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William Golding 6 страница



Jack, con el rostro embadurnado de diversos colores, fue el primero en alcanzar la cima y saludó, excitado, a Ralph con la lanza alzada al aire.

—¡ Mira! Hemos matado un jabalí... le sorprendimos... formamos un cí rculo...

Los cazadores interrumpieron a voces:

—Formamos un cí rculo...

—Nos arrastramos...

—El jabalí empezó a chillar...

Los mellizos permanecieron quietos, sosteniendo al cerdo que se balanceaba entre ambos y goteaba negros grumos sobre la roca. Parecí an compartir una misma sonrisa amplia y extasiada. Jack tení a demasiadas cosas que contarle a Ralph, y todas a la vez. Pero, en lugar de hacerlo, dio un par de saltos de alegrí a, hasta acordarse de su dignidad; se paró con una alegre sonrisa. Al fijarse en la sangre que cubrí a sus manos hizo un gesto de desagrado y buscó algo para limpiarlas. Las frotó en sus pantalones y rió.

—Habé is dejado que se apague el fuego —dijo Ralph.

Jack se quedó cortado, irritado ligeramente por aquella tonterí a, pero demasiado contento para preocuparse mucho.

—Ya lo encenderemos luego. Oye, Ralph, debí as haber venido con nosotros. Pasamos un rato estupendo. Tumbó a los mellizos...

—Le dimos al jabalí...

—... Yo caí encima...

—Yo le corté el cuello —dijo Jack, con orgullo, pero todaví a estremecié ndose al decirlo.

—Ralph, ¿ me prestas el tuyo para hacer una muesca en el puñ o?

Los muchachos charlaban y danzaban. Los mellizos seguí an sonriendo.

—Habí a sangre por todas partes —dijo Jack riendo estremecido—. Deberí as haberlo visto.

—Iremos de caza todos los dí as... Volvió a hablar Ralph, con voz enronquecida. No se habí a movido.

—Habé is dejado que se apague el fuego. La insistencia incomodó a Jack. Miró a los mellizos y luego de nuevo a Ralph.

—Les necesitá bamos para la caza —dijo—, no hubié ramos sido bastantes para formar el cí rculo. Se turbó al reconocer su falta.

—El fuego só lo ha estado apagado una hora o dos. Podemos encenderlo otra vez...

Advirtió la erosionada desnudez de Ralph y el sombrí o silencio de los cuatro. Su alegrí a le hací a sentir un generoso deseo de hacerles compartir lo que habí a sucedido. Su mente estaba llena de recuerdos: los recuerdos de la revelació n al acorralar a aquel jabalí combativo; la revelació n de haber vencido a un ser vivo, de haberle impuesto su voluntad, de haberle arrancado la vida, con la satisfacció n de quien sacia una larga sed.

Abrió los brazos:

—¡ Tení as que haber visto la sangre!

Los cazadores estaban ahora má s silenciosos, pero al oí r. aquello hubo un nuevo susurro. Ralph se echó el pelo hacia atrá s. Señ aló el vací o horizonte con un brazo. Habló con voz alta y violenta, y su impacto obligó al silencio.

—Ha pasado un barco.

Jack, enfrentado de repente con tantas terribles implicaciones, trató de esquivarlas. Puso una mano sobre el cerdo y sacó su cuchillo. Ralph bajó el brazo, cerrado el puñ o, y le tembló la voz:

—Vimos un barco allá afuera. ¡ Dijiste que te ocuparí as de tener la hoguera encendida y has dejado que se apague!

Dio un paso hacia Jack, que se volvió y se enfrentó con é l.

—Podrí an habernos visto. Nos podrí amos haber ido a casa...

Aquello era demasiado amargo para Piggy, que ante el dolor de lo perdido, olvidó su timidez. Empezó a gritar con voz aguda:

—¡ Tú y tu sangre, Jack Merridew! ¡ Tú y tu caza! Nos podrí amos haber ido a casa...

Ralph apartó a Piggy de un empujó n.

