todos modos, lo mejor será estar a buenas con ella. Puede ser capaz de cualquier cosa.

La tribu meditó aquellas palabras y todos se agitaron como si les hubiese azotado una rá faga de viento. El Jefe, al darse cuenta del efecto que habí an causado sus palabras, se levantó bruscamente.

—Pero mañ ana iremos de caza y cuando tengamos carne habrá un banquete... Bill levantó la mano.

—Jefe.

—¿ Sí?

—¿ Con qué vamos a encender el fuego?

La arcilla blanca y roja escondió el sonrojo del jefe. Ante su vacilante silencio, la tribu dejó escapar un nuevo murmullo. El Jefe alzó la mano.

—Les quitaremos fuego a los otros. Escuchad. Mañ ana iremos de caza y traeremos carne. Pero esta noche yo iré con dos cazadores... ¿ Quié n viene conmigo?

Maurice y Roger levantaron los brazos.

—Maurice...

—¿ Sí, Jefe?

—¿ Dó nde tení an la hoguera?

—Donde antes, junto a la roca. El Jefe asintió con la cabeza.

—Los demá s os podé is ir a dormir en cuanto se ponga el sol. Pero nosotros tres, Maurice, Roger y yo, tenemos trabajo que hacer. Saldremos justo antes de que anochezca...

Maurice alzó un brazo.

—Pero ¿ y si nos encontramos con...?

El Jefe rechazó la objeció n con un giro de su brazo.

—Iremos por la arena. Y si viene, empezaremos otra vez... con nuestra...

—¿ Los tres solos?

Se oyó el zumbido de un murmullo que pronto se desvaneció.

Piggy entregó las gafas a Ralph y esperó hasta recobrar la vista. La leñ a estaba hú meda; era el tercer intento de encender la hoguera. Ralph se apartó y dijo para sí:

—A ver si no tenemos que pasar otra noche sin hoguera.

Miró con cara de culpa a los tres muchachos junto a é l. Era la primera vez que admití a la doble funció n de la hoguera. Lo primero, indudablemente, era enviar al espacio una columna de humo mensajero; pero tambié n serví a de hogar en momentos como aqué llos y de alivio hasta que el sueñ o les acogiese. Eric sopló tenazmente hasta lograr que la leñ a brillase y de ella se desprendiese una pequeñ a llama. Una onda blanca y amarilla humeó hacia lo alto. Piggy recuperó sus gafas y contempló con agrado el humo.

—¡ Si pudié semos construir un aparato de radio!

—O un avió n...

—... o un barco...

Ralph sondeó en sus ya borrosos recuerdos del mundo.

—A lo mejor caemos prisioneros de los rojos. Eric se echó la melena hacia atrá s.

—Serí an mejores que...

Pero no querí a dar nombres y Sam terminó la frase señ alando con la cabeza en direcció n a la playa.

Ralph recordó la torpe figura pendiente del para-caí das.

—Dijo algo acerca de un muerto... —afligido por aquella confesió n de complicidad en la danza, se sonrojó. Con expresivos movimientos de su cuerpo se dirigió al humo:

No te pares... ¡ sigue hacia arriba!

—Ese humo se acaba.

—Necesitamos má s leñ a, aunque esté mojada.

—Mi asma...

La respuesta fue automá tica:

—¡ Al diablo con tu asma!

—Es que me da un ataque si arrastro leñ os. Ojalá no me pasase, Ralph, pero qué quieres que le haga yo.



  

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