—Yo era el jefe, y vosotros ibais a hacer lo que yo dijese. Tú, mucho hablar; pero ni siquiera sois capaces de construir unas cabañ as... luego os vais por ahí a cazar y dejá is que se apague el fuego...

Se dio la vuelta, silencioso unos instantes. Despué s volvió a oí rse su voz emocionada:

—Vimos un barco...

Uno de los cazadores má s jó venes comenzó a sollozar. La triste realidad comenzaba a invadirles a todos. Jack se puso rojo mientras hundí a en el jabalí el cuchillo.

—Era demasiado trabajo. Necesitá bamos a todos. Ralph se adelantó.

—Te podí as haber llevado a todos cuando acabá semos los refugios. Pero tú tení as que cazar...

Necesitá bamos carne.

Jack se irguió al decir aquello, con su cuchillo ensangrentado en la mano. Los dos muchachos se miraron cara a cara. Allí estaba el mundo deslumbrante de la caza, la tá ctica, la destreza y la alegrí a salvaje; y allí estaba tambié n el mundo de las añ oranzas y el sentido comú n desconcertado. Jack se pasó el cuchillo a la mano izquierda y se manchó de sangre la frente al apartarse el pelo pegajoso.

Piggy empezó de nuevo:

—¿ Por qué has dejao que se apague el fuego? Dijiste que te ibas a ocupar del humo...

Esas palabras de Piggy y los sollozos solidarios de algunos de los cazadores arrastraron a Jack a la violencia. Aquella mirada suya que parecí a dispararse volvió a sus ojos azules. Dio un paso, y al verse por fin capaz de golpear a alguien, lanzó un puñ etazo al estó mago de Piggy. Cayó é ste sentado, con un quejido. Jack permanecí a erguido ante é l y, con voz llena de rencor por la humillació n, dijo:

—¿ Conque sí, eh, gordo?

Ralph dio un paso hacia delante y Jack golpeó a Piggy en la cabeza.

Las gafas de Piggy volaron por el aire y tintinearon en las rocas. Piggy gritó aterrorizado:

—¡ Mis gafas!

Buscó a gatas y a tientas por las rocas; Simó n, que se habí a adelantado, las encontró. Las pasiones giraban con espantosas alas en torno a Simó n, sobre la cima de la montañ a.

—Se ha roto uno de los lados.

Piggy le arrebató las gafas y se las puso. Miró a Jack con aversió n.

—No puedo estar sin las gafas estas. Ahora só lo tengo

un ojo. Tú vas a ver...

Jack iba a lanzarse contra Piggy, pero é ste se escabulló hasta esconderse detrá s de una gran roca. Sacó la cabeza por encima y miró enfurecido a Jack a travé s de su ú nico cristal, centelleante.

—Ahora só lo tengo un ojo. Tú vas a ver... Jack imitó sus quejidos y su huida a gatas.

—¡ Tú vas a ver...!, ¡ Ahhh...!

Piggy y aquella parodia resultaban tan có micos que los cazadores se echaron a reí r. Jack se sintió alentado. Siguió a gatas hacia é l, dando tumbos, y la risa creció hasta convertirse en un vendaval de histeria. Ralph sintió que se le contraí an los labios a pesar suyo. Se irritó contra sí mismo por ceder de aquel modo y murmuró:

—Fue una jugada sucia.

Jack abandonó sus escarceos y puesto en pie se enfrentó con Ralph. Sus palabras salieron con un grito:

—¡ Bueno, bueno!

Miró a Piggy, a los cazadores, a Ralph.

—Lo siento. Lo de la hoguera, quiero decir. Ya está. Quiero... Se irguió:

—... Quiero disculparme.

El susurro que salió de las bocas de los cazadores estaba lleno de admiració n por aquel noble gesto. Evidentemente, ellos pensaban que Jack habí a hecho lo que era debido, habí a logrado enmendar su falta con una disculpa generosa y, a la vez, confusamente, pensaban que habí a puesto a Ralph ahora en evidencia. Esperaban oí r una respuesta noble, tal como correspondí a.

Pero los labios de Ralph se negaban a pronunciarla. Le indignaba que Jack añ adiese aquel truco verbal a su mal comportamiento. La hoguera estaba apagada; el barco se habí a ido. ¿ Es que no se daban cuenta? Fue có lera y no nobleza lo que salió de su garganta.

—Esa fue una jugada sucia.

Permanecieron todos callados en la cima de la montañ a; por los ojos de Jack pasó de nuevo aquella violenta rá faga.

La palabra final de Ralph fue un murmullo sin elegancia:

—Bueno, encended la hoguera.

Disminuyó la tirantez al hallarse frente a una actividad positiva. Ralph no dijo má s; no se movió, observaba la ceniza a sus pies. Jack se mostraba activo y excitado. Daba ó rdenes, cantaba, silbaba, lanzaba comentarios al silencioso Ralph; comentarios que no requerí an contestació n alguna y no podí an, por tanto, provocar un desaire; pero Ralph seguí a en silencio. Nadie, ni siquiera Jack, se atrevió a pedirle que se apartase a un lado y acabaron por hacer la hoguera a dos metros del antiguo emplazamiento, en un lugar menos apropiado. Confirmaba así Ralph su caudillaje, y no podrí a haber elegido modo má s eficaz si se lo hubiese propuesto. Jack se encontraba impotente ante aquel arma tan indefinible, pero tan eficaz, y sin saber por qué se encolerizó. Cuando la pila quedó formada, ambos se hallaban ya separados por una alta barrera.

Preparada la leñ a surgió una nueva crisis. Jack no tení a con qué encenderla, y entonces, para su sorpresa, Ralph se acercó a Piggy y le quitó las gafas. Ni el mismo Ralph supo có mo se habí a roto el lazo que le habí a unido a Jack y có mo habí a ido a prenderse en otro lugar.

—Ahora te las traigo.

—Voy contigo.

Piggy, aislado en un mar de colores sin sentido, se colocó detrá s de Ralph, mientras é ste se arrodillaba para enfocar el brillante punto. En cuanto se encendió la hoguera, Piggy alargó sus manos y asió las gafas.

Ante aquellas flores violetas, rojas y amarillas, tan maravillosamente atractivas, se derritió todo resto de aspereza. Se transformaron en un cí rculo de muchachos alrededor de la fogata en un campamento, y hasta Piggy y Ralph sintieron su atractivo. Pronto salieron algunos muchachos cuesta abajo en busca de má s leñ a, mientras Jack se encargaba de descuartizar el cerdo. Intentaron sostener la res entera sobre el fuego, colgada de una estaca, pero esta ardió antes de que el cerdo se asara. Acabaron por cortar trozos de carne y mantenerlos sobre las llamas atravesados con palos, y aun así los muchachos se asaban casi tanto como la carne.

A Ralph se le hací a la boca agua. Tení a toda la intenció n de rehusar la carne, pero su pobre ré gimen de fruta y nueces, con algú n que otro cangrejo o pescado, le instaba a no oponer ninguna resistencia.

Aceptó un trozo medio crudo de carne y lo devoró como un lobo.

Piggy, no menos deseoso que Ralph, exclamó:

—¿ Es que a mí no me vais a dar?

Jack habí a pensado dejarle en la duda, como una muestra de su autoridad, pero Piggy, al anunciarle la omisió n, hací a necesaria una crueldad mayor.

—Tú no cazaste.

—Ni tampoco Ralph —dijo Piggy quejoso—, ni Simó n.

Luego, añ adió: —No hay ni media pizca de carne en un cangrejo.

Ralph se movió disgustado. Simó n, sentado entre los mellizos y Piggy, se limpió la boca y deslizó su trozo de carne sobre las rocas, junto a Piggy, que se abalanzó sobre é l. Los mellizos se rieron y Simó n agachó la cabeza sonrojado.

Jack se puso entonces en pie de un salto, cortó otro gran trozo de carne y lo arrojó a los pies de Simó n.

—¡ Come! ¡ Maldito seas! Miró furibundo a Simó n.

—¡ Có gelo!

Giró sobre sus talones; era el centro de un cí rculo de asombrados muchachos.

—¡ He traí do carne para todos!

Un sinfí n de inexpresables frustraciones se unieron para dar a su furia una fuerza elemental y avasalladora.

—Me pinté la cara..., me acerqué hasta ellos. Ahora comé is... todos... y yo...

Lentamente, el silencio en la montañ a se fue haciendo tan profundo que los chasquidos de la leñ a y el suave chisporroteo de la carne al fuego se oí an con claridad. Jack miró en torno suyo en busca de comprensió n, pero tan só lo encontró respeto. Ralph, con las manos repletas de carne, permanecí a de pie sobre las cenizas de la antigua hoguera, silencioso.

Por fin, Maurice rompió el silencio. Pasó al ú nico tema capaz de reunir de nuevo a la mayorí a de los muchachos.

—¿ Dó nde encontrasteis el jabalí? Roger señ aló hacia el lado hostil.

—Estaban allí..., junto al mar.

Jack, que habí a recobrado la tranquilidad, no podí a soportar que alguien relatase su propia hazañ a. Le interrumpió rá pido:

—Nos fuimos cada uno por un lado. Yo me acerqué a gatas. Ninguna de las lanzas se le quedaba clavada porque no llevaban puntas. Se escapó con un ruido espantoso...

—Luego se volvió y se metió en el cí rculo; estaba sangrando...

Todos hablaban a la vez, con alivio y animació n.

—Le acorralamos...

El primer golpe le habí a paralizado sus cuartos traseros y por eso les resultó fá cil a los muchachos cerrar el cí rculo, acercarse y golpearle una y otra vez...

—Yo le atravesé la garganta...

Los mellizos, que aú n compartí an su idé ntica sonrisa, saltaron y comenzaron a correr en redondo uno tras el otro. Los demá s se unieron a ellos, imitando los quejidos del cerdo moribundo y gritando:

—¡ Dale uno en el cogote!

—¡ Un buen estacazo!

Despué s Maurice, imitando al cerdo, corrió gruñ endo hasta el centro; los cazadores, aú n en cí rculo, fingieron golpearle. Cantaban a la vez que bailaban.

¡ Mata al jabalí! ¡ Có rtale el cuello! ¡ Pá rtele el crá neo!

Ralph les contemplaba con envidia y resentimiento. No dijo nada hasta que decayó la animació n y se apagó el canto.

—Voy a convocar una asamblea. Uno a uno fueron calmá ndose todos y se quedaron mirá ndole.

—Con la caracola. Voy a convocar una reunió n, aunque tenga que durar hasta la noche. Abajo, en la plataforma. En cuanto la haga sonar. Ahora mismo.

Dio la vuelta y se alejó montañ a abajo.

La marea subí a y só lo quedaba una estrecha faja de playa firme entre el agua y el á rea blanca y pedregosa que bordeaba la terraza de palmeras. Ralph escogió la playa firme como camino porque necesitaba pensar, y aqué l era el ú nico lugar donde sus pies podí an moverse libremente sin tener é l que vigilarlos. De sú bito, al pasar junto al agua, se sintió sobrecogido. Advirtió que al fin se explicaba por qué era tan desalentadora aquella vida, en la que cada camino resultaba una improvisació n y habí a que gastar la mayor parte del tiempo en vigilar cada paso que uno daba. Se detuvo frente a la faja de playa, y, al recordar el entusiasmo de la primera exploració n, que ahora parecí a pertenecer a una niñ ez má s risueñ a, sonrió con ironí a. Dio media vuelta y caminó hacia la plataforma con el sol en el rostro. Habí a llegado la hora de la asamblea y mientras se adentraba en las cegadoras maravillas de la luz del sol, repasó detalladamente cada punto de su discurso. No habí a lugar para equí vocos de ninguna clase ni para escapadas tras imaginarias...

Se perdió en un laberinto de pensamientos que resultaban oscuros por no acertar a expresarlos con palabras. Molesto, lo intentó de nuevo.

Esa reunió n debí a ser cosa seria, nada de juegos.

Decidido, caminó má s deprisa, captando a la vez lo urgente del asunto, el ocaso del sol y la ligera brisa que su precipitado paso levantaba en torno suyo. Aquel vientecillo le apretaba la camisa gris contra el pecho y le hizo advertir —gracias a aquella nueva lucidez de su mente— la desagradable rigidez de los pliegues, tiesos como el cartó n. Tambié n se fijó en los bordes raí dos de los pantalones, cuyo roce estaba formando una zona rosa y molesta en sus muslos. Con una convulsió n de la mente, Ralph halló suciedad y podredumbre por doquier; comprendió lo mucho que le desagradaba tener que apartarse continuamente de los ojos los cabellos enmarañ ados y descansar, cuando por fin el sol desaparecí a, envuelto en hojas secas y ruidosas. Pensando en todo aquello, echó a correr.

La playa, junto a la poza, aparecí a salpicada de grupos de muchachos que aguardaban el comienzo de la reunió n. Le abrieron paso en silencio, conscientes todos ellos de su malhumor y de la torpeza cometida con la hoguera.

El lugar de la asamblea donde é l estaba añ ora tení a má s o menos la forma de un triá ngulo, pero irregular y tosco como todo lo que hací an en la isla. Estaba en primer lugar el tronco sobre el cual é l se sentaba: un á rbol muerto que debí a de haber tenido un tamañ o extraordinario para aquella plataforma. Quizá llegase hasta allí arrastrado por una de esas legendarias tormentas del Pací fico. Aquel tronco de palmera yací a paralelo a la playa, de manera que al sentarse Ralph se encontraba de cara a la isla, pero los muchachos le veí an como una oscura figura contra el resplandor de la laguna. Los dos lados del triá ngulo, cuya base era aquel tronco, se recortaban de modo menos preciso. A la derecha habí a un tronco, pulido en su cara superior por haber servido ya mucho de inquieto asiento, má s pequeñ o que el del jefe y menos có modo. A la izquierda se hallaban cuatro troncos pequeñ os, el má s alejado de los cuales parecí a tener un molesto resorte. Innumerables asambleas se habí an visto interrumpidas por las risas cuando, al inclinarse alguien demasiado hacia atrá s, el tronco habí a sacudido a media docena de muchachos lanzá ndolos a la hierba. Sin embargo, segú n podí a reflexionar ahora, no se le habí a ocurrido aú n a nadie —ni a é l mismo, ni a Jack, ni a Piggy— traer una piedra y calzarlo. Seguirí an así, aguantando el caprichoso balanceo de aquel columpio, porque, porque... De nuevo se vio perdido en aguas profundas.

La hierba estaba agostada junto a cada tronco, pero crecí a alta y virgen en el centro del triá ngulo. En el vé rtice, la hierba recobraba su espesor, pues nadie se sentaba allí. Alrededor del á rea de la asamblea se alzaban los troncos grises, derechos o inclinados, sosteniendo el bajo techo de hojas. A ambos lados se hallaba la playa; detrá s, la laguna; enfrente, la oscuridad de la isla.

Ralph se dirigió al asiento del jefe. Nunca habí an tenido una asamblea a hora tan tardí a. Por eso tení a el lugar un aspecto tan distinto. El verde techo solí a estar alumbrado desde abajo por una red de dorados reflejos y sus rostros se encendí an al revé s, como cuando se sostiene una linterna elé ctrica en las manos, pensó Ralph. Pero ahora el sol caí a de costado y las sombras estaban donde debí an estar.

Se entregó una vez má s a aquel nuevo estado especulativo, tan ajeno a é l. Si los rostros cambiaban de aspecto, segú n les diese la luz desde arriba o desde abajo, ¿ qué era en realidad un rostro? ¿ Qué eran las cosas?

Ralph se movió impaciente. Lo malo de ser jefe era que habí a que pensar, habí a que ser prudente. Y las ocasiones se esfumaban tan rá pidamente que era necesario aferrarse en seguida a una decisió n. Eso le hací a a uno pensar; porque pensar era algo valioso que lograba resultados...

Só lo que no sé pensar, decidió Ralph al encontrarse junto al asiento del jefe. No como lo hace Piggy.

Por segunda vez en aquella noche tuvo Ralph que reajustar sus valores. Piggy sabí a pensar. Podí a proceder paso a paso dentro de aquella cabezota suya, pero no serví a para jefe. Sin embargo, tení a un buen cerebro a pesar de aquel ridí culo cuerpo. Ralph se habí a convertido ya en un especialista del pensamiento y era capaz de reconocer inteligencia en otro.

Al sentir el sol en los ojos, recordó que el tiempo pasaba. Cogió del á rbol la caracola y examinó su superficie. La acció n del aire habí a borrado sus amarillos y rosas hasta volverles casi blancos y transparentes. Ralph sentí a una especie de afectuoso respeto hacia la caracola, aunque fuese é l mismo quien la pescó en la laguna. Se colocó frente a la asamblea y llevó la caracola a sus labios.

Los demá s aguardaban aquella señ al y en seguida se acercaron. Los que sabí an que un barco habí a pasado junto a la isla cuando la hoguera se encontraba apagada, permanecí an en sumiso silencio ante el enfado de Ralph, mientras que los que nada sabí an, como era el caso de los pequeñ os, se sentí an impresionados por el ambiente general de solemnidad. Pronto se llenó el lugar de la asamblea. Jack, Simon, Maurice y la mayorí a de los cazadores se colocaron a la derecha de Ralph; los demá s a su izquierda, bajo el sol. Llegó Piggy y se quedó fuera del triá ngulo. Con eso querí a indicar que estaba dispuesto a escuchar, pero no a hablar, dando a conocer, con tal gesto, su desaprobació n.

—La cosa es que necesitá bamos una asamblea.

Nadie habló, pero todos los rostros, vueltos hacia Ralph, miraban atentamente. Ondeó la caracola en el aire. Para entonces sabí a ya por experiencia que habí a que repetir, al menos una vez, declaraciones fundamentales como aqué lla, para que todos acabaran por comprender. Debí a uno sentarse, atrayendo todas las miradas hacia la caracola, y dejar caer las palabras como si fuesen pesadas piedras redondas en medio de los pequeñ os grupos agachados o en cuclillas.

Buscaba palabras sencillas para que incluso los pequeñ os comprendiesen de qué trataba la asamblea. Quizá despué s, polemistas entrenados, como Jack, Maurice o Piggy, usasen sus artes para dar un giro distinto a la reunió n; pero ahora, al principio, el tema del debate debí a quedar bien claro.

—Necesitá bamos una asamblea. Y no para divertirnos. Tampoco para echarse a reí r y que alguien se caiga del tronco —el grupo de pequeñ os sentados en el trampolí n lanzó unas risitas y se miraron unos a otros—, ni para hacer chistes, ni para que alguien —alzó la caracola en un esfuerzo por encontrar la palabra precisa— presuma de listo. Para nada de eso, sino para poner las cosas en orden.

Calló durante un momento.

—He estado andando por ahí. Me quedé solo para pensar en nuestros problemas. Y ahora sé lo que necesitamos: una asamblea para poner las cosas en orden. Y lo primero de todo: el que va a hablar ahora soy yo.

Volvió a guardar silencio por un momento y se echó el pelo hacia atrá s instintivamente. Piggy, una vez formulada su ineficaz protesta, se acercó de puntillas hasta el triá ngulo y se unió a los demá s.

Ralph continuó:

—Hemos tenido muchí simas asambleas. A todos nos divierte hablar y estar aquí juntos. Decidimos cosas, pero nunca se hacen, í bamos a traer agua del arroyo y a guardarla en los cocos cubiertos con hojas frescas. Se hizo unos cuantos dí as. Ahora ya no hay agua. Los cocos está n vací os. Todo el mundo va a beber al rí o.

Hubo un murmullo de asentimiento.

—No es que haya nada malo en beber del rí o. Quiero decir que yo tambié n prefiero beber agua en ese sitio, ya sabé is, en la poza bajo la catarata de agua, en vez de hacerlo en una cá scara de coco vieja. Só lo que habí amos quedado en traer el agua aquí. Y ahora ya no se hace. Esta tarde só lo quedaban dos cocos llenos.

Se pasó la lengua por los labios.

—Y luego, las cabañ as. Los refugios.

El murmullo volvió a extenderse y apagarse.

—Casi todos dormimos siempre en los refugios. Esta noche todos vais a dormir allí menos Sam y Eric, que tienen que quedarse junto a la hoguera. ¿ Y quié n construyó los refugios?

Inmediatamente surgió un gran bullicio. Todos habí an construido los refugios. Ralph tuvo que agitar la caracola de nuevo.

—¡ Un momento! Quiero decir, ¿ quié n construyó los tres? Todos ayudamos al primero; só lo cuatro hicimos el segundo, y yo y Simó n hemos hecho ese ú ltimo de ahí. Por eso se tambalea tanto. No, no os riá is. Ese refugio se va a caer si vuelve a llover. Entonces sí que vamos a necesitar los refugios.

Hizo una pausa y se aclaró la garganta.

—Y otra cosa. Escogimos esas piedras al otro lado de la poza para retrete. Eso tambié n fue una cosa sensata. Con la marea se limpian solas. Vosotros los peques sabé is muy bien lo que quiero decir.

Se oyeron risitas aquí y allá; se vieron furtivas miradas.

—Ahora cada uno usa el primer sitio que encuentra. Incluso al lado de los refugios y la plataforma. Vosotros los peques, cuando está is cogiendo fruta, si de repente os entran ganas...

La asamblea entera estalló en carcajadas.

—Decí a que si de repente os entran ganas, por lo menos tené is que apartaros de la fruta. Eso es una porquerí a.

Volvió a estallar la risa.

—¡ He dicho que eso es una porquerí a! Se pellizcó la tiesa camisa.

—Es una verdadera porquerí a. Si os entran de pronto las ganas os vais por la playa hasta las rocas, ¿ entendido?

Piggy alargó la mano hacia la caracola, pero Ralph negó con la cabeza. Habí a preparado su discurso punto por punto.

—Tenemos que volver a usar las rocas. Todos. Este sitio se está poniendo perdido.

Hizo una pausa. La asamblea, presintiendo una crisis, aguardaba atentamente.

—Y luego, lo de la hoguera.

Ralph, al respirar, emitió un suspiro que toda la asamblea recogió como si fuese su eco. Jack se dedicó a pelar una astilla con su cuchillo y murmuró algo a Robert, que miró hacia otro lado.

—La hoguera es la cosa má s importante en esta isla. ¿ Có mo nos van a rescatar, a no ser por pura suerte, si no tenemos un fuego encendido? ¿ Tan difí cil es mantener una hoguera?

Alzó un brazo al aire.

—¡ Vamos a ver! ¿ Cuá ntos somos? Bueno, pues ni siquiera somos capaces de conservar vivo un fuego para que haya humo. ¿ Es que no os dais cuenta? ¿ No veis que debí amos... debí amos morir antes de permitir que se apague el fuego?

Se oyeron risitas en el grupo de cazadores. Ralph se dirigió a ellos acalorado:

—¡ Vosotros! ¡ Reí d todo lo querá is! Pero os digo que ese humo es mucho má s importante que el jabalí, por muchos que maté is. ¿ Lo entendé is?

Hizo un gesto con el brazo que abarcaba a la asamblea entera y pasó su mirada por todo el triá ngulo.

—Tenemos que conseguir ese humo allá arriba... o morir.

Aguardó un momento, esbozando el pró ximo punto a tratar.

—Y otra cosa.

—Son demasiadas cosas —gritó alguien. Hubo un murmullo de asentimiento. Ralph impuso el silencio.

—Y otra cosa. Por poco prendemos fuego a toda la isla. Y perdemos demasiado tiempo rodando piedras y haciendo fueguecitos para guisar. Ahora os voy a decir una cosa, y va a ser una regla, porque para eso soy jefe. No habrá má s hogueras que la de la montañ a. Jamá s.



  

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